Angelica

Angelica


Primera parte » Capítulo 7

Página 9 de 61

C

a

p

í

t

u

l

o

7

 

N

o tenías miedo en absoluto durante todos aquellos años de la guerra? Te condecoraron por

courage.

Estaban tumbados uno junto al otro la primera mañana de su viaje de bodas. Ella estaba sorprendida por todas sus gentiles amabilidades, las lentas revelaciones de su vida.

—Yo me habría sentido demasiado asustada para disparar el fusil.

—Como debe ser. La mujer británica tiene demasiado valor como madre y protectora del hogar para mandarla a la conquista de tierras extranjeras.

Ella disfrutaba, después de una vida de sufrimientos y pobreza, de una insólita, casi inconcebible calma, saboreaba a pequeños sorbos la primera muestra de su nueva, inimaginable riqueza. Él la había elevado a otro mundo, en el cual uno paseaba por pueblos italianos, luego holgazaneaba en la cama mucho después de que el sol hubiera salido, mientras, fuera, más allá de la ventana, se alzaban las montañas cubiertas de nieve bajo las nubes.

—¿Sabes?, sin embargo, hay algunas naciones donde las mujeres son los guerreros y los hombres los defensores de la paz. Existe un reino en el África negra —reino femenino, debería decir— donde todo está patas arriba. La reina gobierna, no como nuestra bondadosa Victoria, sino con mano de hierro. Su ejército está compuesto sólo de mujeres. Y son unos fieros diablos, también.

—Estás contándole cuentos a tu mujercita.

—En absoluto. Es tan verdad como esta cama. Lo he sabido directamente por hombres que lo han visto con sus propios ojos. Las mujeres lo gobiernan todo, toman todas las decisiones, mientras los hombres cocinan y cuidan de los niños cuando éstos son pequeños. Pero cuando las niñas llegan a cierta edad, las madres las toman a su cargo, se las quitan a sus hermanos, compañeros de juegos, y a sus amables papás, que lloran ante la pérdida de sus valientes y belicosas hijas. Las madres envían a las niñas a escuelas donde, siempre de otras mujeres, aprenden los números y las letras, la historia de su extraño pueblo, así como a luchar, a la manera de ese ejército de Venus.

»No puedo recordar el nombre, algo así como Torrorarina. Y las mujeres cortejan a los hombres, ya ves, persiguen a los tímidos varones, hacen promesas de matrimonio. Y las mujeres vagan por los caminos después del crepúsculo, devoradas por un creciente apetito. Son

lobas que atraen a

hombres jóvenes a cometer actos deshonrosos, y si el pecado de la pareja sale a la luz, es el hombre al que se expulsa de la sociedad, en tanto que ella simplemente consigue notoriedad como una buena tunanta. Los hombres deshonrados, y muchos de los hijos de esos pobres a menudo sufren deshonor. Practican un vergonzoso comercio, igual que algunas desgraciadas mujeres hacen en Londres. Estos hombres sobreviven gracias a lo que sacan de sus voraces dientas femeninas.

—¿Hombres que hacen eso, y las mujeres les pagan? No puede ser.

—Es la absoluta verdad —insistió él—. Algunos no caen tan bajo, pero terminan formando parte de su extraño y bárbaro teatro, y al menos son aceptados en algunos círculos.

La historia era ahora indudablemente absurda, si es que no lo había sido siempre, pero buscaba el placer de ella, se esforzaba para que disfrutara.

—No puede ser —repetía Constance—. Los hombres son hombres y las mujeres, mujeres. Son diferentes y tienen deseos diferentes —dijo mientras descansaba su cabeza sobre el regazo de Joseph.

—¿Hasta dónde has viajado por este ancho mundo, novia mía?

—No más lejos de esta cama. Pero en el libro que me diste, ese naturalista, el del

Beagle... dice lo mismo, y él ha viajado aún más que tú. Somos sólo simios bien educados. Eres tú quien cree eso, y ahora dices lo contrario.

—Lo contrario, no. Sólo señalo sus límites. Del mismo modo que comemos algo más que bananas, en otros sentidos evidentemente

no somos simios. Y en esta, esta —¿cómo lo llamaría?—, esta

distribución del deseo, nosotros, los británicos, somos diferentes de los franceses, que tanto se nos parecen exteriormente. Y somos todo lo contrario de esas Casanovas de Madagascar, por lo que podemos llegar a la conclusión de que el

deseo, como tú dices, es una cuestión de cultura, no de la evolución. Deseos aceptables y alentados en un pueblo son muy poco recomendables en otro, y firmamos al pie de nuestro catálogo de prescripciones y costumbres santificadas por Dios. Nosotros, los británicos, tenemos unos comportamientos aceptables, y rehuimos a aquellos que se desvían de la lista.

—Pero tú eres italiano —bromeó ella.

—Británico, mi niña, tanto como tú. Somos británicos por cómo actuamos, por cómo atemperamos nuestros apetitos simiescos. Si conocieras a un británico que se comportara en todos los aspectos como un salvaje de la jungla, ¿en qué sentido seguiría siendo británico?

Ella recordaba —como algo separado de las palabras que decía— la

sensación de su presencia; era ligera, gentil y entretenida. Divertirla era importante para él. Tras haber conseguido su mano, se esforzaba en volver a conseguirla, una y otra vez. Pero las palabras —su tranquila charla sobre británicos que se comportaban como animales, la aceptable variación de los apetitos de un país a otro—, esa noche, en su sofá, mientras contemplaba cómo se desvanecía la luz, aquellas palabras ya no se separarían fácilmente de su memoria.

 

Ir a la siguiente página

Report Page