Angelica

Angelica


Primera parte » Capítulo 17

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Capítulo 17

 

¿L

a niña se llama Angelica? ¿No Angela? Curioso que sea en italiano —señaló Mrs. Montague en los primeros minutos.

Durante mucho tiempo, el nombre de la niña había encantado a Constance, como una prueba del amor por su marido y la generosa naturaleza de Joseph. Pero ahora, a la dura luz de la semana anterior y del reciente examen de Anne Montague, ese nombre sugería algo más.

Constance se había despertado aquella violenta, milagrosa mañana del nacimiento de Angelica, por décima o undécima vez, con la sensación de emerger de un espeso y cálido líquido, sus insensatos sueños indistinguibles de la realidad que veía cuando estaba consciente. Finalmente, supo que estaba realmente despierta, porque un hilo de plata le rodeaba el cuello. Un guardapelo se acurrucaba contra su garganta, aunque ella no podía abrirlo con sus temblorosos dedos de uñas rotas.

—¿Dónde está mi hijo? ¿Está muerto? —preguntó a la vacía habitación, y la vacía habitación respondió—: No, no, tranquila, querida, tranquila.

La comadrona, despedida por Willette y Joseph horas antes, había vuelto a su lado. Cuando le habló tuvo la impresión de que le hablaba la habitación:

—¿Quiere que le traiga a su Angelica?

¿Angélica? ¿Eso era un niño? ¿Una niña? ¿Una monstruosa tercera cosa? La comadrona regresó y dejó sobre el agitado y húmedo pecho de Constance una criatura, extraña y arrugada. Constance no podía reconocer qué era, pues nunca habían visto a un recién nacido.

—¿No es un regalo de Dios? —preguntó la comadrona—. Angelica. Significa pequeño mensajero de Dios.

E inmediatamente la criatura fue sólo eso, un angelito, su hija.

—¿Y ese nombre? —preguntó tontamente Constance.

—El señor se lo dio, mientras usted dormía.

Él le había puesto el nombre a la niña, cuando, dijo la comadrona, estaban todos rezando por la recuperación de Constance.

—Pero es una niña robusta, desde luego. El señor lo dijo, y ahora todos vemos que tenía razón. Sangró usted bastante, la verdad, pero pronto estuvo usted como una rosa, y Angelica también.

Qué nombre más bonito, un regalo de su marido, un nombre italiano, como él. Aquel nombre la ayudaba a amar a la criatura que tenía contra su pecho. Su hija. Su amor iba más allá del nombre y se centraba en la niña. Constance se imaginó que, si la comadrona le hubiera entregado a aquel retorcido y enfermizo ser sin un nombre, sin ropa, quizás no la hubiera amado.

Nunca habían hablado sobre qué nombre le pondrían mientras ella lo llevaba en su vientre, ni una sola vez. La idea de una probable muerte había estado tan fija en su cabeza, y probablemente también en la de él, que le parecía de mal presagio mencionarlo. La perspectiva de semibautizar a otro niño muerto, o agonizante, era más de lo que ella podía soportar, aunque, cuando Constance se permitía flotar, libremente, siempre se lo imaginaba como Alfred George Joseph Barton. Y ella despertaba ahora de sus imaginaciones con una hija, viva, un mensajero de Dios, el adorable regalo de Joseph y de Dios.

Bien. Ese nombre, ese nombre italiano, ese nombre que él había decidido sin dar ninguna explicación, y luego puesto a la niña mientras Constance yacía inconsciente, casi muerta, ¿qué era? ¿Un recuerdo de otra vida? ¿De una esposa anterior? Sí, Constance sería algún día una esposa anterior. Y una hija llevaría el nombre de Constance. Siempre habría esposas e hijas cada vez más jóvenes, sucediéndose la una a la otra.

—¿Dónde está mi mensajera? —preguntaba él al entrar en la casa, una frase irreverente dicha a la ligera y una revelación de que, al regresar a casa, él buscaba ahora la compañía de la niña antes que la de su esposa. Ahora buscaba a la niña que había detestado. E ignoraba a la mujer que había amado. «No aman como nosotras —había dicho hoy Anne Montague—. No aman a sus esposas como nosotras lo haríamos.»

