Angelica

Angelica


Primera parte » Capítulo 3

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Capítulo 3

 

A

ngelica se parecía cada día menos a su madre. Y, más doloroso aún, la diferencia se aceleraba durante las separaciones. Últimamente, cuando Constance se veía obligada a dejar a Angelica al cuidado de Nora, podía, a su regreso, parecerle que la odiosa alteración incluso había progresado, como en algún espantoso cuento para niños.

Al nacer, con un mapa de venas que se adivinaba bajo su piel traslúcida, volviendo sus ciegos ojos hacia el imprescindible pecho de Constance, con sus rígidos miembros y sus berridos de apetito insatisfecho, Angelica inició su vida como un animal extraño, pero, muy pronto, la leche de Constance instiló en la niña algún elemento de su madre, tanto que un admirador tras otro empezó a observar una creciente semejanza. En la calle, en las tiendas, las visitas... el coro era cada día más audible: «Es tu viva imagen.» No... su pecho no había sido tan imprescindible, recordó Constance, porque se había visto obligada a compartir la niña de sus ojos con aquella asquerosa ama de cría durante los dos meses que se la robó.

Por supuesto, Joseph, en alguna fase temprana de su ruindad, había mostrado uno de sus fugaces pero imperiosos destellos de entrometido interés en Angelica y («siguiendo el mejor consejo de los médicos») insistió en que aquella frágil niñita fuera arrancada, llorando, del pecho de su madre y plantada inmediatamente ante un plato de comida. «La asfixiarías si le hicieras comer unos macarrones tan pronto», replicó ella, haciéndolo callar y ganando unos meses para engordar a su réplica con el mágico producto diseñado para hacer que ambas se parecieran en temperamento y aspecto. Incluso cuando prevalecía la voluntad de Joseph, ella alimentaba secretamente a Angelica durante bastante rato, siempre que Nora se encontraba fuera de la casa, y nadie pudiera informar de su amorosa desobediencia. Sin embargo se produjo el cambio. Cuanto menos la alimentaba, más pronunciada era la transformación. Y no tardó en acelerarse la metamorfosis de Angelica: su cabello fue pasando del castaño hasta llegar al azabache, y por encima de las frías aguas marinas septentrionales de sus ojos se deslizaron capas de tinta italiana.

Cuando la lluvia empezó a amainar, Constance se dejó llevar por la engañosa promesa de un cielo azul y llevó a Angelica al parque, donde la niña inició una animada conversación con un niño vestido de marinero. No podía oírlos desde donde ella estaba sentada, pero veía cómo su hija iba mostrando una postura cada vez más inflexible. ¿Qué podían discutir aquellos dos con semejante pasión? El marinerito, pelirrojo y pálido, parecía a punto de romper a llorar. Algún día sería un robusto y rubicundo inglés. ¿Mantendría entonces apasionadas conversaciones con las damas? Golpeaba el suelo con un pie calzado con un limpio zapato negro, y su ira hizo que Angelica se riera. Aquel sonido lo retuvo Constance como el mejor momento del día.

Se susurraban cosas al oído, rodeando sus secretos de un innecesario teatro, con la astucia de unos conspiradores novatos que disimulan, sentados uno al lado del otro. Pretendían ocultar sus palabras incluso a Constance. ¿Cómo podía ese ser extraño, carente de encanto, sin el más pequeño esfuerzo, provocar esas expresiones en la cara de Angelica, ganando un premio cuyo valor ese tonto es incapaz de apreciar? ¿Qué clase de observaciones hace ya Angelica sólo para otros, tan cruelmente pronto, que nunca comparte, ni resume, para Constance, que antaño —ayer, tan sólo— era su único confidente? Susurrándole bajo el árbol, Angelica reserva ahora sus pensamientos para los varones que pronto exhibirán sus pacientes sonrisas depredadoras ante la vieja madre mientras uno de ellos saca a bailar a Angelica entre una multitud de parejas que dan vueltas.

¿Y qué es, exactamente, a esa tierna edad, lo que ese hombre de mar siente cuando mira a la morena princesa? La fría sangre de inglés que evidentemente lleva, poco dada a la emoción, apenas capaz de teñir su pálido rostro, por más que el sol haya provocado unas pecas por toda la cara, en un esfuerzo por darle color. Pero esa sangre —la misma de Constance— corre desesperadamente como la inerme marea ante la suave, resplandeciente mirada de la luna meridional. Porque aunque Joseph había nacido en Londres, eso no alteraba los hechos, como tampoco su impecable acento y sus modales, ni su empleo en el centro de la medicina inglesa, ni su servicio en el ejército de la Reina, ni su madre inglesa: y los hechos eran que él era italiano, y su padre se llamaba Bartone.

