Angelica

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Segunda parte » Capítulo 3

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Capítulo 3

 

N

ora regresó a la mañana siguiente contando historias de la noche que le había escamoteado a su señora y, hablando sin parar, condujo lentamente a Anne hasta un ómnibus, el cual dejó claro que debía pagar Anne, y luego a otro y después a un tercero. Finalmente se instalaron en una placita frente a Hixton Street, una al lado de otra, en un banco parcialmente tapado por unos setos, desde donde podían observar una elegante y estrecha casa de tres plantas de ladrillo pintado, con un hermoso jardín rodeado por una valla de hierro negro recientemente limpiado. Postigos y ventanas estaban abiertos a la luz del día.

—Allí. Ése es él —dijo Nora, ocultándose.

Anne, deseosa de examinar de incógnito al marido, cruzó la calle para ver lo que pudiera del sujeto, su modo de andar, cómo movía los ojos, la reveladora primera impresión. Había algo desagradable, concretamente en su boca y los ojos de pesados párpados. Así como en el movimiento de sus rígidos miembros. Sus piernas eran gruesas; más que piernas, eran unas columnas o troncos. Era de pesada complexión y bajo (mucho más que Anne), y se inclinaba ligeramente hacia delante, como si estuviera buscando comida o pelea. Anne vio en él como una violencia a punto de estallar, y su corpachón debía ir parejo con cierta lentitud mental, quizás incluso debilidad. Seguramente era un caballero educado, un médico, pero anodino, sin chispa. Era el tipo que te mira de reojo, como si quisiera penetrar con su mirada, pero en realidad está disimulando su incapacidad para ver.

La esposa, sin embargo, era de un mundo diferente. Muy turbada, como siempre estaban las dientas de Anne, se mostró adorable. Agraciada y elegantemente vestida, llevaba su lacio cabello castaño suelto sobre los hombros, enmarcando una fina cara ovalada con apenas una arruga o un defecto que marcara su suave y pálido cutis. Unos ojos azul marino hundidos y tímidos bajo unas largas pestañas, unas mejillas ideales para un escultor... Anne casi podía ver la forma del cráneo bajo la hermosa piel. Su inteligencia y voluntad debían de haber quedado enterradas bajo sus penas, pero no escapaban a los penetrantes sentidos de Anne. La dama se movía con gracia, aunque, de forma nada sorprendente, aparecía como sumida en tristeza, y como en un sopor; pero debajo, la alegría y la vivacidad infantil se esforzaban por emerger a través de su dolor, como una atenuada iluminación desde el interior. A Anne le recordaba las heroínas de Shakespeare: no la hábil Porcia, ni la traviesa Viola, sino una de las heroínas más sencillas, Julieta, quizás, o Cordelia. Unas finas cejas, y la pequeña boca que se transformaba débilmente en una levísima sonrisa trágica, sin conciencia de la tragedia que se avecinaba. Sí, sería toda una actriz el día que quisiera serlo. De haber sabido hablar adecuadamente, hubiera sido una estupenda Eugénie y haberlos hecho llorar, incluso en una matinée, con cada uno de sus jadeos en busca de aire, allá abajo, en el calabozo de Dumont. La bondad y la generosidad eran evidentemente piedras angulares de su carácter; pero también era obvio que la mujer estaba en peligro. Aquel bárbaro individuo que acababa de pasar junto a Anne estaba exprimiendo con demasiada fuerza su belleza con sus garras, y ella se estaba apagando.

Constance Barton vio a Anne más como una niña que como una mujer en aquellos primeros minutos. Se esforzaba por estar a la altura de su papel de anfitriona en tanto que bailaban toda clase de dudas sobre su rostro. Anne le cogía sus pequeñas manos, y examinaba los augurios y promesas de sus palmas. Los esfuerzos de Mrs. Barton por mantener una conversación, desbaratados por la temblorosa amenaza de las lágrimas y una vacilante voz, encantaron a Anne, y ésta se lanzó a ayudar a la necesitada anfitriona, porque incluso la débil cortesía de Constance revelaba la delicadeza del hogar. ¿Con qué frecuencia las verduleras que solían ser las dientas de Anne se molestaban en ofrecerle un poco de té antes de endilgarle sus insignificantes quejas? Procediendo según sus métodos usuales, Anne se dirigió al dormitorio de arriba, observando el lujo de la casa mientras subía. Interpretó para su nueva clienta el habitual número de esparcir sal y harina, sin dejar de notar la calidad de los suelos a medida que lo hacía.

