Angelica

Angelica


Primera parte » Capítulo 13

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Capítulo 13

 

C

onstance regresó a casa mucho más tarde de lo que había pensado, había necesitado horas para calmarse, y la idea de volver a casa, incluso después de todo lo que había visto, no la tranquilizaba. Llamó a Nora.

—¿Nora, ha cenado Angelica? ¿Nora, dónde estás?

El piano estaba cerrado, y Constance sabía que Nora la había desobedecido y no había obligado a Angelica a dar su lección. ¡Qué pronto la monótona administración de su imperio reemplazaba a los oscuros acontecimientos del día! Tenía que recordar a Nora que no debía convertirse en una ridícula compañera de juegos de la niña, sino que su misión era cumplir la voluntad de la madre. La cocina y el comedor estaban igualmente abandonados. Llegó a las escaleras, y sólo entonces oyó las risas ahogadas de Angelica. Siguió el sonido hasta la puerta del baño. Oyó que Angelica le decía a Nora:

—Tú preparas perfectamente la bañera. Mamá no sabe hacerlo ni la mitad de bien. Me hielo o me quemo.

Otra de las pequeñas dagas que diariamente le lanzaba. Alargó la mano para coger el pomo de la puerta y entonces oyó lo increíble:

—Bueno, quizás sólo ha sido que he tenido suerte en mi primer intento. —¿Era la voz de Joseph?—. Ahora, enséñame cómo te lavas tu sola.

Constance abrió la puerta y se encontró con un espectáculo que superaba todo lo imaginable: su desnuda Angelica, medio sumergida en la pequeña bañera redonda, y Joseph, arrodillado en el suelo, con las mangas de la camisa subidas, ofreciéndole una pastilla de jabón. El mundo patas arriba.

—Aquí está tu madre —dijo él, nada avergonzado de su osadía.

Enfrentado con la evidente sorpresa de Constance, siguió hablando sin parar, que si había salido temprano del laboratorio, que si había aplazado la cita con Harry Delacorte, y el deseo de ayudar a Constance, para hacer más agradable el nuevo orden de la casa.

—Pensé en hacer que Angelica comprendiera que no está aislada por el nuevo arreglo —dijo—. Y para demostrártelo a ti también, querida.

Era inflexible. Llevaba a cabo esa farsa de deber doméstico, esa burda inversión del mundo de Constance, únicamente para demostrar que él era capaz de prescindir de ella, que ella no hacía nada de valor que no pudiera ser fácilmente realizado por otro, incluso un hombre, que el cuidado de su hija —su única función— no requería de su presencia para nada. Sin duda quería demostrar que Angelica estaba dispuesta a rendirse a sus pies entre arrullos de «¡papá!».

Constance trajo toallas y el camisón de Angelica, y su ayuda fue aceptada con palabras de agradecimiento, pero ese hombre que hoy mismo había estado ocupado en sus macabros, sangrientos rituales, no pidió perdón. Constance apenas podía soportar la visión: Angelica divirtiéndose mientras las sucias manos de su padre le cepillaban el pelo.

—Acabarás haciéndole daño, retorciendo el cepillo así —dijo Constance, arrebatándoselo y cepillando ella misma el cabello de Angelica. Pero entonces fue ésta la que protestó.

—Oh, mamá, lo hace muy bien. Por favor, papá, vuelve a hacerlo.

Cuán fácilmente podía él quitarle todo lo que ella amaba.

