Angelica

Angelica


Primera parte » Capítulo 6

Página 8 de 61

C

a

p

í

t

u

l

o

6

 

N

o lo hueles, Nora? Lo impregna todo. Es asqueroso, y se pega a la piel. —La muchacha asintió—. Apenas puedo dormir por ese olor. Abre la casa y hazlo salir.

La irlandesa fue a buscar la fuente del olor, pero Constance la detuvo.

—Espera. He visto alguna grieta en la vajilla buena, Nora. Por favor, dímelo cuando se rompa algo. Ya sabes que nunca castigo los accidentes. Sólo el engaño.

—Dispense, señora. Pero yo no sé nada de platos rotos.

—Ya basta. Ve a airear la casa.

Constance subió por la escalera y se detuvo en el umbral de su cuarto, asombrada ante lo que veía: Joseph se había afeitado la mitad de la cara. El lado izquierdo seguía siendo el de su marido, su prometido, su pretendiente. ¡Pero el derecho! No se había recortado o arreglado la barba; se la había quitado, y allí aparecía un rostro que ella nunca había visto, salpicado aquí y allá de sangre. Joseph estaba suavizando la navaja y examinando su nuevo rostro en el espejo.

—Era hora de cambiar —le dijo al pequeño y lejano reflejo de la mujer.

Ella se acercó lentamente.

—¿De veras? Estoy tan... No me habías dicho nada de esta... drástica intención. Es completamente... ¿Se afeitan los demás totalmente ahora?

El blanco lavabo se estaba llenando de pelos de la negra barba, al tiempo que él se la afeitaba.

—Llega un momento en que los viejos arreglos han de cambiarse. Es una suerte de perdón, podría decirse.

—¿A quién estás perdonando, amor mío?

Él se limitó a ponerse un poco más de jabón en la mejilla.

—De niño, yo estaba de pie ahí, donde tú estás ahora, y veía cómo lo afeitaban. Un ayuda de cámara, o incluso mi institutriz. Parecía un sacramento. Siempre iba rasurado.

—Pero eso era la moda entonces. Apenas hablas nunca de él.

Durante siete años ella había conocido la cara de Joseph, inalterable, sin edad. Ahora, de repente (o, más bien, en dos etapas), él le estaba ofreciendo una enorme y profunda alteración. No parecía más viejo, ni era menos guapo, sólo nuevo, recién hecho, con diferentes expresiones que aprender, e indudablemente más italiano, demasiado italiano.

Cuando Constance regresó a la habitación veinte minutos más tarde para recoger la ropa de cama y las camisas de Joseph, encontró a Angelica en las rodillas de su padre. Se estaban susurrando cosas. Él se había vestido ya, y la niña le estaba acariciando la mejilla desnuda, primero con su mano y luego con los deditos de madera de su muñeca.

—¿Te gusta? —le preguntó Angelica.

Constance anunció su presencia, y Joseph se dio la vuelta, revelando su otra mejilla, que tenía un corte rojo en diagonal. Ella le dio una toalla.

—¿Cuántos años tienes, niña? —le preguntó él muy seriamente a la niña mientras Constance le restañaba la sangre.

—¡Cuatro!

Él miró a Constance, como si la respuesta demostrara algo que él hubiera pensado.

—¿Te acuerdas de algo de ti misma a esa edad?

—Apenas. Recuerdo muy poco, tenía muchas penas en esa época.

—Diría que fuiste la niña más bella... la viva imagen de la mujer en que te has convertido —dijo con esa otra, y más nueva bella niña en su regazo, ambas, madre e hija, con la mirada fija en su rostro.

Despidieron a Joseph en la puerta, Angelica sosteniendo la mano de su madre. Dentro, con todas las puertas y ventanas abiertas, el aire de junio penetraba en el hogar, y Constance se reclinó en el sofá, atrayendo a su hija hacia sí. Acarició el pelo de la niña, que a su vez acariciaba el de su muñeca.

—Conocí a tu papá con esa barba —dijo, maravillándose ante toda la compartida historia que él había cercenado por un capricho.

 

—Es usted nueva —le había dicho el hombre de la barba mientras le pagaba dos libros mayores encuadernados en piel, la tinta china y la caja de tarjetas.

—Cierto, señor. Mr. Pendleton me ha dado el empleo no hace mucho.

—Bueno, entonces, felicidades de parte de uno de los clientes de Mr. Pendleton. Su presencia es muy bien recibida. La tienda está más animada.

Su acento lo revelaba como un caballero de calidad. Un tonillo —¿era de burla?— se deslizaba en su voz. Le pasó las monedas, una por una, con exagerada lentitud, le pareció a ella ahora, siete años más tarde, de pie en la cocina, observando cómo limpiaba Nora los fogones, escuchando sólo distraídamente la cháchara de Angelica sobre las hazañas de la Princesa Elisabeth. En el recuerdo, las acciones del hombre eran lentas hasta casi la inmovilidad, una lentitud imposible. El cliente apretaba cada moneda contra su palma, imprimiéndola ligeramente en la blanda carne de su mano, y, con cada moneda, iba haciendo la suma, sin apartar la mirada de sus ojos. La memoria se aceleró hasta recobrar las imágenes su velocidad natural: ella le tendía dos monedas de cambio, envolvía sus compras en el fino papel, sellaba el paquete con el extravagante sello en forma de ave de

Pendleton,

Papelero, le daba las gracias y le deseaba un buen día.

