Angelica

Angelica


Primera parte » Capítulo 4

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Capítulo 4

 

A

ngelica estaba casi dormida. Poco dispuesta a que su madre se marchara de su cabecera, se esforzaba por mantener una conversación.

—¿Papá es un marinero? —preguntó, con la imagen de su nuevo amigo todavía presente en su memoria.

—No, cariño. Fue soldado, pero ahora trabaja.

—¿Qué es trabajar?

—Trabajar es lo que todo hombre debe hacer.

—¿Y qué debe hacer papá?

—No lo sé, ángel mío. Debe cuidar de nosotras y protegernos. Debe curar enfermedades. Y debes cerrar los ojos.

La niña lo hizo, a punto de dormirse, exhausta por el día, pero, con todo, se resistía.

—¿Dónde está papá? —pensó Constance que había preguntado la niña.

—Está en el trabajo. Lo verás en el desayuno.

—No, ahí está papá.

Constance se volvió con un sobresalto porque él había aparecido, detrás de ella, en el marco de la puerta. Y la despidió.

—Yo la haré dormir.

—No hace falta que te molestes —empezó a decir ella, pero él se limitó a repetir sus intenciones. Ella se retiró, concediéndole un papel que su marido nunca había deseado. Y ella pudo sentir, casi oler, su continua y constante ira. Era lo suficiente hombre para fingir otra cosa, quizás incluso creer otra cosa, pero no lo bastante inteligente para ocultárselo a ella. Había estado irritado desde mucho antes de desterrar a Angelica abajo, irritado con Constance, por la estricta y drástica abstinencia dictada por el médico, por los compromisos que la vida le exigía. Constance no lo censuraba por despreciarla. Había sacrificado muchas cosas por hacerla su esposa, pero nunca lo habría hecho de haber sabido cuánto se le exigiría cuando ya no tenía ninguna oportunidad de escapar. Un inglés como Dios manda podría tal vez haberse acostumbrado a esas limitadoras circunstancias, pero no un italiano, constituido para no soportar ninguna privación ni insatisfacción. No era raro que la despreciara. Cuando él bajó, Nora les sirvió la cena.

—¿Se resiste la niña al nuevo arreglo? —preguntó él, aunque sin una auténtica preocupación.

—Como tú dijiste, no tiene elección.

Él masticó la comida y asintió, mucho después de que la respuesta de Constance se hubiera apagado.

—¿En qué habéis estado ocupadas hoy?

—Eres muy amable de preguntarlo. No paraba de llover esta mañana, de manera que, después de su lección de piano, Angelica se divirtió muchísimo con tu libro de láminas. Fue muy amable por tu parte. «El libro de papá», lo llama. Yo le leía el nombre de cada animal en inglés y en latín, y le mostraba los esqueletos y los dibujos de los músculos. Parte de eso es más bien, diría yo, impropio para ella, pero, si a ti te parece adecuado yo no pondré ninguna objeción. Fue muy aplicada en su lección de piano y está haciendo muchos progresos. Si tuvieras la bondad de escucharla, creo que quedarías muy impresionado. Le diré que tiene que preparar un recital para ti. Entonces tendrá una ambición y eso la inspirará. Después tuvimos un poquito de sol, así que fuimos a tomar el aire en el parque, y estuvo jugando con un amiguito que quedó encantado con su compañía, pero, es divertido, la niña se muestra muy discreta sobre él, y no quiere revelar ni su nombre ni los detalles de su conversación. Nos paramos en Miriam Brothers a tomar el té, pero descubrí que el chico del mostrador era de una impertinencia inaceptable, y soy de la opinión que deberíamos frecuentar otro local.