La voz de Anne persistía en Constance, incluso tras todas esas horas, y ella se enfrentaba a la siguiente noche sin estar sola, porque, fuera cual fuese el peligro, resonaba aún en su oído la sabiduría de Anne Montague. Cuando Joseph se sentaba meditativo y dando cuenta en silencio de su cena, ella se aseguraba de que su vaso estuviera siempre lleno y de que Nora le sirviera más carne de la que ella había preparado siguiendo las instrucciones de Anne, con la correcta proporción de «agentes represivos» y «agentes integradores». Cuando él le preguntó cómo había pasado el día, ella fácilmente inventó un paseo verosímil para justificar sus horas pasadas en compañía de Anne. Constance creyó que su consejera guiaba sus palabras. Él hablaba, y ella lo veía a través de los ojos de su amiga.

La influencia de Anne en la casa se extendió en otras direcciones. Joseph subió por las escaleras pesadamente y entró en la habitación de Angelica, sólo para salir un momento más tarde con las palabras «Ya está dormida», antes de dirigirse, adormilado, a la cama. Pero Constance encontró a la niña completamente despierta.

—¡Lo he engañado! —susurró la niña, consciente de que algo emanaba de su padre por las noches que ella debía resistir.

Constance sintió la protección de su guardiana incluso allí, pues Joseph no regresaba.

Durmió con la niña hasta poco antes del alba, luego se deslizó en su propio lecho unos minutos antes de que Joseph se despertara. Ella fingió despertarse con él, y él la besó. «Esto es estupendo, estupendo», dijo, y no gruñó cuando ella se llevó a Angelica a su secreta cita en el parque, abandonándolo.

 

—La querida Angelica —dijo Anne, levantándose para aceptar la pequeña reverencia y observar cómo la niña se iba dando saltos hasta el rectángulo verde que se extendía ante el banco, rodeado de un semicírculo de robles—. Es la viva imagen de su nombre.

Resguardadas del sol de la mañana por árboles y parasoles, contemplaban las evoluciones de Angelica, que imitaba a otros niños. Saltaba con cara de tonta, como la de un niño que pasaba por allí, luego se paseaba burlona detrás de un par de damas después de que éstas la hubieran ignorado, ambas con la misma dignidad. A ratos desaparecía de la vista de Constance y Anne, ahora cerca, ahora lejos, entre los árboles y los arbustos recortados y el césped donde jugaban los otros niños.

—Es maravillosa. Un estallido de vida, un hada del bosque.

Constance informaba sobre su noche, pasada sin acceso conyugal, ni, como resultado, ningún daño manifiesto a la niña.

—Me siento de lo más aliviada, especialmente después de conocer a su tesoro —dijo Anne—. Resulta insoportable pensar que pudiera ocurrirle algún daño.

—¿Podría ser que hubiera pasado el peligro? ¿Podría continuar siguiendo su buen consejo? Ni que decir tiene que yo le pagaría sus honorarios por todo lo que ha hecho. Quizás Joseph se ablandase y no enviara a la niña al colegio. Incluso podría escapar al destino con el que me amenazaban los doctores. Me siento muy valerosa a la luz del día. Las noches quedan lejos y creo que las puedo derrotar —se atrevió a decir Constance. Una expresión sombría cruzó por la cara de Anne.

—Desde luego, debemos sentirnos muy satisfechas, naturalmente, del respiro de la noche pasada, pero aún hay muchas cosas que no sabemos, y mucho que yo no le he contado. Es posible que, antes de que nuestra pesada tarea haya terminado, necesitemos limpiar su hogar de... anteriores manifestaciones.

La victoria de la víspera podía ser sólo una afortunada coincidencia, siguió diciendo Anne, como disculpándose. Era demasiado pronto para felicitarse por su ingenio, aunque ella deseaba tan profundamente como Constance un triunfo duradero.

—¿Cuatro años de edad, ha dicho? —dijo pensativamente Anne, mientras Angelica retrocedía para entrar nuevamente en el campo de visión de las dos mujeres—. Quizás eso no carezca de importancia, ya que buscamos la fuente de su preocupación. Ayer me pasé el día haciendo indagaciones para usted, y acudió a mi memoria el horror de los Burnham. ¿Puedo?

—Por favor, adelante —respondió Constance mansamente, sus ojos fijos en su inconsciente niña.