Pidió ver de cerca el guardapelo que Mrs. Barton llevaba alrededor de su marfileño cuello. En su interior estaba el marido en un daguerrotipo, repelente en su marco de plata, apretado contra la suave piel de la garganta de su prisionera, colgando en su diminuta forma, proclamando que era de su propiedad. Los pelos de sus patillas debían arañar aquella piel más pálida cuando él se solazaba allí, como su doble en miniatura hacía ahora.

Anne se sintió encantada al ver cuán rápidamente la dama se recuperaba, cobraba fuerza y confianza, e incluso empezaba a hablar claramente a partir del apoyo de Anne y de las preguntas que ésta siempre hacía para estimular a una nueva clienta a que dejara atrás las torpes explicaciones y vacilaciones. La mujer empezó su historia con un predecible embarazo, pretendiendo que había sido un error, insistiendo cortésmente en que lo que había visto «no podía ser» (como su marido sin duda le había sermoneado). Pero Anne fácilmente la corrigió, desvió los esfuerzos de Mrs. Barton por ocultar su desconcertante situación, y pronto la mujer se volvió más pensativa, dejando entrever su infelicidad, y Anne supo que estaban ahora cerca, hasta que todo lo que hizo falta fue cogerle la pequeña mano, quitar el mechón de pelo castaño de aquella suave mejilla y susurrar: «Hable.»

Durante las primeras frases de Constance, Anne sospechó que la joven esposa necesitaba sobre todo un oído comprensivo, incluso más que otra cosa. Mientras hablaba, Constance Barton se abría ante la menor muestra de simpatía, o el más pequeño toque o aliento, como si lo hubiera necesitado desesperadamente durante años, como si no fuera la encantadora esposa de un médico, sino una marginada, o la apaleada mujer de un herrero borracho. De modo que tal vez no cabía esperar unos grandes honorarios.

Constance habló luego, no de encantamientos, sino sólo de su barrio, su hija, su marido, su noviazgo y su boda, así como de la vida que había llevado desde entonces, de sus sufrimientos con los partos, de las prescripciones de los médicos. Tenía un deseo desesperado de hablar, eso estaba claro. No tenía a nadie con quien hacerlo (hasta lo dijo ella misma, dándose cuenta al cabo de unos minutos de hablar sin pausa), no tenía a nadie que le prestara atención, que separara el grano de la paja, y Anne comenzó a sospechar que podría haber un largo trabajo aquí, hablando de problemas prosaicos.

Los horrores de la dama, cuando finalmente empezó a contarlos con detalle, eran difíciles de interpretar, quizás por su modestia, o inseguridad en cuanto a lo que se esperaba que ella dijera. En conflicto consigo misma, Constance Barton era incapaz de expresarse con claridad sobre casi cualquier aspecto, y de lo que estaba menos segura era de lo relativo a la aparición. Apenas había tratado de describir la visión cuando ya ésta le parecía imposible, debía de haberlo soñado, o, si había algo cierto, eso demostraba su culpabilidad; de alguna manera, ella debía de haber invocado ese horror.

Se interrumpía en su relato y se quedaba mirando sus manos, o el suelo, a medida que se esforzaba por explicar el caos de su casa. Cuando su narración se atascó, Anne la animó contándole la historia de la casa, los anteriores encantamientos ocurridos allí. Que esas cosas hubieran sucedido o no no eran un proceder fraudulento exactamente, ni relevante, para el buen hacer de Anne, porque la pobre mujer volvió a encontrar su voz, liberada para abrirse camino hacia su verdad. Usted confía en métodos similares, ¿no? Y con mucha menos eficacia, debería añadir.

