Angelica

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Primera parte » Capítulo 23

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as vuelto a agotarte. Durmiendo en una silla.

—Angelica me llamó durante la noche. Debería haber vuelto contigo arriba, lo sé.

—En efecto, deberías haberlo hecho. Pero, como tú dices, la niña te necesitaba.

—Así fue, amor mío.

—De modo que fue aquí donde la consolaste y donde te quedaste dormida...

—Sí.

—Toda la noche en esta silla azul.

—Sí.

—Aquí.

—¡Sí, sí, sí! ¿Dónde está ella?

—Está tomando su leche, con Nora. Ha tenido unos sueños muy raros. Se adaptará con el tiempo, como tú dices. Tú necesitas otro día de descanso, al menos. Daré instrucciones a Nora de que te cuide.

Ella aceptó su encarcelamiento, porque Anne había hecho su promesa. Ingirió los polvos prescritos por él y se despertó siete horas más tarde, mucho después del mediodía, no sólo descansada y contenta, sino también presa de una creciente excitación. Anne se lo había prometido. Se lavó lenta, voluptuosamente, se aplicó perfumes a su desnuda carne, se cepilló y arregló el cabello, se pintó la cara, que lucía un moratón en el ojo, se vistió con cuidado y una inusual elegancia. Anne se lo había prometido.

Bajó por las escaleras con la sensación de llegar de un largo y arduo viaje. En la casa flotaba olor a limpio. El trabajo de Anne estaba ya haciendo su efecto. Nora estaba arreglando unas flores recién cortadas sobre la consola de nogal del salón.

—Señora, me ha sobresaltado... Tiene un aspecto adorable. ¿Tenemos invitados esta noche?

—¡Mamá! —gritó Angelica, que se encontraba a los pies de Nora, su muñeca boca abajo sobre uno de los libros de Joseph, encima de una lámina de un hombre despellejado. La niña corrió hacia su madre y se envolvió en pliegues de sus faldas.

—Cariño, ¿te has portado como una damita mientras yo descansaba?

Compartieron el té con la Princesa Elisabeth y luego se acercaron al piano. «Quiero tocar las teclas de hombre, las de papá», insistió Angelica, subiéndose a la banqueta, a la izquierda de su madre. Tocaron una pieza lenta para entrenar la mano en negras y corcheas,

Cuatro doncellitas van a pasear por el bosque. Sus cuatro manos, las mayores y las pequeñas, se movían lentamente en paralelo, la pequeña mano izquierda saltando para ocupar el espacio que acababa de dejar la mano izquierda grande. Angelica dejó de tocar para preguntar:

—¿Cuántas manos mías tienes tú?

Agarró la mano izquierda de su madre, y levantó su propia mano derecha para aplicarla contra ella, palma contra palma. Los dedos de Constance se doblaron y se situaron sobre las puntas de los dedos de Angelica.

—Quiero decir, ¿cuántas manos, cuántas de mis manos... cuántas de mis manos caben en tus manos? —Constance se rió—. En las grandes —puntualizó la niña en vano, y Constance la estrechó contra su pecho.

En aquel momento de eterna felicidad, ella vio que Joseph pasaba rápidamente ante la ventana de delante, acercándose a la puerta, en conversación con otra persona a la que no se veía. Constance envió a la niña a su habitación.

—Quiero que toquemos un poco más —protestó la pequeña. Pero obedeció, y se retiró arriba, cantando una indecisa variación de la reciente melodía con palabras compuestas por ella misma—: Dos doncellas paseando, paseando por el bosque. / Una se queda dormida, demasiado dormida, y luego estaba una, / una doncella llorando, llorando en el bosque...

El reloj, de madera de cerezo, indicaba que eran solamente las tres y media... Joseph llegaba a casa muy temprano, y ahora estaba sosteniendo la puerta a un extraño, un anciano de elegante ropa y finos modales, pero con una cara de facciones caídas, gruesas carnes que le colgaban de unos viejos y fatigados huesos.

—Constance, éste es un colega que hace mucho tiempo que deseo que conozcas.

Pero mientras Joseph hablaba, se estaba examinando su propia cara en el espejo del vestíbulo, y Constance supo, como si se le hubiera encendido una luz, que estaba mintiendo y que todo lo que iba a venir sería también mentira.

—El doctor Douglas Miles —repitió ella, con su mano extendida bajo los labios del viejo. Constance expresó su satisfacción por conocer aquel invitado infiltrado con falsas excusas, deliberadamente disfrazado con las transparentes mentiras de su marido. Se ganaría la confianza de ese nuevo conspirador. Anne había prometido que el final sería esa noche, pero sólo si Constance se mostraba audaz—. Y bienvenido, cariño, me alegra que vengas a casa tan temprano. —Besó la mejilla que Joseph bajaba hacia ella sin mirarla.

