Angelica

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Primera parte » Capítulo 19

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Capítulo 19

 

C

omo Joseph estaba en York, Anne llegó aquella tarde para realizar su trabajo, pero Constance la sorprendió haciéndole dar la vuelta sólo un momento después de que ella hubiera entrado.

—Vuelva a ponerse el chal o llegaremos tarde. Primero nos divertiremos, y luego nos enfrentaremos a nuestros peligros.

Dejando a Angelica al cuidado de Nora, condujo a Anne al teatro, donde había tomado un palco para aquella tarde. Una semana antes ni se hubiera atrevido a soñar que vería una obra con una amiga, sin Joseph, sin ni siquiera decírselo, pero ahora la palabra misma «teatro» tenía un nuevo significado.

Había elegido ese teatro porque Anne había mencionado de pasada que ella había actuado allí, y a su amiga le conmovió el detalle. Pero el espectáculo era bastante ridículo. Comenzaba con un fantasma, un actor que se había pintado el rostro de un grotesco color blanco con círculos negros alrededor de los ojos, un espíritu nada alarmante, aunque su hijo se arrojaba al suelo, presa de un frenesí, al verlo.

—¿Le gustó la representación? —preguntó Constance mientras caminaban a través de la oscuridad y de una multitud cada vez más dispersa, convencida de que había seleccionado un entretenimiento frívolo que había aburrido a Anne.

—Kate Millais paseándose por el escenario como Gertrudis no puede agradar a nadie. Yo llevaba ese vestido cuando ella hacía de Ofelia, y no ha cambiado excepto que está más gorda y grita más, si ello es posible. ¿Y a usted? ¿Le ha gustado, querida?

—Apenas la he visto. No hacía más que pensar en usted. «Esto fue una vez el hogar de Anne. Ahí están las luces que iluminaban sus idas y venidas. Allí están los elevados palcos desde los que era más caro ver la actuación de nuestra querida Anne.» ¿Se ruboriza usted? Muy bien, discutiremos la obra. Contésteme una cosa: se supone que el fantasma de la obra es un amigo que hace advertencias, que exige venganza. ¿Le parece a usted auténtico? ¿O semejante espíritu es una impostura?

Ambas mujeres pasearon, cogidas del brazo, por el parque. Constance, con su cabeza en otra parte, iba dando golpes a las maderas de la valla. Luego dijo:

—Estoy segura de que él es consciente de lo que está ocurriendo.

—No está Usted hablando de la obra. Paciencia —aconsejó Anne—. No lo condene todavía.

Constance se sentía decepcionada de que no la felicitara por su valor y convicción.

—Tiene intención de reemplazarme en su afecto —insistió.

—¿Le ha dicho a usted eso?

—Percibo la influencia de mi marido en sus palabras cuando la niña habla.

—¿Está perturbando sus relaciones con la niña?

—Está intrigando, como dijo usted. No soy capaz de comprender sus planes, pero hay algo raro. Habla de educarla como una compañera, y saborea por anticipado esa separación de mi hija que él desea. Empieza dentro de una semana.

—Siga mis consejos un poco más. Hay muchas cosas que no sabemos aún. Esta noche observaremos y exploraremos sin prisas.

—Bueno, entonces obedeceré, pero, primero, tengo una sorpresa para usted —dijo ilusionada. Sin embargo, se irritó al encontrar a Angelica esperando su regreso, despierta.

La niña se había resistido tanto al sueño como a la disciplina de Nora, y ahora se encontraba, descalza, sobre el sofá.

—No me gusta que me dejen sola —dijo con los ojos hinchados, y Nora se limitó a encogerse de hombros con desesperación.

Antes de que Constance pudiera iniciar sus reproches, Anne replicó cariñosamente a la niña. «Por supuesto que no», y levantó a la pequeña sin que ésta protestara, llevándosela hacia la escalera. La visión de las dos juntas disipó la irritación de Constance.

—Tu dulce mamá subirá ahora —dijo Anne—. Pero primero tengo que contarte un secreto, y para ello debemos hablar en tu habitación.

Recuperado su entusiasmo, Constance se dirigió al comedor. Había dado instrucciones detalladas a Nora sobre el menú, y ella misma había ido a comprar al mercado, yendo a Miriams para comprar el té y a Villiers y Green para el vino. En dos ocasiones aquella tarde había corregido a Nora sobre los arreglos de la mesa, y probado varias posiciones diferentes de las velas y lámparas en diversas mesas. Ahora, con Anne arriba, verificó el trabajo realizado por Nora, echó más sal a la sopa, encendió las velas y bajó la luz de gas.

—Está completamente dormida —informó Anne bajando por la escalera—. Y guardará en secreto mi visita. —Se detuvo, contemplando con admiración la mesa suntuosamente preparada para dos—. ¿Qué estoy viendo? Querida mía, su amabilidad no tiene límites.

—Tenerla aquí, amiga mía, es un consuelo que temía que jamás volvería a disfrutar. —Tomó a Anne de la mano y la acompañó a su lugar—. Ya no estoy sola, y no puedo decir cuánto tiempo ha pasado desde que no me sentía así.

Compartieron una pierna de cordero, puré de nabos, tarta y queso de Ruhemann’s, una comida tan cara que Constance había tenido que hacer las compras a crédito, cosa que nunca se había permitido hasta entonces. Por último, Nora les sirvió del oporto de Joseph, y cuando Anne preguntó si él no se daría cuenta, Nora replicó, para delicia de ambas:

—Nunca lo ha notado, señora.

Constance sorbió aquel licor del color del rubí cosechado en unas colinas meridionales tostadas por el sol.

—Si la noche pasara sin incidentes, ¿no demostraría eso su maligno papel?

