Angelica

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Tercera parte » Capítulo 9

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Capítulo 9

 

C

asi llegó a convencerse de que Constance debía dormir alejada de él. Si eso la calmaba, dejémosla que viva en el salón o en el sótano. Pero en la práctica, la distancia no hacía más que incrementar sus extravagancias. Por la mañana, ella lo detuvo en las escaleras, no lo dejó pasar hasta que le hubo contado que Angelica sufría unos vagos dolores que nadie más podía ver, pero que, de alguna misteriosa manera, eran culpa de Joseph. Mantuvo la calma todo lo que pudo ante ese creciente desequilibrio mental, incluso la alentó a llamar a un médico. Intentó escapar, pero no lo bastante deprisa, porque ella aprovechó para soltarle:

—¿Quién es Lem?

—Un mendigo que me abordó.

—Soñaste con él anoche.

—No es verdad.

—Pues, ¿cómo sé su nombre? Lo pronunciaste en sueños.

—¿Y qué crees que dije?

—Sólo su nombre. «Lem, Lem», varias veces. Sólo su nombre.

En vez de decir, «Hablaste en sueños, unas palabras sin sentido, como si dijeras el nombre de ese animal, el lémur», empezó diciendo el nombre de Lem, una persona que debía de existir y cuya identidad le arrancaría utilizando sus propios murmullos nocturnos para cazarlo en una confesión, pero ¿qué confesión? ¿Qué clase de juego era ése, en que se permitía unos caprichos inaceptables? De nuevo tuvo la sensación de que se estaba escondiendo en su propio hogar como si fuera un criminal o simplemente un débil de carácter.

Abrió el laboratorio aquel lunes por la mañana agradeciendo el ruido y las tareas que lo esperaban, su variedad y su certidumbre: habían estado allí esperándolo el lunes anterior y lo aguardarían el siguiente. Allí no había frustración, ni silenciosas y vagas acusaciones, nada de intromisiones o manipulaciones infantiles.

Encendió el gas, calmó a los que podían ser calmados, distribuyó comida y agua, y empezó a anotar los cambios ocurridos durante la noche. Necesitaba una plumilla nueva. Se dio la vuelta hacia la parte trasera de la sala y se paró en seco, sintiendo que sus pies se apretaban contra sus borceguíes. En el suelo, en un pasillo entre dos mesas de trabajo, había... Imposible. Levantó una lámpara. Era lo que había pensado: dos esqueletos humanos en una postura que simulaba cierto acto, sus muecas casi las apropiadas. Sus vacías cuencas se lanzaban llameantes miradas de compartida sensualidad, pero uno de los miembros de la indecente pareja, apuntalado en sus rígidos brazos, parecía también examinar a Joseph de costado, como mofándose, más complacido y absorto en los placeres de la vida que él.

Tal obscenidad allí, nada menos que en esa sala, un lugar dedicado al progreso de la humanidad... Una mente grosera había irrumpido allí haciendo gala de lo que pasaba por ingenio en el ejército, entre hombres de carácter vulgar e inteligencia animal, como Lem. Peor aún, los especímenes habían corrido un riesgo durante el allanamiento. Era imposible decir lo que semejante persona podía haber hecho para estropear el trabajo que se realizaba allí. Por un momento, imaginó lo imposible: que el propio Lem hubiera hecho eso, sabiendo de alguna manera que Joseph los descubriría, los interpretaría como significativos y... Tonterías. Debía retirar eso antes de que llegaran los doctores.

Una inspección más detenida, sin embargo, demostró que sería imposible borrar todas aquellas huellas apresuradamente, ya que los vándalos habían enrollado unos alambres en torno de unas tuberías y los tiradores de unos cajones para asegurar la posición de los esqueletos. No había conseguido más que mover una simple jaula y subirse a la mesa para examinar los cables, que sostenían las piernas de las figuras, cuando oyó que se abría la puerta principal, demasiado temprano. Los especímenes se quedaron, por un momento, completamente en silencio. Apareció el doctor Rowan, pálido y ovino bajo la débil luz. Estornudó y luego dijo con voz quejumbrosa, mientras se reanudaba el ruido de los animales:

—Barton, ¿qué está usted haciendo ahí?

Joseph bajó al suelo, presa de la desesperación, antes de que Rowan doblara la esquina, le dio al esqueleto dominante una patada, consiguiendo con ello sólo provocar una postura más ofensiva: la figura inferior, obviamente la hembra, echó la cabeza a un lado, como presa de un mayor placer o dolor. De haber tenido una barra de metal, gustosamente hubiera convertido a los amantes en astillas.

—Barton, ¿qué es eso?

Joseph ya no podía más. Rowan se acercó a grandes zancadas.

