Angelica

Angelica


Primera parte » Capítulo 16

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—Diana, diosa de la luna y de la caza, desdeñando la perpetua y triste discordia que reinaba entre los dioses varones, se burlaba de ellos y descendía a la tierra para retozar con sus damas de honor, sus leales y adorables ninfas, para escuchar su consejo y consolarse con su dulce y pacífica compañía, para recibir juntas el frío baño de su sirviente, la Luna, aisladas, ella y sus damas, dentro de enmarañados bosquecillos que habían crecido obedientemente del suelo para resguardarlas de aquellos ojos que se inflamarían ante la visión de sus diversiones. Pero algunos hombres rechazan la protección que nosotras les ofrecemos y en vez de ello exploran otras posibilidades, en su propio perjuicio, hasta verse sumidos en un peligro mortal. Así vino a suceder aquí. Un cazador, Acteón, un asesino de animales y destructor de la paz, penetró esas frágiles barreras y se metió donde no era bienvenido. Espió lo que no debía: la piel de alabastro levemente plateada por los anchurosos rayos de la Luna, la salpicadura del agua levemente embarrada recogida por manos pequeñas y regada con dulces risas sobre relucientes mechones de negrísimo cabello, alisado y purificado por pacientes y gentiles dedos. ¿Jadeó o tosió? ¿Se puso ese tosco cazador torpemente a cuatro patas, abriéndose camino a través de los secos matorrales y crujientes ramitas para avanzar o retirarse? Por más que las alertó, la lamentable intrusión no les causó ninguna impresión. No se dieron prisa en vestirse. No, solamente cayeron al instante en un espeso silencio, decepcionadas e irritadas, después sintieron compasión por él y los que eran como él, y luego expresaron una protesta más sonora, y Diana, señora de este paraje idílico, volvió su cabeza lentamente para reprender al jadeante vándalo. ¡Él buscó su arma! Habría desgarrado toda esa belleza. Pero, en vez de ello, sintió que su cabeza le ardía como si su cabello fuera el mismísimo fuego del infierno, y una sangre ennegrecida por la luna manó por su frente y lo cegó. ¡Y el sonido! El sonido era lo más horrible de todo: el húmedo crujido de aquella cornamenta de ciervo brotando a través de su carne y cuero cabelludo, rápida como una serpiente que se desliza por las húmedas hojas del suelo de un bosque. Él se secó la sangre que fluía y se coagulaba tapando sus pestañas, cada vez más espesas, pero cuando levantó las manos, vio sus dedos convertidos en inútiles pezuñas. El último grito humano que fue capaz de emitir por su cada vez más atenazada garganta lo dirigió a sus hombres y perros para pedir que lo rescataran. Anduvo tambaleándose por el camino que había venido, forzando sus largos y esbeltos miembros a través de las espinas y los mordiscos de los enmarañados bosques, sólo para encontrarse con sus fieros sabuesos, que gruñían y lanzaban espumarajos esperando al amo, cuya voz acababan de oír, un amo que debía de haber hecho salir, para que ellos lo cazaran, a ese magnífico, carnoso y mugiente venado que cargaba contra ellos a través de las ramas que se rompían y la hierba aplastada, mientras la caliente sangre manaba por su suave piel color siena. Los perros saltaron sobre su presa, y perforaron y rasgaron con sus curvados colmillos blancos y negros, sin reconocer otro olor que el del intoxicante perfume con que Diana aromaba la cálida noche.

»Y en la arboleda se reanudaron las gentiles risas, la suave caída del agua, el remanso nuevamente tranquilo y en calma, de un negro opaco, una perfecta restauración, sin la más leve onda que lo perturbara.

Considerando sus dimensiones, Anne Montague mostró una sorprendente ligereza, levantándose para representar el displicente y airado gesto de la magia de Diana, e incluso dejándose caer al suelo para reproducir el balanceante gateo de Acteón en su asustado retroceso. Constance habló dando sonoros aplausos:

—¡Podría usted actuar en cualquier escenario de Londres! Es usted mucho mejor que los actores que he visto en las representaciones que se dan en Navidad.

—Es usted muy amable. En otra época —casi en otra vida, parece ahora— me abrí camino en los escenarios. ¡Pero qué hora es! Tengo que despedirme, querida.

—¿De veras? Me siento tan aliviada de mi carga en su compañía...

—Valor, mi querida Constance. ¿Puedo llamarla Constance? Mientras usted se enfrenta valientemente a la noche que la aguarda aquí, yo estaré trabajando para usted, estudiando y preparándome. Con el tiempo, eliminaremos todos sus problemas. Esté vigilante, y todo irá bien.

Tras fijar una cita para verse discretamente al día siguiente, Anne Montague se marchó, y Constance se quedó con la mejilla pegada a las cortinas, contemplando desde la ventana cómo un coche de punto se llevaba a su invitada. Constance había sufrido tanto antes del agradable alivio que le había reportado aquella conversación, que su hogar parecía ahora terriblemente desnudo después de la partida de Anne. Le preocupaba que la casa hubiera parecido desagradable y fría a aquella maravillosa mujer. A pesar de cada cortina y alfombra, de cada colgadura y

armoire, Constance sentía como si no hubiera hecho nada más que arreglar algunas cosillas de una vasta sala. Había tratado de hacer que la casa fuera un espejo de sí misma, pero siempre sería sólo un espejo de su dueño, por más que ella se dedicara a arreglarla.

Se puso a trabajar diligentemente para preparar la casa según las instrucciones de Mrs. Montague. Esparció sal por el umbral de la habitación de Angelica, en la zona de día de la casa, en los alféizares de las ventanas y le dijo a Nora que no la limpiara. Dio instrucciones a la muchacha irlandesa de que preparara cenas y desayunos conforme a las instrucciones de su consejera. Le dijo qué bebidas debía servir y en qué cantidades y combinaciones, así como que cortara trapos viejos exactamente del tamaño de todos los espejos de la casa. Las tareas de Nora incluían ahora el cubrirlos cada noche (después de que Mr. Barton se hubiera retirado) y descubrirlos cada mañana (antes de que él bajara). Además, se aplicarían ciertas íntimas prescripciones a ella misma y a la persona de Angelica. La actividad, las decididas medidas tomadas contra sus problemas, reportó a Constance una buena dosis de tranquilidad, quizás incluso de alegría, y ahora anhelaba ardientemente la compañía de Angelica. Llevó a la niña al piano, y la relajada maestría de Constance ante el teclado elevó con sus suaves alas los torpes intentos de Angelica.

 

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