Angelica

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Tercera parte » Capítulo 2

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Capítulo 2

 

H

arry Delacorte, mi fuente de algunos de los poquísimos hechos que conozco, le gritó a Joseph Barton, para que lo oyera por encima de los congregados y por tanto para que Harry pudiera seguir mirando al ring mientras hablaba, en vez de darse la vuelta y arriesgarse a perderse el profundo impacto de unos despellejados nudillos contra la roja carne:

—La comadrona me dice que seguramente voy a tener un tercer hijo antes de que acabe la noche.

—¡Bien! No tenía ni idea de que la cosa estuviera tan cerca. ¿Estás contento?

—¿Sabes lo que esa loca me dijo? «Lo mejor sería —según su saber— que el niño durmiera al lado de su madre, durante una semana más o menos.» ¿Una semana, Dios mío?, ¿quién puede sobrevivir a eso? ¿Has oído alguna vez cosa semejante? Como si yo fuera el jefe de una tribu de gitanos. Le dije... ¡Anda! Ese golpe le va a doler por un tiempo. Le pregunté si deberíamos compartir todos el arroz de una gran olla colgada sobre el fuego en mi dormitorio.

—Dormir en tu cuarto —dijo, maravillado, Joseph—. Qué locura. No soportaría eso ni una sola noche.

—¿Sabes? —dijo pensativo Harry, observando cómo uno de los luchadores retrocedía tambaleándose mientras su adversario seguía golpeándole en la cabeza—, estos tipos están, más que nada, entrenados para controlar la furia. Es una especie de talento que tienen, diría yo.

—Sus mujeres deben de ser un verdadero cuadro de cardenales y moretones.

—¡Prejuicios y calumnias! No, lo dudo. Más bien me inclino a pensar que estos chicos pueden permitirse ser unos corderos en casa. Su palabra más tranquila basta para inducir disciplina.

Joseph percibió envidia en esa afirmación, pues Harry probablemente tenía que recurrir a otras medidas, aunque sería difícil imaginar que tuvieran mucho efecto, fuera cual fuese su furia. Superaba fácilmente el metro ochenta y tres, pero era delgado como una pajita y siempre se inclinaba como un junco de los que crecen en la orilla del lago para oír las palabras que le decían. Pegaba los codos a sus costados y caminaba con pasos rápidos, lo que le daba un aire de ondulante, afeminada precisión, y la capacidad de aproximarse en silencio, incluso sobre las duras tablas del laboratorio. Como, por eso, hablaba antes de que uno supiera que había entrado en la habitación, producía la incómoda sensación de que quizás te había estado observando sin que te dieras cuenta.

El aspecto y la aguda voz de Harry Delacorte, sin embargo, no reflejaban en absoluto su carácter, su apetito de compañía femenina, su perverso esnobismo, su malsano humor. (A principios de aquella noche, se había reído hasta casi atragantarse mientras le describía a Joseph el juego que sus dos chicos habían inventado recientemente, en el cual fingían ser soldados que se encontraban con los cuerpos asesinados de sus propios padres —Harry y su esposa— hechos pedazos por unos negros, y entonces se lanzaban a una gran venganza. «¡Esto es por mi padre!», declaraba Gus, descargando un golpe con su sable de madera contra Harry, que hacía el papel del jefe de los bandidos africanos.)

Joseph había entablado amistad con el joven Delacorte el primer día en que éste ingresó en el laboratorio como estudiante de medicina, unas semanas antes del nacimiento de Angelica. Joseph observaba a Harry mientras el doctor Rowan le daba instrucciones sobre una serie de técnicas quirúrgicas bastante básicas sobre un espécimen. Cuando Rowan se dirigió por el pasillo hacia el siguiente estudiante, Harry, con el rostro crispado, nervioso por los sonidos que producían los especímenes, vaciló ante la visión de la temblorosa carne y los rosados tejidos. Estaba descubriendo, como le pasaba a todo el mundo, que los dibujos de los textos de anatomía eran inútiles simplificaciones, idealizados esbozos de un extenso lecho marino, y ahora ante él se agitaban las olas de aquella opaca superficie. Joseph, evitado por su esposa para dedicarse a una desagradecida recién nacida, decidió (casi a imitación de ella) hacerse cargo del joven. Así que observó cómo, con unos dedos temblorosos, Harry levantaba un cuchillo y lo sostenía sobre el espécimen, al que no conseguía mantener inmóvil con su torpe y débil presa.

