Angelica

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Tercera parte » Capítulo 17

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r. Barton! ¡Excelente! Deseaba hablar con alguien esta mañana. ¿Vino usted? Por qué hizo usted eso... Nunca paso consulta los miércoles. Siéntese, señor, siéntese. Sí, sí, no lo dudo, pero, primero, anoche tuve una experiencia notabilísima; me gustaría que otros oídos la hicieran más real, si comprende usted lo que quiero decir. Mientras, según entiendo, estaba usted esperando en mi jardín, yo estaba cenando como invitado de un colega de la Royal Astronomical Society. Cenábamos en la sede de la sociedad, en una sala iluminada por estrellas en movimiento en su techo. Barton, la sociedad emplea a una especie de Da Vinci tan magistral en su cocina que apenas puedo expresar mi maravilla ante su arte. Cada plato, sabe usted, representa una fase del conocimiento humano del universo. La sopa —sea paciente conmigo, yo no soy astrónomo—, la sopa era el universo tal como lo describía Aristóteles: anillos concéntricos de tomate, y crema de pimienta esparcida sobre un

potage negro, y en el centro estaba la Tierra, representada por una tostada redonda, coloreada de azul, encima de la cual aparecía un muy convincente mapa de Grecia hecho con crema de espárragos. En cada uno de esos círculos concéntricos había un objeto flotante: un disco de tomate para Marte, un rombo de chirivía para Venus, una trufa como la Luna, todo ello salpicado con dorado polvo de estrellas... virutas de oro, excelente para la sangre.

Joseph se iba sintiendo cada vez más pesado en su silla. La voz de Miles tenía un efecto sedante.

—¡Sigamos! Los persas, quizás los indios, no puedo recordar, tal vez los chinos... creían que la Tierra era una montaña veteada de ríos sujeta en las mandíbulas de una víbora, y el Sol, la Luna y las estrellas estaban sostenidos respectivamente en el dorso de una tortuga, en las alas vueltas de un águila y en una cesta que colgaba del morro de un verraco. Barton, era una representación sin igual. Las conchas de sus tortugas habían sido reemplazadas por delgadas tajadas de buey esculpidas, y debajo un brillante melón amarillo relleno de pulpa de naranja y rábanos. El ave era enorme, un ganso enorme con las asadas alas extendidas hacia arriba y arqueadas, sobre huevos de codorniz y, balanceándose entre las puntas de sus alas, la Luna: una superficie de patatas al gratén, mares de judías, volcanes que vomitaban queso fundido, sin duda expulsado por algún artilugio situado bajo la mesa. ¡Y aquel jabalí indio! Visnú lo bendiga, tan grande como usted era aquel ejemplar, pero una visión muy suculenta, y en sus mandíbulas un cesto, tejido de fideos, sosteniendo una montaña de estrellas: las yemas de codorniz flotando en manjar blanco y... oh, sí, sí sí, lo recuerdo: ¡la víbora y la montaña! Bueno, cada uno de nosotros recibió una anguila de gelatina, ojo, las mandíbulas abiertas, agarrando en sus fauces trozos de cerdo, por los que fluía una salsa azul para representar los ríos, sabe usted. Y ahora el pudin... Estoy omitiendo algunos platos. No soy capaz de recordar la cosmología de todos aquellos pescados entrelazados, los quesos moldeados como cometas de Copérnico o algo así. Tengo el folleto aquí, en alguna parte, explicando cada plato.

»Pero en el pudin, Barton, llegamos finalmente a la moderna, científica y completa interpretación de nuestro universo. Cinco pinches de cocina nos trajeron aquel alarde sobre una plataforma casi tan grande como la misma mesa. Aquel hombre era un verdadero maestro. Habría sido la cosa más fácil del mundo hacer ocho globos de chocolate y luego escarcharlos con la misma pasta de azúcar de colores ligeramente diferentes. Pero no, él no podía conformarse con una obra pedestre. No, los ocho planetas orbitaban un sol hecho de crema de limón, cada planeta a su vez rodeado por sus correspondientes satélites. El centro de la mesa era Saturno, circundado por caramelos duros de todos los colores apretados para formar los flotantes anillos del tamaño de una rueda de berlina. ¡Y Júpiter! ¡Vaya pudin! Aparentemente, Júpiter es de color anaranjado y tiene una enorme mancha roja, aunque si esa mancha está hecha de la más dulce confitura de grosella y frambuesa, supongo que sólo lo sabrá Nuestro Creador. ¿Y los helados polos de la Tierra? Merengue de vainilla. ¿Venus? Naranjas americanas y azúcar de remolacha cubriendo un bizcocho de Génova hecho de crema de limón.

Joseph deseaba ahora que los recuerdos de Miles pudieran seguir fluyendo indefinidamente, liberándolo de la necesidad de pensar. Podría haber permanecido sentado allí hasta que el sol se pusiera y volviera a salir, mirando a través del ficus Cavendish Square, más allá, y viendo de segunda mano los ríos de oporto, los bosques de cigarros, la conversación de los grandes científicos reunidos para un tranquilo festín sólo para hombres. Sin embargo, con un puñado de nueces asteroidales esculpidas, el doctor llegó al final de su alegre recitado e insistió en oír las penas de Joseph.

