Angelica

Angelica


Cuarta parte

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Ella aguardaba ante la puerta de mi habitación y recordaba a su propia madre aguardando. Me veía fingiendo dormir cuando mi padre entraba en la habitación y recordaba que ella misma se había comportado idénticamente. Veía una herramienta para soldar sobre una mesa en el laboratorio de Joseph, un utensilio de vidriero que no había visto desde que era una niña, y su laboratorio adquiría un aspecto más siniestro por ello. Después de cumplir yo los cuatro años, ella, diariamente y con una terrible claridad, empezó a recordar su propia vida a esa edad. Cuando Joseph en broma me llamó «niña malvada», eso le recordó a ella a Giles Douglas, que la llamaba «niña malvada» con una voz absolutamente desprovista de broma.

Ella me contó estas historias, años más tarde, dando finalmente voz a los recuerdos que tanto tiempo había tratado de olvidar o de convertir en simples pesadillas. Cuando habló, todo era confusión. Ella me confesó, como yo hago con usted ahora, que raras veces estaba segura de cuáles eran recuerdos correctos y cuáles sueños recordados, cuáles eran fantasías proyectadas hacia el pasado y cuáles eran fantasías de su infancia proyectadas hacia el futuro y tomadas como verdades. Las combinaciones de la perspectiva se vuelven demasiado complejas para pintar un cuadro comprensible, como si la geometría de las formas fallara de repente. Y, además, ella quizás deseaba justificar, indirectamente, su comportamiento conmigo. Como resultado de ello, la verdad era filtrada por tres veces, a través del deseo, de la memoria y de la sinceridad. Y, con todo, usted me promete que cuando sepa la verdad quedaré libre de mis dolorosas quejas. Imprudentemente promete y promete, y casi puedo ver el atractivo de clavarle un cuchillo en el costado.

Constance recordaba el sonido de un hombre orinando y luego acercándose a su cama con las palabras «¿Estás despierta?» Ella no se movía. «¿Estás despierta, niña?» Ella fingía apartar el cabello de sus adormilados ojos. «No puedes engañarme. Abre los ojos. Ábrelos. Eres mi niña, ¿verdad?»

Su incesante perseguidor era capaz de descubrirla cuando ella se ocultaba en el oscuro jardín, y llevarla volando en un santiamén hasta su cama sin despertarla. Un enemigo mágico, capaz de adivinar sus silenciosos pensamientos, que decía: «Dios te está observando siempre. Sabe lo que guardas en tu corazón. Cuando dices una mentira, eso hiere a Jesús y hace llorar a sus ángeles.» Lo sabía todo. Podía ponerle la mano bajo la barbilla y echarle la cabeza hacia atrás, examinarla y arrancarle todos sus secretos, todas las cosas escondidas, de sus ojos. «Sé dónde has estado. Lo veo todo en ti.»

Su madre, en absoluto contraste, no tenía poderes mágicos, sólo un inútil amor, pero no magia, de manera que no podía leer sus pensamientos secretos. En vez de ello, se veía obligada a pedir respuestas. «¿Dónde has estado? ¡Respóndeme!» Recibía los regresos matutinos de la niña de sus escondites en el jardín con rabia. Y la azotaba. «Tienes el diablo en el cuerpo, sin la menor duda, lo tienes.» En una ocasión, tal vez dos, su padre llegó a tiempo de detener la paliza, pero eso fue peor: «Vamos, es sólo una niñita, no hay necesidad», y la apartó de su madre, que no dejaba de gritar.

—Tiene el diablo metido en el cuerpo, lo tiene, no creas que no lo sé —insistió su madre, sacudiendo el brazo para liberarse de él.

—Tal vez. Pero tendremos que llevarlo lo mejor que sepamos.

