Angelica

Angelica


Tercera parte » Capítulo 6

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Capítulo 6

 

J

oseph examinó su medio afeitado rostro en el espejo. Había llevado barba desde su regreso a Inglaterra tras servir en el ejército, como si por encima de todo hubiera deseado parecerse a su padre lo menos posible. Se acabó: la revelación de la noche anterior resplandecía con más fuerza aún esa mañana, y el atractivo del perdón lo emocionaba. Con cada nueva región despejada por su navaja, podía reconocer tantas semejanzas entre él y su difunto padre que no podía creer que no hubiera reparado antes en ellas; ademanes, rasgos (durante largo tiempo tapados), expresiones al hablar, incluso la forma de carraspear al aclararse la garganta o la exhalación ante una sorpresa. Tenía la impresión de estar ante su padre. No de forma literal, desde luego, sino una sensación de proximidad bienvenida, como si el viejo hubiera levantado la voz con años de retraso y exigido una audiencia, algunas excusas y extenuantes explicaciones, exponiendo su defensa en voz alta, suplicando modestamente que lo indultaran de los grises y húmedos corredores por los que su sombra estaba condenada a vagar. Tenía una idea de su padre como la de un hombre que antaño había tenido la misma edad que Joseph ahora y que, por tanto, había vivido con el mismo grado de sabiduría parcial, los mismos deseos, las mismas exigencias para consigo mismo y con los demás, la misma y constante necesidad de tomar decisiones con una información limitada pero con la apariencia de que actuaba con perfecto conocimiento de causa. El viejo presentaba su defensa simplemente apareciendo en el espejo de Joseph. Joseph había llegado a ese punto donde el fantasma de su padre lo había estado esperando durante años, bebiendo en esa sala de boxeo, afeitándose en este espejo.

—De niño, yo me situaba donde estás tú ahora —le dijo a Constance, que observaba desde el umbral mientras él se limpiaba la sangre de la mejilla— y veía cómo lo afeitaban. Un criado o incluso una institutriz.

—¿Se afeitan los demás hombres la barba este año? No logro imaginar cómo estarás. ¿No te resultará difícil acostumbrarte? —dijo ella, cuestionando incluso eso, a pesar de que sus facciones eran algo que sólo le concernía a él.

Había terminado y se estaba vistiendo cuando Angelica entró buscando a su madre.

—Buenos días, niña —dijo él—. ¿Te gusta el regalo que te he hecho?

—¿Qué regalo? —preguntó ella, dándose cuenta de su presencia. Él se rió por la evidente confusión de la pequeña ante aquel hombre que le había hablado con la voz de su padre—. ¿Eres tú? ¿Qué le ha pasado a tu cara?

Él la tomó en sus brazos y permitió que la niña le tocara la mejilla, y que su muñeca hiciera lo mismo.

—La Princesa está encantada —salmodió la pequeña—. Pero ¿dónde está tu cara?

—Ésta es mi cara. Aquello era mi barba. No siempre llevé barba. Cuando era más joven, no la llevaba.

—Entonces, ¿eres más joven ahora?

—No, me estoy haciendo viejo. Es lo que les pasa a las personas. Cambiamos y nos hacemos más viejos.

—¿Yo cambiaré?

—Desde luego.

Ella le tocó la sangre de la mejilla y la frotó entre sus dedos pensativamente.

—¿Seré diferente cuando crezca?

—Sin duda.

—¿Tú sabes cómo seré?

—¿Quieres saberlo de verdad? Muy bien, entonces. Te parecerás a tu madre. Ella es la imagen de tu futura belleza.

—¿Me pareceré a mamá?

—Pienso que es muy probable. ¿No te gusta eso?

—Ya es hora de que tu padre se vaya. Déjalo, Angelica —interrumpió Constance, entrando con un pretexto y poniendo fin a la agradable conversación entre él y la niña.

—¿Cuántos años tienes tú, mi niña?

—Cuatro —replicó ella con rapidez, y levantó como prueba cinco dedos muy extendidos.

Él se volvió hacia Constance, que le estaba curando el corte de la mejilla.

—¿Te acuerdas de ti a esa edad?