—¿Incendió la habitación? ¿Está usted absolutamente seguro? De modo que la histeria ha empeorado, no puede caber duda. Trastorno que tiene su raíz en el miedo mórbido al deber conyugal, causa no pertinente. Ha intentado usted, a su manera, ejercer su voluntad sobre ella, y ella se ha resistido. Está decidida a abandonarse, parece. Ha elegido la histeria y, con esa rendición de su cordura, ha expuesto su hogar a una grave infección.

»La niña representa los fracasos de su esposa; por lo tanto su trastornado yo la odia y, si no restauramos su lado bueno, la atacará. Nada de esto es muy infrecuente, Barton, en mujeres de cierta clase y constitución. La ciencia médica demuestra a diario lo que se lleva sabiendo desde la Expulsión del Hombre del Paraíso: están

todas completamente locas, en mayor o menor grado, parte del tiempo. Están gobernadas por la luna, como lo están las mareas. Son criaturas de las mareas, diosas del mar. Las amamos por ello, pero son propensas a las mismas furiosas tormentas que los océanos. No es extraño que la palabra

mar sea, sin excepción, un nombre femenino en cada una de las lenguas que juiciosamente asignan género a los objetos.

«¿Consultó a una médium? Por supuesto. Los espiritistas tienen partidarios entre todas las clases sociales, incluyendo a muchos hombres eminentes que deberían mostrarse más juiciosos; pero la credulidad es una infección que la medicina parece totalmente incapaz de erradicar. En las mujeres, el atractivo de las prácticas ocultas está profundamente arraigado. Yo he investigado todas estas visiones y apariciones a que son tan aficionadas, la substancia ectoplasmática que vomitan, las mesas habladoras, las escrituras automáticas... Todo esto es femenino en su misma esencia, y viene totalmente al caso con usted, por desgracia. En la raíz de todo este asunto hay un miedo esencialmente sexual: el miedo de la transformación, o el deseo de transformación acompañado de un temor ante ese mismísimo deseo. Examine, señor, el mito de la licantropía, la mensual metamorfosis de un hombre en lobo. ¿Por qué asusta eso? Porque

hay criaturas que, en realidad, se transforman involuntaria y horriblemente cada mes, con resultados sanguíneos, dolorosos, desorientadores... Un mensual extravío del carácter. Y, al igual que las mujeres temen ese cambio regular, así lo hacen los hombres, en su alma, siendo el miedo similar en todos los sentidos al de ellas. De ahí, la licantropía. ¿El vampirismo? Cada caso cuidadosamente investigado ha resultado ser un loco, que afila sus dientes y ataca a las mujeres para beber su sangre, a fin de llegar a

ser como ellas. Como es usted un científico, puedo recomendarle algunos textos: Gellizinski, Raspar, Ufford, Karl Knampa, incluso mi propia y humilde contribución puede encontrarse en Gower’s, en Old Compton. Estamos todos dando vueltas sobre las mismas verdades, señor. Su mujer teme su propio deseo de ser transformada en un hombre. Usted la asusta porque representa ese oculto deseo. Y los espíritus que ella cree que la acechan —apuesto que usted cena en La Tourelle—, esos espectros están tratando de ahuyentarla de su más profundo deseo, porque su lado bueno sabe que ese deseo es malsano. Los espectros —aunque ella posiblemente no lo sepa, o no lo admita si se le informa—, están ahí por orden suya, porque ella desea ser asustada y puesta de nuevo en su lugar por una indiscutible autoridad... Un papel que yo le pedí

a usted que representara, señor, pero del cual usted abdicó, para su perjuicio y el de ella.

Aunque parte de la filosofía de Miles se le escapaba a Joseph, había un elemento que lo había impactado: desear el cambio incluso aunque uno lo tema. Esto estaba fuera de discusión. Él se había enamorado —si ése era el término apropiado— de la joven de la papelería, y, en cuanto fue capaz, la sacó de allí y la hizo su esposa. Amaba a una esbelta y bonita muchacha, la había preñado y se había cansado de lo mucho que lo hacía sufrir. Había desencadenado un proceso que ahora estaba lanzado a toda velocidad, imparable.

Él mismo se había transformado también, simplemente por estar tan estrechamente ligado a ella y a la niña. Se había alterado más allá de donde llegaba su amor, como los condenados de Dante:

Una forma pervertida, no lo que era, / cambiado en todos sus aspectos.

Estaba sentado delante de la arqueada ventana, de un piso alto de un hotel de cinco siglos de antigüedad, con el Duomo de Florencia, plateado y negro, situado detrás y debajo de él, una luna llena que servía de redonda lámpara de lectura, y bajo esa única luz le había leído a ella el Dante. Aquel momento, aquella cima de su felicidad y perfecta tranquilidad, los dos juntos, se había ya, incluso entonces —Joseph lo veía ahora gracias a la áspera luz blanca del diagnóstico del doctor Miles—, corrompido por la transformación, porque apenas una hora más tarde la mujer llevaba en su interior la primera semilla de la destrucción, dispuesta a desfigurar su belleza, su juventud y su paz mental siete meses más tarde. Y aunque él mismo había plantado esa semilla con la mejor de las intenciones, quizás ella había sido más juiciosa que él, temiéndole con razón como al agente de la transformación. En aquella noche iluminada por la luna, en un castillo de cuentos de hadas, él la había tomado con toda la suavidad y gentileza de las que era capaz, pero ella, a pesar de todo, gritaba de dolor y de miedo.

 

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