Angelica

Angelica


Primera parte » Capítulo 18

Página 21 de 61

C

a

p

í

t

u

l

o

1

8

 

L

a luna se iba agrandando, casi era llena, y aquí y allá jirones de nubes dibujaban rostros sobre su superficie, expresiones ceñudas levemente, miradas llenas de significado, ocultas en las sombras.

La cena del domingo empezó temprano y acabó tarde. Tanto el esfuerzo adicional de Nora como el gasto valieron la pena. Cuando estuvieron sentados en el borde de la cama, Joseph alargó la mano con ternura hacia Constance, y ésta, tal como Anne le había enseñado, sonrió cálidamente, le cogió la mano, le levantó las piernas y se las puso sobre la cama, ajustó la almohada, le besó en la frente, le acarició la cara, y esperó —no mucho— a que el sueño se apoderara de él.

—Me está venciendo el sueño —murmuró Joseph finalmente.

Pero Anne la estaba protegiendo. En alguna parte de Londres, aquella mujer estaba velando por la seguridad de Constance, ocupándose de sus cosas. Esa idea debía de complacer a Constance.

Ella yacía a su lado en la cama. Descansaría antes de bajar a sentarse en su silla azul. Parecía que iba a ser una noche tranquila, la segunda de una serie, pero allí, encima de ella, completamente blanco bajo la luz de la luna enmarcada por la ventana, se perfilaba amenazadoramente el techo, y detrás de su lisa superficie de yeso, colocada posteriormente, se ocultaba la viga de la que había colgado la descoyuntada forma de Mr. Burnham. La victoria de esa noche se había logrado bajo su balanceante sombra.

Mr. Burnham había invitado al diablo a que entrara en esa casa, donde ahora aparecía otro fantasma, aparición, espectro, manifestación. Si ese fantasma actuaba según los deseos más ocultos de Joseph, unos deseos que encubrían tan bien sus buenas formas y cortesía que él mismo no las reconocía, ¿qué pasaba entonces? ¿Deseaba que Angelica fuera su novia y reemplazaría a Constance? Él había dicho que Angelica parecía una Constance más joven, más saludable, más feliz. ¿Qué sería entonces de la desbancada? No habría sitio para la rival, porque Constance sería exactamente eso. El enemigo debe ser eliminado, desde luego; el negro, el franchute, el irlandés... Eso era lo que los hombres hacían. Identificaban a su enemigo (por unos signos y emanaciones que ninguna mujer podía intuir) y lo eliminaban. Esas dos plácidas noches señalaban, quizás, el paciente triunfo de Joseph. Éste podía quedarse a un lado y permitir que los acontecimientos siguieran su curso, mientras mantenía a su hembra tranquila e ignorante. Tres o cuatro noches antes, ella había cometido su fatal error, de manera que, ¿por qué no podía ceder ante aquella muerta en vida que, durante un breve tiempo todavía, vagaría entre los vivos, más regordeta y más invisible cada día, hasta que con un grito y un soplo desapareciera completamente de la escena?

Ella sentía que había fracasado como esposa, pues su deber era enfriar los apetitos de su marido. No lo había tranquilizado, y ahora estaba pagando sus reticencias, su orgullo por creer que su belleza tenía un poder sobre él, sobre su lujuria. La comida y la bebida, la sal y las hierbas no siempre bastarían. Ofrecían sólo una seguridad temporal, un muro de papel pintado que parecía ladrillo. Una pirámide de ladrillos, esperando a los obreros... Obreros que apestaban a whisky. Un hierro al rojo. Un médico diciendo «Hidropesía» y una niña riéndose ante aquel sonido...

Se despertó. La habitación estaba casi tan iluminada como si fuera de día, sólo que por la luna. Estaba sola. Joseph se había desvanecido en la luz azul. Tenía que bajar inmediatamente, inmediatamente. Cerró los ojos y oyó, en su tenso semisueño, el ahogado latir del armario de la ropa alabeándose y estallando. Luego, en un sueño, apretó la mejilla contra sus vibrantes puertas, la nariz apretada contra la temblorosa madera. Una y otra vez voló por los aires, arrojándose contra el armario, hasta que se magulló la cara y la madera del armario se rompió.

Volvió a despertarse. Las tres y cuarto. La luna se desvanecía, pero aún oía aquellos golpes sordos procedentes de abajo. Joseph había regresado, si es que realmente había llegado a marcharse, y ella se dormía profundamente pese al martilleante sonido. Se puso de pie, la vista borrosa y las piernas inseguras. Sus pasos resonaban demasiado en las escaleras. Cayó contra la puerta de Angelica y ésta se abrió de golpe. El armario estaba abierto, y las ropas de Angelica habían salido disparadas de estanterías y perchas. Su pequeño tocador estaba ladeado; y los objetos que había sobre él esparcidos de cualquier manera, la Princesa Elisabeth tirada en el suelo. Angelica dormía, pero su cuerpo estaba retorcido, exactamente como para imitar el de la muñeca. El armario brilló con una luz azul, que luego se desvaneció.

Bien. Aun cuando Joseph no tocara a Constance, los sueños de ésta ponían en peligro a la niña. Ella había desencadenado ese horror, y ya no hacía falta su consentimiento involuntario para que andara vagando por ahí.

Constance lo puso todo en orden en la oscuridad: la muñeca, la mesa, los cepillos, la ropa en el baqueteado armario. Se sentó en el suelo, y contempló la habitación y la gravísima amenaza que la acechaba desde la altura de Angelica.

Se quedó dormida allí, en el suelo, a los pies de la cama de su hija, y se despertó al oír un sonido susurrante. Se puso de pie en el mismo instante en que se abrían, parpadeando, los ojos de Angelica. Llevó a la niña abajo, a tiempo de asistir a la irritada marcha de Joseph hacia su oscuro día en el laboratorio, enviado por sus superiores a York.

—Ahora que me voy puedes exorcizar la habitación de la niña —le dijo al partir.

—Quiero a papá —declaró Angelica poco después, mientras tomaba su leche.

—Sí, claro, cariño. Y él también te quiere, estoy segura.

—Es verdad. Y algún día nos casaremos.

—¿Ah, sí?

—Yo no te quiero —continuó Angelica alegremente, con despreocupación—. Te tengo cariño, mamá, pero amor es lo que siente un hombre por sus esposas, y una esposa por su hombre.

Angelica aceptó con interés, aunque quizás con algunas dudas, las amables explicaciones de su madre, que la corregían, y terminó redefiniendo su punto de vista:

—Muy bien, entonces. También te quiero, pero sólo como una niña quiere a su madre.

—¿Quién te ha enseñado a hablar así?

—No sé si guardar eso también como un secreto...

—¿También como qué, Angelica? ¿Qué otro secreto me estás ocultando?

Angelica se rió tontamente, con la boca abierta y lanzando perdigones de saliva.

—¡Es un secreto!

 

Ir a la siguiente página

Report Page