Su madre se alejó de Constance (en las manos de él todavía), reacia a hacerle frente, a luchar por la niña. «Entonces que el diablo se la quede», dijo, dirigiéndose a sus tareas, que siempre la mantenían ocupada cuando era necesario, sus propias lágrimas corriendo un conveniente velo. ¡Cuán fácilmente entregaba a su despreciable Constance al diablo! La entregaba a sus diablos interiores, y éstos atraían a aquel diablo exterior. Si el diablo estaba en Constance, ¿por qué su madre no se quedaba y la azotaba para hacerlo salir? «¿Por favor?», lloraba Constance, pero su madre la dejaba sola con él.

«Eso explicaría las cosas, por supuesto, si el diablo había estado en mí. Yo sería la causa de que todos los que me rodeaban se comportaran vilmente. Mi padre se volvía más asqueroso cuanto más se acercaba a mí. Yo deseaba que mi madre fuera más severa.» Azotarla a ella era protegerla, era expulsar al diablo, era mantener alejado a su padre.

Recordaba el hecho de esconderse, una realidad constante en su infancia, «mantener al diablo lejos de aquellos a los que tienta». Recordaba escapar de un implacable enemigo, y, tras haber puesto cierta distancia entre ellos, detenerse a recobrar el aliento. Sabía que él se estaba acercando, ya que percibía su olor, no desagradable en sí mismo, pero sí el preludio del inevitable dolor. El cielo, gris y amarillo, se agitaba a su alrededor, y los edificios estaban demasiado lejos para alcanzarlos. Incluso aunque pudiera escapar hasta allí, el edificio no tenía cerraduras, y sólo las cerraduras podían detenerlo. Tenía que esconderse, fuera, al aire libre, bajo las nubes hechas de nata y mantequilla, entre la maleza que levantaba las costras que ayer le había provocado en sus brazos. Ella no era más que otro animal solo en ese espacio abierto, pero tenía esperanza, porque podía cambiar de color y de aspecto. Animada por esta idea, probó su poder: su piel y ropas de dormir se volvieron amarillas y grises para hacer juego con el cielo. Ante un árbol, sólo sus ojos tenían un brillo azul, porque su piel y camisón se veteaban del marrón de los árboles. Estaba a salvo.

Pero, con todo, el olor estaba más cerca. Su intensidad alteraba su poder: su piel se volvía amarilla y gris, pero su ropa de dormir brillaba bajo la luz de la luna, y sus pies acababan moviéndose como las ondas de un arroyo. Había perdido todo control sobre sí misma. El olor estaba cada vez más cerca. El olor la bloqueaba. No podía oír o pensar o actuar; sólo el miedo seguía su curso a través de sus venas, y las hacía quebradizas. Y entonces, allí a sus pies, vio un agujero, exactamente de su forma, tan profundo y ancho como ella, esperando recibir su nariz, su barbilla, sus pestañas. Todo lo que tenía que hacer era echarse y esconder su espalda. Seguramente eso no le exigiría demasiado. El olor le picaba en la garganta, y tosió, aunque se esforzó por ahogar el sonido, y se le llenaron los ojos de lágrimas. Él no podía estar lejos.

Escóndete, no respires, oculta tu espalda en la tierra de color pardo. Volvió la cabeza para echar un vistazo, aunque sabía que no debía hacerlo. Hubiera sido mejor no saber: su camisón, blanco como una nube, se agitaba bajo la brisa, descubriendo sus desnudas, arañadas piernas. Débilmente lo intentó y lo intentó, cada vez más flojamente: la espalda de su camisón se volvió del descolorido azul de algún cielo, luego adoptó los colores del manchado espejo de su dormitorio, luego los de un arroyo, y mientras tanto —aunque ella yacía boca abajo en el agujero— podía verlo de pie, encima, riendo ante su inútil disfraz. El dolor empezaba suavemente pero pronto se convertía en fuego, y ella lo veía quemar su vestido y luego su carne.

