Angelica

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Primera parte » Capítulo 21

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Capítulo 21

 

S

e despertó de repente al oír aquella voz que susurraba «Niña», y sus ojos se encontraron con otro dantesco espectáculo. Él estaba sentado en el otro extremo de la habitación, vestido ya, sus mejillas recién afeitadas nuevamente, el cabello alisado y brillante, una tirita en la cara, y con Angelica en su regazo, con los pies sobresaliendo del camisón, una parodia de las pinturas de la madre con su hijo. Se rieron disimuladamente al ver cómo parpadeaba por la confusión. Ella se había despertado demasiado tarde, lo cual era peligroso, y tenía que ir a buscar a Nora antes de que él lo hiciera.

—¿Habéis ido abajo? ¿Ha preparado el desayuno Nora? Deberías haberme despertado. Angelica, ven conmigo y deja tranquilo a tu papá.

—No —replicó él con una helada sonrisa—. Hoy me siento atraído por los encantos de Angelica.

Ella oía su insinuante voz mientras bajaba rápidamente a la cocina, sintiendo cómo le latían las venas del cuello.

—Tu madre, Angelica, sabes, es...

—Su mano, señora... —empezó a decir Nora, pero Constance la interrumpió con urgentes instrucciones: que fingiera alegría ante el descubrimiento de la botella azul, manifestara pena por su destrucción y vergüenza por haber causado al señor algún problema y haber dañado a la niña.

—No puedo, señora —dijo Nora vacilante, pero Joseph estaba ya bajando por las escaleras entre las risas de Angelica.

—¡Ridiculis! —exclamaba Angelica—. ¡Completamente ridiculoso!

Nora besó a Angelica mientras Joseph se quedaba mirando, con una expresión indescifrable en su rostro.

—Tu madre me lo ha contado. ¿Estás herida, niña?

—¡No! —dijo Angelica—. ¡Pero un tigre rosa me mordió los dedos de los pies!

—Angelica, vale ya —dijo Constance—. Nora, se hizo daño con alguna cosa tuya.

—¿Señora?

—Deberías prestar más atención a tu trabajo si es que te interesa conservarlo.

—Sí, señora.

—Nora —dijo Joseph lentamente, en tono triunfal—. La señora no se encuentra bien. Necesita descansar. Procurarás que tenga paz y soledad hoy. Nada de visitas, por favor, y mantén a Angelica ocupada para que no moleste a su madre. ¿Queda claro lo que digo?

—Sí, señor.

—Confío en que mis instrucciones sean fielmente seguidas.

—Desde luego, señor —replicó la sirviente con los ojos bajos.

Joseph se puso de pie.

—Vamos, dame un beso, Angelica —dijo.

Era una nueva manera de despedirse por la mañana. Todo había cambiado. La niña posó sus pequeños y húmedos labios sobre la mejilla de su padre. Las comisuras de sus bocas se tocaron.

—Adiós, Constance.

Se marchó, y ni la niña ni la doncella miraron a los ojos de Constance.

—Nora —empezó a decir Constance—, no vamos a obedecerle muy literalmente. Se preocupa demasiado...

—Señora, yo nunca contradiría las órdenes de Mr. Barton. Usted no querrá que lo desobedezca.

—¿Qué estás diciendo?

—No puedo ser un problema para él, señora. Y usted también debería...

—¿Debería qué, desgraciada? ¿Quieres darme consejos? ¿Tú?

—Por favor, señora, yo debería dedicarme a mi trabajo, y usted debería dormir, descansar, como aconsejó el señor. Le traeré algo que la ayude. Angelica, ve a tocar el piano como le gustaría a tu madre.

«¿Como le gustaría a tu madre?» ¿Acaso ella no estaba allí, ante ellas?

Su encarcelamiento se veía reforzado por la actitud de Nora y acompañado de una ejecución de insólita calidad de la niña al piano. Constance se retiró a su habitación a considerar su situación, pero al punto acudió Nora con un vaso de agua en cuyo centro flotaba una brillante nube.

—Por favor, señora, esto es para calmarle los nervios, tal como pidió el señor.

—¿Se me permite salir de casa, queridísima Nora?

