Angelica

Angelica


Primera parte » Capítulo 5

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Capítulo 5

 

A

la mañana siguiente, ella se levantó temprano para llevarle su té y sus bollos en una bandeja. Angelica jugaba en el suelo, y Constance servía a su señor en su lecho de cortinajes, le limpiaba las migajas de la barba y le decía palabras de amor. Quería que él viera que ella estaba dispuesta a entregarle todo el calor y el debido amor que podía darle con seguridad.

Él se quedó al principio aturdido, dulcificado por el sueño, y la miraba con moderada maravilla, como si solamente una parte de él —una parte dulcemente infantil— hubiera despertado en este idilio, ese claro en su bosque de malentendidos.

Pero qué fácilmente él lo destruyó todo, cuán rápida fue su ira. El único pretexto que necesitó fue el ligerísimo ruido que hacía Angelica al otro lado de la habitación, probablemente insuficiente para molestarlo, pero como no podía justificar de otro modo su continua furia contra la mujer que en aquel momento le estaba acariciando la mejilla y dándole la mermelada, sólo pudo canalizar su flamígera rabia acusando a la inocente niña.

Cuando él se marchó, ella leyó el periódico de la pasada tarde, abierto sobre la mesa, manchado con gotas de su té. El periódico (como todos los demás, no era otra cosa que una detallada relación de muertes) hablaba del último sanguinario asesino de Londres. Otros dos ataques, que llevaban el mismo sello del primero, habían tenido lugar la noche anterior entre la medianoche y las cuatro de la madrugada. Los funcionarios encargados de la seguridad pública se prestaron a las posibles dudas sobre su competencia cuando admitieron estar «desconcertados» por lo que habían hallado en los dos asesinatos. ¿Cómo, por ejemplo, habían sido arrancadas las dos mujeres —casadas, respetables— de su casa en esa hora negra, sin nadie que fuera testigo de los secuestros? ¿Y cuál era el significado de la atrocidad infligida a sus manos? Seguramente, si fueran simples robos o sólo vejaciones más perversas de la persona («¡sólo!», Constance se fijó en el término), no había ninguna necesidad de semejante crueldad, cometida en ambas víctimas. Todo apuntaba a un extranjero, quizás un salvaje, y los inspectores admitieron que habían consultado a expertos del Museo Británico con conocimientos sobre rituales tribales de África y Asia. El periódico se burlaba del «desconcierto» de la policía. Un bárbaro maníaco, de piel negra, deseoso de practicar su brujería, sería detectado fácilmente en las calles de Londres.

Esto era entonces Londres, hombres que se burlaban de otros hombres, los unos dedicados a la caza de otros que, en oscuras esquinas, atacaban con incomprensibles rituales a las mujeres. Pero no a la luz del día. Pero también era su Londres, y ella no estaría asustada dentro de casa. Con Angelica dormida, salió a la lluvia de la tarde. Hubiera hecho algunas visitas, de haber tenido alguna para hacer, pero no le quedaba ninguna. De manera que anduvo vagando y repartiendo dinero a las viudas que había llegado a conocer en esos múltiples paseos solitarios.

Antaño apenas había sido consciente de su falta de sociabilidad, incapaz de desear otra compañía que la de Joseph. Desde el día en que él entró en Pendleton’s, había concebido muchas esperanzas de conseguir su compañía, aunque hoy en día ella apenas podía recordar por qué las había albergado. «Joseph será la aventura de mi vida», le dijo a Mary Deene. Recordaba perfectamente esa emoción. «La aventura de mi vida.»

—Es sólo un hombre —replicó Mary, sin mostrarse para nada de acuerdo con la afirmación de Constance, y no sin cierto tono de envidia, la natural amargura de la muchacha carente de atractivo.

—Saber todo lo que hay que saber de un solo hombre lleva al menos una vida entera, si no dos —declaró Constance—. Eso es un matrimonio.

—Es un hombre, Con. La mayoría no oculta más misterio que esta silla.

Constance recordó la inmensa compasión que había sentido por Mary. Ella había encontrado el final a su soledad en aquel extranjero que había entrado en la papelería, y deseaba que Mary y todas las otras chicas también pudieran encontrar un final a sus soledades.

