Angelica

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Tercera parte » Capítulo 15

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e casarás conmigo algún día —ronroneó Angelica, montada a horcajadas en sus rodillas y casi tocándole la nariz con la suya. La niña vio la expresión de su padre y vaciló—. ¿No es verdad? Mamá será tu esposa también, naturalmente —dijo como para tranquilizarlo—. Hasta que se muera. —La niña no pudo evitar precipitarse a su gozosa conclusión—: Y entonces yo seré tu única esposa. Hasta que

te mueras.

Cuán claramente veía la niña los días que le quedaban a él, su muerte un acontecimiento ansiosamente esperado, incluso por ella, distante solamente tantos años como podía contar con sus dedos. Joseph recordó una conversación con Constance cuando ésta era casi idéntica a esta niña y, al igual que ella, estaba sentada en sus rodillas.

—Eres tan adorable —había dicho él, sus manos sobre el cabello de la mujer.

—No siempre lo seré.

—Yo pienso que sí.

—¡No! No lo seré. —Su repentina rotundidad, el cambio de tono, lo dejaron asombrado. Debiera de haberlo sabido entonces. Ella se liberó de su abrazo y se puso de pie, como si estuviera haciendo una declaración lógica—. Por favor, dímelo ahora. Acéptalo. Dime que sabes que no siempre seré hermosa. —Se puso muy seria. No le permitió que la tocara otra vez hasta que se mostró de acuerdo en que ella no siempre sería preciosa, aunque de hecho él no lo creyó en aquella habitación de Italia, y asintió, de una manera que ella no podía creerle.

—¡Sí, sí, sin duda, serás sumamente espantosa!

Ese día, con su hija hablando sobre su próximo fallecimiento, la obsesión de la madre con la muerte perdía su encanto y ahora lo ofendía, porque

él había sido el más viejo, y todavía lo era. Era más bien de

su muerte de lo que se trataba, aunque ella insistía en la transitoriedad de su propia belleza, en la fragilidad de su vida.

En la cena del domingo, él se sumergió otra vez en otra semimuerte, su cuerpo se levantó tambaleante de una comida indigesta y entró en otro sueño sin fantasías oníricas. Apenas podía concentrar su visión en Constance, que le levantaba las piernas sobre la cama y le quitaba los zapatos. Se despertó el lunes con la cabeza martilleándole como si hubiera consumido botellas y botellas de vino. Ella no estaba a su lado, por supuesto. El esfuerzo de atender a sus deseos durante dos días la había dejado agotada. La encontró dormida, ni siquiera en la silla al lado de la cama de la niña, sino en el

suelo de la habitación de la niña, agarrando la muñeca de ésta, entre las ropas de la pequeña.

Joseph disfrutaba de la obligada separación de su mujer. En el tren que lo conducía a York, Londres se alejaba de él a la rápida velocidad de la locomotora. Se había liberado de sus preocupaciones y de la voz en su cabeza que le repetía, una y otra vez, lo que, en su situación, el doctor Miles haría, Harry Delacorte haría, e incluso lo que su propio padre hubiera hecho. Podía sentir que la presión se reducía poco a poco, sustituida por las agradables esperanzas relativas a su viaje. York marcaría una transición, un cambio, en todos los aspectos de su vida. Se liberaría de una vez de su sofocante existencia. Licolnshire se desdibujaba ya, y él estudiaba nuevamente las notas y la carta del doctor Rowan, y su propio informe, más breve, que detallaba algunas pautas que él había observado. No se debía subestimar la responsabilidad de su misión y el valor de intercambiar algunas palabras con el genio de York. Durmió en un hostal y se despertó temprano, preparado para ponerse a prueba.

Pero el gran hombre no lo vería, le tendría horas esperando en un agrietado banco de cuero, ante su despacho, enviándole al que podría ser su equivalente —un «responsable» de mediana edad de lentos movimientos y adormilada expresión en sus ojos (probablemente con una esposa loca, desobediente)— para recoger su paquete, ofrecerle té y pedirle que aguardara. Y eso fue lo que hizo, durante horas, hasta que le entregaron un bulto dirigido al doctor Rowan para que lo llevara a Londres en el próximo tren. Joseph fue simplemente un mensajero de cierta edad.

