Angelica

Angelica


Segunda parte » Capítulo 6

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Capítulo 6

 

S

alió de la casa y permaneció quieto durante un par de momentos en su portal, examinó el cielo y la calle, vagamente satisfecho de sí mismo. La primera idea de Anne —era natural— fue confiar en que las ansias del marido hubieran sido desviadas. Su segundo pensamiento —no menos natural, considerando su enfoque de las circunstancias— fue que si él había vencido —ella no podía evitar pensar así—, rezaría para que la madre hubiera quedado intacta, y la hija hubiera soportado el ataque. Algunos dirían que Angelica estaba simplemente aprendiendo más pronto que la mayoría lo horribles que eran los hombres. Ese conocimiento era casi un regalo cuando se lo veía a cierta luz. Y ella estaría salvando la vida de su madre, un logro digno de elogio para una muchacha. En un mundo diseñado por Anne, Angelica, la pequeña heroína, recibiría elogios, los periódicos escribirían sobre ella, tal como ahora hacían, en este mundo más mundano, sobre cualquier subteniente que valientemente ofrecía su pecho a una bala enemiga que se dirigía hacia su comandante, y que, por su relativamente pequeño valor, sufría una quemazón que duraba un momento y luego saboreaba una fama eterna.

Tal como había hecho la primera mañana mientras Nora ocultaba su rostro, Anne cruzó la calle y se acercó a él cuando salía de su portal. Examinó las comisuras de su boca y el ángulo de sus miradas mientras se acercaba a él. Esperaba obtener de su cara algún conocimiento claro de lo que había ocurrido la noche anterior. Él la miró y se detuvo por un momento, y ella reconoció la expresión de otros muchos maridos. Ahora vendrían las amenazas y las exigencias de que le devolviera el dinero. Pero no, Joseph Barton la examinó con su insulsa expresión, resopló y siguió su camino.

—¿Sabe de mí? —preguntó a Nora en la puerta, que se había abierto antes de que ella llamara. Nora le bloqueó la entrada y bajó los ojos, una respuesta suficiente—. Vengo a ver a tu señora.

Pero la estúpida le cerraba el paso.

—Está descansando. Órdenes del doctor. —Anne apartó la mano de la muchacha, y ésta lanzó un grito de dolor—. Por favor, señorita, por favor —protestó Nora—. Si descubre que ha venido usted, me despedirá. Me pegó.

Otra conversación que Anne ya había tenido en el pasado, del mismo modo que ella se había presentado a Constance Barton con palabras que ya había usado, y captado la atención de la mujer con historias que ya había contado. Y sin embargo, como en una obra de teatro, de golpe, aquellas palabras del guión —esta vez, esta única vez— llevaban en su seno un sentido profundo, inaudible en un millar de rutinarias recitaciones anteriores.

—Dile que no debe... No, dile que debería...

—Por favor, señorita —gimió Nora, mientras le caían las lágrimas.

—Nora, te estoy suplicando. Dile que la espero en nuestro parque. Estaré allí todo el día.

Anne estuvo sentada en el parque hasta que cayó la noche, abandonando su puesto sólo en tres ocasiones, para sus necesidades y, al regresar apresuradamente, examinando cada niña con la esperanza de que una de ellas pudiera ser la heroica Angelica. Unas risas a sus espaldas le hicieron volver la cabeza. A lo lejos, una niña que jugaba con un aro la hizo ponerse de pie y correr tras ella; casi la había perseguido hasta los árboles antes de reconocer que no era Angelica, sino una niña más enclenque, que huía asustada de la corpulenta mujer que iba tras ella. Por lo que volvió a sentarse, consumida por la preocupación, sintiéndose una inútil. Su Constance estaba prisionera en su casa, hinchándose con un hijo que le sería fatal, y su carcelero lo sabía todo, sabía que ella casi se había escapado de sus garras. No volvería a equivocarse. Hizo pactos consigo misma, si Constance podía escaparse y acudir con ella. Se prometió que esta vez, si le daban otra oportunidad, le contaría a Constance todo lo que sabía, sugeriría algo útil, lo que fuera. También maldijo a Constance por ser una estúpida, una cobarde y una mentirosa. Seguramente podía salir de su casa e ir a tranquilizarla si realmente lo deseaba. Seguramente tenía intención de no pagarle y ahora estaba durmiendo o ingiriendo pócimas para olvidar todo lo que había visto o se negaba a ver. Quizás ya había sacado de Anne todo lo que quería, una pequeña experiencia y algo de diversión, una compañera de cena y consuelo maternal. Ahora ya se podía prescindir de Anne. Quizás el hombre se había excusado o mentido, y Constance lo había aceptado con alivio, pensando que ya no tenía que pasar una hora más con aquella gorda y ridícula viuda que se esforzaba por entrar en una casa donde no le correspondía estar, contando leyendas de fantasmas y su pobre experiencia. No habría sido la primera vez, ni tampoco sería la última, supuso Anne junto al círculo de robles, mientras la parte superior de una plateada y manchada luna asomaba por encima del borde más alejado de los árboles para proyectar la agitada silueta de Anne detrás de ella, sobre la gris hierba.

