Angelica

Angelica


Primera parte » Capítulo 14

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Capítulo 14

 

P

or la mañana los temores nocturnos se desvanecen, cuando las formas se bañan en la luz se revelan, no como diablos, sino como mesas. De lo contrario tendría que aceptar que Angelica sentía el dolor que se infligía al cuerpo de su madre. No existía ni siquiera un término para semejante ilusión. Nora había dejado un cuchillo en el tajo, y Constance —como si tal cosa y sin considerar demasiado las consecuencias— se hizo un corte en el pulgar e inmediatamente soltó el cuchillo y se metió el dedo en la boca. Maldiciéndose a sí misma por su imbecilidad, fue en busca de Angelica. La encontró en lo alto de las escaleras —sin ningún dolor, ni sangre— sirviendo un invisible té a la Princesa Elisabeth.

—Papá dice que tú cuentas mentiras, mamá.

—¿Que dice que yo....?

—Y que Dios no se entera de nada.

—¿Tu papá te ha dicho eso?

—Mamá, ¿qué es «mefasto»?

—No entiendo lo que dices, Angelica.

—«Mefasto.» De lo más mefasto.

Constance se envolvió el pulgar con un pedazo de tela, y Joseph pasó por el pasillo, furioso y en silencio. Su presencia ejercía una negativa influencia en Angelica, le provocaba temerosos susurros de «mamá, quiero falda». La marcha de su padre inspiraba a la niña perturbadoras confidencias. «No es como tú», le ronroneó a su madre, que sentía una mezcla de placer y preocupación. «Es diferente. No le gusta la Princesa Elisabeth.» Esa afirmación —tonterías de niñas— ocultaba algo que Constance se esforzaba por comprender. «Odia a la Princesa Elizabeth», insistió Angelica.

Otra preocupación: llegó la noche y, a su regreso, Joseph mostraba un restablecido poder sobre Angelica, pese a los temores de la mañana y las quejas de medianoche. Padre e hija no se habían mostrado durante cuatro años más que indiferencia, pero ahora Angelica reclamaba su compañía, encantada de que le leyera historias, pese a la falta de talento que Joseph demostraba para ello. Ahora la niña buscaba sus textos científicos, llenos de imágenes grotescas. Ahora encontraba que el piano era un tormento, a menos que estuviera preparando un recital para él. La niña se le estaba yendo, y Constance la veía de espaldas como desapareciendo en un follaje cada vez más espeso.

Nora estaba dando cuerda al reloj al pie de las escaleras, Constance se dedicaba a cortar los tallos de las peonías que Joseph le había ofrecido junto con un casto beso en la frente, y Angelica estaba haciendo una reverencia ante el piano, a los aplausos de su padre. ¡Pero qué mal tocaba entonces Angelica! En piezas que podía ejecutar sin problema durante el día, fracasaba al estar cerca de su influencia, y cuando, como resultado, la niña rompía a llorar, él simplemente decía: «Muy bien. Vete a la cama entonces.» Y algo mucho más extraño todavía, la niña detenía su llanto inmediatamente y, sin una palabra de queja, obedecía. «Ves cómo se restaura el orden»; declaraba él. Constance también se iba a la cama siguiendo sus instrucciones, y se le permitía, como premio o incentivo para su futura obediencia, dormir sin ser molestada ni tocada.

Pero veinticuatro horas más tarde los tres roles se alteraron ligeramente, y el humor del marido se mostró tan inestable como el gas que corría bajo las calles.

—Toca el piano —pidió después de cenar.

—Se ha estado preparando todo el día. Estará encantada de volver a probar.

—No, maldita sea, no quiero oír sus tintineos. ¡Toca tú, Con, tú! Tal como solías tocar para mí.

Y envió a la asustada niña a la cama.

Ella tocó. Él se sentó detrás de ella, de forma que no lo veía, y cuando ella acabó, la cogió antes de que pudiera darse la vuelta. Le sujetó la cara desde atrás y dijo:

—¿Nunca piensas afectuosamente en mí?