Se quedó ante la puerta de su odiado hogar, como si sólo hubieran transcurrido unos minutos desde su partida. La llave le pesaba en su débil y temblorosa mano. Se volvió de espaldas a su casa y se quedó mirando fijamente el tráfico peatonal, las negras figuras que se deslizaban en la niebla, inclinándose una hacia otra en murmurantes parejas, secretas confidencias bajo el paraguas, y más allá, los coches de punto, con sus conversaciones privadas, intimidades que flotaban sobre el profundo barro de las calles, detrás de cortinillas de cuero corridas.

Subió por las escaleras, sorprendentemente con Constance tras él, ya que los síntomas que se habían aferrado a él los últimos dos días ahora lo derrotaban: las náuseas y los dolores de cabeza. Él había hablado sin reflexionar, incluso a ella, de sus «responsabilidades», de sus esperanzas de ganarse el elogio del legendario científico de York para mostrárselo a Rowan, de conseguir un ascenso en ese laboratorio que su esposa tanto despreciaba. Ahora ella lo acosaba con preguntas, incluso en el mismo umbral de su vestidor, repentina y burlonamente interesada en hablar sobre su trabajo y su humillación. «¿Qué tal te ha ido en York? —le preguntó a través de la cerrada puerta—. ¿Tuviste éxito, tal como esperaban de ti? ¿Te recompensarán los médicos por tu trabajo?» Él se quedó detrás de la puerta hasta que ella se marchó, y entonces consiguió arrastrar su enfebrecido cuerpo a través de la habitación, hasta la cama.

Ella lo despertó unas horas más tarde. «¿Qué diablos pasa ahora?» Pero Constance estaba dormida. Sin embargo, lo había despertado. El tumulto de su mente en reposo había sido suficiente. La mujer sacudía sus miembros, murmuraba cosas ininteligibles, gimoteaba como un animal encogiéndose ante un cuchillo. Joseph podía ver sus ojos describiendo rápidas evoluciones bajo sus párpados. Sus temores la consumían incluso en sueños. Su rostro mostraba el más supremo terror y la mayor de las tristezas. Aquella visión lo dejó estupefacto, era algo dulce y doloroso que se había resistido a revelarse durante mucho tiempo.

La compasión que sintió tanto tiempo lo sorprendió cuando empezó a resquebrajarse y a derretirse, tan acostumbrado estaba a la rabia y a la soterrada frustración y los vergonzosos secretos. Tan persistente era todo aquel golpeteo en su pecho y el ruido sordo en su cráneo que ese nuevo y emocionante calorcillo lo conmovió. Casi podía haber creído que era

él el que soñaba, tan irreal era la sensación. Un momento más tarde sintió una oleada de gratitud hacia Constance por presentarse así de indefensa ante él. Sus propios apetitos, fallos, debilidades, tenían probablemente la culpa de su difícil situación. ¿Cómo podía Constance no ser consciente de ellos? Su visión se nubló y Joseph emitió absurdos murmullos de simpatía por el continuo sufrimiento de su esposa, del que había que culparle a él. Buscó a tientas en la oscuridad, y encontró un codo y una muñeca. Al punto las protestas de su mujer aumentaron: «¡Cambiaré! ¡Dame tiempo! ¡No me mires!» Él le cogió la mano y la apretó contra sus húmedos labios. «Mi niña, no tengas miedo.» Casi sollozaba cuando dijo estas débiles palabras de consuelo. Incluso mientras susurraba, el cuerpo de la mujer se estremecía y sus piernas se movían frenéticamente. Daba vueltas y se retorcía como si él y la mano que sostenía constituyeran los únicos puntos fijos de un remolino que no dejara dé girar y extenderse. «Mi niña, estoy aquí.» Los ojos de Constance se abrieron con un sobresalto y gritó: «¡No, déjame!», y ahora estaba mirándolo claramente. Su pesadilla no se había desvanecido ante la visión real de su marido; probablemente había estado soñando con él. Joseph le soltó la mano y, no obstante, ella lo miraba como si fuera un amenazador extraño. «Estabas soñando», dijo él con calma, y la compasión desapareció de su interior con terrible rapidez, dejándolo casi helado. «Has gritado. Te he cogido la mano.» ¿De qué grave acusación sentía que tenía de defenderse? Dijo ella: «Lo siento. Es culpa mía, padre.» La mujer cerró los ojos y se dio la vuelta para apartarse cuando él hizo amago de tocarla. «Padre», había dicho, el único papel que ella nunca le había atribuido.