Entregó el cepillo plateado para la malintencionada, retorcida diversión de su marido. Se apartó de la poco natural pareja, dando un paso cada vez, confiando en que se recuperara el sentido común, que Angelica pidiera volver a los placeres que las unían. Constance se apoyó en el marco de la puerta, se entretuvo en el pasillo, anduvo hacia las escaleras, esperando todavía que la llamaran, y luego bajó, pero no la reclamó ni una palabra de protesta. Hasta tuvo miedo de que se pusiera a sollozar o gritar si volvía a oír esos arrullos de «¡Papá, cama!» y «¡Papá, libro!» pronunciados como a borbotones por la voz de Angelica, una voz más joven, una deliberada réplica de sí misma más pequeña, más nueva. «¡Papá, beso!» Se puso a tocar el piano con despreocupación. Empezó con Música de Hielo, pero al cabo de unos minutos se había pasado a Los bosques salvajes, y no podía recordar que hubiera acabado la primera o empezado la segunda. Permaneció sentada en medio del restablecido silencio. Después de todo su sufrimiento, cuatro años y unos meses; ése iba a ser el breve y fugaz lapso de felicidad que iba a tener en su vida. La niña se iría de casa ahora, con los maestros elegidos por él. Y volvería al hogar para hablar de ciencia con su padre.

Joseph la había conducido a ella a ese mismo piano, cuando le pertenecía a él. Constance era su invitada a cenar, y ella confesó que sabía tocar. «Por favor, hazlo», le pidió él, casi con una voz de niño que brotaba del ancho cuerpo del hombre. «Era de mi madre, y ya casi no lo toca nadie.» A Constance no le gustaba tocar para otras personas, y cuando él se sentó detrás de ella, hizo falta bastante rato para que ella se olvidara de su presencia. Finalmente tocó como si estuviera sola, hasta que, mientras aún resonaba la nota final, él le rodeó la cintura y el cuello, atrajo su cara hacia la suya y se dejó llevar repitiendo una y otra vez su nombre.

Esta noche los brazos de Constance estaban caídos, en silencio, y ella tocó las patas del banco del piano. Se pinchó con unas astillas. Se arrodilló en el suelo para examinarlas. Nuevas grietas se habían formado a lo largo de las patas de madera torneada.

Subió arriba y escuchó tras la entornada puerta de Angelica. Se acordó de su propia madre atisbando desde las esquinas para ver a la pequeña Constance, sola o con su padre. Joseph estaba sentado en la cama de Angelica, de espaldas a la puerta, inclinado sobre ella mientras le leía algo referente a un zorro que conspiraba para encontrar una especie de tesoro.

Él le había leído una vez a Constance de esa manera. En los primeros tiempos de su matrimonio, con el mismo tono, susurrándole al oído. Joseph había sido una irresistible mezcla de marido, amante y padre recuperado. Le había recitado un poema de un libro que tenía las tapas de una piel que tenía el color del fuego. Ella recordaba el poema: un demonio se introducía dentro del cuerpo del condenado por su ombligo, y transformaba a su víctima en un lagarto. El diablo invasor deformaba la carne del desgraciado rostro. «El cabello brotaba en uno / a la vez que se desprendía del otro», era todo lo que ella podía recordar ahora del poema italiano, aunque la imagen no se había separado de su mente: un ser penetrando en tu cuerpo y cambiándote, haciéndose con el control de tus órganos, pero sin poner límites a tus pensamientos y miedos, una dominación tanto peor debido a su íntima proximidad, ya que no queda nada tuyo excepto el horror, la repugnancia y la vergüenza. «Pero sería estupendo», dijo ella. «Quizás sintieras cosquillas, supongo, pero uno se sentiría libre de toda preocupación. ¡Que el demonio se preocupara de todas tus decisiones y esfuerzos!» Él se rió con ella, le besó en la frente y en los párpados, y la llamó su hechicera. Esa noche él se inclinaba sobre Angelica, en lugar de hacerlo ella. Angelica probablemente estaba sintiendo su aliento en la cara.

Él dio a entender que había planeado esa noche como un obsequio para ella. Había cancelado sus planes de ver más combates de boxeo con el desagradable Harry Delacorte, considerándolo un regalo, para suavizar la tensión de sus deberes nocturnos, para ayudarla cargando con una parte de sus tareas más llevaderas. Tonterías. Tampoco era para pedirle excusas por lo que ella había visto hoy. No. Esto era una lección. Tenía intención de enseñarle cómo debía comportarse una esposa. Y le daría más lecciones de cómo debía comportarse una esposa. Se acabaron las negativas.