—El señor fue claro sobre lo que usted necesita hoy, paz y descanso, señora.

—¿Puedes ir tú a buscar a Mrs. Montague en mi lugar?

—Por favor, no me pida lo que no puedo hacer.

—Yo puedo hacer tu trabajo mientras tú la traes. No hace falta que él se entere.

—Por favor, señora.

—Ya veo. Puedes irte, Nora.

Vació en el retrete el plateado opiáceo de Joseph. Se dedicó a pasar las páginas del libro que tenía en su mesilla de noche, pero sin ver las palabras. Cerró los ojos pero no durmió, acechada por la sombra de su marido. No le habían cerrado la puerta. Pero ella no la abrió. Estaba atenta a si venía Anne, pero no sonó ningún timbre. A última hora de la tarde la puerta se abrió silenciosamente, y Angelica apartó las colgaduras de la cama y se subió a la cama, hasta quedar junto a su madre.

—Mamá, quiero ir al parque.

—Hoy no puedo, gatito mío.

—¿No le vas a pedir perdón?

—¿A quién? ¿A tu padre?

—¡Pide perdón! —Angelica estaba irritada—. ¡Quiero ir al parque, no al colegio!

Más tarde, él apareció en la puerta.

—¿Te sientes mejor, amor mío? —preguntó animadamente. Ella se encontraba apoyada en la ventana, todo lo lejos que podía estar de él—. Es lo que tú querías. Que me tomara un pequeño descanso hoy.

—Sí, esta prisión es encantadoramente relajante.

El rostro de él se oscureció.

—Ya veo.

—No soy tan estúpida como tú me consideras —dijo ella.

—Hasta ahora, nunca te he tomado por una estúpida.

—Quizás me muera, pero aun así no permitiré que a Angelica le ocurra ningún daño.

—No seas niña.

—No podría imaginar nada peor que ser una niña en esta casa.

—¿Qué estás diciendo?

—Te vi —susurró ella—. Eras tú.

—Y, exactamente, ¿qué viste? —preguntó desdeñosamente Joseph.

—No lo permitiré. No me quedaré sentada como espectadora, no la abandonaré. Mi suerte está decidida, pero la suya, no. ¿Me oyes?

—Perfectamente, ya que estás gritando. Un día de descanso y te encuentro más trastornada de lo que te dejé. —Avanzó un paso hacia ella, y Constance se agarró al alféizar—. Vamos. Cenemos. Probablemente estás aburrida después de tu convalecencia. Luego iremos a tomar juntos un poco el aire.

Comieron en silencio. Nora trajo a Angelica del cuarto de los niños para desear a sus padres las buenas noches.

—No te preocupes, mamá —dijo Angelica volviendo la cabeza cuando Nora se la llevaba—. Papá lo ha arreglado todo. ¡Es muy listo!

Joseph cedió a las peticiones de Constance con un par de asentimientos de cabeza. Se le permitió salir en su compañía. Se le permitió contemplar a la niña dormida mientras él observaba. Se le permitió desnudarse y lavarse bajo la ardiente mirada de sus ojos. Se le permitió acostarse en la cama, y beber un poco de agua con unos polvos que él administró. Se le permitió llorar breve y silenciosamente antes de que él ordenara «Ya basta». Se le permitió cerrar los ojos cuando él la besó en los labios y cuando prometió que todo volvería a ir bien. Se le permitió saber que a él le dolía tenerla encerrada. Y, precisamente, cuando él ponía sus manos sobre ella, Angelica llamó a gritos a su madre de un modo sumamente lastimoso, una, dos veces, y en cada ocasión más fuerte. Se le prohibió a Constance en un tono frío que acudiera a las «manipulaciones de la niña». Se le permitió, en vez de ello, fingir que dormía a su lado y periódicamente abrir un ojo, sólo para ver, a la luz de la entrometida luna llena, que él la observaba en silencio. Al final se le permitió, sin la interferencia de Joseph, que soñara con toda la felicidad que pudiera.

Las tres y cuarto, y las palabras «Se te espera» la despertaron en medio de la quieta y silenciosa noche. La mujer atisbó a través de las pestañas. Él dormía. Constance deseó poder confiar, obedecer, cerrar los ojos, dejar de saber lo que sabía, del mismo modo que su madre había dado siempre la impresión de que no sabía.

