Angelica

Angelica


Primera parte » Capítulo 24

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Capítulo 24

 

L

as idas y venidas de Joseph en los últimos días se habían vuelto tan oscuras que resultaban siniestras. Esa noche ni siquiera se molestó en tratar de explicar su ausencia. No se presentó para la cena, ni cuando Angelica se fue a la cama, ni cuando Nora bajó el gas y se retiró, dejando a la prisionera sin guardiana. Constance se quedó sola en el oscuro salón. Joseph no apareció. La noche avanzaba. Anne había hecho una promesa para la última luna llena, y ésta había llegado. Anne había prometido que sería el final del ser malvado, que el enemigo, debilitado, estaría listo para recibir el golpe mortal. Esta noche Constance estaría preparada. Anne lo había prometido.

A las tres y cuarto allí estaba la madre de Angelica, preciosa e inmóvil, bajo la luz de la luna llena, en el salón. Y él no había regresado. Constance no tenía la menor duda de que la manifestación aparecería pese a la ausencia de Joseph. Quizás él se mantendría apartado para que ella pudiera rescatarlo, como él la había rescatado a ella, y él regresaría sólo cuando ella hubiera acabado con esto, cuando hubiera alejado sus tormentos.

Constance subió por las escaleras graciosamente. Veía aproximarse los acontecimientos. Empezaban incluso a desarrollarse según sus necesidades. Ella necesitaba sólo obrar con tranquilidad, concentrándose en su profundo conocimiento, no influido por el pensamiento masculino, porque detenerse a pensar sería arriesgarse a que se rompiera el hielo bajo sus pies. Consciente de todo, no tenía miedo. Incluso sintió —por un lapso tan breve como un acorde que flotara del piano— la ausencia tan breve, el vacío que el miedo había dejado al marcharse, un distinto y definido frescor, como cuando el alcohol se evapora de la piel.

Desde fuera de la habitación de Angelica, Constance sabía, podía casi verlo, dónde estaría él esperando, descendiendo para hacer presa en la carne de su hija. Entró, lo miró a los ojos, y sin una palabra lo invitó a que se fuera. Cuán simple fue crear una apariencia para aquello —más exactamente para él— y mirarlo con aquella expresión de deseo que ella sabía que el ser anhelaba. Constance contempló sus cambiantes formas y rostros, sus débiles amenazas, como si fuera un niño esforzándose por impresionarla, del mismo modo que Angelica alentaba a aquel marinerito que hacía cabriolas en el parque. Ella sonrió como las mujeres de Finnery Square sonreían a los hombres que las abrazaban en la oscuridad del coche de punto. Constance encontraba entretenido ese juego, porque ella podía cambiar de aspecto tan fácilmente como él, podía modificar su forma y su rostro, como si estuviera girando un caleidoscopio para él, demasiado rápido para su aturdido adversario. Parecía ceder sólo cuando le convenía, en tanto que todo el tiempo, por debajo, seguía siendo ella misma.

Sabía que el ser dejaría a Angelica intacta en su cama, sabía que ella era más atractiva que la tierna niña. Y, sin darse la vuelta para confirmarlo, subió por la escalera hacia su habitación. Notó por el olor que el ser la seguía.

Se desnudó para él. Se echó en la cama para él. El ser era ridículo. Graznaba palabras en una grotesca imitación de seducción. Ella se reía de él, pero modulaba su risa, de manera que su verdadero significado sólo lo conocía ella. ¿Eso era todo lo que la bestia requería? ¿Por eso había temblado tanto? El ser era sólo una molestia doméstica que podía solucionarse en el momento que conviniera. Ningún gato tiembla ante los ratones.

Ella se había pasado buena parte de su vida presa de un miedo injustificado. Una madre manejaba estas cuestiones sin armar escándalo.

Él se acercó ante la invitación de la mujer, se cernió sobre ella irradiando su luz azul. Ella se llevó las manos detrás de la cabeza, bajo la almohada, hacia lo que tenía preparado. El ser decidió mostrar ternura para obtener su recompensa.

La simultaneidad de lo que iba a ocurrir era lo que más la agradaba. Ella lo había previsto mientras dormía aquella tarde. Sería bello. Sería de igual a igual. Se penetraron mutuamente en el mismo instante. Ella encontró su congelada máscara casi patética, cuando él —la cosa— comprendió lo que ella había hecho, el cuchillo mojado de agua bendita penetrando en él cuando él entraba en ella. La criatura perdió su facultad de cambiar de forma, y ella examinó sus paralizados rasgos con un interés ligeramente científico, pero como una mujer, ni fría ni distante, sino sólo compasiva con el dolor del sujeto. Con su mano libre tocó la luz de aquella mejilla que se desvanecía mientras él profería sonidos que ella reconoció, aunque ahora tenían otro significado.

Ella esperó y observó. A la luz de la redonda luna, su muñeca era tan negra como las de los asesinos nativos. No se trataba de que ella estuviera observando desde lejos o que viera su propio cuerpo como si estuviera flotando encima de él... No, ése es el lenguaje de los sueños o el de las novelas que tenía en su mesita de noche. Más bien, se observaba a sí misma desde el pasado, y desde el futuro. Era su propia madre muchos años atrás, y era su hija en algún lejano futuro. Era Esther Douglas comportándose finalmente como debía haberse comportado: era su propia Angelica enterándose por fin de todo lo que Constance había hecho por ella.

Desvaneciéndose, el ser recurría ahora a todo su repertorio de máscaras, una cara tras otra de dolorida expresión: Joseph, el doctor Willette, el doctor Douglas Miles, el doctor Harry Delacorte, Pendleton, Giles Douglas. Ella sostenía su mano derecha con firmeza, hundiendo la navaja una y otra vez, dentro y fuera de él, con un suave ritmo, hasta que él —ello— se disolvió en volutas de humo, parpadeantes luces, jirones de bruma que ardían sin llama.

En cualquier momento regresaría Joseph, su amor, calmado, más viejo, liberado de urgencias y de aquel violento fuego, recuperado como el marido y el padre que ellas anhelaban.

Se durmió profundamente, y no tuvo sueños.

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