—La familia Burnham vivía en su casa antes que su marido. El padre de Mr. Barton quizás le compró la casa a Mrs. Burnham porque, como usted enseguida comprenderá, pronto estuvo en venta, y es posible —para vergüenza de la gente del barrio— que el único comprador de semejante casa fuera un extranjero mal informado. En cualquier caso, los hechos son conocidos: la niña de los Burnham, una niña de cuatro años, sufrió, a partir de la mañana misma de su cuarto cumpleaños, unos accesos de furia tan terribles que sus padres se vieron obligados a llamar a los médicos, y, debido a la falta de eficacia de éstos, al párroco, y luego incluso a un sacerdote papista que prometió expulsar a Satanás de la niña sólo con sus manos. Todas estas consultas fracasaron, y, cada pocos días, la niña caía víctima de ataques de rabia cada vez peores, sin causa discernible. En esos estallidos de violencia, no reconocía a nadie, no hacía caso de nadie, no respetaba ningún límite. Pronto la niña empezó a dañarse a sí misma, cortándose con cualquier objeto afilado que tuviera a su alcance, y hacían falta varios adultos para contenerla. Más tarde, se levantaba de un sueño profundo, enfurecida, entraba en tromba en la habitación de sus padres y los atacaba en la cama. De forma comprensible, los Burnham empezaron a encerrar a la niña en su cuarto por las noches y a atrancar su propia puerta. Contra su propia hija, contra su propia y dulce hija.

Una alfombra de nubes se extendió tapando el sol, y su sombra cruzó a gran velocidad sobre la verde hierba, sorprendiendo a Angelica, que estaba jugando con el aro y el bastón de otra niña, haciendo que se le cayera al suelo. Las niñas se dieron la mano en señal de amistad.

—Ellos adoraban a su hija, por supuesto, pero se sentían indefensos, y pronto su hogar se llenó de desesperación. Los sirvientes se negaban a dormir en la casa —no eran tan valientes como su resuelta Nora— y, después de que la niña hubiera echado agua hirviendo sobre un criado escocés, la familia se encontró repentinamente privada de aliados. Mrs. Burnham casi había enloquecido por la pena y el trabajo extra de atender la casa. No tenía a nadie a quien dirigirse, dado que el barrio los acusaba de ser los padres y cuidadores de «la malvada niña de Hixton Street». Entonces, una noche, la niña, para enorme sorpresa de su madre, se mostró dispuesta, dulce y gustosamente, a ir a la cama. Mrs. Burnham, por desgracia, cerró la puerta de la niña a pesar de todo, y luego se fue a su habitación —ésa en la que usted duerme—, para encontrar a su marido colgando de las vigas del techo. ¿Están cubiertas ahora?

—Sí —la voz de Constance apenas era audible.

—Ella cogió la carta que él había dejado, cerró la puerta tras de sí, y bajó, presa de terror y delirando. Envió a un vecino a buscar a un agente de policía, y luego, esperando, toda temblorosa, leyó la despedida del cobarde individuo, y se enteró de la causa de su muerte así como de los tormentos de su hija durante aquellos largos meses. Se enteró, a través de sus propias palabras escritas, de que Mr. Burnham había hecho, años antes de que conociera a Mrs. Burnham, alguna cosa a una niña. Algo incalificable.

—No entiendo lo que quiere usted decir, Mrs. Montague.

—Tampoco entendía Mrs. Burnham la aborrecible carta, cuyos detalles eran, evidentemente, indescriptibles. Una acción —sostenía el muerto, incluso en el momento de su confesión final— que él no había querido realizar, lo que no quiere decir que hubiera sido un accidente, pues probablemente lo hubiese escrito así. No, sólo algo inexplicable que él no había querido hacer. El resultado, sin embargo, había sido la muerte de la niña unos años antes, una muerte que él había ocultado, un horror conocido sólo por él, que atormentó su conciencia durante años, hasta que, después de una década de menguante pavor, imaginó que su culpa había sido expiada, y que el recuerdo de su crimen lo había dejado vivir en paz. Se casó con Mrs. Burnham. Y fueron bendecidos con el nacimiento de una niña. Él se sintió libre de su carga hasta el día en que su hija llegó a la misma edad que había tenido aquella desgraciada pequeña de su pasado. Y aquel mismo día, el día de su cuarto cumpleaños, las violentas rabietas de la niña empezaron. Mr. Burnham se disculpaba en la carta con su esposa. Esos ataques, escribía, no estallaban por las naturales inclinaciones de su hija. Más bien, ésta sufría los tormentos debido a que era un juguete del espíritu de la niña asesinada, para castigar a Mr. Burnham. La vengativa víctima de Mr. Burnham controlaba tanto los miembros como los malos humores de su hija. Él esperaba, al quitarse la vida, acabar con el dolor de su esposa y de la niña. Que Dios tenga piedad de su alma.