De modo que terminó nerviosamente las cosas de la cocina, regresó al piano y escuchó los crujidos de la casa que se iba oscureciendo, en medio de un incierto silencio. El gris crepúsculo de junio se fue espesando hasta que se convirtió en negrura, y Constance esperó la inevitable llamada de su marido. Éste no se había dormido. La estaba aguardando. Finalmente, había olvidado todo el temor o la simpatía que antaño había refrenado su naturaleza. El miedo de que ella se muriera podía frenar su egoísmo durante once meses; ésta era la medida exacta de su amor. ¿Cuánto la amaba a ella? Lo que valían once meses.

Regresó al lado de Angelica, que estaba dormida y en paz. Arregló la postura de la Princesa Elisabeth, pues Joseph la había colocado incorrectamente. De nada servía dormirse en la silla azul. Él bajaría a buscarla. Quizás, dados sus excesivamente postergados, reprimidos apetitos, no se lo pensaría dos veces antes de reclamar sus derechos allí mismo, en la habitación de la niña, y se apoderaría de su presa en su misma cama.

Constance llegó arriba, puso un pie delante de otro hasta que se encontró delante de la cerrada puerta del dormitorio. No se filtraba luz alguna por debajo. Ella le había dado unas horas para que cayera dormido. Entró a recibir su condena.

No fue mucho lo que oyó de las palabras que dijo el hombre que la esperaba en la oscuridad de la habitación.

—Creo que ya es hora de que superemos nuestros comprensibles temores. Hay soluciones a nuestra difícil situación, otras soluciones —dijo con lascivia.

Con su vida en juego, ella asintió en silencio, sentada en la cama, y se quitó el vestido sin ayuda ni instigación. Sus manos y su voluntad eran de él. Ella no repetiría la advertencia de los médicos. Incluso sonrió tontamente en una actitud de derrotada conformidad. Intentó, aunque no lo consiguió, no pensar en sus manos sobre aquellos pobres animales del laboratorio, sus expresiones de súplica mientras él se cernía sobre ellos con sus cuchillos y explicaciones. La tocó con aquellas húmedas manos, y los ojos de la mujer se pusieron en blanco bajo sus párpados. Su estómago se rebeló.

—Nos han hecho pedazos los médicos y el pernicioso miedo, y ésa no es forma de vivir —susurró el bronceado italiano de hirviente sangre, el hijo de los antiguos romanos, soldados esculpidos en aquella estatua que ella vio en su viaje de novios: tres romanos apoderándose de la doncella que se había resistido a uno de ellos—. No permitiré que te ocurra daño alguno. Hay otras formas en que un hombre y su esposa pueden salvar la brecha que se ha abierto entre ellos.

Le vino a la mente la frase «El temor la paralizó», una frase vacía de sus libros favoritos, donde las mujeres se quedaban sin habla e inmóviles ante babeantes demonios y amables vampiros. La fuente de su hormigueante parálisis no era simplemente el miedo, sino el doble y contradictorio deseo: deseaba huir y también abrazarlo. De manera que no hacía nada.

—Tú eres mi única Con, no hay nada que temer, mi única Con.

Era como el suave murmullo de un hipnotizador. Aquella parte de la mujer que habría corrido hacia la puerta, en busca de la calle, abandonando incluso a Angelica, se estaba ahora quedando dormida, y la susurrante voz del hombre despertaba sus propios, quizás suicidas apetitos, pues las insistentes manos, la perseverancia del varón y sus propios deseos estaban conduciéndola a la autodestrucción.

—Está por ejemplo esto. No hay peligro con esto —dijo el hombre que reinaba sobre aquel infernal laboratorio, y ella aceptó su solución por un momento, y un momento más, más, mientras las manos de él se apretaban sobre su cabeza, agarrándola por los cabellos.

Ella se incorporó de repente.

—¿No oyes? —jadeó. Alargó la mano para coger su bata—. ¿No lo has oído?

—Naturalmente, pero volverá a dormirse, maldita sea.

