Angelica

Angelica


Primera parte » Capítulo 1

Página 3 de 61

C

a

p

í

t

u

l

o

1

 

S

upongo que la tarea que se me ha impuesto debería empezar como una historia de fantasmas, ya que seguramente así vivió Constance estos acontecimientos. Me temo, sin embargo, que ese término despierta exageradas expectativas en usted. Difícilmente lograré asustarlo, aunque lea esto a la luz de una temblorosa vela y con el ruido de fondo de las crujientes tablas del suelo. O conmigo a sus pies.

De acuerdo. Será una historia de fantasmas. La escena se inicia bajo una nada amenazadora luz del sol, la mañana en que Joseph echó a la niña de su dormitorio. Las historias de miedo que Constance le relataba a la cabecera de su cama siempre comenzaban pacíficamente, y así empezará la suya:

El estallido de la luz de la mañana reveló de repente el dorado polvo de las colgaduras carmesíes y dibujó venas negras en los bordes del alféizar de color nogal. Había que reparar el marco, pensó ella. Los lejanos trinos irregulares de los inseguros dedos de Angelica recorriendo torpemente las teclas del piano, abajo, el aroma a harina de las primeras hogazas de pan que se elevaba de la cocina: en medio de esta mullida seguridad doméstica la rabia de su marido la pilló desprevenida.

—He sufrido esta insultante situación demasiado tiempo —dijo él—. No puedo seguir tolerando esto ni una noche más... esta

inversión de la naturaleza. Tú alientas este socavamiento de mi autoridad. Disfrutas con ello —la acusó—. Se acabó. Angelica tiene un dormitorio y dormirá en él. ¿Queda claro? Nos has puesto en ridículo. ¿No te das cuenta? Respóndeme. ¡Responde!

—¿Y si ella, querido, tiene que llamarme por la noche?

—Entonces vas a su lado, o no. La cuestión carece de importancia para mí, y, la verdad, dudo de que la tenga para ella.

Joseph señaló la camita, a los pies de su propio lecho, como si la viera por primera vez, como si su misma existencia justificara su rabia. Aquella visión reavivó su ira, y le arreó un puntapié, y se quedó satisfecho al ver que su bota deshacía un poco la camita tan bien hecha. Quería que el gesto afectara a Constance, y ésta retrocedió.

—Mírame cuando te hablo. ¿Quieres que vivamos como una tribu de gitanos? —Estaba gritando, aunque ella no lo había contradicho, pues en siete años no se le había ocurrido rebelarse así—. ¿O ya no eres capaz siquiera de un sencillo acto de obediencia? ¿Hasta eso hemos llegado? Trasládala antes de que yo vuelva. No hay nada más que hablar.

Constance Barton se mordió la lengua ante el iracundo discurso de su marido. Cuando se ponía tan imperioso, cuando se imaginaba tan sumamente inglés, incluso mientras se pavoneaba como un

bravo italiano, el sentido común no podía abrirse camino en él.

—¿Por cuánto tiempo lo habrías retrasado si yo no hubiera puesto fin a ese capricho femenino?

A pesar de la aquiescencia que implicaba su silencio, él siguió aleccionándola, hasta que ella le reconoció su buen juicio.

Pero Constance veía más lejos que él. Aunque Joseph podía engañarse creyendo que estaba simplemente trasladando la cama de una niña, ella veía más allá. Él estaba ciego (o fingía serlo) a las evidentes consecuencias de su decisión, y Constance sería la que pagaría si él no sabía controlar sus apetitos. Si se le pudiera convencer de que esperara un poco más, el problema desaparecería solo. El tiempo establecería una relación diferente, más fría, entre ellos. Ése era el destino de todos los maridos y esposas. Cierto, la fragilidad de Constance (y de Angelica) había exigido que ella y Joseph se adaptaran más apresuradamente que la mayoría, y ella lo sentía por él. Siempre había pensado que Angelica acabaría exiliada abajo, desde luego, pero más tarde, cuando ella ya no requiriera la protectora presencia de la niña. No estaban lejos de ese horizonte más seguro.

Pero Joseph no concedería ninguna prórroga.

—Has permitido que se te escapen demasiadas cosas. —Se abrochó el cuello—. La niña se está malcriando. Ya te he permitido demasiado.

Sólo tras oír el ruido de la puerta de la casa, única garantía de que él se había marchado a su trabajo, bajó Constance a la cocina y, sin delatar ni una pizca de dolor al dar las instrucciones, le pidió a Nora que preparara el cuarto infantil para Angelica, llamara a un hombre para que desmontara la cama de la niña, que se había quedado pequeña, y trasladara la silla Edwards de seda azul del salón al lado del cabecero de su nueva cama.

—Para cuando le lea —añadió Constance, e ignoró la expresión de extrañeza de la muchacha irlandesa.