Los traspiés y vacilaciones de Constance no sorprendieron a Anne. Sus dientas a menudo empezaban presas de una confusión que les impedía hablar con claridad y al cabo de un rato de estar en su compañía eran capaces de relatar con cada vez más elocuencia y detalle los sustos espectrales que sólo unos minutos antes eran imposibles de describir, pues estaban «más allá de las palabras». Fiel a este procedimiento, Constance Barton echaba mano de una expresión —«Su espíritu inquieto», por ejemplo— e, intuyendo que eso podía explicar algo, era capaz de mirar a Anne a los ojos y disertar sobre el tema: «Su inquieto, indomable espíritu. Es italiano, ya sabe. Sus deseos son más fuertes que... Confío en que no me considere usted vulgar. Ya ve, los médicos han dictado estrictas...»

¡El marido era extranjero! Nora no lo había mencionado. Eso explicaba muchas cosas: extranjero y soldado. En la vida y en la escena, ella había conocido a soldados que eran tan tímidos que parecían invisibles, u hombres que sentían tal placer en matar que su naturaleza, antaño recompensada por expresarse plenamente, no podía controlarse en la vida civil y, héroes en tiempo de paz, se transformaban en unos tiranos domésticos.

Fueran cuales fueran los problemas que perturbaban a ese elegante y bien amueblado hogar, Anne se conmovió hasta llegar a sentir una compasión poco usual y sorprendente en ella. Allí estaba aquella esbelta, desfalleciente belleza, escondida entre los mullidos almohadones del enorme sofá, esa muchacha que aspiraba a ascender en la escala social, y que había descubierto que aquellas alturas no eran más acogedoras que los bajíos que había dejado atrás. Huérfana de madre, seguía siendo huérfana por los cuatro costados, pero ahora muchísimo más necesitada. Sin embargo, Anne ponía cuidado en sus palabras, porque la dama en cuestión probablemente tenía temperamento y podía transformarse en un instante en la snob que durante tanto tiempo se había esforzado en ser. El descenso de consejera de confianza a servil mujer de los recados, y el fulminante despido, podía producirse rápidamente con una clienta tan sensible a su nueva condición social.

Concedido el tiempo y la paciencia para contar su enrevesada y repetitiva historia, la joven Mrs. Barton finalmente dio un informe, cada vez con más detalles, y Anne se sintió conmovida. Como ocurría con muchas otras mujeres solitarias, la historia sólo había salido a la luz gracias a su aliento y sólo después de un catálogo completo de quejas más prosaicas: aislamiento, aburrimiento, preocupaciones médicas, miedo de las impetuosas exigencias de su esporádicamente atento marido. Pero su oculta queja era diferente de todo lo que Anne había oído nunca. Ciertamente no eran fragmentos de novelas o de piezas de teatro que la clienta había ensamblado fantasiosamente, como tan a menudo sucedía. A medida que Constance añadía nuevas facetas a su historia, Anne le tenía más simpatía. La dama entregaba en susurros su extraño informe: el tacto de su marido sobre su carne se transmitía a la carne de su hija. Fuera cual fuese la verdad, ¡qué actriz podría haber imaginado eso! «Si me resisto a él, ella está a salvo, pero soy demasiado débil para resistir. Yo he provocado esto. Yo le abrí la puerta. ¿Qué clase de madre permitiría una cosa así?» Constance empezó a ir de aquí para allá, incapaz de sentarse o de permanecer de pie, descargando su rabia contra sí misma. «No tengo perdón, soy la más perversa de las mujeres.»

—Tranquilícese, querida. No debe pensar esas cosas.

Y, tan rápidamente como lo había perdido, Constance recuperaba el control de sí misma, y retornaba a su patético papel de matrona:

—¿Le apetecería un poco más de té?