Sus protestas quedaron ahogadas mientras Constance bajaba corriendo por las escaleras hacia los gritos cada vez más fuertes. Abrazó a Angelica —que estaba sentada, los ojos cerrados, su ronco chillido salía de su boca como si tuviera un nudo en la garganta—, y la niña golpeó a su madre y al aire con sus puños, y luego el grito se quedó cortado por una tos violenta y un jadeo desesperado en busca de aire. Sus ojos se abrieron y de ellos brotaron abundantes lágrimas. Su cuerpo se sacudía contra el de su madre, que se esforzaba por sujetarla.

Y apareció él.

—Estaba ahogándose —le escupió ella, incapaz de calmar a la frenética, sollozante niña—. Se estaba ahogando. Traté de decírtelo.

—¿Estabas ahogándote? ¿Te estabas ahogando? —le preguntó a Angelica, que se quedó inmediatamente petrificada ante la visión de su desnudo padre. La niña asintió con vergüenza ante el espectáculo sin precedentes, y se apretó contra el hombro de su madre—. ¿Con qué? —exigió saber.

—Estaba ahogándome —murmuró Angelica con una vocecita, y se apretó contra su madre, para luego acercarse a la cama y dormirse otra vez.

—Ponte una bata, ¿quieres? —le susurró ásperamente Constance, meciendo a la niña. Y el hombre se retiró escaleras arriba.

Ella respiró rápidamente y sintió que el pecho iba a estallarle. Su miedo de que Angelica pudiera estar sufriendo alguna enfermedad de los pulmones desapareció rápidamente, porque pronto la niña estuvo de nuevo dormida. Sólo había sido una pesadilla. Se estaba ahogando. Una idea rozó la superficie de la mente de Constance, demasiado fea para analizarla, y se estremeció para quitársela de la mente. Imaginándose que sentía frío, se volvió hacia la ventana, pero la encontró cerrada, y entonces aquella idea diabólica regresó, más fuerte esta vez, como cuando uno adapta los ojos a la oscuridad, y de repente aparecen unas formas claras donde antes habían flotado sólo unas borrosas sombras. Estaba ahogándose. Ahogándose tal como Constance había estado... Angelica se había estado ahogando en el momento en que... Y entonces todo el cuerpo de Constance quedó sobrecogido por un extraño dolor o náusea, como si sus mismos brazos pudieran sentir asco de sí mismos y ella hubiera tratado de pensar en otra cosa, pero el esfuerzo fracasó. Angelica se había estado ahogando, justo entonces, precisamente entonces, ahogándose igual que le había pasado a ella, el terror de la niña palpable aún antes de que Constance abriera la puerta. La mano dolorida, el cuello y las orejas mordidas y ahora... Y Constance huyó de la habitación, dejando a su niña durmiendo, porque necesitaba que alguien le dijera que no estaba loca. Entró en su cuarto.

—Está dormida —dijo—. Pero tengo la sensación de que ocurre una cosa horrible. Tienes que decirme que no estoy... —Y Constance lo vio allí de pie, todavía desnudo, medio iluminado por el gris de la ventana, y estaba... buscó en vano la palabra, pero no encontró ninguna, sólo imágenes de animales del zoo o bestias míticas, pinturas de diablos o de los condenados ahogándose en sus propios vicios—. Pero me olvidaba, debería asegurarme de que duerme y...

Se retiró bien erguida e ignoró su ronca llamada a la vez que se reprochaba abandonar a su marido. Se culpó por marcharse del lado de Angelica, con la lunática idea de que él sería capaz de encontrarle una explicación a ese horror. ¡Él! Estaba como poseído, casi había hecho que ella también perdiera la cabeza mientras su niña había estado... ¿qué?

Cerró de golpe la puerta de Angelica a sus espaldas, y corrió su endeble, infantil pestillo. La vacilante vela que ella sostenía en sus temblorosas manos desprendió un hilillo de humo que escocía a los ojos, y Constance cerró sus párpados. Y allí estaba el Joseph de blanca piel y oscuro cabello, convertido en un demonio de oscura piel y blanco cabello, mostrando sus negros dientes de pasión.

 

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