Yacieron en silencio, dándose la espalda. Sus pies, cuando accidentalmente se tocaban, se apartaban como una asustada presa. Él sentía coagularse la amarga rabia, que rezumaba viscosa y fría, ocupando nuevamente los espacios que un momento antes había llenado la compasión. Intentó detenerlo; no debía entregarse tan fácilmente a la ira. No había hecho nada tan terrible, realmente no, nada (al menos) que Constance supiera. Si la mujer lo trataba como a un enemigo, era porque algo no funcionaba en

ella, un defecto, una enfermedad del alma. Su amada muchacha estaba afligida, arrostrando unas horribles cargas. Miles había dicho eso mismo.

Al poco rato la oyó levantarse y, en el pasillo, encender una cerilla para ver en la oscuridad y bajar, por supuesto, al lado de la niña.

Joseph cerró los ojos.

Despertó al oír el grito, aunque el sonido de éste no le llegó inmediatamente. Primero tuvo que esforzarse por salir de un sueño que tuvo un repentino y ensordecedor

finale: una multitud de mujeres y muchachas que le gritaban, asustadas de él pero a la vez exigiendo que fuera él quien aplacara sus temores, ya que él era el diablo y el médico al mismo tiempo, que él solo reconocía los muebles, mientras que estaban también gritándole, contradiciendo lo que las mujeres y las niñas le decían.

Se levantó de la cama y cruzó tambaleándose la oscura habitación hacia donde, en su semiinconsciencia, recordaba que había una puerta. Se equivocó por unos centímetros y se dio con el marco de la puerta, abriéndose la frente contra el canto. Salió al pasillo, preparado para repeler a los negros que habían invadido su casa y asaltado a su esposa e hija, que no dejaban de gritar. Su rabia era más intensa aún que en la guerra. La sangre le bajaba por la nariz. La repentina impresión producida por su corte y los gritos de su mujer lo espoleaban.

El cuadro que apareció ante él era casi tan insensato como su sueño o su duermevela. Las manos de su mujer brillaban por la sangre, y ella estaba arrodillada junto a una cama en llamas, mientras un frío viento soplaba desde una ventana abierta, y la niña se encontraba de pie al lado, con su camisón manchado de rojo. Joseph no podía encontrar ningún sentido a la escena que había ante él. Se movió hacia la ventana, pero Constance, sin hacer nada ante el peligro que la había ensangrentado e incendiado la habitación, se levantó para tratar de cortarle el paso. Él pasó rozándola, apartó a la niña de aquellas llamas que se extendían y se apresuró hacia la ventana para que el viento que entraba por ella no alimentara el fuego. Dejó a Angelica en el suelo, cerca del espejo, donde la niña inmediatamente empezó a chillar, lo que no hizo más que espolear los chillidos de Constance. En medio de esos alaridos, Joseph se dispuso a restaurar el orden, apartando las ropas de cama, sofocando las llamas que envolvían el lecho y luego los pequeños conos de fuego esparcidos por el suelo, como fogatas de una guarnición de juguete. Angelica estaba ahora en brazos de su madre, pero la niña le gritaba: «¡Papá, mi pie!» De él manaba sangre.

Arrancó a Angelica de los poco dispuestos brazos de su madre, la dejó sobre las almohadas y envió a Constance en busca de agua y vendas. La mujer se resistía. No parecía estar oyendo las palabras de Joseph; había dejado que su histeria llegara hasta tal punto que estaba sorda y, sólo después de que él lo hubo repetido varias veces, ella pareció comprender lo que se le pedía. Su partida calmó a la niña casi inmediatamente. «Papá, mi pie», volvió a gemir Angelica, pero esta vez con más calma. «Papá, papá, mi papá.»