Abrió el cajón del cofre de nogal, pero sus cosas habían desaparecido. De acuerdo. En la habitación de Angelica la bestia la esperaba, arriba, en las sombras del techo, como una araña, hasta que sus ojos lo traicionaron, y cuando vio que ella lo reconocía, ya no se ocultó más sino que se situó cerca del rostro de Constance, desprendiendo aquel olor preñado de promesas sobre ella en el aire cargado de la habitación.

Esta noche, consciente de la derrota de la mujer a manos de Joseph, su enemigo mostraba su naturaleza y sus urgencias sin freno. El ruido que producía era nuevo, peor que las risas, más húmedo que el aliento. No huyó al armario ni se deslizó a través de los huecos de la ventana, y cuando Constance se quedó firme en su sitio y sostuvo su espantosa mirada, su rostro adoptó todo un repertorio de máscaras. Mostraba todos los rasgos de Joseph: el ángulo de sus cejas, la pesadez de los párpados en las comisuras de sus ojos, aunque éstos ardían en tonos amarillos y rojos. El demonio flotaba sobre el suelo —deforme y húmedo, desprendiendo una misteriosa luz azul—, y de él brotaban los sólidos miembros de Joseph, sobre los que crecía un espeso vello.

Se transformó por un momento en una mariposa y después en un hombre sumamente espantoso, y, con esa forma, con unos toscos nudillos, le acarició la mejilla, le puso una mano sobre la boca con un tacto que no parecía el de la carne sino más caliente y más duro. Ella sabía que si lloraba, acabaría con la nariz tupida y le resultaría imposible respirar, pero el olor que la bestia despedía era aún más obsceno que el de antes. Ella acabaría por sofocarse, con el carnoso borde de su mano apretando cada vez más y más contra su nariz, el silbante viento de su respiración abriéndose camino a la fuerza a través de una brecha que se iba cerrando. Sentía su voz en el oído... No era una voz, era menos que eso, un flujo de aliento, una ristra de mordaces juramentos y tiernas frases: «¿Quién es mi querida niña?» Se enrolló en torno a su cintura.

La cosa se desvaneció y se transformó en Harry Delacorte, y, tal como Harry había hecho en una ocasión, la miraba de arriba abajo, con lentitud y gesto procaz. Con una sucia caricia, le apartó el cabello de la cara. Ella se esforzaba por emitir alguna clase de ruido, pero no le salía ninguno. Esa bestia que ella había conjurado la levantó y la dejó caer en la silla azul. Tras acomodar a su público, la bestia voló a su escenario. Acarició el cabello de Angelica, separó unos mechones de sus ojos, sin dejar de mirar todo el rato a Constance. Y permitió que ésta, como una mariposa clavada en su silla, oyera sus pensamientos.

Apartó la ropa de cama de Angelica. El cuerpo de la niña estaba hecho un ovillo, formando una apretada bola. Todavía dormida, la pequeña murmuró: «No me gusta que me hagan cosquillas, papá.» En respuesta, la bestia volvió a adoptar el rostro de Joseph, pero con una piel negra, como un asesino nativo que agarrara a un niño con sus manos manchadas de sangre. Bajó hasta quedar encima de Angelica, torturándola con lenta deliberación, hasta que flotó horizontalmente sobre ella dejando sólo un estrechísimo margen. Su largo cabello ondeaba tras él, y su boca se abrió. «No», gimió Constance, o le pareció que lo hacía, y el rostro de la bestia se acercó un poco más a la niña, con mirada lasciva, y lamió la mejilla de la pequeña. El diablo adoptó ahora la forma del doctor Willette, el cual, después del nacimiento de Angelica, había seguido examinando a Constance durante mucho tiempo, pese a que ésta sólo deseaba que la dejaran en paz. Hablaba de los riesgos mortales de tener incluso los más breves contactos conyugales, e insistía en un tratamiento de manipulación y relajamiento pélvicos. La bestia se convirtió en el doctor hasta el último detalle, se tiró del bigote, trataba de consolar desde demasiado cerca, y retomó su reprobador discurso, pero ahora con la pequeña.

