Angelica

Angelica


Primera parte » Capítulo 20

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Capítulo 20

 

C

uando Constance regresó a la cocina oyó cómo Nora trasteaba un poco más allá. Entonces, las náuseas se apoderaron de ella, y, de innumerables maneras, su cuerpo pregonó su nuevo estado. Tuvo arcadas, una y otra vez, y se derrumbó, febril, y vomitó entre las paredes del retrete.

¿Se había disfrazado así un asesino alguna vez? ¡Cuán astuto por parte de una mente demoníaca encubrir el odio con amor y camuflar la muerte como un nacimiento! Él la había asesinado aquella noche con la ayuda de su propio y suspirante consentimiento, con dulces caricias y susurradas promesas, y ahora podía, con la más perfecta coartada, reclinarse en su butacón y jugar pacientemente al amante marido, hasta que simplemente se cambiara de máscara y representase el papel del marido que guarda luto. Y no se encontraría ninguna arma y ningún inspector debería investigar.

Joseph regresó de York a última hora de la tarde, y, según su propia descripción, terriblemente fatigado y «extrañamente debilitado». Apagó la luz inmediatamente al entrar en casa y no miró a su mujer. Dijo con una voz estrangulada que deseaba que lo dejaran solo, para deshacer su equipaje y asearse. Pensaba retirarse enseguida a dormir. «Pero ¿fue bien tu viaje?», le preguntó ella mientras él se escapaba escaleras arriba. Sus respuestas fueron apresuradas, inseguras. Casi huyó de ella corriendo para meterse en el vestidor, ocultando la cara.

La idea era seductora: Anne había «debilitado» al espectro, y Joseph la rehuía pretextando una vaga debilidad.

—¿Qué ha pasado en York? —preguntó desde el otro lado de la puerta—. ¿Te premiarán los médicos?

—Déjame en paz —su voz era peculiar.

Esa noche se aprovecharía de su ventaja. Yacía sobre la cama y lo veía dormir. Era más de la una. Ella se durmió también, soñando con un olor que tenía voluntad y un cuerpo. Ese olor la perseguía, ahogaba su respiración, trataba de hurgar en su apretado puño. Ella se despertó, y las causas de aquel sueño se revelaron: Joseph, completamente despierto, la tenía sujeta por el brazo y la muñeca, que le ardían bajo su presa. Él tenía su boca sobre la mano de ella. Vio que Constance abría los ojos e inmediatamente la soltó.

—Estabas soñando —dijo, y se dio la vuelta—. Tus patadas me despertaron.

Cuando la jadeante respiración de su marido hendió nuevamente el aire, Constance bajó. Esa noche, ella lucharía, aunque sólo fuera para demostrar a Anne que era capaz de ello. Estaba descubriendo nuevas fuerzas. Por primera vez podía controlar su miedo y vería los horrorosos contornos de aquel ser monstruoso, pero no totalmente inmanejable, que ella podía rodear con sus brazos y levantar. Su corazón latía con fuerza, pero no la ensordecía. «La acción engendra el coraje —había dicho Anne—. Es un truco que los hombres usan continuamente.»

En el pasillo, abrió el armario de nogal, y de debajo de unas almohadas y unas baratijas que no podían despertar el menor interés en Joseph, extrajo la caja de las herramientas profesionales de Anne Montague. Bajo la uniforme luz de la lamparilla de petróleo el hombre de la tapa de la caja se parecía a Joseph, cuando éste aún llevaba barba y era él mismo. «Se confía demasiado en los crucifijos —le había explicado Anne confidencialmente, en susurros, como un apuntador de teatro—. Con frecuencia resulta inútil, pero en su caso podrían darse unas circunstancias únicas. Su marido nació papista. Para un hombre así al borde del abismo, su visión podría hacer que la manifestación que él proyecta volviera a él.» Constance se colgó al cuello uno de los baratos crucifijos de latón (prohibidos en aquel hogar irreligioso), y cogió el otro para hacer lo mismo con Angelica.