—Tranquila, niña, todo irá bien —susurró él, y puso sus piececitos en las chamuscadas y amontonadas ropas de cama—. Eres mi niña valiente. —Las palabras apenas importaba tal como ocurría con los animales, porque el tono podía anestesiar tan bien como el alcohol—. Te tendremos cazando tigres otra vez en un santiamén. —El llanto de la pequeña se convirtió en una débil risita.

Un curvado triángulo de cristal azul estaba clavado en el pie de la niña, y él empezó a realizar la pequeña cirugía que aquello requería.

—Te voy a contar la historia de un pie vendado. Cállate ahora y escucha a papá. Cuando yo estaba en el ejército, un viejo camarada que conocía salió fuera de su tienda descalzo. Muy imprudente, estarás de acuerdo, porque fue a parar justamente contra la boca de un ligrefante dormido.

Joseph sintió cierto placer al ver las ganas de escuchar de la niña, su propia habilidad de entretener, la suavidad de los blancos piececitos en su mano, y la capacidad de poder, finalmente, practicar la medicina en una persona, en la niña, para consolarla, para ser un padre bueno, para olvidar sus últimos e innumerables fallos.

—Como debes saber, los ligrefantes prefieren dormir con...

—¿Qué? —La niña repitió su natural pregunta pese a sus abundantes lágrimas y la sangre que manchaba las manos de su padre.

—Creía que lo sabías. Un ligrefante es un animal con los dientes, los bigotes y la melena de un león, y el tronco y las patas de un elefante, y con las rayas de un tigre, pero por supuesto en rosa y azul. Todo el animal no es mayor que un ratón, pero duerme igual que tú, Angelica, boca arriba, con la boca completamente abierta y las garras junto a su barbilla. A diferencia de ti, tiene unos dientes sumamente afilados, que quedan al descubierto cuando duerme. Bueno, este antiguo camarada de mi regimiento —que nunca podía dormir bien y estaba siempre yendo de un lado a otro— salió andando de su tienda y fue a parar contra aquellos afilados dientes del ligrefante. Empezó a chillar y a dar saltos por ahí, y el ligrefante se despertó de un sueño en el que estaba cazando cebras, sintiendo el sabor del soldado de caballería en la lengua. Entonces llegó a la conclusión, de forma bastante natural, de que

había cazado una cebra, así que dejó escapar un grito, para llamar a los otros ligrefantes a que fueran a compartir aquel festín. Todos sabíamos lo que pasaría. Pronto nuestro campamento se vio invadido por ligrefantes. Se comían nuestra comida, hacían agujeros en nuestras ropas, arrojando trozos de piel por todas partes; y eso, cariño —le dijo a la niña que se mordía los labios mientras él le vendaba el pie—, estropearía nuestras armas y nuestro té y sobre todo nuestros mapas, lo que querría decir que seguramente no sabríamos encontrar el camino y no podríamos volver a casa, a Inglaterra, y no volveríamos a ver a tu madre, y no nos casaríamos ni seríamos bendecidos con tu nacimiento. De modo que...

Ató el último nudo, apretó el pie aquí y allá, encantado de que no aparecieran manchas de sangre en la venda. Tapó a la niña con una manta limpia. La pequeña cerró los ojos y deslizó la punta de su dedo una y otra vez por el puente de su nariz.

—De modo que corrimos con nuestros gorros de dormir y algunos terrones de azúcar —que a los ligrefantes les chiflan—, y los encerramos a todos. Acabó siendo un juego. Yo, como era el que tenía conocimientos médicos, era el más experto, y fui el ganador.

—Eres un mucho excelente doctor.

Él no la corrigió.

—Los recogí metiéndolos en mi gran gorro de dormir.

—¿Cuatro mil?

—Más.

—¿Quinientos?

—Justamente. Ahora tienes que dormir, niña.

—No te vayas. Por favor, quédate, papá. Duerme aquí. ¿Y si mi cama se vuelve a quemar?