—¿Y yo? —refunfuñó Constance—. ¿No soy de tu agrado?

En respuesta, el monstruo dejó a Angelica, se extendió sobre Constance, por delante y por detrás, las yemas de sus dedos deslizándose sobre la nuca de la mujer hasta llegar a la primera vértebra de su columna cubierta de vello.

—Venga —dijo ella, en un tono que podría resultar seductor, una vocecita de niña—. Seguramente yo soy tu verdadero amorcito.

Constance captó la imagen de su cara en el espejo, e inmediatamente se sintió como una idiota, una parodia de prostituta, una mala y vieja parodia —sobre todo— de la niña durmiente.

Sin embargo, el ser aceptó su oferta, a cambio de la niña.

Ella no podía decir cuánto tiempo duró ese feroz ataque.

No se resistió, pero deseaba morirse. Cuando supo que no iba a morir, su desesperación se disipó. Se ordenó a sí misma guardar silencio. Eso no podía ser peor que tener un hombre sobre ella. Pero lo fue. El dolor era más violento y menos localizado, y no le veía final, ninguna promesa de liberación, ninguna calidez. Más bien, el salvajismo se acentuaba, cada vez más insistente y más rápido. No le veía su fin. Sus palabras de amor, de trastocado significado, llegaban con las voces de Joseph, Harry y Pendleton, de los médicos, de los comerciantes del barrio, de sus propios hermanos, de los hombres que le hablaban en el parque pese a sus esfuerzos por rechazarlos.

El dolor se extendió por toda ella. Rompió a llorar, y la reseca lengua de la bestia recorrió su mejilla, se tragó sus lágrimas como en una ocasión le habían prometido que un amante le haría. «Se beberá tus lágrimas y te protegerá para siempre», susurró el demonio en voz baja, imitando a las niñas del Refugio que soñaban con el hombre prometido.

—Un príncipe para ti, Con —murmuró—. Aquí estoy, un príncipe para la dulce Con. Por fin.

Sus uñas le rasgaron la piel, y la mujer sangró. El monstruo deslizó sus dedos por la sangre y se los lamió.

—Tú eres nuestra chica, ¿verdad? —Tenía ahora un nuevo rostro, aunque éste era borroso, y su olor la sofocaba—. Tienes el diablo en ti, ¿verdad?

Y la irresistible idea acudió a su mente: «Vamos. Coge a Angelica en vez de a mí... Puedes tenerla.» Pero Constance no habló, y el ser demoníaco no oyó nada, y aquello no terminó hasta que, colgada en el aire, dio vueltas brutalmente, y sintió que el espectro se fundía, escapando de ella, lejos de ella, y la dejó caer al suelo. Constance se golpeó la cabeza con el travesaño de la cama. Abrió los ojos con dificultad y vio que el diablo había abandonado la habitación. La sangre le corría por el labio, y tenía un ojo hinchado, pero Angelica seguía inmóvil, hecha un ovillo, intacta.

Cogió a la durmiente niña en sus brazos, y la llevó escaleras abajo, apoyándose contra la pared cuando le temblaban las piernas. La dejó sobre el sofá del salón y cruzó hasta la cocina, abrió la puerta del cuarto de Nora, gritó entrecortadamente su nombre en la oscuridad, pero la criada no se movió. Constance se sentó en la cama de Nora y la zarandeó por los hombros. Le suplicó que le diera la dirección de Anne Montague, pidiéndole que no revelara adónde iba a su marido.

—¿Qué ha pasado? ¡Su cara, señora!

La señora de Nora, con dedos temblorosos y apresuradas promesas de devolución, tomó dinero del bolso de Nora. En el vestíbulo se vio en el espejo, pero no se limpió la sangre ni la suciedad, porque la vanidad, también, atraía al demonio. Salió a la fría lluvia y a los charcos negros que reflejaban en sus ondas la luz de las farolas.