La condujo hacia las escaleras, y cuando ella empezó a decir que iba un momento a ver a Angelica, él le puso un dedo sobre los labios y movió la cabeza negativamente.

—Pero los médicos... —recordó Constance que tenía que decir.

—No hay ningún riesgo —replicó él, exactamente como podría haber dicho que no había ningún suelo bajo sus pies.

Huir era imposible. Él la tocó, y entonces el propio cuerpo de la mujer, también, se convirtió en uno de sus enemigos, un adversario que la superaba. Puso la mente en blanco. Le permitiría hacer todo lo que quisiera, como le corresponde a un hombre, pensando en su bienestar y el de Angelica, y sólo entonces satisfaría sus nada extraordinarios apetitos. Si esto iba a ser el fin, sea y terminemos con todo.

Hablaba entre jadeos, y Constance anhelaba, por encima de todo, que estuviera tranquilo. Tenía un artilugio, estaba diciendo Joseph, que la protegería de los efectos perniciosos. Ella estaría completamente a salvo. Aquél era su regalo. Ella se tapó los ojos para apartar su visión y deseó por encima de todo que, él dejara de hablar y acabara de una vez, tranquila y rápidamente, y que la matara si ése era el dictado de su deseo. Los hombres y sus cosas, y sus imposibles promesas de seguridad. «¿La bolsa de un hombre? —se mofaba Mary Deene en su recuerdo—. Es como jugar a cara y cruz, diría yo. Tranquiliza su conciencia, pero no sirve de mucho más.»

Constance se mordió los labios, obligándose a sí misma a no decir nada mientras él la conducía hacia el inevitable horror, que se produciría unas semanas o meses más tarde. Se entregó a ese tosco soldado, y se aferró a él, como quizás se aferraban los animales a él, como las mujeres y los niños se habían aferrado a los brazos de los diablos negros que empuñaban los cuchillos. No tardó en darse cuenta de lo débil que era: no se habría detenido y dado la vuelta incluso aunque Joseph se lo hubiera permitido. Él había encendido alguna espoleta suicida en ella que no se extinguiría. Constance moriría, y no podía tolerar el placer que su cuerpo le ofrecía ahora como débil recompensa, un truco de serpiente venenosa, un veneno que calienta el cuerpo e infunde en la víctima el deseo de recibir más veneno.

Cuando él cayó vencido, le susurró:

—Mi adorable, mi adorable dependienta de papelería. Estamos bien. Tú estás bien. Todo está bien.

Más promesas de seguridad.

Su cuerpo se sacudió hasta despertarla, y el reloj anunció las tres y cuarto. Quizás todo estaba bien. Quizás su artilugio le había salvado la vida y conservado una madre para Angelica. Aunque, si él la hubiera matado esa noche, no se enterarían antes de unas semanas, no se enterarían de si la flecha había dado en el blanco, y más meses pasarían hasta que ella muriera a causa de las heridas infligidas.

Ella cogió una vela y cerillas, y se deslizó silenciosamente fuera de la habitación. No había sabido nada de Angelica esa noche, de modo que ahora se demostraba que las otras coincidencias sólo habían sido cosa de su sucia imaginación. En el pasillo, las sombras precedían a sus enrojecidas manos y se cerraban tras ella. Se sentía como tragada por la negrura, en su esfera de luz, penetrando a través de las oscuras entrañas de la noche.

Una voz susurraba detrás de la puerta de Angelica, y Constance entró, sintiendo su cuerpo inmediatamente frío y húmedo. Estaba allí. Lo vio claramente: flotando a unos cuantos centímetros por encima de Angelica, su rostro sofocado y retorcido tal como había estado el de Joseph. Estaba descendiendo sobre la durmiente niña, como un ángel de la muerte o un antiguo dios del amor, decidido a lograr que el diminuto cuerpo cediera a su deseo. Pero Constance lo había interrumpido. Se detuvo en seco, la reconoció y se aplacó. Mantuvo su forma masculina, tenía la cara de Joseph, luego se convirtió primero en unas fibras azules, luego en una luz azul y como luz fluyó y desapareció, penetrando en el armario de la niña por la estrecha rendija que había entre las dos puertas.