Había sido una tonta al sentir compasión por Mary Deene, comprendía ahora, de pie al otro lado de la calle, frente al edificio que la había albergado durante once años, la verja de hierro, la puerta de roble, la enorme fachada sin ventanas.

Conocer a Joseph había exigido menos de una vida, y para eso ella había abandonado a los que la habían mantenido. Los había desdeñado fríamente, aunque en aquella época se justificó diciéndose que tenía que ser realista, que hacía los sacrificios que su nuevo marido merecía. Tenía intención de entrar en su mundo limpiamente y no cometer ningún error. Constance Douglas mantenía cuidadosamente a su admirador lejos del Refugio y nunca permitía que Sarah Close o Jenny Harris se encontraran con él o supieran dónde vivía. Cuando llegó el día, se despidió de ellas con un cortés adiós. «¿No nos veremos...?», empezó a decir Jenny, demasiado lenta para comprender lo que Sarah ya había previsto. Sarah interrumpió aquella ridícula pregunta. «Adiós, Con. Te deseo suerte. Vamos, Jen.» Con otras personas, ella tuvo intención, o fingió, que la amistad sobreviviría al cambio. Mary Deene había sido demasiado importante para renunciar a ella. Ya encontrarían la forma, se prometieron con las manos juntas y los ojos húmedos. Pero, tras una única visita al hogar de los Barton, Mary se mantuvo alejada, y Constance no le escribió. ¿Qué había sido de ella? Constance no lo sabía... para vergüenza suya. Ella también había encontrado, quizás, a un heroico príncipe, o se había ido al extranjero y era tal vez una de las cincuenta y seis desgraciadas personas asesinadas allá lejos, en sus lechos. Se había sentido avergonzada de todas aquellas estupendas muchachas que le habían ofrecido su amistad cuando ella estaba sola. Avergonzada de ellas.

En las semanas previas a su matrimonio, ella se imaginaba a los nuevos conocidos, los suyos y los de Joseph. Pendleton, su antiguo patrono, con todo lo bueno que había sido, iba de pronto a convertirse en alguien de inferior condición social a la suya, la esposa de un científico. Él la tendría como una generosa y amable cliente, y ella nunca se comportaría como tantas esposas e hijas lo habían hecho con ella. Entraría con una sonrisa y le tendería la mano como a un amigo o un igual... o no exactamente como a un igual, aunque ella no se comportaría como si no fueran iguales. Resultaba difícil imaginarse cómo actuaría llegado el momento. Cuando la señora de Joseph Barton tuvo necesidad, finalmente, de comprar artículos de papelería, bueno, los Barton no vivían cerca de Pendleton’s. Constance, en su nuevo papel de clienta, fue a McCafferty.

De forma sorprendente, aunque vivían demasiado lejos de Pendleton’s, no vivían tan lejos que en el barrio no supieran, como por arte de magia, que Constance había «venido» de allí, como si ella hubiera nacido allí, o hubiera sido comprada, igual que una de las piedras del estuche de terciopelo gris del escaparate. Tres días después de regresar del viaje de bodas, una mujer que pasaba por la calle descubrió a Constance saliendo de su nueva casa.

—Pero, pero tú no eres... ¡claro que lo eres! Eres la chica de Pendleton’s. Estás preciosa. Pero nunca le perdonaré a James Pendleton que te haya rebajado a hacer entregas a domicilio.

Inmediatamente y por unos mecanismos demasiado discretos para que ella pudiera conocerlos, todo el mundo se enteró de que se había elevado desde abajo de todo, desde lo más vulgar, o entretenido. Las pruebas le llegaban de manera insegura, como si estuviera oyendo voces en la lejanía. ¿Aquellas dos mujeres habían pasado por su lado y se habían vuelto para observarla? No... Se habían reído, pero no de ella. Alguien dijo «trepa» bastante claramente. Pero no podía referirse a ella, ella no era ya una trepa. Era la esposa de un caballero del barrio, estimado por otros hombres de ciencia, que algún día llevaría un FRS (Fellow of the Royal Society) tras su nombre, o... «había trepado tan lejos que había aterrizado en un bordello italiano».