—Ya lo verás, Con... La niña se alegrará del cambio —le había prometido Joseph antes de marcharse, bien fuera por falta de consideración o por pura crueldad (qué niña se alegraría al separarla de su madre). Constance deslizó sus dedos por las livianas ropas de Angelica, que colgaban en el armario de sus padres. Sus juguetes ocupaban sólo una ínfima parte del espacio de la habitación, y sin embargo, él había ordenado: «Fuera todo esto. Absolutamente todo. No quiero ver una sola cosa cuando vuelva.» Constance transmitió estas bruscas órdenes a Nora, ya que ella no se sentía capaz de ejecutarlas por sí misma.

Salió con Angelica, buscando excusas para permanecer alejada de todo aquel trastorno hasta última hora de la tarde. Llevó, como todas las semanas, dinero, comida y conversación a la viuda Moore, pero no consiguió ahogar sus preocupaciones en las agradecidas, rutinarias lágrimas de la vieja. Se entretuvo en el mercado, en el salón de té, en el parque, observando cómo jugaba Angelica. Cuando finalmente regresaron, mientras rompía a llover como venía amenazando desde hacía rato y caían cortinas de cálida agua, se ocupó de sus tareas abajo, sin mirar nunca hacia la escalera, dándole instrucciones a Nora, recordándole que ventilara los armarios e inspeccionara la cocina. Hundió el dedo en el pan, criticó el descuidado estado de la despensa y luego dejó a Nora a media reprimenda para sentar a Angelica ante el piano para que practicara

El Niño Malvado y el Bueno. Se sentó al otro lado de la habitación y se dedicó a doblar las servilletas.

—¿Cuál de las dos niñas eres tú, cariño? murmuró, pero no encontró más que tristeza en la bien ensayada respuesta:

—La buena, mamá.

Mientras la niña interrumpía y reanudaba sus ejercicios, Constance se obligó finalmente a subir al primer piso. Dio varias vueltas ante la puerta cerrada del nuevo hogar de Angelica. Ninguna sorpresa le deparó su interior. De hecho, la habitación apenas mostraba cambio alguno, el cuarto llevaba media docena de años esperando. Seis años antes, con su flamante esposa embarazada de siete meses, Joseph, sin resentimiento aparente, había desmantelado su amado laboratorio para montar la habitación de los niños. Pero Dios le exigió a Constance tres intentos antes de que sobreviviera un bebé que ocupara la habitación. Y aun entonces siguió vacía, porque durante las primeras semanas de la vida de Angelica, tanto la madre como la hija estuvieron enfermas, y era más sensato que la recién nacida durmiera al lado de su insomne madre.

En los meses que siguieron, la fiebre puerperal de Constance y las enfermedades infantiles de Angelica fluían y refluían, como si entre las dos almas unidas hubiera solamente salud para una de ellas, de manera que había transcurrido un año entero antes de que fuera aconsejable enviar a la niña abajo, al cuarto infantil, Incluso cuando la salud de Angelica se hubo recuperado, el doctor Willette insistió mucho en el otro tema, éste más sensible, y por ello —la solución se le ocurrió a Constance— pareció más sencillo y más seguro mantener a Angelica provisionalmente durmiendo al alcance de su oído.

Nora había colocado la silla al lado de la cama. La muchacha irlandesa era fuerte, más musculosa que gorda, pues la había llevado ella sola. Había puesto la ropa de Angelica en el infantil armario de madera de cerezo. Ese encierro al que Angelica había sido condenada era desolador. La cama era demasiado grande. Angelica se sentiría perdida en ella. La ventana no encajaba bien y el ruido de la calle seguramente le impediría dormir. La ropa de cama se veía gastada, lúgubre bajo la grisácea luz del lluvioso día. Los libros y las muñecas carecían de alegría en sus nuevos lugares. No era extraño que Joseph hubiera tenido su laboratorio allí; era una oscura y desagradable habitación, adecuada sólo para el hedor y los residuos de la ciencia. La Princesa Elizabeth destacaba reclinada en la cima de las almohadas, sus piernas cruzadas a la altura de los tobillos. Nora sabía cuál era la muñeca favorita de Angelica, y demostraba su afecto por la niña.

La silla azul estaba demasiado lejos de la cama. Constance la empujó para moverla, produciendo un ligero golpeteo, unos centímetros hacia delante. Volvió a sentarse, se alisó el vestido, luego se levantó y enderezó las piernas de la Princesa Elizabeth hasta que tuvieron una posición más natural, Le había levantado la voz a menudo a Angelica durante su paseo, ladrándole bruscas órdenes (igual que Joseph había hecho con ella) cuando un poco de amabilidad habría sido mucho más eficaz. EL día en que ella iba a perder una parte de su niña, el día que deseaba abrazarla con más fuerza que nunca... justamente ese mismo: día, Angelica la había estado irritando cada dos por tres.