Angelica dormía plácida y profundamente. Constance —con la respiración entrecortada y sintiendo escozor en los ojos— abrió el armario. En el panel trasero se había extendido una mancha oscura sobre la superficie de la agrietada madera, húmeda al tacto. Durante tres horas, Constance encendió una vela tras otra y, a cada sonido que percibía, levantaba la luz, y el viento y el ruido de la calle, el roce de las ramas de los árboles, los suspiros y crujidos de una vieja casa dormida se burlaban de ella: una aterrorizada madre preparada para luchar contra el cristal de una ventana que no cerraba bien. En ocasiones se sentía peligrosamente cerca de convencerse de que aquello no había sucedido, de que no podía haber sucedido, y que, por lo tanto, ella no había visto absolutamente nada. Pero fracasaba. Su miedo a la verdad no era tan fuerte como su orgullo, y se negaba a escaparse y a atribuirlo a alguna mítica tendencia femenina a fantasear. La luz del día traería consigo dudas, pero si las dudas servían para excusarla a una de tener valor, entonces las dudas no eran más que cobardía disfrazada. Se sentaría y se mantendría despierta toda la noche, cada noche. Sólo descansaría durante el día. ¿Y? ¿Sólo ejercería de madre velando el sueño de su hija?

Las estrellas se debilitaron y se esfumaron. Los ojos de Angelica se abrieron mientras el lucero del alba se desvanecía, y luego se mantuvieron cerrados durante un minuto entero. Cuando volvieron a abrirse, la niña saltó sobre el regazo de su madre.

—¡Mamá, estás aquí! A veces no estás.

—Perdona por esas veces, ángel mío.

—¿Qué vamos a hacer hoy? —preguntó la niña a su madre y a la muñeca al mismo tiempo.

—Eso depende. ¿Te sientes bien?

—¿Podríamos ir al parque? ¿Hará sol?

—Creo que sí. ¿Estás segura de que quieres ir? Al parque, quiero decir. Es una caminata muy larga, si no te sientes bien...

—¡Al parque! Por favor, mamá. Podemos ir corriendo. ¡Te lo mostraré!

—Desde luego, ángel mío, desde luego. A fin de cuentas, no te pasa nada.

—¿Por qué estás llorando? Mamá, no estés triste.

—No estoy triste, mi ángel. Estoy encantada de que vayas a correr al parque hoy.

Se había acabado. Tenía a Angelica en sus brazos, y lo dejaría correr, nunca mencionaría nada de eso, tomaría un preparado y se dormiría tan pronto como Joseph se hubiera ido al laboratorio. Gustosa y obedientemente, se tomaría un trago cada noche y cerraría sus oídos. Había acabado con todo eso, sería una buena madre y esposa.

—Mamá, ¿viste al hombre volador? —preguntó la niña, y Constance tuvo la sensación de que sus piernas ya no soportaban su peso y el de esa niña.

Dejó a Angelica en la cama, se arrodilló ante ella, y se esforzó en calmar el trémolo de su voz.

—Me parece que sí. Háblame de él.

—Viene a menudo. A veces es de color de rosa y a veces azul. ¿Lo viste de verdad? ¿De veras?

—Sí, lo vi. ¿Te hace daño?

—¿Crees que me lo hará?

—No, amor mío. Nunca te hará daño, porque yo te protegeré.

—¡Tú estás arriba! Si me hace daño, yo tendré que correr a buscarte. ¡No me protegerás!

—Sí que lo haré, amor mío. Juro que te protegeré.

—¿Podemos bajar ahora? La princesa no, está aquí a gusto.

 

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