«El bouquet de romero y albahaca —el matrimonio de la devoción y la memoria— no es, lo confieso, mucho más seguro. Se ha demostrado en innumerables casos como un poderoso repelente, porque la memoria misma puede hacer enfermar a un espíritu retorcido y convertirlo en malvado. De vez en cuando, el más pequeño ramillete de esas hierbas bastaba para convertir a un demonio en una fina y pestilente ceniza, que nosotras barríamos —riéndonos tontamente como niñas— y vertíamos a la calle, donde un perro, y luego otro y otro pronto se aliviaban sobre sus sucios restos.»

Con manos más firmes, Constance cogió el húmedo manojo de hojas y agujas.

—Su arma más potente —prosiguió Anne— es, con mucho, la simple plegaria. La maquinal recitación infantil no servirá, sino que provocará a su adversario. Debe usted sentir cada palabra como forjada en un corazón puro.

Constance se desesperó: ¿convertir en puro un corazón como el suyo, cuando el miedo y la ira lo embargaban?

«El fuego —una simple llama de una vieja lamparilla de petróleo— constituye para la materia de un espíritu un escudo impenetrable. Así protegida, necesitará usted unos medios para dispersar, para echar a ese ente de la cama de la niña, luego de su dormitorio y finalmente de su hogar. El agua bendita funcionará sobre la infección como la lejía sobre una rata.» Constance levantó dos frascos de cristal azul. «Tenga esto —el cuchillo de mango de hueso que Anne había añadido a la caja antes de irse—, me sentiré mejor sabiendo que tiene esto, aunque dudo que tenga usted necesidad de usarlo.»

Se puso de pie, e inmediatamente empezó a correr por el pasillo una brisa, asaltándola en oleadas y remolinos, una casi visible racha de aire corriendo entre las paredes y a la altura de los ojos. Su propósito era apagar su lámpara, derrotar su fuego protector. La luz azul se filtraba por debajo de la puerta de Angelica.

Constance entró y levantó en alto su llama, pero sólo encontró a Angelica dormida. Ni luz azul, ni formas espantosas; sólo el diminuto pie blanco de la niña saliendo por debajo de la ropa de cama. Angelica respiraba uniformemente. Estaba intacta y a salvo.

El alivio de Constance no estaba exento de cierta incomodidad. Le dolían las piernas y la mandíbula, y entonces vio los brillantes ojos atisbando desde el rincón oscuro al lado del armario, y oyó su susurrante voz: «Niña.» Constance arrojó un frasco de agua bendita donde estaban los ojos. El fantasma, como hecho de fibras de vello, intentó deslizarse hacia el lecho de Angelica, pasando al lado de Constance. Blandiendo su crucifijo, ésta se situó en su trayectoria, y luego sacó el tubo de cristal del quinqué. Arrodillándose, abrió el recipiente de combustible de la lámpara y dejó gotear una línea de petróleo alrededor de la cama. Lo encendió, e inmediatamente la bestia retrocedió, tal como Anne había prometido, tanteando el perímetro del fuego, husmeando en busca de una brecha en la danzante defensa.

Angelica no se despertó. Constance, sintiendo en la mano el dolor de alguna herida, pasó por encima de la llama, dejó el segundo crucifijo sobre el pecho de Angelica y luego se dio la vuelta, sosteniendo las hierbas y la lámpara ante ella.

—Padre nuestro, padre nuestro...

Al espectro no se lo veía por ninguna parte, ni a aquella luz azul ni a aquellos ojos resplandecientes. La ventana del otro lado estaba abierta. Cruzó la habitación y se asomó, pero no vio nada fuera. A sus espaldas un anillo de llamas chisporroteaba sobre el suelo de madera, alrededor de la cama, y Constance se sintió avergonzada al ver cuán ineficaz parecía su idea ahora: el demonio podía abrir una brecha fácilmente. Alargó la mano hacia el armario de Angelica, preparada para arrojar las hierbas contra cualquier cosa que saliera de allí. Tiró de la anilla con un dedo y abrió la puerta. Nada.

—¿Mamá?

Angelica se estaba incorporando. La débil llama, empujada por la brisa que entraba por la ventana abierta, se había acercado furtivamente y, como un gatito, lamía el volante de muselina que colgaba de la cama. Angelica se puso de pie torpemente junto a la almohada cuando algunas llamas empezaron a recorrer los pies de la cama.