—Apenas. Pienso muy poco en ello, como podrás imaginar, dadas las penurias de aquella época.

—Estoy seguro de que eras la niña más bonita del mundo. La imagen misma de la mujer en que te has convertido.

Constance le cogió la niña de su regazo y se marchó.

Él se contempló a sí mismo en los cristales y escaparates de vez en cuando, incluyendo los de Pendleton’s. Allí estaba el rostro de su padre suspendido sobre carteras de piel, decoradas con estampillados. «La vi por la ventana, con una flor en el pelo, Joe.» Y fue allí donde Joseph, a su vez, había visto a su esposa por una ventana, y sólo entonces reparó en ese paralelismo. En el Laberinto, fue bien recibido por los comentarios de sus colegas, diferentes expresiones de sorpresa y diversión, admirativas, burlescas, el parloteo sobre la moralidad tanto de los bien afeitados («Siempre he dicho que un hombre con barba tiene algo que ocultar») como de los barbudos («Un cambio como ése en el aspecto es signo de que uno tiene problemas de conciencia»). Harry, por supuesto, levantó ligeramente una ceja: «Noto algo diferente en ti. No podría decir exactamente qué.»

Había sido difícil ganar y mantener el amor de la primera Angelica. Recordaba estar acostado en su cama, desnudo. Había estado enfermo, y ella había cuidado de todas sus necesidades, comida y medicinas, lavándolo incluso. Recordó haberse incorporado, cuando se encontraba en el inicio de su recuperación, para contemplar con arrobo cómo ella le hacía cosquillas con una pluma en la pequeña hendidura oval de la redonda punta de su nariz, su estúpida nariz. (Aún la tenía... aquella redonda punta al final del corto puente, que aumentaba su aire de simplón.) «Éste es mi chico, fuertote y saludable —dijo ella besándolo—. Éste es mi estupendo inglés.» Pero, horas o días más tarde, como castigo por un pecado que Joseph no sabía que había cometido, ella dijo: «Yo no hablo con niños como tú.» Su padre se marchó de viaje por una semana, y ella no le dijo una sola palabra a Joseph durante tres interminables días, por más que él se enfureció, suplicó o lloró.

Los negocios de su padre —la importación de té— requerían frecuentes viajes, y su parafernalia —informe de barcos, maletas selladas con nombres de puertos orientales— indicaban grandes aventuras. Él gustosamente hubiera seguido los pasos de su padre. «Serás médico —insistía su padre—. Tu madre lo hubiera querido así. Y ella dio la vida por ti.» La mujer había sido hija y hermana de médicos, aunque Joseph no llegó a conocerlos, ya que nunca lo visitaron.

Incluso cuando Joseph tuvo el valor de discutir la cuestión, Angelica lo reprendió: «¿Quieres parecerte a él?» La pregunta no tenía sentido, ya que el negocio de su padre iba de mal en peor a medida que Joseph se acercaba a su mayoría de edad, y luego se encaminó a la quiebra, en paralelo a la salud de su padre. Mientras las comodidades y el lujo iban desapareciendo de la casa, mientras los sirvientes se marchaban hasta que sólo quedó Angelica, cuidando tanto del padre como del hijo, Carlo Barione salía de casa con una flor en el ojal de su chaqueta, preparándose para rondar por los parques en busca de criadas y lavanderas, o se quedaba en casa, incapaz de levantarse o siquiera de hablar, bajo el peso de una tristeza mucho mayor que la que debería haberle causado el simple colapso de sus negocios.

Joseph había comenzado recientemente sus estudios de medicina cuando las desgracias de Cario casi terminaron con él, pues el desfile de abogados, acreedores y portadores de malas noticias ante su puerta era casi constante. Dada la menguante economía, y en la creencia de que su padre perdería la casa, Joseph abandonó la facultad de Medicina y consiguió que sus limitados conocimientos médicos le proporcionaran un empleo en el cuerpo militar hospitalario. Su padre no podía ni ayudarlo ni ponerle trabas, y llegó el día en que su hijo tuvo que despedirse. Su padre se incorporó en la cama.