Ella me contaba todo esto como si fuera un recuerdo. Yo no sabía cuándo habíamos cruzado la frontera que nos separaba del país de los sueños, pero evidentemente habíamos llegado a ese país. Al final de su vida, cuando ella era más capaz de hablar y hablar de Anne y Joseph, del Refugio y Giles Douglas, esa frontera era muy fácil de cruzar. Ella contaba una y otra vez las mismas historias, mezclando lo plausible con lo imposible, la tragedia con el ensueño, en nuevas combinaciones. Una vez, por ejemplo, contó que había conseguido esquivar a su padre, pero con las más espantosas consecuencias. Se escondió en el estrecho y sombrío espacio entre un roble y la cerca de madera que separaba el terreno de su familia de la finca del vecino. (Nunca estaba segura de la longitud de la valla o del tamaño de nada cuando relataba estos fragmentos de su más lejano pasado. Todo paisaje recordado es desproporcionadamente grande.) Había lugares mejores para esconderse, cerca del heno amontonado, pero ella temía que alguna pajita le pinchara en un ojo, de manera que esa noche se acurrucó, y la piel de sus pequeños dedos y plantas era tan curtida como la de un hombre de sesenta años. Esta noche, la voz del hombre era amable al principio, aunque ella sabía que eso era sólo la traviesa voz de la noche, más suave, más pegajosa: «¿Dónde estás, nena? Tu madre y yo estamos aquí en la oscuridad buscándote, ¿sabes? Estamos aquí los dos, tratando de encontrarte ¿No querrás que te encontremos muerta por el frío, ¿eh?, nuestra nena durmiendo en el estiércol, ¿eh? ¿Puedes oírme? Claro que puedes, así que di algo.» Pero como Constance no replicaba, su tono se endureció. «¿Dónde estás, marranita? No te escondas de mí. Siempre te encuentro. Y será mejor que lo haga, antes de que un búho gigantesco baje y se te lleve, y te arranque los ojos a picotazos para dárselos de comer a sus pequeños.»

Ella yacía recostada contra sus almohadas y me miró:

—Tenía razón, desde luego. Siempre sabía lo que yo sentía o pensaba. Recuerdo el cálido líquido que se formaba alrededor de mis pies. No podía pararlo, y no me atrevía a mover los brazos para levantar las faldas. Mi madre me pegaría al día siguiente por ello.

«Si le digo a tu madre que te estás escondiendo de mí, te azotará hasta dejarte llena de cardenales.» Ya había abandonado la ficción de que la madre de la niña estaba con él. «Pero puedo protegerte de ella, ¿sabes? Le diré que fuimos a dar un paseo, tú y yo.»

La niña seguía acurrucada, sus pies fríos sumergidos en su propio orín, mordiéndote los ensangrentados labios, para que sus dientes no castañetearan. Cuando finalmente él guardó silencio, ella no se movió hasta que hubo contado diez veces diez en su cabeza, y luego cinco veces cincuenta, con los dedos. Finalmente cayó hacia atrás contra la cerca y se quedó dormida allí, afortunadamente, y no se levantó hasta que una grisácea luz se insinuó en el horizonte. La niña volvió a la casa, preparada para recibir sus azotes, pero éstos no llegaron. No veía a su madre ni a su padre, sólo a su hermana.

—¿Me busca madre? —preguntó.

—Sólo George. Dijo que tenía un secreto para ti.

Pero aquella mañana George seguía durmiendo, y aunque se despertó algunas veces más antes de morir, nunca pudo contarle su secreto a Constance, y la espantosa sospecha que le cosquilleaba por el cuerpo se vio confirmada por su padre unos días más tarde.

—¿Te crees muy lista? George está enfermo por tu culpa. Él y yo te estuvimos buscando en medio del frío y la oscuridad, y míralo ahora. Es el favorito de tu madre, sabes, y después de lo que pasó con Alfred tiene el corazón roto. ¿Estarás satisfecha, no, nena?

La niña aprendió a esa temprana edad una absurda ley: resistirse a las seducciones de un hombre llevaba a la muerte de un ser amado, y a la congoja de los demás.

