Angelica

Angelica


Tercera parte » Capítulo 11

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Capítulo 11

 

J

oseph tenía pensado recoger a Harry en su casa y desde allí ir a cenar y al boxeo, pero la prudencia le dictaba que pasara la noche con su esposa e hija, para reparar las posibles brechas tanto en la disciplina como en el cariño, y afrontar los resultados de su negligencia doméstica. Tras ser el último en marcharse del Laberinto, como era su costumbre, se detuvo, por lo tanto, en casa de Delacorte para ofrecerle sus excusas.

Pero, antes de que la muchachita de ojos saltones pudiera anunciar «Mr. Barton» con su débil vocecita galesa, Harry ya había gritado como un niño, «¡Joe! ¡Excelente! Necesitamos consejo en cuestiones militares». El cuadro familiar sobre el suelo del salón sorprendió a Joseph, dada la declarada indiferencia de Harry hacia su familia, porque allí estaba él sobre la alfombra, detrás de un escuadrón de miniaturas de plomo alineadas frente a un corpulento caballo bajo el mando de un muchachito. Dos perros beagle de color limón dormían sobre el sofá, la cabeza de uno sobre la panza del otro. Esos animales eran las mascotas familiares, quizás excusados de servir en el Laberinto.

Joseph examinó un cuadro para dar a Harry la oportunidad de recobrar mientras tanto el dominio de sí mismo y restaurar el orden, pero su amigo permaneció boca abajo, la barbilla entre sus manos, y los perros no se movieron de su absurda percha.

—Siéntate ahí y aconseja a Gus, por favor, sobre cómo se forma una falange, vamos.

Joseph se sentó en el borde del sofá.

—Por favor, señor —dijo el chico—. ¿Están bien dispuestos?

—Lo siento. Yo no estuve en caballería.

—Este señor, Gus, es el Mr. Barton del que te he hablado. No es médico, pero aprendió a coser a nuestros hombres heridos en África. ¿Sabes?, un día, los rugientes negros atravesaron nuestras líneas y llegaron hasta la tienda hospital, y nuestro señor Barton, aquí presente, evacuó a los heridos a otro lugar, mientras organizaba a algunos hombres para que disparasen, e incluso dirigió el fuego. Después, Gus, él dispuso sus escasos hombres exactamente en el lugar adecuado para proteger la evacuación y a los negros les dio la impresión de que estábamos recibiendo refuerzos. Los negros pensaron que iban a verse atrapados entre dos fuegos, así que se esfumaron. Por supuesto, no había ningún refuerzo. Mr. Barton fue el artífice de la victoria de ese día. Salió en todos los periódicos.

—¿Es cierto eso, señor?

—En lo principal, supongo que sí. Uno no le da mucha importancia a eso, sabes...

—¿No mucha importancia? Le pusieron medallas. Todo lo excelente que hay en los ingleses está en ese individuo, Gus. Deberías sentirte orgulloso de estrecharle la mano.

Mientras Harry permanecía recostado sobre la alfombra, el niño respetuosamente se puso de pie y ofreció su manita a Joseph con gran seriedad.

—¿Serás un doctor como tu padre, Augustus?

—No, un soldado señor. Como usted, señor.

¿Un niño que deseaba parecerse a él? La idea le pareció tan notable que casi se rió en voz alta mientras regresaba a casa. Él nunca tendría un niño así, y, con todo, si Angelica hubiera alcanzado su madurez... Eso, precisamente, era lo que él deseaba de ella: que la niña, que cada día se parecía más a la muchacha de la papelería de la que él se había enamorado, dejara atrás la infancia y se convirtiera en alguien diferente. Anhelaba que ella existiera en algún estado purificado y permanente, sin ataques de rabia, miedos nocturnos, o una omnipresente muñeca, sin contradicciones ni una escurridiza comprensión de la verdad y un carácter variable. Brillando a través de la escoria de la infancia podía distinguir una sustancia más fina. Era una cuestión de paciente extracción. Ahora ella lloraba innecesariamente, pero, cuando acabara, estaría siempre serena. Algún día ella llegaría a mostrar el encanto, la belleza de la hechicera, que él había visto por primera vez a través del escaparate de la papelería. Ahora la niña tenía una conversación unas veces simpática y otras infantil, pero cuando terminara su proceso, sería bien educada, hablaría correctamente, sería una adecuada esposa, o compañera, para su padre, quizás incluso una científica, o, al menos, estaría interesada por la ciencia. En las comidas, se sentarían uno frente a la otra, y ella le describiría un descubrimiento en un campo que él no conocía bien, químico o físico. Luego, ella le preguntaría por su trabajo y no derramaría lágrimas por unos estúpidos animales; y se alegraría por la gente, por los niños especialmente, cuyo sufrimiento se vería reducido. Después del pudin, él sacaría su tabaco y, si para entonces la vista le había empezado a fallar, ella le leería junto al fuego. Ella se apoyaría en el brazo del sofá, el cordoncillo de éste apretándose contra la suave carne de su antebrazo.