El doctor Miles ofreció una representación teatral, elogió la adorable casa de Mrs. Barton y el té y las pastas que rápidamente sacó ésta (enviando a Nora arriba, con Angelica). El doctor dio vueltas a su alrededor, observándola desde todos los ángulos, como un felino. Deseaba algo de ella, se mostraba impaciente de que Joseph hiciera alguna señal, aunque los dos hombres no se miraban ni se hablaban, y Joseph se paseaba mudo en los rincones, o tocaba, sin producir sonido, las teclas del piano.

El rostro del viejo doctor se dejó caer contra su taza de té como si el vapor que subía de ésta estuviera fundiendo sus mejillas.

—Debo felicitarla, Mrs. Barton. —Su papada no dejaba de balancearse—. Por su sentido de la decoración. Su casa es como un permanente anuncio de ese tal Peter Vicks. Conozco a algunas mujeres que admiran sus diseños.

Constance no tuvo necesidad de fingir su placer ante el comentario. Resultaba alarmante cuán exacta y fácilmente el agente de Joseph había recurrido a su orgullo. De hecho, ella, cuando se dedicó a transformar el escasamente equipado palacio de soltero de Joseph en un hogar familiar, había confiado en las Galerías de Peter Vicks y su

Revista del Hogar Inglés.

—Joseph tenía una absoluta necesidad de un toque femenino. Al hogar del viejo soldado le faltaba —él sería el primero en reconocerlo— cierta dulzura.

Constance se volvió hacia Joseph, que estaba apoyado en la puerta, todo lo lejos de ella que la habitación le permitía.

—¿No vas a unirte a nosotros, querido? —preguntó, y su voz vaciló ante esa leve falsedad (que ella deseaba su compañía, que era un encuentro social), pero el anciano doctor pareció no darse cuenta de sus nervios, y simplemente agitó un tenedor, con el que había pinchado un pastelillo de limón, que sostenía bajo la rosada punta llena de protuberancias de su irregular nariz.

—Un excelente trabajo —dijo, y sus secos y desiguales labios formaron una desagradable, retorcida sonrisa—. Una tierna miga y un sutil sabor. —Se tocó ligeramente la boca con una servilleta—. Es usted la reina de las artes domésticas, Mrs. Barton.

Cuando se frotaba la cara o las manos, y durante un largo momento, su piel mantenía la posición en que él la había dejado, se le grababan valles y riscos en la suave y moteada carne. Cuando levantaba su taza de té, Constance descubrió, bajo el puño de la camisa, que tenía un bulto en la muñeca, una suave protuberancia de piel, tensa por el gesto, a la vez magnética y repelente a la vista.

Al parecer, Joseph había finalmente recuperado la voz.

—Constance, por favor, haz que el doctor Miles se sienta cómodo. Yo, por desgracia, he olvidado...

El resto de su mentira escapó a la atención de Constance, porque en aquellas primeras palabras ella ya había percibido la suave cadencia de la falsedad. Sabía que, desde que llegaron, él había tenido intención de dejarla a solas con el doctor Miles, y hasta ahora no había madurado una excusa. Tanto ésta como su petición (y su sonriente pesar, el beso y el amable perdón) pasaron en un instante, todo ello ejecutado bajo el vigilante ojo de Miles. Ella se fue hasta la ventana azotada por la lluvia, para observar la marcha de su marido bajo el viento y el agua.

—Qué pena, mi pobre maridito, tener que salir con este tiempo...

Dando la espalda a la habitación, examinó la imagen reflejada del médico en el cristal, donde lo descubrió examinándola a su vez.

—Tiene usted una hija, ¿verdad? Mr. Barton me habla de ella con mucho orgullo y afecto.

Así comenzó, inmediatamente, antes incluso de que ella se hubiera dado la vuelta. Constance componía sus facciones a medida que las preguntas salían como serpientes de su madriguera. ¿Es una niña bien educada? ¿Tiene la belleza de su madre, el porte de su padre? La niña, sin duda, debe ser del agrado de su madre. La madre

está contenta, ¿no es verdad? ¿O...? ¿Queda, quizás, un poco más de bizcocho de limón? ¿Hay alguna cosa que la esté perturbando, Constance? ¿De veras? ¿La vida es así de fácil para usted? Tendrá que excusar la curiosidad de un viejo, una curiosidad de

amigo, porque él esperaba que ella pudiera considerarlo un amigo. ¿Es así? Excelente. ¿Tenía ella, en tal caso, para el oído de este discreto amigo, alguna sincera queja que hacer, como la mayor parte de las esposas hacen bastante lícitamente? Éste es un estupendo barrio para criar a la niña. ¿Toman el aire juntas con frecuencia? ¿Y quién toca el piano? ¿Quiere usted tocar para mí?