 

* * *

 

«¿Tan malvada he sido?», debió de preguntarse ella una y otra vez a medida que sus sufrimientos aumentaban durante las semanas anteriores a la muerte de mi padre. De modo que aquí se plantea una bonita cuestión para su débil ciencia, doctor: ¿se sentía ella peor porque los acontecimientos empeoraban, o los acontecimientos empeoraban porque ella se sentía peor? Y si se trataba de esto segundo, ¿por qué aumentaba cada vez más su angustia? Si la acosaban negros recuerdos, entonces cuando sentía el cálido aliento de su perseguidor aproximándose desde detrás, veía visiones ante ella para justificar su creciente miedo. Atormentada por la terrible imagen de Giles Douglas, ella creaba otra aparición para explicar su miedo, y esos recuerdos evolucionaron hasta convertirse en fantasmas.

O no. Quizás Giles Douglas (si ése era su nombre, si realmente existió, si era vidriero, si era un esclavo de la bebida, si no era un vecino o incluso una extravagante fantasía infantil) no cometió ninguna de las violencias que ella a veces casi, pero nunca perfectamente, recordaba. Quizás su padre era un hombre gentil, y quizás Constance simplemente había nacido preparada para el desastre, siempre advirtiendo contra él, a unos oídos sordos cansados de sus historias y sus temores: había nacido asustada, y, cuando los desastres no llegaban, ella los creaba. Porque lo único que podía explicar su temor era algo espantoso.

¿Cuándo, exactamente, comenzó ella a despreciar y a temer a Joseph Barton? No cuando él dijo que la amaba. No cuando se casó con ella. No cuando la tomaba tan rudamente que ella se mordía labios y mejillas hasta sangrar. No cuando ella se quedó embarazada y perdió a sus ensangrentados hijos. No, ella lo detestó solamente cuando él se convirtió en el padre de su hija y ella se vio como madre. Sólo entonces comprendió lo que había hecho: había encontrado un hombre distinto de Giles Douglas y lo había trasformado en un hombre espantosamente parecido a él.

O no. Quizás aquí tenemos solamente a una mujer acostumbrada a vivir en grupo, primero su familia, luego el Refugio, que se aísla y se entrega devotamente a un torpe marido sin ningún valor y que no puede soportar sus necesidades emocionales, y, por tanto, ella a su vez se entrega a la recién nacida, después de años de dolorosos fracasos, y el marido se siente ofendido ante la natural mudanza de los afectos, y ninguno puede oír la voz del otro, pues es cada vez mayor la brecha que los separa. O no.

Pocas son las pruebas que quedan de la vida de Joseph Barton —un rostro barbudo en un deslustrado guardapelo de plata guardado en un cajón entre condecoraciones militares; su nombre (que ya se había transformado del italiano al inglés) más tarde se latinizó en

barioni, en honor de una especie de bacteria, un amable gesto por parte del doctor Rowan (después de que su propio nombre, así como el de Harry Delacorte y los de otros varios fueran privados de sus mayúsculas, latinizados, inmortalizados).

Haciendo acopio de toda la objetividad de la que puedo ser capaz, podría decir que los modales, los gestos y el aspecto de Joseph reflejaban tan completamente la lentitud que se le podía perdonar a uno que lo confundiera con un hombre a punto de quedarse dormido. Con razón me pregunto por qué Constance lo creía dominado por sus humores italianos, a punto de estallar de deseo. Más bien pienso que era un hombre de escaso ardor en todos los aspectos de su vida y, con toda probabilidad, no le costaba nada dominar sus arrebatos amorosos. Esto no significaba que sus sospechas, o las de Anne Montague, sobre él fueran injustificadas.

 

* * *

 

Y, por tanto, he dado la vuelta, regresando a donde empecé: había un fantasma. Yo nunca he visto ninguno, pero muchas otras personas sí, y no se extrañan demasiado ante su visión. Constance veía sus fantasmas y, en sus esfuerzos para protegerme (por lo que no puedo más que honrarla y amarla, y

creerla), se libró del hombre que invitaba a ese fantasma a nuestra casa, y expulsó al fantasma al mismo tiempo.