Corrió torpemente con la niña en sus brazos, luego anduvo lentamente varias tranquilas calles más, incapaz, a esa hora de borrachos y desesperados, de encontrar un coche. En algunos momentos creía que la criatura aún la acosaba. Podía oír su voz, y sus insinuaciones resonaban aún en sus oídos, mientras sentía su lengua en el cuello. Se acercó un hombre, y ella casi se dejó caer de rodillas para suplicar su ayuda. Cuando pasaba, el olor de la bestia se esfumó en la niebla. El maligno no podía existir a la vista de los otros... Anne lo había dicho así: «Los ojos de la multitud nos protegen. El peso de unos ojos vivos es demasiado para que los muertos lo soporten.» La voz de Anne, sólo la de Anne.

No podía caminar mucho más llevando a la niña. Por dos veces pensó que la dejaría caer. Deseaba soltarla para poder escapar, y sintió vergüenza por su cobardía. La lluvia cesó. Ya no podía dar un paso más. Pero la lluvia se había dado sólo un breve descanso, y ahora la azotaba otra vez.

Un caballo negro arrastrando un cabriolé vino desde el otro extremo de la calle y se detuvo junto a ella. Constance estaba empapada, sollozando, temblorosa, incapaz de caminar, cubriendo torpemente a su hija bajo su capa. Las negras botas del encapuchado cochero golpearon el negro pavimento y un guante negro abrió la puerta. Constance sintió el frío y la humedad aún más agudamente cuando, ya a cubierto, se recostó contra la rígida y agrietada piel del asiento.

Cuando la dejaron en medio de una oscuridad y una lluvia aún más intensas, golpeó el aldabón de hierro en forma de cardo contra la puerta y gritó el nombre de Anne, pero nadie respondió. Deseaba despertar en los brazos de Anne. Le dio un débil puntapié a la puerta y gimoteó hasta que finalmente Anne, lámpara en mano, apareció, cogió a Angelica de los brazos de su madre, encabezó la marcha por el oscuro pasillo y subieron hacia arriba, hacia arriba, hasta seis tramos de escaleras, con la niña en sus incansables brazos durante todo el camino, mientras detrás de ella Constance avanzaba lentamente sobre sus doloridas piernas y llagados pies. No se oyó una palabra hasta que Angelica murmuró, una vez en la cama de Anne y bajo una gran manta de lana: «Los animales se están comiendo a la princesa. Sus fuerzas se llevan la brisa. El olor huele que apesta.» La pequeña abrió los ojos en la nueva habitación, y vio a su madre y a Anne en la penumbra. «Él quiere terminar este asunto inmediatamente», dijo y volvió a echarse.

Anne extendió el biombo de madera que separaba su cama del resto de la habitación. Le dio a beber una copa de jerez a Constance. Pese a su agotamiento, Constance no podía dejar de moverse, paseaba por toda la habitación, se dejaba caer en la silla o el sofá, sólo para levantarse de nuevo en enfebrecida agitación.

—Estoy derrotada. Para esta empresa ya no tengo fuerzas. Dígame qué debo hacer. Si me mato, ¿terminará todo? Él volverá, por más que ceda a su voluntad. Moriré. Llevo un hijo. ¿No es eso un motivo de alegría en los hogares felices? Es mi sentencia de muerte, y sin embargo esa cosa viene a buscar a Angelica. ¿No soy...? ¿No hay nada que...? ¿No puede decirme nada?

Cayó de rodillas ante su amiga, que estaba sentada, y no consiguió seguir hablando, no hacía más que toser y llorar, dejando escapar un «no» que más parecía un alarido, y Anne, con manos temblorosas, acogió la cabeza de Constance en su regazo.

—Esto tiene que terminar —Constance se atragantó al expresar su única certeza—. Esto ha de terminar.

—Sí, mi dulce amiga, sí.

—Estoy agotada. Me ha vencido. Deje que me quede aquí. Viviremos aquí, con usted, y él nunca nos encontrará.

—Yo acabaré con esto. Tranquila, querida, yo acabaré con esto. Será usted libre, y Angelica también.

Anne se inclinó y besó la coronilla de la sollozante mujer, así como sus húmedas manos y manchadas mejillas, apretó su cabeza contra su pecho, y la acunó hasta que Constance se dejó vencer por el sueño.

 

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