Estos hechos habían ocurrido en casa de Constance. En su hogar había colgado un cadáver justo sobre su propia cama de matrimonio.

—¿Qué hizo? Seguramente usted lo sabe.

—Puedo especular, pero la especulación nunca me acercará a la verdad. ¿Ve usted? Esto es esencial, querida. Los hombres, como raza, son capaces de acciones y pensamientos inconcebibles en las mujeres. Ésa es la fuerza de toda nación. Así es como se construyen las naciones y se crean las grandes obras. Pero esta simple verdad a menudo engendra tragedias. Admitamos simplemente que en el corazón de los hombres existen unas urgencias y disposiciones que la hembra nunca sentirá, nunca llevará a cabo, nunca —ésta es nuestra bendición y nuestra maldición, Constance, como mujeres—, nunca llegará a imaginar. Nosotras somos, sencillamente, por constitución, incapaces de concebir esas ideas. Cuando Mr. Burnham escribió que había hecho algo incalificable, para nosotras, las mujeres, resulta casi inconcebible. Oh, queridísima, no hace falta que se trastorne por esto. Tranquilícese. Ni por un momento quiero dar a entender que estamos indefensas; sólo que tenemos que confiar en nuestra intuición, más que en conspiraciones y oscuras intrigas. Quizás no es extraño que ese horror haya retornado a una casa que ha conocido semejante desgracia y nunca ha sido limpiada de su residuo espectral. No sabemos nada todavía. El respiro de la noche pasada puede significar que estamos en la senda correcta, o puede que no signifique nada. ¡Acabamos de empezar! Vamos, deme su mano. Recóbrese. No querrá usted alarmar a nuestra Angelica. Ella la está viendo. ¡Hágale un gesto con la mano y sonríale! Qué preciosa es, esa miniatura de su buena y adorable madre.

Anne, también, era una buena y adorable madre. Cada vez que Constance suplicaba «¿Qué hay que hacer?», allí estaba Anne, sonriente y tranquila. Le sorprendió a Constance que Anne no tuviera hijos, porque era realmente la esencia de lo maternal. Respiraba sabiduría y perdón, explicaba y excusaba a la vez, del mismo modo que Joseph enturbiaba y culpaba. Cuando Constance dijo: «Ha sido inmensamente doloroso para Joseph que yo no pudiera realizar todas las funciones de una esposa», la mujer lanzó un resoplido y se echó a reír.

—¡Las funciones de una esposa! No tuvo usted una madre que le adoctrinara en este crítico aspecto, de manera que, por favor, permítame, querida. Primero, el único propósito de todos esos impropios instintos, como incluso los hombres de ciencia como su marido deben reconocer, es la procreación de hijos.