O bien, mi padre era un seductor de niñas y fue asesinado para protegerme, gracias a la sabia mujer que se convirtió en mi segunda madre, de cuyo amor por mí no dudo y que me guió en mi carrera y me condujo hacia la limitada alegría que he encontrado en mi vida. Y, porque la quiero y la honro,

tengo que creerla. Es una decisión consciente. Pero dudo porque queda un tal vez poco importante punto que debo mencionar: no conservo recuerdo alguno de que mi padre se comportara conmigo como algo que no fuera un padre, o un desconocido. Eso difícilmente lo absuelve, pero tampoco puedo declararlo culpable, para saciar su infantil apetito de conclusiones, doctor.

Cuando Constance sollozaba y se preguntaba si Anne no la creía, y Anne insistía en que por supuesto creía cada una de las palabras de Constance, ¿cuál de las dos era mejor actriz? Cenaban después de ir al teatro mientras la última de las esperanzas de Joseph en su futuro se rompía en York. Anne trataba de asegurar que Constance confiara en ella como clienta, quizás incluso buscaba su afecto en aquel primer momento. Pero ¿acaso no estaba Constance intentando ganar alguna cosa aquella noche también? Si el diagnóstico de Anne era tan sólo a medias correcto, entonces Constance

sabía que su marido estaba actuando perversamente conmigo, y ni por un momento vio fantasmas, sino que estaba más que dispuesta a

fingir que los veía, para que Anne la rescatara de «ellos», y Anne fingía ver fantasmas para impedir que Constance viera una verdad mucho más espantosa. El doctor Miles comprendió algo, al conocer la historia de los soldados rusos (vuelta a contar ante una copa de jerez y unas pastas a una embelesada Anne Montague) sobre la capacidad de una esposa agraviada de obrar con toda la astucia en busca de justicia. Y también comprendió algo sobre la precisión de los hechos.

O bien, yo me dedico a juntar los escasos y desconectados fragmentos de la vida de Joseph, y llego a la conclusión de que estaba atormentado por una esposa cada día más loca y más enloquecedora, provocándole para que él la provocara a ella para que ella lo provocara a él en sus conversaciones, acciones, suposiciones. Imagino a un hombre que vio en mí, no es imposible, el material para una mejor compañía, algún día, que sentía un triste amor por mí, que no era ni paternal ni romántico ni práctico, sino algún híbrido, abigarrado y deformado afecto que hizo que sus perseguidores llegaran a la conclusión de que él era culpable de unas acciones que justificaban su forzada eliminación de la sociedad civilizada.

O mi madre estaba empujada por una obsesión de diferente especie, perseguida por una oleada de recuerdos cada vez más amenazadores, cuyo horror ella hubiera hecho cualquier cosa para apartar de su vista. La atormentaron hasta que mi padre apareció una noche, su cabello enredado por la niebla a través de la que había estado andando durante horas, su respiración ardiente por el whisky en el que había bañado su autocompasión, y pronunció el nombre de Constance en el inadecuado tono de voz, en el momento inadecuado, sus ojos hundidos, y entonces su parecido —fugaz, vago, venenoso— con Giles Douglas selló su destino, y ella dio muerte al padre que provocaba su dolor precisamente porque su propia madre no lo había matado. Quizás.

Y usted —con arrogancia, con seducción— me promete que en todo esto yo encontraré las respuestas a mis penas, frustraciones, fracasos, amargas victorias y sucios amores, todo lo cual describe, no como mi vida, sino simplemente como síntomas (aunque la vida que tendría sin estos síntomas no soy capaz de concebirla). Me promete seguridad, pronto, sólo un poco más adelante, pero bajo esa inseguridad hay sólo más inseguridad. Estamos excavando en la porquería, poniendo nuestros cimientos en un terreno pantanoso, pestilente, movedizo, carente de base, una suerte de Venecia que se hunde rápidamente. ¿Qué podemos construir cuando nunca, nunca, acabaremos de escarbar en el pasado? Me he quedado completamente sola ahora, perdida por la muerte de Anne, como ella y yo lo estuvimos cuando murió mi madre.