—Señor. Acabo de descubrir este, este desagradable...

Pero, para entonces, su jefe estaba jadeando por la risa.

—¿Ha hecho usted eso, Barton? No, claro que no —se corrigió casi inmediatamente—. Oh, la han tomado con nosotros, ¿no? ¡Los muy diablos! Nos han pillado. ¡Han querido enseñar a los viejos un par de cosas!

Unos estudiantes de medicina que habían terminado el curso eran los autores del desaguisado, supuso Rowan. No era la primera vez que había visto a unos vándalos colocando esqueletos por el Laberinto en parecidas poses.

—¡Una vez me encontré uno en mi váter! ¡Fue un momento difícil, Barton! Aquellos demonios habían atado los huesos al asiento tan fuertemente que no tuve más remedio que sentarme sobre su regazo para hacer mis necesidades. —Joseph prefirió no mirar a la enrojecida y gorda cara del viejo doctor—. ¡Mire a esos dos entregados a su alegre negocio! ¡Casi puedes oír gritar a ése! Sin embargo —el doctor Rowan resopló por la nariz— sin embargo, lo mejor será que quitemos eso de aquí antes de que lleguen los demás. Me gustaría que cambie usted las cerraduras cuando le sea posible. No podemos tener a estudiantes entrando aquí a placer, molestando a nuestros amigos.

De manera que se daba por supuesto que Joseph era uno de los «viejos» de los que se esperaba que consintieran la rebosante vitalidad de los más jóvenes, un viejo lo bastante sensato para cambiar las cerraduras posteriormente, alguien que se reiría con añoranza de las tropelías de la juventud, sintiendo la más pura envidia mientras se reía de unos huesos entrelazados.

Ella, Constance, lo veía exactamente bajo el mismo prisma. No. En realidad, él era algo más para ella, algo en proceso de transformación, que se hallaba entre los deseos incontrolables de la juventud (aunque él no había estado descontrolado en toda su vida) y la marchita senectud, sonriente e inofensiva. Y en ese estado intermedio, que no era ni de húmeda crisálida, ni de desecada, clavada polilla, era tratado como una substancia volátil que debía ser manejada con tenacillas hasta que su inevitable descomposición fuera completa. Ella deseaba esa decadencia. Anhelaba su aceleración. El retraso la aburría, y el riesgo de que él pudiera tener aún los apetitos de la juventud la ofendía. Cuando pensaba en él pleno de vitalidad, le daba miedo. Cuando lo veía pesado o torpe, se mostraba amable y alentadora.

A la niña también le hubiera gustado verlo viejo y resignado. Eran aliadas. Aliadas. La palabra resonaba en la cabeza de Joseph, como una reluciente y plateada revelación, largo tiempo encubierta pero que se desvelaba ahora. Cada una de ellas, por sus propias razones, lo querían viejo, y conspiraban para envejecerlo. Incluso los atentos y seducidos doctores de Constance conspiraban con ella, promulgando sus estúpidos decretos siguiendo las indicaciones de su mujer.

Una hora más tarde, con los esqueletos sobre unos taburetes en la parte trasera del edificio, el estudiante de medicina de más edad, Mr. Joshua, llegó bastante tarde. Llevaba una venda en la frente y se mostró un tanto avergonzado al principio, y remiso a quitarse el sombrero, propenso a quedarse en las sombras, y giraba la cabeza en un incómodo ángulo durante la conversación. Pero no transcurrió mucho tiempo antes de que todo el mundo se fijara en su herida, y algunos le hicieron preguntas inmediatamente. Él se limitó a murmurar inaudibles excusas. Varias veces el joven tuvo que cambiarse el vendaje cuando unas manchas rojas y marrones empezaron a formar una constelación en la blancura de la venda. Hacia la hora de comer, Joseph, observando que el individuo se estaba quitando la última gasa con la ayuda de un espejito, le ofreció sus servicios. Joshua lanzó un suspiro.

—¿Tiene usted hijos, Barton? —preguntó el joven mientras Joseph despegaba la gasa de una herida supurante.

—Sí, señor. Una niña de cuatro años.