No se durmió, y no estaba durmiendo cuando oyó por la ventana, que estaba abierta, a Constance gritando abajo, golpeando la puerta. Bajó antes de que la propia Mrs. Crellagh se levantara, y en unos minutos todas sus preguntas fueron respondidas, todas las preocupaciones calmadas, y se encontraba de nuevo representando su muy agradable papel... No de mera guardiana, sino de guardiana de Constance. Llevó a Angelica a la cama, luego ayudó a Constance a sentarse y a tomar una bebida reconfortante. «Me ha pegado», dijo su amiga confesando lo obvio, su cara amoratada y la sangre en su piel, su cuello. Su marido la había encerrado bajo llave y le había quitado sus armas. Ella corría el riesgo de destruirse a sí misma para proteger a su Angelica. Se encontraba in extremis, por lo que ninguna solución que pudiera salvarla sería demasiado extrema. «Mi pobre niña, mi pobre niñita», murmuraba Anne, feliz a pesar de sí misma, besando levemente aquel fragante cabello, aquella cara consumida por un inagotable terror.

—¿Por qué yo? —gimió Constance—. ¿Por qué me está sucediendo esto? Si tuviera usted una respuesta para eso, si pudiera yo saber qué maldades he cometido para merecerme la eterna venganza de semejante torturador, podría soportar estos castigos. No dudo ni por un momento de que me merezco esto, pero no consigo recordar por qué. —Una extraña formulación, desde luego—. Me sacrifiqué por ella esta noche. Me entregué a esa cosa para mantenerla alejada de ella.

Esta confesión de sacrificio maternal era demasiado horrible, y Anne tartamudeó para encontrar la correcta combinación de palabras, para suplicarle que dijera que no lo había hecho, arrojarse contra el cuchillo de su enemigo para proteger a una niña que no estaba en ningún peligro (al menos) mortal.

—¿No puede hacer que se detenga eso? —preguntó Constance, borrando la ira repentinamente su miedo, y luego pasando al instante a una actitud de súplica casi infantil—. Por favor, Annie, por favor, haré lo que sea. Le pagaré lo que quiera. Le daré todo lo que quiera.

Tanto las palabras como el tono pillaron a Anne desprevenida. Y se sintió zaherida. Pese a su consciente venalidad e incesantes preocupaciones económicas, pese a todas sus intenciones, desde el primer momento, de aprovecharse del dolor de Constance Barton, en este momento en que la mujer acusaba a Anne de guardarse alguna solución para poder cobrar un buen precio, Anne se sintió avergonzada, y desesperada por sacarla de su error. Ella no podía acusar a nadie más que a sí misma, desde luego; se había asignado el papel de sirviente, los dedos siempre deslizándose hacia la bolsa, pero ahora se sentía ofendida, dolorida de que su público se estuviera tomando su representación tan a pecho.

—¡Al diablo con el dinero de su marido! ¿Cree usted que puedo inhibirme de su dolor?

—Quiero que esto termine, sólo quiero que termine.

Y Anne llegó a un acto del drama que nunca había representado en el pasado.

—Entonces será así. Este encantamiento se detendrá, y usted y Angelica estarán para siempre a salvo. Yo me cuidaré. Lo juro... ¿Me oye usted? Lo juro. Acabaré con esto. Tranquila, querida. Acabaré con esto. Será usted libre.

Anne se puso de rodillas y besó la coronilla de la sollozante mujer, le besó sus húmedas manos, y sus temblorosas y pintadas mejillas, después la tranquilizó abrazándola, la meció hasta que sus sollozos cesaron. Luego siguió meciéndola hasta que la respiración de la mujer se fue haciendo más lenta y cayó en un agitado sueño, murmurando cosas. Y ella siguió sujetándola, su cabeza sobre el regazo, besándola una y otra vez, aliviando la entrecortada respiración, sin dejar de besarla.

 

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