Algunas mujeres, deseosas de recibir atención, inventaban cosas. Algunas habían visto realmente una actividad espectral. En todos estos casos, sin embargo, en cuanto había hablado, la clienta se aferraba a la presencia de Anne y a los términos rígidos de su propia historia. Pero Constance Barton empezó a titubear tan pronto como hubo descrito su maldición, como si creyera que debía distraer a su invitada del astuto y hediondo ser maligno que ahora palpitaba entre ellas. Su convicción del papel que desempeñaba su marido en aquello vacilaba también, y ella se arrastraba a través de una turbia incertidumbre, reservas y repeticiones, luego se precipitaba a afirmar su culpa, para terminar cerrándose en banda y volviendo a donde había empezado.

—Creo que eso no es él, a menos que sea su voluntad oculta. Puede que lo sepa, incluso lo quiera, o quizás no pueda resistirlo, porque... es él, su acción, su culpa, tiene que serlo, lo sé, aunque no creo que lo que he dicho sea posible. Me equivoque o no, sin duda Joseph es totalmente inconsciente de ello. Resulta inconcebible que él sea consciente. Quizás si le digo a él lo que yo sé, tan claramente como se lo he dicho a usted, él me ayudará.

Constance abandonó esos esfuerzos para contemplar su té. Las vacilantes columnas de algodonoso vapor que salían de él eran como apéndices que surgieran de la espejeante superficie, donde se insinuaban unos desconocidos rostros lascivos. La dama estaba deseando que sus problemas desaparecieran aun antes de que Anne hubiera podido determinar qué eran esos problemas y de dónde venían.

Y fue peor aún, Mrs. Barton entonces cargó contra su marido, lo acusó del trastorno, y finalmente identificó su rostro como el de la grotesca, perversa manifestación que había visto. Esto tampoco llevaba a ninguna parte, y Anne intentó desviar a su clienta de conclusiones precipitadas. Nada bueno podía venir de semejante confusión. Primero, los honorarios de Anne se perderían. Segundo, una acusación así no haría más que provocar un conflicto que la esposa no podía ganar. Y, lo más importante, Mrs. Barton estaba, con toda probabilidad, equivocada, confundiendo el problema espectral con su desagrado (no injustificado) por el romano de su señor y el encarcelamiento que era el destino de toda esposa inglesa. Pero de nada servía llamar pescado a la carne cuando durante los años venideros la esposa no tendría otra elección que apechugar con esa carne. Acusar al hombre de prácticas satánicas no era el camino hacia una tregua marital, el invariable objetivo de Anne. Él no era un brujo o un hechicero. Era sólo un hombre, bastante malvado desde luego, y probablemente cruel con ella de innumerables maneras tanto pequeñas como extremas (con su afición a la violencia, al boxeo, a la guerra y a los malos tratos sexuales). Anne, por lo tanto, ofreció rápidamente varias explicaciones para el hecho de que Constance viera su rostro en el espíritu. Aclarado esto, no perjudicaría en nada conocer la naturaleza del marido:

—¿Le ha puesto alguna vez la mano encima?

—¿Quién? —Una pregunta absurda, una excusa para encubrir un bonito rubor y fraguar una mentira—. Desde luego que no. Joseph es muy dulce.

—Un dulce soldado.

—Sirvió casi por entero en el cuerpo médico.

—Citado por su valor, creo que dijo usted. Y la medicina que practica ahora, ¿es dulce también?

Una buena pregunta, y Anne vio sus efectos inmediatamente. La pose de Mrs. Barton se esfumó, dejándola desnuda y avergonzada. «Lo que hace es indescriptible.» Lentamente contó lo suficiente del trabajo de su marido para que Anne comprendiera de qué tipo de hombre se trataba. No era para nada, pese a su apariencia, un doctor en medicina, sino más bien un sádico, un carnicero; y el trato físico que le daba a su esposa encajaba perfectamente. El marido se había cansado de ella, continuó Constance, y tenía intención incluso de reemplazarla. Por ella, especificó, añadiendo: «Tiene intención de reemplazarme como madre de la niña.»