—Ojo con ellos, son unos demonios. —Joseph aplicó un paño húmedo a la herida—. Todo el mundo lo ha visto. Supongo que no hay ningún mal en contárselo. Hace un par de días, por lo que he sabido, parece que la institutriz trató de contarle algunas cosas al chico sobre medicina, que si la cirugía, y el éter... Imagínese usted. «Un cuerpo dormido no siente dolor, de manera que los cirujanos como tu papá inducen al paciente un profundo sueño antes de levantar el escalpelo o cortar un miembro, etcétera.» Bueno, yo me desperté en plena oscuridad, anoche, sufriendo la más terrible agonía, los ojos nublados, la cabeza ardiendo. Mis propios gritos nos despertaron a mí y a mi mujer. La primera cosa que fui capaz de ver cuando me sequé los ojos y mi esposa hubo encendido la lámpara, fue a Simon, el niño, mirándome completamente horrorizado, como podrá usted imaginar, cuando le cuente a usted, Barton, que se le metió en la cabeza levantarse en mitad de la noche y practicar la cirugía con su dormido padre. Había decidido coger un cuchillo de la cocina y quitar la verruga que usted recordará que antaño adornaba mi frente, un ligero defecto, pero Simon estaba empeñado en quitarla. Y la institutriz, evidentemente, olvidó ciertos detalles en su clase magistral. ¡Qué cantidad de sangre! Que manaba de lo que no es, estará usted de acuerdo conmigo, una mala incisión para un cirujano de la tierna edad de cinco años. Brotaba de mi cabeza un torrente escarlata, cegándome y ahogándome, mis manos quedaron empapadas de sangre. Una herida de combate, convendrá usted, como antiguo soldado que es. Mi mujer ha tenido a las doncellas fregando todo el día para quitarla, pienso. Tendremos que cerrar la puerta de la habitación del niño cuando éste duerma. Una drástica precaución, la verdad, pero no puedo arriesgarme a que se interese por la oftalmología.

Joseph comió solo en una mesa al aire libre, a unas calles de distancia del Laberinto. Se dedicó a revisar una reciente serie de experimentos fallidos, esperando localizar en los datos una pauta que presentar al doctor Rowan, incluso la pequeñísima eficacia de los desinfectantes que habían aplicado a las heridas. Quizás Joseph podría descubrir un elemento parcialmente prometedor para combinar con otros. Tenía intención, en este asunto o en cualquier otro, de demostrar su aptitud para afrontar mayores responsabilidades.

Escribió borradores de propuestas e interpretaciones de resultados en un diario encuadernado en piel y con su nombre grabado en relieve en la tapa, comprado no hacía mucho en Pendleton’s (otra bonita muchacha en el mostrador, el mismo tono de voz, la misma mirada en sus ojos, estas chicas de Pendleton de tan bella factura, al menos mientras duraban). Esa libreta de notas ahora descansaba sobre el borde de la mesa, inadvertidamente puesta cara arriba. Joseph se dio cuenta de que los transeúntes leían su nombre y al punto se sintió avergonzado, como si le hubieran pillado anunciándose a sí mismo (dado que allí estaban sus esfuerzos por presentar su candidatura ante sus superiores). Su vergüenza ante el hecho de exhibirse a sí mismo cuando puso el cuaderno boca abajo, al punto quedó mitigada por el resentimiento que sentía ante las acusaciones (ahora retrospectivamente visibles) que se leían en aquellas caras de paso, ya que él no había tenido intención alguna de exhibirse. Antes de recuperar el control de sus rebeldes pensamientos, silenciosamente riñó a aquellos que lo habían acusado de vanidad, acusándolos de varios pecados evidentes en su manera de vestir, sus andares, sus expresiones. Por unos momentos sintió que su rabia aumentaba antes de que lo ilógico de su discurrir se replegara bajo el dominio de los componentes más juiciosos de su mente. Recuperado, trató de calcular cuántos minutos de su tiempo acababa de sacrificar a semejante basura.

Del mismo modo que la mente de uno podía ir a la deriva y verse privada de toda ética y creencia (porque él en el fondo no pensaba que nadie lo hubiera considerado erróneamente un narcisista, y tampoco creía que la mujer de cabello rojo que con expresión vacía miraba casualmente el traicionero cuaderno fuera de moralidad relajada), uno podía, con la misma facilidad, comportarse sin ninguna lógica y moralidad. La guerra no era más que un período en el que los desprevenidos se sentían liberados de la moral y se veían obligados a mostrarse tal cual eran mediante las acciones más reveladoras. Él había visto a los nobles comportarse con crueldad, a los mansos luchar como bravos y a los violentos reducidos a un llanto afeminado por unas pérdidas que eran, a lo sumo, simbólicas. Había visto, cuando las armas estaban calladas pero seguían calientes, las miradas de conmoción (y, en el caso de los mansos, de contento), al descubrir que así eran o podían ser: crueles, bravos o mujercitas. «Yo no fui un cobarde en aquellos años», decían de sí mismos mirando atrás, reinventándose retrospectivamente, dándole otro valor al tiempo que habían pasado en casa evitando los peligros o los conflictos. «Yo era noble y no exhibía mi audacia.» Pero esto, también, era falso, naturalmente, tan falso como cualquier otro momento sacado de su contexto.