Gustosamente ella habría seguido parloteando, hasta que, abrumado por tantos detalles reales e imaginarios, él se quedara dormido sobre la mesa. La cercanía de la noche le provocaba una profunda preocupación. Retirarse, con Angelica tan lejos, suponía un anochecer angustioso, por no hablar de la otra vaga preocupación: Constance ya no podía confiar en la proximidad y en el sueño ligero de la niña para rechazar lo prohibido. Una segunda noche sin incidentes sería un milagroso alivio, pero sólo por un día. Si no esta noche, sería pronto, pero la cuestión se agudizaría hasta que habría un terrible enfrentamiento, y su miedo se mezclaba con la comprensión de que la situación era igualmente difícil, aunque inversa, para su marido.

No era ni su elección ni su voluntad decepcionarle, pero había sido incapaz de decírselo durante esos años. Incluso tras la primera criaturita perdida, siete meses después de la boda, los médicos habían expresado dudas. «Dios no tiene pensado que todas las mujeres sean madres», murmuró un tembloroso anciano, amablemente pese a lo odioso de sus palabras. Seis meses más tarde, le falló a Joseph por segunda vez, y el nuevo doctor se mostró más fríamente sincero. Pero los médicos estaban equivocados —ella podía todavía sentir una oleada de orgullo ante su error—, porque, diez meses después, había tenido a Angelica, aunque la niña se mostró sumamente violenta en su llegada, poniendo en peligro la vida de su madre aun después de que ya estuviera a salvo en este mundo. Constance no podía ingerir ningún alimento, ni permanecer de pie. No podía, al principio, ni siquiera alimentar a su hija sin desmayarse. Cuando Nora le trajo un ama de cría para su aprobación, la entrevista la deprimió tanto que ni siquiera pronunció una palabra, de manera que la propia Nora se ocupó de todo, interrogó a la muchacha e hizo que se desnudara para mostrarle sus pezones a Constance. «¿Señora...? ¿Servirá, señora?»

¿Me permite una observación sobre la tarea que me encomendó? Entonces, por favor, comprenda que de usted —como de todos los hombres con consultas especializadas en Cavendish Square, a veces suaves aguas minerales, a veces amarga tónica— no puede esperarse que sienta el profundo dolor que supone la historia clínica de Constance, una historia con la que su mujer y hermanas, madre e hijas simpatizarían. El corazón de Constance fue roto por unos torpes y rudos médicos de mujeres y nunca adecuadamente recompuesto, esos especialistas, que, en su ambición por aparecer como maestros indiscutibles, barraban el paso a unas comadronas más sabias y luego examinaban a su paciente con unas manos heladas y unos ojos poco sabios. En su propio hogar la mujer sangraba para ellos, chillaba, llamaba a unos hijos que no nacerían, o no respirarían, y luego alargaba la mano para acoger a la hija que casi la mataría con su violenta aparición en escena, mientras los médicos hablaban sin tapujos de la inminente muerte de la niña y el evidente engaño de la madre, como si ésta estuviera sorda además de deprimida. Incluso cuando madre e hija sobrevivieron, las ásperas conferencias prosiguieron, demasiado cerca, en unos helados quirófanos, mientras su marido se encontraba siempre muy lejos.

Durante tres años después del nacimiento de Angelica —sin duda una carga inhumana para Joseph— la estricta prohibición de los médicos no perdió su poder atemperador, inhibidor. Pero finalmente, hacía once meses, con Angelica dormida a sus pies, ninguno de los dos contuvo sus peores instintos. Constance se despertó en la oscuridad, sobresaltada y ahogándose, casi sofocada. Gritó: «La niña», sin tener todavía claro dónde estaba o con qué cíclope de múltiples miembros tan profunda e imprudentemente se había acostado, pero él no le hizo ningún caso y Angelica siguió durmiendo con tranquilidad a sus pies, nunca se despertó para defender a su mamá, quien, medio en sueños, estaba para entonces abrazando el cuerpo que la abrazaba a ella.

—Los médicos nos dijeron que no debemos —le susurró una y otra vez al oído, pero sin convicción, en un tono que cada vez traicionaba más sus verdaderos deseos. Ella pagaría un sangriento precio por su mentira.