Constance encajó el golpe. Decidió encajarlo, sabía que hacía mucho tiempo que iba a venir. Aceptó incluso que hubiera algunos que consideraban a Joseph inaceptable. Sus oídos estaban abiertos a cualquier desaire ahora, y oía muchos: aquel hombre procedente de climas meridionales era turbio, de apetitos inmoderados. Ella era una intrigante, y él su víctima. Él era un corrupto, y ella su víctima. Algunas voces detrás de las verjas, las institutrices en el parque, decían que era judío. Que no lo fuera no refutaba la acusación, como tampoco podía Constance apartar la idea de que la acusación era hasta cierto punto justa, ya que apuntaba a cierto componente esencial común a italianos y judíos. Él, a fin de cuentas, le había negado una boda religiosa, y muchos papas habían sido judíos.

Al regresar a casa de su paseo sin propósito fijo, encontró a Angelica sobre las rodillas de Nora.

—¿Has terminado tu trabajo, por lo que veo, y ya puedes dedicarte a divertirte?

—Sí, señora. Y Mr. Barton ha venido, señora, y me ha pedido que le informe a usted de que él y el doctor Delacorte estarán en un combate de boxeo, señora, y que Mr. Barton volverá tarde.

—El doctor Delacorte me enseñó una canción al piano, mamá.

—¿Ah, sí? Qué amable por su parte.

Harry Delacorte era un tipo odioso, compañero habitual de Joseph. ¡Aquel caradura rondando por su salón, hablando con Angelica en ausencia suya! Se había comportado de una forma incalificable, vergonzosa, con Constance, unos meses antes, aunque ella, desde luego, le había ocultado el hecho a Joseph. Y ahora había entretenido a Angelica.

Cuando, afortunadamente, la larga tarde de Joseph con su amigo se prolongó, Constance yacía en cama disfrutando de la soñolienta paz de un hogar femenino. Durante mucho tiempo había esperado tropezar con la paz de la misma manera que uno dobla la esquina y se encuentra una florista. Esta persistente esperanza era una pesada expectativa que llevar, pues aminoraba el paso y embotaba la inteligencia dedicar tanto tiempo a aquella vana ilusión. Ella había esperado que Joseph acabara con su soledad, pero lo cierto es que ella llevaba la soledad en su interior como una excrecencia o un absceso. Incluso estando en compañía, la gente lo notaba. El aislamiento era casi consustancial en Constance. Y ella no lo había elegido, como tampoco había elegido el color de sus ojos o las plateadas estrías en sus caderas y barriga provocadas por los niños malogrados. En una ocasión pensó que Angelica curaría ese aislamiento para siempre. Qué pronto demostraba un simple marinerito lo vanas de semejantes esperanzas, incluso aunque Joseph no amenazara con enviarla a un colegio.

Él pronto llegaría a casa. Ella saltaría de la cama si su marido no sabía controlarse. O ella. Tal vez ella se resistiría, y pasaría la noche en blanco, y al día siguiente él se enfadaría por nada y la determinación de Constance se vería socavada, y se iría arrastrando, inevitablemente, por los sofás.

Pero Constance estaba dormida cuando Joseph regresó de su combate de boxeo. Ella sintió, más que oyó, su llegada. Más tarde ella se esforzó otra vez por abrirse paso a través de los pasillos del sueño y le oyó subir por las escaleras, abriendo la puerta de Angelica. Un instante después, estaba ya en lo alto, cerca de la habitación de matrimonio, precedido por cierto olor, que se extendía rápidamente por el aire y que se aferraba a la nariz y garganta de Constance, entrando y saliendo de su inquieta duermevela, indicando un imposible número de salidas y entradas de Joseph de la habitación. Un olor fuerte, aunque no desagradable, y familiar, pero no era de la piel de Joseph. Entonces él se metía en la cama, y ella quedaba suspendida en el punto donde fingir dormir y desear dormir no se puede diferenciar. Él parecía estar bañado en el penetrante aroma, su vellosa piel apretada contra la de ella, y Constance daba coces con sus piernas como para liberarse de un asaltante en una pesadilla.