Esta visión cobró vida casi inmediatamente. Llegó a Hixton Street y encontró, no a Constance, sino a Angelica, con una rara expresión de felicidad cuando lo vio. Inmediatamente le pidió que se sentara para que ella pudiera tocar el piano en su honor. Él se acordó, mientras la niña iba tropezando con las notas de sus breves piezas, de cómo Constance tocaba para él en ese teclado. En aquellos días, él invariablemente se había sentido tan emocionado que quería cogerla en sus brazos cuando se levantaba, pues el verla tocar música era más de lo que él podía resistir.

Sin embargo, Constance no regresaba, y la niña no mostraba signos de rabieta, ni tampoco quería que su padre la dejara al cuidado de Nora. Él, por lo tanto, se decidió a ayudar a Constance, porque si su visita al Laberinto había revelado alguna cosa, era que la mujer estaba abrumada por sus responsabilidades. Y, si Angelica hubiera realmente mostrado que se resistía a las nuevas disposiciones para dormir, él la enseñaría a conducirse adecuadamente, como un servicio tanto a su hija como a su esposa. Dejando a Nora en la cocina, condujo a Angelica en su rutina nocturna. La niña —encantada ante la novedad— no se quejaba sino que había madurado visiblemente para seguirle el juego. Declaró que estaba encantada de que su papá estuviera ocupándose de ella.

Él se quitó la chaqueta y el cuello, se subió las mangas, y, divirtiéndose al verse a sí mismo, se arrodilló al lado de la bañera de la niña. La ayudó a quitarse la ropa. Él se lavó las manos a su lado. La niña, por su parte, se enjabonó y olía a flores.

Sus mejores intenciones, sin embargo, tropezaron con la sospecha y la resistencia cuando Constance llegó a casa después de su misterioso itinerario de la tarde, una larga ausencia considerando que ella creía que él estaba fuera.

—Quería que Angelica viera que no estaba aislada en su nueva situación —explicó, y Constance al punto se ofreció, con tensa amabilidad, a volver a tomar las riendas del aseo de la niña—. Y quería, también, ofrecerte a ti un necesario descanso —dijo él a modo de conciliación, pero ella no se retiró, ni se excusó por sus acciones de aquella tarde, y tampoco se sentó en agradable conversación con ellos dos. Una y otra vez trató de echarlo, primero sutilmente (sacando toallas, peines, polvos, antes de fijarse en lo que Angelica necesitaba) y luego explícitamente, con ofrecimientos de «dejarlo libre» para sus diversiones nocturnas preferidas. Finalmente, se mostró tan rotunda en sus exigencias que aquello fue más de lo que él estaba dispuesto a soportar.

—Muy bien, tu madre terminará contigo.

—¡Que papá se quede! —gritó Angelica inmediatamente.

Joseph no carecía de vanidad. La repentina súplica de su compañía le agradó. Y tampoco le faltaba carácter vengativo. Su ira ante la intrusión de Constance en el Laberinto y la resistencia de la mujer ante la rama de olivo tendida esa noche era intensa. Cuán presuntuosamente se había instalado ya Constance en el lugar que él acababa de dejar, reajustando las ropas de cama que él había ajustado bastante bien.

—¡Que papá se quede! —insistió Angelica—. ¡Quiero a papá, también! ¡Quédate, papá, quédate!

Joseph vaciló, y las súplicas de Angelica se redoblaron, cada vez con más desesperación. Se estremecía y su cara se retorció hasta que empezaron a caerle las lágrimas.

—¡No quiero a mamá. Sólo a papá! —concluyó, llorando franca y conmovedoramente.

Unos días antes, la compañía de su padre provocaba la mayor indiferencia en la niña, pero ahora era de una necesidad urgente.

—¿Qué le has hecho? —siseó Constance.

¿Hacer? ¿Para qué ella prefiera mis atenciones por un momento? ¿Por una vez?

Joseph se hubiera marchado de la habitación, pero la niña dejó escapar un grito tan terrible que Constance le dijo que se quedara, y sin decir una palabra más le cedió el campo.

Joseph le leyó a Angelica, mientras oía cómo Constance se quedaba acechando detrás de la puerta. Luego, la oyó bajar por las escaleras para juguetear con el piano. Angelica, dulce y obediente a las palabras de su padre, cerró los ojos y se quedó dormida. Joseph le acarició con las palmas su suave y espeso cabello, tal como había hecho a Constance en el pasado.