—¿Mamá?

Constance cogió a la niña en brazos.

—Lo hemos asustado para que se marche, amor mío.

Tratando de sofocar la pequeña llama, dejó a la niña en el suelo, cerca de la puerta, que inmediatamente se abrió de par en par, revelando a un Joseph furioso y con los ojos desorbitados, a medio vestir, mientras unos hilillos de negra sangre le corrían por el rostro, exactamente en el mismo lugar donde el agua bendita de Constance había golpeado a la demoníaca cara sólo unos momentos antes. Los músculos de su mandíbula palpitaban como un corazón, y Constance vio la furia en sus hombros y en los cerrados puños que se le crispaban en los flancos de su cuerpo. Ella se miró a sus propios pies: la calma y una inocente inmovilidad podían desactivar la enloquecida ira que albergaba en aquel instante el hombre. Anne le había enseñado a comportarse así cuando se enfrentara a una situación como ésa. Con una maldición, Joseph empujó a Constance a un lado, levantó a Angelica y la dejó en el otro lado de la habitación. La niña empezó a chillar. Él la ignoró y se dedicó a la labor de apagar el menguante fuego, lanzando órdenes militares, haciendo un alarde pese a lo insignificante de su labor.

Cuando esta representación de virilidad hubo acabado, los gritos de Angelica eran más desesperados. Daba alaridos y se retorcía y sangraba, porque Joseph la había dejado encima de los cristales rotos del frasco de agua bendita, esparcidos bajo el espejo, por el cual el fantasma había probablemente llegado y escapado.

Joseph quería arrancar a la niña de los brazos de su esposa. «Necesita a su madre», trató de decir Constance, pero el hombre le arrebató a Angelica y ordenó a la mujer que encendiera la luz y fuera a buscar agua y vendas. La reluciente luna le iluminaba el rostro y el desnudo torso de un blanco innatural, así como sus brillantes regueros de sangre.

—Haz lo que te he dicho, maldita sea. —Y el valor que con tanto trabajo había reunido Constance desapareció.

Le había fallado a Angelica. No había destruido al espíritu; sólo lo había alejado, temporalmente y a un coste terrible, porque si bien se demostraba ahora que Joseph era su enemigo (su cara ensangrentada, porque la proyección había funcionado en dirección contraria), él ahora era también probablemente consciente de que ella lo sabía todo. Ella se apresuró a esconder sus armas de nuevo en la caja de arenques de McMichael, en el cajón, bajo el camuflaje de la ropa blanca femenina. Farfulló tratando de inventar una mentira que pudiera distraer su atención, y convertir en algo normal los vidrios rotos, los chillidos, las incendiadas ropas de cama, las chamuscadas tablas del suelo y lo que Angelica pudiera estar revelándole ahora.

Regresó con las cosas que él había pedido. Joseph había dejado a Angelica sobre la despejada cama, el camisón revelando su suave pierna. Los sollozos de la niña se alternaban ya con risas, mientras estampaba sus sangrientas huellas en el desnudo pecho y las mejillas de su padre, a la vez que la sangre de la herida de su rostro se mezclaba con la de su hija.

—Espérame arriba. Ya te curaré la herida a su debido tiempo —dijo sin mirar a su mujer—. Y cierra la puerta.

Ella no podía dejarlo solo con Angelica, de modo que se sentó en el último escalón. No había conseguido nada. No supo cuánto tiempo transcurrió, aún estaba buscando una explicación para sus actos, cuando él salió, dejando tras de sí la habitación a oscuras y en silencio.

—Tiene la idea de que, cuando se duerma, el fuego puede brotar del suelo y atacarla —dijo con un deje de sarcasmo que revestía la dureza de su enojo—. Ahora vamos a curarte a ti. Vamos. —Ella lo siguió de cerca.

Arriba, bajo una luz más brillante, él se lavó y se quitó las manchas que la niña le había dejado en el torso y la cara. Sólo entonces examinó el corte de la mano de Constance. Lo hizo con rudeza, y no se excusó por el escozor que le produjo a Constance el agua. Practicaba cada día sobre sus animales mudos y no la trató de manera diferente. Le apretó la muñeca hasta que la piel se tornó blanquecina y ella quiso gritar. Él le ofreció un poquito de ron, pero Constance lo rechazó con un movimiento de cabeza, fingiendo un coraje que hacía rato que la había abandonado. Su marido le vendó los cortes que ella se había infligido accidentalmente con la navaja de Mrs. Montague.