¿Qué quería decir? ¿Sustituir a la madre en su cometido o reemplazar a la esposa por la niña? Su marido pensaba mandar a la niña a un colegio, obligar a la pequeña a pasar menos tiempo (o ninguno) en compañía de Constance. Había traído extraños regalos, comenzando a leer a la niña, tratando curiosamente de introducir a la pequeña en su cruel ciencia, todo ello en un arranque espontáneo y poco corriente. Insistía en reemplazar a la madre.

Pero la descripción de Mrs. Barton del trastorno daba a entender una sustitución de la esposa por la hija. Señaló los platos enmarcados, las grietas que aparecían en ellos y en la pared de detrás: «Es como si él estuviera tratando de no hacer daño, y su esfuerzo se manifiesta en la casa. La tensión se nota en todas partes. Se refleja en los platos y en el gas. El suministro es irregular y de repente ruge con una llama azul que Nora tiene problemas para controlar.»

—Si usted es realmente un puente hacia la carne de la niña —dijo Anne—, entonces cabe suponer que si no se somete a las exigencias de su marido, su hija quedará protegida, ¿no es así?

El alivio de Constance al oír esa solución era evidente, pero luego su cara, que había brillado por un momento, volvió a oscurecerse.

—¿Cómo puedo resistirme a él? —preguntó débilmente, y Anne, con la repentina sensación de rubor que siempre indicaba que su intuición había acertado de lleno, comprendió la naturaleza de los problemas de ese bonito pero crispado hogar.

Allí había una mujer para la que las atenciones conyugales de su marido resultarían probablemente fatales. Si es que ya no lo habían sido (porque Constance sospechaba que llevaba ya un niño en su seno). Ese marido —un soldado y un científico de los horrores, que la pegaba, incluso sin tener en cuenta su posible estado— no era propenso a excusarla de sus obligaciones maritales. (El que no se avergonzara —a su avanzada edad— de poner en peligro la vida de su esposa por sus impulsos, confirmaba todo lo que Anne sospechaba de su carácter.) Peor aún, él —como casi todo marido sinceramente retratado por una quebrantada y atormentada esposa— obligaba a la esposa con violencia a que hiciera lo que él deseaba. («Me obliga a que yo me obligue a mí misma, o yo lo obligo a que me obligue», murmuró Constance cuando Anne le preguntó directamente, y Anne inmediatamente pudo ver los terrores nocturnos, las inútiles lágrimas, la fuerza, el dolor, la sangre, los cabellos apretados contra su cabeza.) Por añadidura, la víctima era evidentemente del tipo sacrificado y no era capaz de negarle a su señor algo tan insignificante, tan despreciable, como su propia vida, tal era su generosidad femenina y su comprensión de lo que era el amor.

Ahora bien, dada esta situación, la aparición se materializaba precisa y únicamente cuando la esposa accedía a la grosera carnalidad de su marido, y esa aparición amenazaba, no a la esposa, sino sólo a la niña. («Ella sufre en forma proporcional mi voluntad de someterme a sus inclinaciones.») Aunque no era en absoluto imposible que hubiera un auténtico fantasma, lo que Anne veía en esa historia era una súplica de ayuda más práctica. Esa adorable dama, huérfana de madre, creía que era deber suyo permitirle a su amo sus salvajadas, aunque eso la matara, pero su corazón le ofrecía, en forma de esa manifestación de color azul, una huida con honor: como la niña debía estar protegida, Mrs. Barton ya no podía permitirse que la tocara su marido. Podía, según su propio concepto del deber, insistir en que la dejara tranquila, no salvarse a sí misma (como debía hacer) sino salvar a su hija (un «egoísmo» tolerable incluso para su exagerado sentido del deber hacia su bruto señor).