Al día siguiente se cruzaban por la casa silenciosos y avergonzados, y el miedo empezó a apoderarse de ella, y él no tenía palabras ni gestos para dispersarlo. Cinco meses más tarde, ella le volvió a fallar, incapaz nuevamente de conservar a su hijo, probablemente su hijo más querido, especuló la comadrona. De nuevo el precio lo pagó una criaturita que salía de ella con tan desgarradora agonía que Constance tuvo la visión de que el bebé estaba cubierto de espinas, como si los hijos se suavizaran dentro del útero a medida que crecían, pero iniciaran su vida como un cortante hierro. En el momento final, le gritó a la vieja comadrona que tuviera cuidado con sus manos porque las hojas del monstruo seguramente le cortarían la carne de sus palmas.

Hacía ya tres meses del fracaso, el tercero de Constance, y Joseph lo empezaba a olvidar. Pero Constance nunca olvidaría al doctor Willette riñéndola mientras ella lloraba al oír sus palabras, por más que mereciera su censura.

—Señora Barton, ¿quiere usted dejar sin madre a su hija? ¿Lo quiere? Lo que le dije el día de su nacimiento, cuando las dos fueron devueltas al seno familiar sólo por la gracia de Dios misericordioso, veo que tendré que repetírselo en términos más enérgicos.

Aquella última pérdida era sobre todo un castigo por haberse atrevido a desafiar a los médicos. El doctor Willette la había regañado sin cesar, incluso mientras ella se tapaba la cara con las manos y se retorcía por los dolores de vientre. No podía concebir un castigo más apropiado:

—Señora Barton, no está usted calificada para objetar las enseñanzas de la medicina. Usted busca satisfacer su propio deseo a costa de su familia.

—¿Qué quiere usted que haga? —le preguntó a su juez. Éste solamente se ocupaba de su penosa, fría inspección—. Por favor, dígame. ¿Qué debo hacer?

—Señora. —Se levantó y miró a la mujer con gesto exasperado, secándose las manos delicadamente con un trapo mientras ella yacía allí todavía con las piernas abiertas—. ¿Quiere usted que le pinte un cuadro? Muy bien. Tiene usted que desistir enteramente. Practicar pudicitia pervigilans. Hacer de usted un hortus conclusus, señora. Si encuentra usted que es un esfuerzo demasiado grande para una lasciva e inmoderada voluntad, entonces haga usted una rigurosa ratio menstrua y prepárese para lo peor si comete siquiera el más pequeño error matemático. Ninguna otra técnica funcionará. No se puede confiar en la precisión del caballero en el momento de la conclusión. E incluso aunque uno pueda estar seguro de su capacidad para cumplir su deber, no puedo prometerle una absoluta seguridad. Por supuesto hay charlatanes —Londres los produce en abundancia— que, sin tener estudios ni ciencia alguna, le ofrecerán a usted soluciones concebidas por mecánicos de limitada capacidad pero ilimitada depravación. Le informo en términos nada dudosos, señora, de que tales métodos se demostrarán tanto inmorales como ineficaces. Dios y la ciencia caminan unidos en este punto.

Constance se pasó semanas enteras en cama, convaleciendo con vacilante lentitud, pues la idea de dejar a su hija sin una madre obsesionaba sus grises, melancólicos días y funestas noches. Angelica la visitaba diariamente, pero junto a Nora. Cada día Constance veía a la niña más firmemente unida a su niñera irlandesa, y ella sabía que, cuanto más yaciera en el lecho, abrumada por su debilidad, más probablemente perdería a su única hija ante una gorda irlandesa pecosa contratada a través de anuncio, que vivía debajo de la escalera y a la que se le pagaba por meses.

—Nora, deja estar a Angelica. Descuidas tus propias obligaciones fingiendo ser su madre.

Y ahora Joseph había ordenado que Angelica saliera de la habitación. El razonable temor de despertar a la niña ya no podría proteger a Constance, y aunque él no lo reconocería ni siquiera ante sí mismo, la despreciaba. De ser él, ella nunca habría aceptado tan pacientemente esa heladora sentencia. A estas alturas habría forzado la cuestión, al diablo las consecuencias.