—Ahora estoy seguro de que tendré un día inmejorable.

Mr. Pendleton la había preparado justamente para eso, desde luego... Le había dado el empleo para provocar exactamente eso. «Nuestro caballero paga un recargo para sentir que el tiempo que pasa en nuestra casa es una maravilla desde el momento que entra. El olor de cuero que lo recibe, la vista de las vitrinas, bien brillantes, y, sin duda no lo menos importante —había dicho Mr. Pendleton, sin rastro alguno de aprecio, o deseo, por lo que estaba describiendo—, las preciosas damitas que responderán a las preguntas de nuestro caballero, alabarán su gusto por los

objetos elegantes y lo conducirán hacia las compras que

ellas encuentren más apropiadas como complemento para ese hombre que conocen tan bien.» Sólo entonces llegarían las explicaciones sobre láminas, sellos, almanaques, tarjeteros, tonalidades y gruesos de papel, el método adecuado para envolver la compra de una caja destinada a guardar el papel de envolver cajas.

Mary Deene se rió sarcásticamente.

—Se te aconsejará que muestres tu bonita cara la próxima vez que él venga a husmear por aquí. Que le preguntes todo lo cortésmente que puedas en qué tinta le gusta humedecer su pluma. Y asegúrate de que tu Mr. Pendleton sabe que el caballero en cuestión viene a rellenar sus tinteros con más frecuencia desde que tú estás en el mostrador. Apuesto a que nuestros caballeros empezarán a verter su tinta en la calle para poder volver antes a depositar sus monedas en las bonitas manos blancas de Connie Douglas. Las calles quedarán todas manchadas de negro, como un bebé de Bombay, y nosotras, las chicas sin atractivo, tendremos que comprarnos zuecos para poder caminar entre los ríos de tinta.

Constance sugirió que el desconocido quizás había sido muy bondadoso. La pecosa Mary se rió y prosiguió:

—Oh, sí, harán cola, deslizando suavemente sus duras monedas en tu suave mano, derramando su tinta, mientras Pendleton se frota las manos.

Ella recordó (ignorando la imperiosa queja de Angelica sobre esto o aquello) cómo se encogió de miedo cuando él apareció al día siguiente, pretendiendo haberse olvidado de comprar un calendario de mesa el día anterior y haber sufrido, de resultas, el enfado del colega que se lo había encargado. Deseaba «corregir las omisiones» del día anterior. Y la miraba fijamente, sin parpadear, como una serpiente. ¿Sin parpadear? Seguramente no, aunque ella recordó que no sabía adónde tenía que mirar. La certeza de que la amabilidad de él era inocente desapareció, sustituida por una sensación (no del todo desagradable) de que...

—¡Mamá, que la derramas, mamá!

—No hay motivo para regañarme, Angelica. Puedo ver perfectamente bien.

Nora, que estaba de rodillas, se levantó para recoger con un trapo el blanco charco, y el recuerdo de aquella sensación desapareció de su mente rielando. Podía recordar el hecho, claro, pero el significado oculto, que ella casi había captado, ahora se le escapaba.

Algún tiempo después, tras varias compras más, cada una de ellas menos necesaria que la anterior, ella lo vio no lejos de Pendleton’s, un encuentro casual, y, como era debido, él no trató de saludarla hasta que ella lo hubo reconocido y se detuvo. Él le preguntó cómo podía Pendleton permitirse dejarla salir de la tienda. ¿Podría ella, en algún momento, más adelante, estar disponible para dar un paseo con él, para disfrutar de aquel aire primaveral? Ella podía, desde luego, invitar a una amiga, o a su madre, para que los acompañara. Ella no sabía cómo aceptar sin revelar su situación. «Me haría usted un gran honor», la apremió él, como si su silencio indicara una coqueta resistencia.

—¿Te acuerdas del día en que nos conocimos?

En tres ocasiones durante sus años de matrimonio, Joseph le había hecho esta pregunta, siempre solos en su habitación, mientras caía la tarde. Y cada vez se habían entregado luego al placer de él.

—Mamá, no estás mirando a la Princesa de los Tulipanes. Mira a...

Las tres veces él la había cogido por la nuca con mano firme.

—El día que nos conocimos está tan claro para mí como si fuera ayer, Con.

—¡Mamá! ¡Mira! ¡Mira a la princesa!

—¡Angélica! Deja de gritarme por un momento, ¿quieres?

Las lágrimas de la niña desgarraron el corazón de Constance, aunque no tanto como la diminuta carita, aturdida por la reacción de su madre. A Constance también le dolió la injusticia, como si hubiera sido ella misma la que suplicara un poco de atención, mientras egoístamente se permitía jugar con su memoria, acariciando viejos, polvorientos, deslustrados cachivaches.

—Vale, vale, mi niña, mi ángel. Mamá lo siente. Vámonos tú y yo al parque. Cuando estés lista, amorcito. Venga, ya está.

En la calle, las lágrimas de Angelica se secaron bajo la luz de junio, mientras masticaba los caramelos con sabor a lavanda que Constance le había comprado para hacerse perdonar. La niña lo valía todo. Era la prueba viviente, sus ojos brillantes por el placer de los dulces, de que Constance no había cometido ningún error aquel día en Pendleton’s, fuera quien fuese aquel hombre de rostro afeitado que ahora había sustituido al barbudo.

 

Ir a la siguiente página

Report Page