—Quizás no. Puede que lleve el diablo consigo en contra de su voluntad o sin su conocimiento. Puede que él sea sólo un elemento necesario para su aparición. Está usted demasiado ansiosa por localizar y vencer a su adversario, y la verdad es probablemente más compleja.

Constance, para su propia sorpresa, se mostró vehemente:

—Y usted es demasiado generosa, Anne. Yo ya no puedo seguir inventándome explicaciones para excusarlo por haberse convertido en eso, si es que no siempre ha sido así. Podría corromper a la niña. Su verdadera naturaleza es casi siempre visible para mí ahora. Mi visión se ha hecho más aguda gracias a sus explicaciones de usted, o él es menos capaz de ocultarse. Cuando se disfraza e intenta aparecer como antes, resulta grotesco, un monstruo disfrazado de hombre. Odia a la pequeña por no ser un niño, y me aborrece a mí por no ser ya una niña. Habría querido que la pequeña se pareciera a él, que participara de toda esa crueldad que se oculta bajo el nombre de la ciencia. La llevó al parque el otro día para que jugara con un niño, el hijo de su amigo Harry, el cual tuvo en el pasado una conversación de lo más inaceptable conmigo, y Angelica cuenta que el niño no habla más que de matar y mutilar.

—Está usted más furiosa que asustada ahora.

—Él querría que ella fuera un niño, sabe, para ser un «científico» como él. Y que fuera su esposa... Le gustaría convertirla en su esposa. Para reemplazarme. —Constance enrojeció—. Que sea un niño y una esposa... Estoy diciendo tonterías. Debe ser por el oporto y por querer impresionarla a usted con cuestiones que usted comprende mejor que yo, amiga mía.

—Pues sí que me impresiona usted. Cuanto más habla, más impresionada estoy. Usted intuye unas cosas que yo he tardado años de estudio en conocer.

En esta ocasión, iluminándose con velas, Anne condujo a Constance de habitación en habitación, tocó los pequeños armarios que Joseph mantenía cerrados en su vestidor, así como unos cofres que había en el sótano.

—Nunca los ha abierto en mi presencia —dijo Constance—. Cuando le pregunto qué contienen, se niega a responder.

—Bien, pues aquí tenemos algo que ocultarle a él —replicó Anne, mostrando a Constance una caja de parafernalia espiritista. Le explicó las virtudes de las hierbas, los crucifijos, el agua bendita, y el uso de la lamparilla de petróleo.

Constance se sentó a vigilar a Angelica mientras Anne repetía su examen de la casa, buscando en cada cuarto signos de infección. Al cabo de algo más de una hora, regresó y llevó a Constance arriba, a la cama de ésta.

—He limpiado su habitación, como primera providencia. Ahora me quedaré vigilando abajo, mientras usted duerme. Tiene usted una necesidad espantosa de dormir, no cabe duda. Sé qué poco descanso ha tenido usted estas últimas semanas.

Constance aceptó aquella amabilidad y permitió a la mujer que la acompañara a la cama como una niña, dejando a un lado sus objeciones. El placer físico que sintió simplemente cerrando los ojos la dejó asombrada.

No sabía cuánto había dormido cuando Anne la zarandeó para que se despertara.

—Abra los ojos, amiga mía, y dígame ahora, rápidamente, ¿soñaba usted? ¿Estaba soñando ahora?

—En absoluto.

—¡Entonces podemos sentenciar que es usted inocente! No sirve usted de puente de esa cosa, porque ha estado aquí, y no como respuesta a sus sueños. Ahora tenemos una buena baza entre manos. ¡Oh, sí!

—¿Lo ha visto usted? —Constance se incorporó, alerta—. ¿Qué cara tenía?

—Lo debilité —informó con satisfacción la cazafantasmas.

—¿Se retiró al armario? ¿Como una luz azul?

—Justamente.

—¿Y mi niña?

—Durmió profundamente todo el tiempo y todavía duerme. No pudo vencer sus defensas, y creo que yo le herí gravemente mientras huía. El agua bendita chisporroteó al tocar sus formas y emitió aquel desagradable olor. Ah, su corazón debería alegrarse, amiga mía, porque se debilitó, sin lugar a dudas. Pronto lo derrotaremos.

—Pero ¿es cosa de Joseph?

—Hemos hecho progresos. Debe usted continuar sus tareas, humanas y espirituales. Su seguridad depende de ello. No solamente Angelica está en peligro.

—Pero ¿es cosa de Joseph?

Constance siguió a buen paso a Anne hasta la cocina y preparó café, mientras se insinuaba el alba. Pese a toda aquella charla sobre aquellos progresos y la derrota del ser, subsistían muchos puntos oscuros. Anne, demasiado excitada para sentarse, hablaba solamente del trabajo que aún faltaba por hacer, de los peligros y las pruebas que aguardaban. Constance había esperado que todo se hubiera clarificado y resuelto gracias a la aventura de aquella larga noche, y sin embargo ahora Anne se tomó su café, consultó el cielo y apresuradamente dijo que más valía que se marchara antes de que saliera el sol.

—Estamos más cerca de una solución que nunca, querida amiga. Procedamos con cautela. Yo continuaré con mi trabajo. No tengo otra intención que resolver sus problemas.

Tras un cálido abrazo, salió corriendo, dejando sola a Constance.

—Dios la bendiga —le gritó Constance, más cortés que confiada. Ansiaba que Anne prescindiera de aquel tono de melodrama y de las ambigüedades de historias fantasmales, terminar con todo aquello de una vez, o se llevara a otro sitio a Angelica y a ella, como una recompensa por el teatro, el paseo de noche, la comida, la confianza, los pagos.

 

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