Se despertó con un sabor metálico en la lengua, frío en el rostro y las ropas de la cama desechas. Joseph yacía como si estuviera corriendo, desnudo, y se encontrara en mitad de una zancada. Las manecillas del reloj se apresuraban hacia la derecha, y un verso infantil acudió a su memoria «Las tres y cuarto, mira a mi derecha. Las nueve menos cuarto, la izquierda está bien hecha.»

Las colgaduras de la cama se cerraron tras ella, y Constance salió al pasillo. Rascó un fósforo y encendió una vela. Sólo allí, ante el espejo, vio la hemorragia nasal, todavía borboteante, que le había helado la cara y manchado la ropa. Y aquel olor nuevamente, que había entrado con Joseph, y que ahora se aferraba a ella, aquel efluvio más fuerte que el del estiércol de caballo de la calle, que las flores del jarrón de la mesilla de noche, y lo suficientemente intenso para impregnar la sangre de su nariz. Bajó por las escaleras, la sangre de su mano iluminada por la luz de la vela.

El pomo de la puerta de Angelica estaba helado al tacto y resistió los esfuerzos de Constance para girarlo. El olor era más fuerte aún, y nubes de humos dorados casi visibles se levantaban entre la rendija del bajo de la puerta de Angelica y el suelo, donde las botas de Joseph montaban guardia. El olor le escoció en los ojos y sus lágrimas se mezclaron con la sangre seca de su cara. Luchó con la puerta; entonces, de repente, el pomo giró fácilmente, como si una mano en el otro lado hubiera cedido. Cuando se abrió, el olor la golpeó con fuerza, y Constance se apoyó contra el marco de la puerta para disipar su mareo, mientras su nariz empezaba a moquear en un vano esfuerzo por expulsar al intruso. Con su mano libre se cubrió la boca. El olor no tenía un origen localizable, aunque era extrañamente concentrado. Pese a que estaba abierta la ventana, llenaba hasta el último rincón de la habitación, aunque apenas cruzaba el umbral para penetrar en el pasillo. A la vacilante luz de la vela, vio a Angelica dormida encima de la ropa de cama, su camisón ladeado, las piernas dobladas y en una postura extraña. Constance cruzó la habitación y cerró un poco la ventana. Baja en el cielo, una luna en cuarto menguante parecía descansar sobre su dorso. Constance se dio la vuelta hacia la cama. Angelica estaba incorporándose, parpadeando.

—Mamá, ¿es de mañana?

—No. Vuelve a dormir.

—¿Qué ha pasado? ¿Quién te ha mordido en la cara?

—Es sólo una hemorragia. Tranquila, cariño, tranquila. Duérmete otra vez.

—¿Me morderá la cara a mí?

—Tranquila, amor mío.

—El piano suena demasiado fuerte.

—Nadie está tocando el piano.

—Sí. Cada noche, la Princesita de los Tulipanes lo toca. Es muy nerviosa. Duerme muy mal.

Constance acarició a Angelica, que pronto volvió a dormirse. Alisó la ropa de la cama y con un húmedo pulgar rojizo limpió una gota de su sangre de la mejilla de la niña, depositada allí junto con un beso maternal. Sólo entonces se fijó en la mariposa montada en una caja de madera, con cristal, cerca de la cama, un feo obsequio para un niño, dejado en lo más oscuro de la noche para que ella la descubriera, pinchada y bien abierta, mostrando todos sus impropios detalles. Tras haber tropezado con semejante visión, Constance, por supuesto, soñó con ellas poco rato después, dormida en la silla de seda azul.

Las bestias arañaban con sus resbaladizas y goteantes pezuñas sus secos y abiertos labios, y ella sintió que se le cerraba la garganta. Pasaron entonces sobre sus ojos abiertos. Ella sabía que jamás olvidaría aquel sonido, si alguien llegaba a rescatarla. Las mariposas hablaban, era un sonido inhumano que se alzaba de todas ellas simultáneamente. Sus alas temblaban en armonía con el penetrante zumbido. Y ella descifró aquel sonido oscilante: ella era la culpable. «Así es como Dios castiga a los malvados, Constance —decían—. Exactamente así. Y así. Llora todo lo que quieras, niña.»

 

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