No puedo contar todos los hechos que sé que ocurrieron realmente. Si

esto pasó, entonces

aquello, no. Si

aquello sucedió, entonces

esto no. Si cada uno de los actores interpretó su propio y desconectado drama, sólo en la intersección de estos dramas puede verse mi vida, a la luz de la trama de tres historias superpuestas entre sí. Y, sin embargo, cuando sitúo estas historias una encima de otra, no pasa ninguna luz y no queda espacio. Toda mi capacidad de conocimiento se agota. Lo que vi personalmente, lo que me dijeron, lo que deseaba, lo que soñé. No pretendo que no sean cosas diferentes, sólo que yo no soy capaz de distinguirlas, y usted no me ha ayudado en absoluto. ¿Se sorprende de que yo ahora aborrezca sus masculinas promesas de seguridad y a usted?

Un hombre al que conozco sólo superficialmente me invitó este último fin de semana a ver cómo masacraba algunas aves en sus tierras. Viajé desde Londres hasta una casa situada junto a un lago. Mi anfitrión se pavoneaba, paseando por su territorio, sacando pecho, haciendo movimientos de orgullo con la cabeza, hasta que comprendí su afición a matar aves, y deseé hacer estallar su plumaje con una escopeta.

En la cena, relamiéndonos con los frutos de su sangrienta afición, él desafió al grupo de comensales a que contaran una historia de fantasmas, a medida que el tiempo iba volviéndose un poco más inclemente, y algunos débiles rayos parpadeaban en la lejanía y, lo que en realidad es más importante, la conversación de la mesa se había vuelto hedionda hacía rato. Este desafío surge últimamente casi cada noche siempre que amenaza una débil lluvia. ¿No lo ha observado? Nadie tiene el más pequeño interés en decir nada más, al menos en mis círculos. Sin duda los hombres son unos pelmazos, y por tanto se espera de las mujeres que empiecen a excitarse con los suelos que crujen y a aflojarse el corsé. Gané yo, por supuesto, con una versión de buen gusto de la vida de mi madre.

—Por supuesto, tú puedes dedicarte a ensayar tales cosas, al no sufrir la carga de un marido o unos hijos que exija tu atención —dijo con desprecio una dama cuyo propio intento de contar una historia de fantasmas fue acogido con burlas, y cuyo marido pedía mis atenciones hasta que, puedo garantizárselo a ella, encontré que su compañía constituía una insoportable carga.

Los invitados, aunque en general eran idiotas, se mantuvieron en silencio mientras yo los entretenía.

—¡Oh, Dios! ¿Se trata de ti? —preguntó otra de las insustanciales esposas al final, precipitándose hacia lo obvio y echando a perder completamente los placeres de la narración—. ¿Eres tú esa pobre niñita?

—Bella, por favor —murmuró su marido, un hombre al que una vez encontré prometedor, pero cuya presencia desde entonces ha llegado a convertirse en un eficiente método de autotortura—, no seas boba.

—No te

atrevas a hablarme, con ella aquí sentada, encantada de sí misma —replicó Bella, que es, técnicamente hablando, una boba—. Me marcho, voy a ver a los niños. —Y se fue bufando de cólera para asegurarse de que la libido de mi padre no iba a descargarse contra sus pequeños inocentes.

Pero usted me acusará —estoy segura— de haber evitado mi desagradable tarea de escribir sobre mi infancia. Levantará las manos en signo de protesta ante mi reticencia a atribuir culpas, incluso por establecer la verdad, por distinguir entre espectros y seductores, paranoias y conspiraciones, asesinando a esposas y asesinando a actores. Me mirará maliciosamente y se quejará: «¿Cómo, mi querida dama, vamos a

curarla si no está dispuesta a enfrentarse con el pasado?»