Por lo tanto, ¿qué consejo experto deseaba Constance Barton de Anne Montague? El mismo servicio que Anne había proporcionado a tantas otras desgraciadas esposas: unas lecciones sobre cómo contener a la bestia que vivía con ella. «¿Cómo puedo resistirme a él?», preguntaba ella débilmente, y ahí estaba la tarea de Anne. Este caso era más urgente que de costumbre, debido a la salud de Constance, y las lecciones tendrían que ser impartidas en el lenguaje de lo oculto; de otro modo, la pobrecita rehusaría toda ayuda, pues había decidido que no valía la pena proteger su propia vida de un hombre, sino sólo la de la niña.

No se trataba de que Constance estuviera mintiendo o haciendo teatro. Más bien, ella veía sólo lo que necesitaba ver para salvar su vida, un autoengaño absolutamente sincero y justificable, pero que tendría que ser mantenido a toda costa. A Anne le tocaba crear ese hechizo, y raras veces, quizás nunca, se había sentido tan deseosa de ofrecer su mejor representación.

Entre las normales prescripciones de Anne, que ofrecían a las mentes de las infelices una sensación de progreso —la harina esparcida, los conjuros y las citas, los espejos tapados—, ella hizo algunas sugerencias bastantes precisas a Constance. Cuando Anne recomendaba mantener a raya a los espectros eliminando perfumes, evitando excesivas demostraciones del cuerpo desnudo, y aplicando a la piel del cuello y de los brazos ajo crudo hasta que despidiera un olor bastante fétido, estaba protegiendo a Constance por partida doble, tanto de peligros inhumanos como humanos.

—Mi pobrecita niña —empezó diciendo con escogidas palabras destinadas a educar a esta huérfana—, se enfrenta usted a una de las fuerzas más oscuras de la naturaleza, incontenible, en su propio hogar, que se abalanza sobre usted y su querida hija. Hay en este mundo un exceso de este tipo de tóxico, ¿sabe? Es exactamente como un chorro de chispas que un científico podría aprovechar. Este rayo rodea nuestra tierra, la recorre toda con más fuerza de la que puede ser contenida. Los deseos masculinos superan con mucho la capacidad de la sociedad para inhibirlos, y por tanto nos enfrentamos con grandes y horribles estallidos de ese tipo... la guerra, como ejemplo más evidente. La guerra es un fenómeno muy simple, arropado con un complejo disfraz de fechas y casus belli, e insultos y esfuerzos diplomáticos y economía imperial, pero en realidad es sólo una forma de dar cauce a los desaforados deseos masculinos. Ninguna mujer ha emprendido jamás una guerra, y ninguna sería nunca capaz de hacerlo. ¿Por qué lo haría? Y, a una escala mucho más pequeña, querida, vemos lo que está ocurriendo en su hogar, porque es sólo en una casa bien administrada donde la civilización consigue domesticar ese torrente, del mismo modo que el rayo sólo es útil cuando es canalizado en una vara de metal. Nos enfrentamos, me refiero a esta aparición que vaga por su casa, con algo parecido a una tubería de gas rota. Tenemos que reparar la brecha, y luego aprender la manera de controlar ese gas, de manera que nunca vuelva a haber un escape.

—¿Lo sabe él, o no?

Una pregunta que sería mejor dejar sin respuesta.

—Apenas puedo oír su vocecita, mi niña. ¿Si lo saben ellos? ¿Es eso lo que pregunta? Alguno, sí. Les encanta. Otros, no. Hablan de todo eso como si fueran un gran misterio, o requiriera conocer a fondo los derechos de sucesión hasta el Sacro Imperio Romano. Mire, si escucha usted sus palabras, se enterará de muy poco. Ellos son muy parecidos a nosotras cuando hablan de amor, pero lo que quieren decir es muy diferente de lo que nosotras entendemos al oír esas mismas palabras. No son como nosotras. Sin embargo, es una cruel exigencia de la naturaleza que aprendamos más sobre ellos de lo que ellos saben de sí mismos.

Manejar las esperanzas de los demás formaba parte del trabajo de Anne. Que la mujer creyera que no podría jamás perdonar a su marido era comprensible, pero su intención de no perdonarlo nunca debía ser eliminada. Cuando ella dijo sollozando que jamás lo perdonaría, Anne la corrigió:

—Por supuesto que lo perdonará. No puede hacer otra cosa. En algunos idiomas, ésa es la definición de la palabra para indicar mujer, la que perdona los abusos que se cometen contra ella.