El cambio de habitación de Angelica —ese catastrófico cambio de todo—, poco después de su cuarto cumpleaños, posiblemente marcó el nacimiento de los más tempranos y profundos recuerdo de la niña. Todo lo que había pasado antes —los abrazos, los sacrificios, los momentos de satisfacción expresados con un lento parpadeo, la defensa de la niña contra algún acto de fría crueldad de Joseph—, nada de eso sobreviviría en la pequeña como recuerdo consciente. ¿De qué servían aquellos años olvidados, toda la bondad no registrada? Como si la vida fuera el relato de una historia cuyo centro y final fueran incomprensibles sin un comienzo que se recordara claramente, o como si la niña fuera desgraciada, culpable por no recordar toda la generosidad y amor mostrados a lo largo de esos cuatro años de vida, de ocho meses de llevarla dentro, de toda la agonía de los años previos.

Ese día, ese hecho, marcaban el momento en que la relación de Angelica con el mundo cambiaba. Ella empezaría a recordar su propia historia ahora, reuniría a partir de esas semillas los medios para cultivar un jardín: esos cristales transparentes serían la «ventana de su habitación infantil», del mismo modo que la de Constance, recordaba ella ahora, había sido un círculo de vidrio coloreado, separado por unos listones de madera que lo dividían en ocho porciones, como una tarta. Sería como su manta, cuya textura definiría el concepto de «suave» que tendría Angelica el resto de su vida. Los pasos de su padre en la escalera. Su olor. Cómo se consolaría ella en los momentos de miedo.

Una canción farfullada usurpó el lugar de las escalas de piano inacabadas, la melodía se detuvo en seco, abandonada en medio de la segunda escala. La inconclusa armonía hizo estremecer a Constance. Un momento más tarde, oyó los pasos ligeros de Angelica en la escalera. La niña entró corriendo en su nueva habitación, saltó sobre la cama y estrechó su muñeca entre sus brazos.

—De modo que era aquí donde se escondía la princesa —dijo—. Estuvimos buscando por todas partes a Su Alteza.

Tocó ceremoniosamente cada uno de los oscuros postes de la cama, luego examinó la habitación desde el techo hasta el suelo, jugando a la recatada cortesana. Era evidente que quería hacer una pregunta. Movía sus labios como si seleccionara las palabras. Constance casi podía leer los pensamientos de su hija, y finalmente Angelica dijo:

—Nora dice que voy a dormir aquí ahora.

Constance apretó a la niña contra su pecho.

—Lo siento mucho, cariño.

—¿Por qué lo sientes? ¿Ha de quedarse la princesa contigo y con papá?

—Claro que no. Tú eres su dama de honor. Se sentiría perdida arriba.

—Aquí estará libre de preocupaciones reales, por una temporada. —Angelica citaba inconscientemente un libro de cuentos. Cruzó la habitación hasta el diminuto tocador, arrastró su sillita pese a las protestas de su madre y se subió a ella para atisbar por la ventana—. Puedo ver la

calle. —Se puso de puntillas en el borde del asiento de la silla, forrado en tela escarlata, y apretó las manos y la nariz contra el vidrio de la ventana, que no encajaba bien.

—Por favor, ten cuidado, cariño. No hagas eso.

—Pero

puedo ver la calle. Ésa es una yegua alazana.

—Ven, por favor, ven un momento. Tienes que prometerme que, si me necesitas, no vacilarás en llamarme o incluso en venir a despertarme. Nunca me enfadaré si me necesitas. Será como siempre, de veras. Sentada en mi regazo. Sí, y la princesa también. Ahora dime, ¿estás contenta con este arreglo de tu padre o no?

—Oh, sí. Papá es muy bueno. Estamos en una torre, ¿no?, lo digo por esa ventana.

—No, no es una torre. Ya dormías en un lugar alto, con nosotros, arriba. Soy yo la que duerme arriba, en la torre.

—Pero tú no tienes ninguna ventana desde donde se vean los caballos allá abajo, así que ésta es la torre.

La niña se sentía feliz.

—¿No tendrás miedo de estar sola cuando te duermas?

—¡Oh, mamá, sí! ¡Sí que lo tendré! Da mucho miedo. —Y su cara reflejaba que estaba pensando en la oscura noche que la esperaba, pero luego inmediatamente se iluminó—. Pero seré valiente como la pastora. «Cuando los bosques se escuecen, / la débil luz de las estrellas palizas, / la luz de Dios deja su marca. / Entonces su corazón se lamenta. / La luz de Dios deja su marca... Cuando los bosques se escuecen...»

Constance alisó el cabello de la niña, acarició sus pequeñas y blandas mejillas, y acercó la redonda carita a la suya.

—«Cuando los bosques se oscurecen / y a la débil luz de las estrellas pálidas, / sí que la luz de Dios deja su marca. / Entonces su corazón se acobarda, pero...»

—«Pero su fe es como una lámpara» —la interrumpió Angelica orgullosamente, pero luego volvió a balbucear—: «Y el amor de Dio... De De...» No me acuerdo.

—«Y el

amor de Dios es más vivo... todavía... que...» —le animó su madre.

—¿Veré la luna a través de la ventana de la torre?

 

Ir a la siguiente página

Report Page