—Si puedo hacerle una sugerencia, señor —se rebajó a decir Joseph, llamando «señor» a aquel joven que iba a culminar lo que él no había concluido dieciséis años antes—, uno debe confiar en que las manos hagan solas la tarea, sin consultar demasiado con los propios ojos.

Joseph colocó sus manos sobre las del joven y expertamente guió la inmovilizadora presa con la izquierda y practicó la incisión con la derecha.

—Sí, sí —dijo Harry, dando un paso atrás, y frotándose las palmas—. No sé si quizás me he equivocado al juzgar mis aptitudes.

—Oh, no. Si se persiste, sabe, todo cambia, señor. Será un experto en poco tiempo.

—Vaya, es agradable conocer a un buen tipo aquí. Debe de ser usted un príncipe que trabaja de incógnito. Le estrecharía la mano, pero, bueno, obviamente...

Harry, al que Joseph había protegido de su evidente incompetencia y luego hecho amistad con él, era ahora el superior de Joseph. Después de que Harry se hubiera licenciado, había regresado al laboratorio en calidad de ayudante en jefe del doctor Rowan para dirigir las investigaciones. Era una posición que Joseph había considerado que quizás se había ganado, o podía ganarse, pese a no ser doctor en medicina. Harry había llevado estos laureles alegremente, sin mencionar nunca el cambio en las relaciones entre él y su antiguo mentor. Continuaba pasando las noches con Joseph, frecuentando combates de boxeo con él, apostando según el consejo de Joseph, y ganando una buena cantidad de dinero.

El puño de Lecrozier se zafó de la defensa de Monroe, y, al igual que un cartógrafo, inscribió un archipiélago rojo en el descolorido mapa de la lona. Monroe se dobló apoyándose en una rodilla, como para examinar la exacta cartografía de las manchas.

—Bien hecho —aplaudió Harry con los codos apretados contra sus costados—. ¿Sabes?, me pregunto si voy a tener una niña esta noche. ¿Qué preferirías, en mi lugar? Sospecho que un tercer hijo sería bastante divertido. Uno para heredar mis haciendas, otro para almirante y el de esta noche para obispo. Sería más sencillo. Los chicos son todos bastante parecidos. A los dos años, descubren las locomotoras, y es como si Jesús les abriera los ojos a las glorias del cielo. Un año más tarde, se muestran completamente indiferentes a las máquinas, pero se desesperan por los caballos. A los cuatro, los caballos son adecuados sólo para niños estúpidos, y la verde tierra de Dios existe solamente para proporcionar insectos que deben ser capturados, alimentados, y luego aplastados o echados al fuego. Y ahora, a los cinco, Gus no sabe hablar de otra cosa que de armas.

Monroe ya no pudo soportar más, y salieron los limpiadores para fregar el ring. Harry se dio la vuelta para examinar a las damas que entraban y salían de las sombras de la parte trasera de la sala, el apetito de su público acentuado por el boxeo, aunque sus éxitos en estos lances eran inferiores a los que solían conseguir en los ahorcamientos.

—¿Qué hacen las niñas? —preguntó Harry, levantando un dedo para captar la atención de un espécimen de rojo cabello—. ¿La tuya, por ejemplo?

—No tengo ni idea. Está encariñada con su muñeca de trapo. Y no es indiferente a la ciencia. Pero no me paso las horas pensando a qué dedica su tiempo.

Cuando Joseph volvió a casa, muy pasada la medianoche, Constance no se despertó, pero la niña sí, se incorporó en su camita y apretó los pies contra la de él. No se volvería a dormir, y, mientras Constance roncaba, Joseph se pasó dos inútiles y desesperantes horas ordenando, engatusando, acariciando, hasta que finalmente la niña cerró los ojos, pero, para entonces, él estaba ya demasiado irritado para hacer lo mismo. Una tribu de gitanos.

 

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