Anne procuraba levantar el ánimo de Constance, porque, si eso era un arrebato completamente natural, podía ser conducido bajo control nuevamente. Si había un precedente, existían métodos de restablecer el adecuado orden de las cosas.

—Cuando acabe todo esto, ¿volveré a tener a mi hija y a mi príncipe de la papelería a salvo de ese horrible espectro?

Anne sonrió a la fatigada mujer. Era mejor no explicar aún la sencilla verdad: el príncipe, si alguna vez existió, hacía tiempo que había muerto.

Impartió a su clienta un régimen de protecciones, consejos maritales disfrazados de consejos espiritistas: cómo evitar el contacto físico, cómo calmarlo a él, cómo alentarlo a desahogarse en otra parte y de otras maneras.

—Debe usted procurarle todos los alivios que pueda, siempre que ello sea posible. A medida que se sienta satisfecho, la aparición se alejará de su casa, o retornará al ser de su marido. Hay que tenerlo satisfecho. Desde luego, hay aspectos en los que se impone su frustración, pero no en todas las cuestiones. Se puede ser tolerante con sus otros apetitos. De hecho, se debería ser tolerante, porque, cuanto más saciado esté de comida y bebida, de amabilidades y diversión, menos se sentirá perturbado por otros apetitos más peligrosos y repelentes para usted, y más dispuesto estará a perdonar esa frustración, que cada vez será menos hiriente. Aliméntelo, mímelo, esquívelo, tranquilícelo. Esto está a su alcance, ¿no?

Anne le ordenó que le sirvieran comidas y vinos fuertes. Le dio a la pobre e ignorante dama unos polvos que debía esparcir sobre su comida. No tenían sabor pero eran eficaces: servían para provocar el relajamiento y retrasar la excitación de la sangre. «Es una cuestión de integrar los elementos errantes de su alma, reprimir sus pasiones, ¿sabe usted?» ¡Cuántas cosas hay que una niña sin madre no sabe! A las muchachas bonitas siempre se les enseñaba a atraer, pero seguramente saber rechazar a un hombre era igualmente importante, como se demostraba allí, en ese caso de vida o muerte.

Y ella era una muchacha excepcionalmente bonita. No era extraño que su italiano marido sintiera agudamente la larga privación de sus favores. No sería fácil apartarlo del objetivo de su deseo. Anne la advirtió, todo lo claramente que pudo:

—No quiero alarmarla, cariño, pero la luna creciente puede tener una influencia en estos horrores.

Cuando Constance sonreía con despreocupación, siquiera brevemente, Anne se sintió tan conmovida que de repente se puso a actuar para ella, recitando viejos discursos de sus lejanos días en el escenario, representando el papel del payaso, del poeta, de la seductora, y agradeciendo los aplausos tanto como la mejor ovación que hubiera recibido. Cuando llegó el momento de discutir los detalles del pago, Anne vaciló, algo nada frecuente en ella, casi evitó el tema, sólo deseaba, sin mezquinas consideraciones, poder ayudar a aquella mujer, pero incluso en esto su nueva clienta se mostró como una dama de insuperable encanto y gracia.

—Lo entiendo perfectamente —dijo la dulce mujer apresurándose a interrumpir las vacilantes palabras de Anne y revelando sin titubear los detalles del dinero que recibía para sus gastos, así como hasta qué punto su marido era flexible en los momentos en que la casa requería algún desembolso. Hay muchas cosas que puedo decirle a Joseph que se necesitan, tanto para la casa como para Angelica.

Anne se despidió de la más feliz de las dientas: satisfecha y sin problemas para pagar, más tranquila, equipada con herramientas y conocimientos, preparada para las futuras batallas, y, lo más maravilloso de todo, anhelando ver otra vez a su consejera.

 

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