—Es muy amable por tu parte haber venido, Joe. Todo esto se resolverá cuando vuelvas a Inglaterra como todo un conquistador.

—Estaré fuera por algún tiempo, padre.

—Sí, supongo que sí. —Cario Bartone se sentó en la cama, parpadeando—. Estoy conservando ese piano. Y la casa está protegida, diría. —Y añadió alegremente—: La he cedido para que no se apoderen de ella.

—¿A quién? A mí pueden quitármela con la misma facilidad, ¿no?

—Sí.

—Pues, ¿a quién entonces?

—A tu madre. —Hasta ese punto había perdido el juicio—. ¿Y dónde está ella? Quiero mi sopa. —Estas últimas palabras las dijo en italiano, irritado, subiéndose el camisón hasta su barbilla sin afeitar—. ¿Te has despedido de ella? Ve a buscarla, ¿vale?

Éstas fueron las últimas palabras que intercambió con su padre, que evidentemente había perdido el juicio por las dificultades económicas y la edad.

Angelica estaba en la cocina, sentada en un alto taburete, con una patata en la mano, aunque no hacía nada con ella, ni preparaba ninguna sopa.

—¿Te marchas? —le preguntó a Joseph.

—Carlo no está bien. Y quiere verte. Te ha llamado mi madre. —La expresión de la cara de Angelica no cambió, y esa reacción ante la declaración de locura de su padre le produjo a Joseph la primera punzada de dolor. Nunca había pensado con mucha rapidez, sería el primero en confesarlo a partir de ese día. Jamás había sospechado lo que, mirando ahora retrospectivamente, era tan evidente—. Ha perdido la cabeza.

—Quiere que lo sepas. —Sin embargo, el rostro de la mujer no cambió, aunque se puso de pie y dio un paso hacia él—. Quiere que tú lo sepas.

Joseph se apartó de la vieja italiana cuando ésta se lanzaba a pronunciar su largo tiempo ensayado, y largo tiempo retenido, discurso, antes de que Joseph se escapara. Se interpuso entre él y la puerta que daba al comedor para poder terminarlo.

Cuando la esposa inglesa de Cario Bartone estaba nuevamente embarazada e imposibilitada para darle placer, él visitó en su lugar a la doncella Angelica en la habitación de abajo (dónde ahora dormía Nora). Ella se resistió a sus intenciones, pero no lo bastante. La joven ocultó su estado casi hasta el final y alumbró, antes de tiempo, un niño, abajo, menos de una semana después de que su ama muriera, arriba, pariendo una niña muerta. Rápidamente se tomó la decisión de arreglar las cosas de una forma más conveniente.

—¡Escúchame! —gritó furioso Joseph—. Él debería haberte echado a ti y a tu bastardo de la casa. —Era una réplica confusa, desde luego, que combinaba esnobismo, vergüenza y autoengaño en una sola frase. Esa contradicción no hizo más que estimularlo para lanzar más insultos—. Deberías haber tenido la decencia de sentirte avergonzada. Una mujerzuela inglesa habría sentido más vergüenza que tú. ¡No has sido más que una ramera en su casa acompañada de su sucio hijo!

Dijo muchas más cosas, y se marchó dejándola hecha un mar de lágrimas, excusándose ante él por primera vez en su vida.

Estuvo fuera de Inglaterra durante diez años, luchó y aprendió algo del oficio que le habían robado, lo aprendió serrando las piernas de unos cuerpos que no dejaban de gritar, vendando inútilmente unas heridas demasiado amplias y profundas para ser restañadas, sosteniendo la cabeza de unos hombres que se debatían y sufrían arcadas en sus últimos momentos, gigantescos hombres de acero que pedían consuelo. Se sintió furioso ante su propia incompetencia, contra su padre y contra la ramera de su padre. Veía a madres e hijos morir en pueblos arrasados.

El perdón estaba muy presente en su cabeza, tanto para su padre y su madre, ambos muertos cuando él regresó a Inglaterra, como para sí mismo, el heredero de la casi vacía casa que había sido dejada por: «... Bueno, ¿cómo se pronuncia esto?» El notario encontró divertido el nombre de la mujer y lo pronunció con un marcado e irónico acento.

 

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