Ahora, indefensa por segunda noche, yacía en la oscuridad, que en junio afortunadamente llega tarde. Y preparó su dique contra la violenta marea que iba a producirse.

—Dijeron que no debíamos correr semejante riesgo, amor mío —diría ella en un tono suave, apaciguador—. Estaban todo lo convencidos que se puede estar. Tuvimos suerte en nuestro último error.

No podía decir eso... Suerte era una broma cruel después de su último fracaso. Pero esto no tuvo importancia, al menos esa noche, porque después de unos minutos yaciendo en inquieta aunque buena disposición, ella oyó su respiración y luego, poco después, un profundo sonido de fondo que la acompañaba. Un milagro que duró lo que la vida de una mariposa: el peligroso, ardiente momento había pasado. Y él no había exigido lo que sin duda se le debía y nunca podía ser pagado.

Las tres y cuarto. Ella bajó las escaleras para contemplar a Angelica, cuyo rostro, desprevenido en el sueño, seguía reflejando su alma. Ella le debía a su marido otro hijo, tantos como pudiera dar a luz. Toda su existencia estaba dirigida a eso. Su cuerpo estaba hecho, en cada pliegue y poro, para tener hijos. ¿Qué iba a ser de ella y de su pobre, traicionado Joseph si los médicos se creían dioses e insistían en que ellos dos pagaran el tributo a la esterilidad y el agostamiento de las mujeres? Mañana por la noche los desafiaría. «No tengo miedo», pensó. Pero, por supuesto, era una mentira. Tenía miedo de abandonar a Angelica y, algo sumamente egoísta, de volver a sufrir.

Observó cómo la llama de la vela bailaba y proyectaba su elegante forma de lágrima simultáneamente en todas direcciones hasta que su falda azul cubrió el cono de luz y unos momentos más tarde, con un suspiro lacrimoso, se extinguía, igualando la respiración de la durmiente niña y la respiración acompasada de Constance. Tenía que regresar arriba y consentir. Si no, su marido pensaría que ella se consideraba demasiado buena para él. Ella deshonraba su lecho, no con ningún hombre vivo, sino con el miedo, el asistente de los médicos. Constance no podía vagar, flotando por ahí, muy por encima de la casa, de esa manera, su respiración acompasada con la de la niña dormida, sólo fiel a sus temores, negando su consentimiento al hombre que la había salvado. En el sueño, su apetito se imponía a su flotante cuerpo, y ella sabía que sólo Joseph podía satisfacer ese apetito voraz. Ella deseaba ser amable con él, negarse a sí misma el banquete pese al dolor que le producía ese apetito, y así se contenía y se limitaba a comer entre sus más ensortijados rizos, pero eso no satisfacía su constante hambre, y ella se veía obligada a separar de su durmiente y maleable forma las partes más fáciles de aislar, y devoraba sus dedos, orejas y nariz. Con todo, ella ardía por culpa de ese ávido apetito, y supo inmediatamente que se sentiría mucho más satisfecha si usara su otra y más eficiente boca. «¿Qué estoy pensando? —se reprendió—. No tengo ninguna segunda boca.» Pero apenas hubo pensado eso cuando se quedó sin aliento por el miedo, y apartó la mirada para escapar de esa visión. «Nunca debo mirarlo, he de estar constantemente vigilante.» Se suplicaba a sí misma no mirar, pero en vano: allí yace, la segunda, más brutal boca, ensangrentada. Se dio la vuelta, llorando por él, por la durmiente forma de Joseph, deseando que esa boca no exigiera que ella lo consumiera.

—Venga. Ven a la cama ya —dijo él, despertándola. Estaba de pie, con otra vela en la mano, y Constance casi gritó «No» en su deseo de protegerlo de la amenaza con la que ella aún soñaba, el cuerpo húmedo y tembloroso.

 

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