El miedo de Angelica, que asomaba ante cualquier signo de que él fuera a marcharse de su lado, hacía que se apresurara a llenar todos los silencios. La niña se esforzaba por tener una conversación y así impedir que se fuera.

—La señora gorda dijo que hay un hombre colgando en nuestro techo —dijo Angelica, mientras sus ojos se cerraban.

—¿Qué señora gorda?

—No hay ninguna señora gorda. Hice un juramento. No estuvo aquí cuando te fuiste.

Cuando la niña se durmió, él siguió contemplándola, hermosa, blanca y suave, bañada por la plateada luz de la luna. Era Constance... No era el confuso enigma, ni la pálida y manchada víctima de la fiebre puerperal, ni la transformada bestia maternal, sino la Constance del mostrador de la tienda, o casi. Angelica pronto sería la viva imagen de la muchacha que vendía objetos de papelería en Pendleton’s, aunque una imagen temblorosa, como si estuviera proyectada en un negro estanque de agua donde rielaba la luna. Ella, muy de vez en cuando y sólo en momentos de reposo, cuando uno contenía la respiración, presumiría de los labios y ojos de su madre, de sus miradas, tanto las sinceras como las fingidas.

En la niña, las manipulaciones y el artificio eran todavía transparentes, y por lo tanto instructivos. Esta expresión franca le enseñaba a interpretar la secreta, porque allí, cuando él apareció, estaba acurrucada Constance en el suelo del pasillo, y sus expresiones y mentiras en los minutos que siguieron se explicaban por el rato que acababa de pasar él con la niña. Constance fingía primero una cosa, luego otra, el miedo, la preocupación, el amor, el respeto, y él veía el chirriante mecanismo funcionando por debajo. Le vendó la mano, cortada por la lámpara que ella pretendía que se había roto al tratar de abrir la ventana. Afirmaba no haber visto nunca el cristal azul que él acababa de sacar del pie de Angelica, aunque había varios trozos debajo del espejo. Por más que Joseph sabía que en lo principal ella estaba mintiendo, no podía ver con exactitud cuándo, o por qué, o qué verdad estaba escondiendo. Cualquier fragmento de su explicación era plausible, pero su totalidad era sospechosa.

—¿Qué te ha pasado? —preguntó Joseph—. Apenas te reconozco ya. Te escondes de mí.

—Te juro que no estoy escondiendo nada. He sido siempre sincera en todo contigo. Es mi deber con mi marido.

Él apartó la mirada mientras ella hablaba, y percibió la misma fácil ironía de Harry, incluso de su propio padre. Ella exhibía una perfecta máscara de inocencia —que debía de requerir horas de cuidadosa preparación ante un espejo— o la perfecta inocencia.

—¿Dónde va a acabar todo esto? —preguntó, detrás de ella, con sus manos sobre los hombros de la mujer, y sintió que los músculos de ésta se contraían como si quisiera esconderse de él bajo el suelo. De no haberse despertado él, de no haber salido al pasillo, la locura de Constance —para ser generosos, su loca despreocupación— podía muy bien haber acabado con la vida de Angelica, o la de ella misma, tal como había previsto el doctor Miles. La idea de que, en algún momento de ofuscación, ella podía, sin querer, causar daño a la niña ya no era inconcebible, aunque al mismo tiempo también era imposible conciliar eso con el recuerdo de su bondad. Joseph sabía que una cosa no necesariamente excluía a la otra, aunque no podía considerar como ciertas ambas cosas: si ahora era mala, no había sido encantadora, y si había sido encantadora, ahora no era mala, no estaba mintiendo, no era ninguna amenaza para la niña.

Aquellas dos extrañas le habían quitado mucho, y aun así, ante la idea de que ellas llegaran a sufrir algún daño, le invadía la ternura como una llama se apodera de un papel. Era tan doloroso que él sujetó la cara de su esposa y rezó silenciosamente a un Dios que no existía para que ella no fuera mala, ni loca, ni evocara a, o huyera de, fantasmas, para que no le ocultara su naturaleza, para que fuera la misma dulce criatura de años atrás, igual e inalterable, como la niña había prometido que sería. La besó.

—Has de tener cuidado. Tú y la niña sois demasiado valiosas.

 

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