Joseph subió por las escaleras a su habitación. Por supuesto, Constance no estaba allí. A veces podía ver sus propias frustraciones y las de ella brotar simultáneamente, sus vides sofocándose mutuamente pese a que habían sido plantadas muy separadas, años atrás, y ahora tanto en su caso como en el de ella era demasiado tarde para hacer el esfuerzo de podar estas enmarañadas frustraciones. Él esa noche planeaba una reconciliación, un alivio de los temperamentos inflamados y la maltrecha relación. Había pensado hacer que todo retornara a su debido lugar.

Esperó. Ella remoloneaba en las sombras abajo. Tenía miedo de él. Pero él le mostraría que aquel miedo era absurdo. Esperaría a que ella apareciera. Ni la perseguiría ni la expulsaría de su puesto al lado de la cama de Angelica. Semejante persecución era poco digna para él, y probablemente desagradable para ella.

—Creo que ya es hora de que superemos nuestros temores, nuestros comprensibles temores —explicó él cuando ella finalmente apareció.

Joseph estaba sorprendido tanto por sus propias palabras y acciones como por la aquiescencia de la mujer. Había empezado a creer que ya no la deseaba, debido quizás a su edad, su salud, sus humores o simplemente como resultado de su forzado período de abstinencia desde la última calamidad, como si el rechazo de la mujer se hubiera convertido ya en algo confortablemente habitual. Sin embargo, ahora la deseaba, y ahora se unirían, de una manera que no pudiera provocarle a ella alarma o dolor alguno. Fue considerado con su salud, y su consideración fue recompensada por sus tiernas atenciones, por un momento, tal vez dos, hasta que, por supuesto, la niña la llamó desde abajo, y ella lo abandonó, cruelmente, ansiosamente.

La persiguió, a pesar de sí mismo, olvidada la dignidad, y Angelica se obligó a soltar una o dos débiles tosecitas para justificar las atenciones de su madre, y adoptó las palabras de su madre, pretendiendo que se había estado ahogando, un sueño o un cosquilleo en la garganta, hinchados hasta parecer una tragedia debido a los nervios de Constance y la susceptibilidad de la medio despierta niña a la influencia de su madre. Pero para entonces la desagradable postura de Joseph —de pie completamente desnudo en la puerta delante de ellas dos— lo había empujado a retirarse, avergonzado y furioso, la preferencia que mostraban cada una de sus hembras por la otra había sido puesta de manifiesto de la manera más humillante.

Muy agitado, esperó durante un rato con la cada vez más apagada esperanza del retorno de Constance. Pero ella no volvía. La habitación lo oprimía. Sintió deseo de golpear contra algo. La oscuridad y pesadez de la habitación lo sofocaban. Ella había elegido todas esas cosas, lo que le pesaba, socavaba sus nervios, erosionaba el espacio en el cual se movía, comprimía el aire disponible para sus pulmones. La casa entera era inhabitable. Apestaba a mujer y repelía lo varonil. Él había tratado de reducir su ritmo de compras cuando, poco después de la boda, se hizo evidente que ella no tenía sentido de la mesura, sino que acumularía oscuridad a la oscuridad, cerrando el espacio, tapando la luz según sus gustos de mujer y los de la última moda en decoración, de modo que la casa se convertía en un tormento, habitación tras habitación atestada, sofocante, sobrecargada de cortinas, que interceptaban o absorbían la luz natural.

Anduvo entre los metros de tejidos escarlata y negro que lo invadían todo, la curvada parte delantera de la consola pintada de lustrosa laca, la línea del armario de la ropa como una mujer puesta de perfil, el dosel de la cama... la exasperante cama, donde minutos antes habían estado a punto de salvar el abismo que los separaba. Ella lo prefería así. Cuán cerca habían estado. Y ella había huido. Lo acosaba el deseo. En aquel desafortunado momento de ansia e ira entremezclados, con el deseo pulverizando la disciplina, ella, por desgracia, regresó, pillándolo desprevenido. La expresión de disgusto de la mujer era inconfundible, y él se convirtió inmediatamente en el niño castigado por su institutriz —madre en un parecido momento, un recuerdo que no le había visitado durante decenios. «En el infierno —había dicho Angelica con terrible calma, mientras le hacía permanecer en la mima vergonzosa posición en la que ella le había descubierto—, onanistas perpetuamente ahogados en un mar de semilla, la semilla de los demonios, negra y oleosa, caliente como pez, llena de púas. Los onanistas se atragantan con esa porquería, siempre arden con un insaciable deseo y dolor, a medida que las horcas se ensartan justo ahí», y ella casi tocó con la brillante perla de la uña de su dedo índice aquel lugar donde las horcas estarían eternamente clavadas.

 

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