¿Y qué pasaba con eso? Que lo mejor de uno podía evaporarse en un instante, y ni siquiera en un momento de crisis o de tentación, sino en la vida más prosaica: un cuaderno dejado boca arriba podía hacer que un hombre acusara a una inocente mujer de ser la más baja de las mujerzuelas.

Se oían historias de hombres corrientes cometiendo espantosos crímenes. Hombres que se movían en los mejores círculos, a los que no les faltaba nada, pero que, no obstante, robaban. Hombres que no tenían nada que temer, ni por qué preocuparse, pero que asesinaban. Hombres adorados por las mujeres, y que, a pesar de todo, violaban. O bien esos hombres sabían lo que estaban haciendo (eran criminales), o no se daban cuenta de que cometían esos actos (dementes). En tales casos (como debía suceder con el asesino tan minuciosamente descrito en los periódicos), el guardián de uno simplemente se iba a dormir (como había pasado con Angelica durante su rabieta), y mientras duraba ese sopor otra fuerza se hacía con el control de esa carne y salía a cometer los actos que le apetecían, ocultándolos perversamente a todo el mundo, incluyendo al hombre que mejor los podía presenciar e impedir, aquel habitual controlador de esos músculos y ojos, y, una vez saciado, se volvía a esconder furtivamente en su madriguera mientras el desprevenido huésped se despertaba de cualesquiera fantasía que hubiese sido necesaria para que aquel parásito interior se hiciera con el control. Semejante ensueño, pensó Joseph con un estremecimiento, difería del que había tenido durante el episodio del cuaderno sólo en el grado, no en la clase. Si él podía perderse el tiempo suficiente para que alguna extraña voz de su interior acusara a una inocente mujer de ser una mujerzuela, ¿era un criminal o un loco? Su transgresión había sido inofensiva, aunque eso demostraba la poca consistencia de las defensas que mantenían al mejor yo en su lugar.

Examinemos ahora el sueño normal: durante unas horas, el mejor yo era depuesto, y los rebeldes bailaban en la corte hasta el alba. Contaban sus más oscuros deseos con los labios y la voz del propio rey. La noche anterior, Joseph había hablado de Lem. Había visto a hombres en las tiendas del hospital agitándose, quejándose en sueños, confesando, igual de avergonzados, los actos que habían cometido y los que sólo deseaban cometer. Algunos incluso caminaban, los ojos abiertos y vidriosos. Y si uno teme que la propia personalidad no esté bien asentada, si uno teme a los parásitos de su propia naturaleza, entonces dormir puede parecer terrible por sus consecuencias. Así debía ocurrirle a Constance. Ésa fue la conclusión de Joseph.

Constance se resistía a dejarse vencer por el sueño y trataba de apartarlo de sí en cuanto se veía lo suficientemente recuperada para arrostrar otro día. Velaba el sueño de Angelica, alarmada por todo lo que veía, y durante el día dejaba caer gota a gota esa viscosa religión en la boca de la niña.

—Papá, ¿las mentiras hieren a Jesús y le hacen sangre? —le preguntó Angelica la tarde en que él la tomó en su regazo.

—No, niña.

—¿Las mentiras no hacen daño a Dios? ¿Sus ángeles no lloran?

—No debes decir semejantes tonterías. Serás una niña buena porque eso agrada a tus padres y te comportarás como debes. Dios no presta atención a esas cosas, y nosotros le devolveremos el favor dejándolo a él y a sus ángeles al margen de nuestras cuestiones.

¡Eso era lo que la niña aprendía en aquel hogar femenino! Muy bien, él no podía prohibirlo, pero probablemente había llegado la hora de rescatar a Angelica de la completa idiotez, de vacunarla contra las superfluas fantasías de unos ángeles y un dios llorón propias de una escuela de la beneficencia, una versión más suave de los mitos con los que su madre lo había aterrorizado a él.

Constance también le inculcaría a la niña una descarada desobediencia. Aquellos cuentos matutinos de los misteriosos síntomas de Angelica eran evidentemente falsos. Constance se escondía en la habitación de la niña. La pequeña estaba dormida, y, con todo, Constance se quedaba allí, limpiando una habitación sin mácula en vez de despertarse al lado de su marido, donde debía estar. Él se levantaba en el salón, solicitaba su presencia, y ella se negaba. Él bajaba del dormitorio, le pedía que regresara con él, y ella se negaba. Cuando él se veía obligado a volver a buscarla por tercera vez, ella no podía inventarse ninguna excusa, y lo trataba con desdén; ni siquiera replicaba, sino que permanecía en silencio y despreciativa. «Entiendo», decía él débilmente, y se retiraba a su cama cerrando la puerta contra ella.

 

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