—¿Qué es esto? —Joseph sacó una esquirla de cristal azul—. Estaba en el pie de Angelica.

La verdad le hizo enrojecer, y le temblaron los labios.

—Probablemente algo de Nora —consiguió decir—. Es una palurda.

—¿Por qué andas furtivamente por la casa en la oscuridad de la noche?

—No ha sido nada, amor mío. Me desperté sin motivo alguno, mi vieja costumbre. Pensé en ir a echar una ojeada a la niña. Encontré la habitación un poco cargada, así que se me ocurrió levantar la ventana. Estaba atascada. Debería haber dejado la lámpara en el suelo. Hice fuerza para abrir la ventana y ésta de repente se abrió. Me tambaleé, la lámpara cayó y el tubo de cristal se rompió en pedazos. La espita se aflojó, me corté la mano, y, a causa del dolor, la solté, y se esparció petróleo por el suelo. Estaba empezando a darme cuenta del peligro cuando, afortunadamente, apareciste tú.

Anne habría quedado impresionada por su actuación. Constance recordó, antes de terminar de hablar, a su otro modelo de actriz. Su madre solía contar historias para ganar tiempo a fin de que sus hijas se escondieran cuando el padre de Constance llegaba a casa excitado por la ginebra. ¿Cuándo había empezado Joseph a parecerse tanto a Giles Douglas? ¿Cuánto tiempo le había llevado a ella verlo con claridad? Daba testimonio del poderío de los encantos de Joseph el que éste pudiera desviar su atención de tan indelebles recuerdos. «Todos los hombres se parecen —había dicho Anne—, en cuanto rascas bajo su máscara. Pero en algunos momentos reveladores no logran disfrazarse y acaban pareciéndose, encima de una mujer o contra un enemigo, cuando el odio o el deseo hacen desaparecer sus trabas, cuando matan o simplemente juegan a hacerlo en los rings de boxeo o las salas de esgrima.»

—Esas cosas que tanto te preocupan me están preocupando a mí. —Joseph estaba de pie detrás de ella—. Apenas te reconozco últimamente. —Suspiró como un actor de teatro—. ¿Adónde vamos a llegar? —preguntó, deslizando sus dedos sobre sus hombros—. Tú has imaginado algo. Te has permitido caer en la confusión. No hay nada que temer.

No era ningún estúpido. Tampoco ella era una actriz, ni siquiera una madre astuta y llena de recursos. Él lo sabía todo. Le puso las manos sobre las mejillas, le alzó la cara, y le dijo falsas palabras para volver a despertar en ella la fe de un niño, o de una recién casada. Tenía intención de conseguir su placer, incluso mientras ella y su hija aún sangraban, o porque seguían sangrando.

—Eres muy comprensivo e indulgente —dijo ella—. Tienes razón. He estado como en una nube últimamente. Y dejar caer esa lámpara... Bueno, no me extrañaría que me prohibieras tocar nada de la casa. Pero nos salvaste, bendito seas.

Los labios de su marido se deslizaron por su frente.

—Deberías tener más cuidado —le susurró a su cabello—. Tú y la niña sois muy valiosas.

—¿Puedo ir a besarla y darle las buenas noches?

Joseph la acompañó, dos pasos detrás de ella. Se quedó apoyado en el marco de la puerta, y Constance besó los ojos de la niña, que parpadearon como los de un gatito. La niña suspiró.

—He visto al hombre que vuela, mamá. Iba montado en una bestia azul de dientes terribles.

—Yo lo he echado, mi amor —respondió Constance, oculta a la vista de Joseph—. Duérmete, duérmete.

Su guardián llevó a Constance otra vez a la cama, acunando con un cuidado excesivo, extraño, su vendada mano. Era una amenaza de violencia disfrazada de un acto de ternura, y los nuevos papeles en aquella casa quedaron terriblemente claros.

 

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