Al igual que Angelica y este marinero, el elemento italiano había formado una parte nada despreciable del ascendiente de Joseph sobre Constance, incluso al comienzo, antes de que ella supiera lo que él era. Cuando él le reveló la verdad, antes de su oferta de matrimonio, Constance comprendió la influencia que él había ejercido sobre ella desde el momento en que entró en Pendleton’s y captó su atención. Y ella veía ahora los efectos de aquella sangre caliente sobre la fría, incluso en la mofletuda cara del marinero: el gradual debilitamiento, la curiosidad, la maravilla ligeramente asustada que le producía estar cerca de algo innombrable, pero atractivo y burlón, seguro de sí. Sí, Angelica ya tenía todo eso, desde la sangre que corría por sus venas hasta su casi negro cabello. El deseo en los ojos del marinero era inconfundible. Angelica era deseable... Constance lo veía en los ojos de casi todo el que hablaba con la niña. Joseph debería haberse sentido satisfecho: Constance no podía darle ningún hijo, pero resplandecía como un alentador consuelo esa hija tan perfecta, cada vez más perfecta y más parecida a su padre cada día que pasaba, y menos parecida a la madre, que casi había muerto al darle la vida.

Constance se quejó. ¿Hacía falta que su culpa se prolongara por todo el futuro? Seguramente ni siquiera Joseph, pese a su decepción, podía concebir que ella le hubiera hecho eso a él deliberadamente. Ella no había aceptado su proposición de matrimonio sabiendo sus limitaciones físicas... ¿Cómo podía haberlo sabido? ¿Sabían las otras mujeres antes de probarlo que saldrían con éxito? ¿Susurraban sus cuerpos unas promesas que una mujer decente podía oír, en tanto que Constance había aceptado el silencio de su propio cuerpo como un consentimiento? Ella le preguntó a la comadrona, la primera vez, cuando la vieja regresaba a la habitación con más trapos; «¿Por qué no lo sabía yo?»

Hablando con justicia, Constance no era estéril. Era, si acaso, una tierra demasiado fértil. Y, si se toma todo en cuenta, le había dado aquella maravillosa niña, que crecía tan brutalmente deprisa, liberada ya de su gordura infantil, reacia ya, de vez en cuando, a los besos de Constance, que ya se lavaba sola, comía sola, que se había enamorado de los cepillos y peines que Constance le había regalado en un impulso, y para inmediatamente lamentarlo, cuando Angelica insistió en peinarse por sí misma. Era casi insoportable (el marinero colgado de una rama baja, y Angelica lo ignoraba, a pesar de que él gritaba para llamar su atención), saber que ella nunca más volvería a pellizcar el sonrosado culito de un bebé, a esparcir polvos sobre unas suaves y regordetas piernas y besar el diminuto botón de un ombligo. Una vez y sólo una, ésa iba a ser su recompensa y su propósito en la vida. Ella habría llorado, caso de permitírselo, como ese niño, que contenía las lágrimas, tras haber caído de la rama y haberse hecho sangre en la nariz, con lo que consiguió despertar el interés de Angelica.

—Siento interrumpir vuestra conversación —les dijo—, pero debo recordar a Angelica que nos espera la cena. No tendríamos que decepcionar a Nora. Y seguramente a ti te esperan también en el Almirantazgo, mi guapísimo señor.

—Adiós, Angelica —dijo el marinero, acercándose sin pensarlo, para abrazar a la niña, pero siendo hábilmente interceptado por una niñera mientras Angelica se burlaba de él.

—¿Tienes hambre, mi amor? Nora nos ha prometido un estupendo pescado.

La niña no replicó. Otra ofensa, justo el primer día después de que hubiera dormido lejos de ella. Había aprendido en alguna parte la habilidad de ignorar a su madre. Anduvieron en silencio. La cara de Angelica era inexpresiva. Antaño, cualquier cambio en la voz de Constance podía provocar la correspondiente variación en el rostro de la niña. Pero ahora Angelica estaba aprendiendo a controlar su expresión, a guardar sus tesoros incluso de su madre.

—Responde cuando te hablo, niña desobediente.

Al punto la cara de Angelica se descompuso de forma demasiado evidente, y Constance atrajo a la llorosa niña hacia ella, presa de un vivo remordimiento.

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