En este papel, se ha demostrado usted más dedicada que el más fiero soldado de la reina o cualquier sudoroso y vacilante pugilista de los que su marido admira con tanto entusiasmo. Usted le ha dado, con consecuencias casi fatales, una hermosa niña, que cualquier mujer sin hijos envidiaría, como lo hago yo y, por lo que me ha contado, ha estado tres veces más embarazada, lo que demuestra su voluntad de acatar las leyes del comportamiento de la mujer casada, y quizás esté en semejante peligroso estado incluso ahora. Y lo ha hecho aun cuando los hombres de medicina —con más credenciales y sabiduría que las que tiene su marido— le habían advertido que dicho comportamiento implicaba un riesgo mortal. Y sin embargo él estaba tan ansioso que permitió que usted se pusiera en peligro. Segundo, tiene usted, es verdad, una responsabilidad con su marido, pero ésta no es —como él procura que usted crea con los jadeantes discursos que le dirige sobre «las funciones de una esposa»— responder a su capricho a cada hora como una pobre esclava del harén de un jeque. No, pese a los manifiestos deseos, y en el mejor interés de su marido, su función, Constance, es civilizarlo y atemperarlo. Les pedimos a nuestras mujeres que se casen con un hombre de ardiente juventud y luego, en cuanto sea posible, lo ayuden a apagar esas urgencias, de manera que pueda convertirse cómodamente en un hombre digno de mediana edad. No se espera de los maridos que sean fogosos como jóvenes o que mancillen todo lo que los rodea con sus insaciables deseos, que con cada ruin satisfacción alimenten un renovado apetito de nuevas satisfacciones, y así ad infinitum. No, esperamos de nuestros hombres que den rienda suelta, apresuradamente y con toda la modestia y vergüenza de que sean capaces, a esas inclinaciones —algunas veces— para la multiplicación de nuestra raza, y luego las dominen, para no volver a sentirlas. De otro modo, ninguna sociedad puede funcionar. ¿Y todos esos ardientes varones que se golpean, que alborotan, que asesinan? La ciencia de su marido sabe esto: para cualquier hombre, incluso un hombre casado con el beneplácito de su esposa, un excesivo agotamiento del líquido seminal es fatal. Realmente, mira que haberse creído usted ese bulo francés de que la función de una esposa es servir como víctima sumisa de su marido, sobre la cual él puede cometer cualquier salvajada tan a menudo como su ardiente sangre se lo pida... Escandaliza que tales leyendas empozoñen aún las almas de los inocentes.

La mujer había hecho reír a Constance nuevamente, por enésima vez en dos días, después de doscientos días sin reír. Sintiéndose más libre de lo que se había sentido en mucho tiempo, observó que la niña con la que Angelica estaba intercambiando murmullos un momento antes estaba ahora echada sola sobre el césped, dando patadas al aire. Pronto apareció una institutriz parar reprenderla y volver a ponerla de pie.

—La niña, a esta tierna, floreciente edad —estaba diciendo Anne mientras Constance estiraba el cuello para buscar a Angelica—, tiene, por naturaleza, todas las percepciones e intuiciones de una mujer pero aún es incapaz de formular en palabras sencillas toda su sabiduría. Nosotras silenciamos esa naturaleza en nuestro propio perjuicio.

Angelica había desaparecido. Constance se levantó, cubriéndose los ojos del resplandor del sol. La llamó suavemente, vacilando en perturbar el silencio del parque o irritar a su hija, que probablemente estaba allí cerca, pero al no recibir ninguna respuesta, empezó a gritar, cada vez más alarmada. Anne, también, se levantó con expresión preocupada.

Anne gritó con fuerza, e inmediatamente —a causa del magnetismo de la voz de su madre— Angelica surgió del bosque, a su izquierda y, levantándose las faldas, corrió hacia ellas.

—¡El hombre que vuela está en el bosque! ¡Me ha perseguido! —A través de su entrecortada respiración, reía triunfalmente—. ¡Pero se quedó atrapado en las ramas de los árboles! Ahora nos dejará en paz.

—No debes decir mentiras, nunca, mi niña —dijo Constance, agarrando a la pequeña.

—Efectivamente —interrumpió Anne—, pero tampoco has de tener miedo nunca de decir la verdad.

Levantó a Angelica y la colocó en el banco de metal pintado de verde, entre ambas.

—Ahora, cariño, siéntate con nosotras, por favor, y hablemos de esto como tres damas. ¿Qué crees que deberíamos hacer para echar al hombre que vuela de tu casa?

—¿Nos protegerá usted a mamá y a mí?

—Sin duda que lo haré.

—No me gusta cuando mamá está asustada.

—Ya me lo imagino. Pero ahora es un adorable y cálido domingo. Estamos a la sombra, en este parque, nosotras, tres damas. Resolveremos este problema juntas. ¿Qué sugieres que hagamos?

Constance observó cómo Angelica se concentraba, aceptando el desafío que se le planteaba. Anne hacía salir de la niña los mejores aspectos de su personalidad, la convertía en una mujer con una simple petición de ayuda, y Constance las admiró a las dos.

—Es mejor —dijo Angelica con seriedad— cuando mamá duerme en la silla azul. Eso lo mantiene fuera o hace que se esconda.

 

 

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