¡Cuán fácilmente, señor, podríamos habernos puesto de acuerdo, después de tanto tiempo y tantas libras, y tantos fugaces besitos en las mejillas, en que yo castigo a los hombres porque deseo castigar a mi padre por lo que me hizo! Sé que eso figura en sus textos, en la primera página, pero yo no deseo castigar a mi padre. Creo que fue injustamente castigado. De haber tenido la oportunidad, posiblemente yo hubiera sentido placer en castigarlo por ser un hombre, pero no por ser mi padre. «Estupendo —replicará usted—. Si es inocente de esas acusaciones, entonces su madre era simplemente una histérica.» Y yo le diré que no es así. Soy totalmente capaz de creer, al mismo tiempo, que mi madre estaba literalmente y verdaderamente hechizada, y que mi padre era inocente de ese hechizo. «Muy bien —continuará usted (ya ve, querido doctor, cuán poco exijo de su real compañía... Se ha instalado en mi cabeza, en una pequeña, bien amueblada, suite, donde yo puedo visitarte o encerrarte a mi capricho)—, entonces podemos ponernos de acuerdo en que esa entrometida figura, la médium, estaba equivocada, porque es ella la que convenció a su debilitada madre de que su enemigo era su padre, y lo hizo así por puro interés, tanto material como, si la entiendo bien, por, por...» y aquí, azorado, usted tose y se ruboriza, echa mano de un término latino para encubrir el obvio término griego. Pero, nuevamente, no. Tengo con Anne Montague una deuda —muchas— y no la declararé, no puedo declararla, culpable de ningún perjurio o hecho delictivo pese a su intimidante insistencia masculina. No, no soy capaz de compaginar la inocencia de mi padre con la certeza que tenía Anne de que era culpable. Yo no tengo recuerdo de su culpa. Pero no tengo ninguna duda de que puede haber sido posible.

«¡Vamos, vamos, mujer! ¿Cómo puede decir con la misma convicción que su padre no la sedujo, y que merecía ser asesinado por seducirla? ¿Que los fantasmas no la sedujeron, y que su madre los vio hacerlo? Aunque la verdad objetiva de un hecho no tiene importancia si la paciente

cree que el hecho sucedió, usted no está aceptando una creencia en

algo, sino en

todo. ¿Qué clase de juego es éste?»

Se siente frustrado con su paciente, doctor. Ella yace a sus pies, tal como usted insistió, pero aún no se somete a su voluntad. Se resiste a sus honorables esfuerzos por liberarla de su sufrimiento. Malogra sus crecientes expectativas de éxito, seguridad, juicio, conclusión. Es una desagradecida. Una frívola. Juega con las palabras y el sentido mientras usted intenta enseñarle algo de valor. ¿Por qué ella no se comporta, por su propio bien, tal como usted desea? Le gustaría agarrarla, tanto le irrita en su intencionada ambigüedad. La cogería en sus brazos y le mostraría que usted tiene razón. ¡Tranquilícese, doctor!

Yo solamente quiero decir que, dado que no tengo ningún recuerdo de ello —ni de seducción, ni de abstinencia, ni de fantasmas, ni de histeria— quizás no es asunto mío juzgar lo que pasó ni decir cómo me afectó. Quizás estas vidas no son mías para utilizarlas como explicación de mi vida en este verano tardío de la edad, y tampoco es su brillante luz el medio de disipar las sombras en mi corazón. Esos hechos son propiedad de otros, sólo suyos.

De modo que usted suspira como una actriz, se quita las gafas y las limpia furiosamente y dices: «Bien, entonces discutamos

su culpabilidad en la cuestión», siempre ansioso de que cargue con la hipertrofiada conciencia que mis exitosos pacientes soportan el resto de sus vidas, dolientes tullidos que usted llama

sanos. «Usted no recuerda a su padre seduciéndola, aunque puede fantasear sobre los sentimientos de su madre seducida por su propio padre. Recuerda haber contado alguna especie de ataque contra su joven persona, pero no recuerda concretamente a su atacante. Recuerda alentar a su madre en sus creencias, a la médium en

sus creencias y a su padre en

sus creencias. ¿No está entonces —y aquí finalmente modula su voz acusadora, y emplea en su lugar un poco convincente tono científico— quizás, correcta o equivocadamente, considerándose responsable de algunos de esos hechos y está ahora sufriendo sus síntomas con una especie de castigo autoimpuesto?»

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