Nada menos que esa noche, cuando la prometida conclusión de Anne se perfilaba para sólo unas horas después, este hombre había sido enviado para analizar sus sospechas y descubrir sus planes. Joseph había contratado a un espía para engañar a Constance de una manera que él ya no podía hacer de forma creíble, y averiguar qué idea tenía de lo que estaba sucediendo en la casa. Estaba siendo sondeada por otro doctor, seleccionado y discretamente pagado por su marido. Su paga, un brillante soberano, le estaría esperando al salir. Y este doctor, fingiendo bondad, investigaría y husmearía hasta que fuera capaz de informar para satisfacción de Joseph de que ella era plácida e ignorante, su torpe víctima todavía.

Constance estudió el falso rostro de su invitado y se acordó del versito de la niña sobre los conspiradores católicos contra la reina Isabel, una pizca de recuerdo le llegó como un rayo del Refugio: «Los pactos fueron hechos, los papeles se representaron. / Los malvados dejaron desolados a los buenos, pero la buena reina Bess no se asustó nunca.»

Una amante esposa respondería a todas las preguntas sin ninguna preocupación. Una amante esposa se mostraría contenta si estaba embarazada, y esperanzada en caso contrario; podría incluso ruborizarse de vez en cuando, llamar al viejo «atrevido» con un brillo en los ojos y ofrecerle más bizcocho. Esta noche todo esto llegaría a su fin. Anne lo había prometido.

—¿No quiere usted tocar alguna cosa? —insistió el doctor Miles.

Ella eligió la música más ligera que se le ocurrió, una gavota, que las viejas manos aplaudieron con entusiasmo.

—Mr. Barton me ha contado que usted vio su trabajo —dijo, antes de que acabase de resonar el acorde final—. ¿Le resultó desconcertante? La repentina visión en carne y hueso de lo que sólo ha sido conversación intelectual, bueno, puede desorientar a cualquiera.

Cuán inteligentemente lo había expresado con todos sus ocultos significados, porque ése era precisamente el tema: la realidad en carne y hueso de un concepto intelectual.

—¿Me ve usted desorientada, doctor Miles? —bromeó ella—. El trabajo de Joseph es de vital importancia, pero no puede usted pedirme que lo explique bien. Sólo sé lo orgullosa que estoy de sus esfuerzos.

Migajas de bizcocho se adherían a las arrugadas comisuras de la boca del anciano.

—Mrs. Barton, es usted una mujer adorable y una esposa muy afortunada. Tiene usted un marido que se preocupa de su salud de una manera que muy pocos hombres hacen. —Ella se mostró de acuerdo—. ¿Tiene usted alguna preocupación, algún miedo de él?

—¡Qué pregunta más divertida! ¿Por qué habría de tener miedo de...? Bueno, sí, miedo, ya que usted lo pregunta, le seré sincera y atrevida: la triste verdad es que Joseph trabaja demasiado. Es, me

temo, más bien demasiado solícito con el bienestar de su familia, cuando de hecho tiene muchas otras, y más importantes, preocupaciones.

Constance sintió los ojos del médico fijos en ella. No lo estaba convenciendo. Se sirvió un poco más de té.

—Quiero decir, Mrs. Barton —gracias—, quiero decir que a menudo las esposas de los hombres de ciencia, o de los hombres que van a la guerra, sienten que sus maridos son bastante más fríos que los jóvenes con los que se casaron de blanco en la iglesia.

—Oh, entonces es que no conoce usted muy bien a Mr. Barton, doctor. ¿Frío? Es

italiano ¡Un meridional de sangre caliente!

—¡Maravilloso! —El anciano rió entre dientes con indulgencia—. ¡De sangre caliente! Hum. ¿Podría tomar un bocado más de este tierno bizcocho?

—Para un hombre de semejante apetito, yo tendría un bizcocho a punto noche y día.

Él la había enviado a la cocina con una intención, y ahora ella regresó para enfrentarse a un nuevo ataque.

—Fue usted educada en una institución benéfica, me contó Mr. Barton. Fue una dolorosa adaptación, me imagino.

—La ilimitada generosidad de mi marido —respondió ella sin dejar entrever su asombro de que Joseph hubiera revelado sus orígenes— no tiene igual.

No tenía intención de expresar ninguna queja, ya que ése era el evidente objetivo del doctor Miles: provocarla para que expresara sus quejas y luego, intoxicada con el licor de su falsa simpatía, revelara lo que sabía y su debilidad.

—El lunes, su hija empieza en el colegio. ¿La enoja eso?

—¿Enojarme? Le confieso, doctor Miles, que resulta difícil para una madre ver cómo su hija crece, la prueba diaria de que pasa el tiempo, de que se acerca el final de la tarea de mi vida. Pero ¿enojarme? Ciertamente, no. Espero que la niña aprenda tan rápidamente como su padre desea.

Aquel lascivo extraño estaba familiarizado con cada detallé de su vida: el Refugio, su visita al laboratorio, la escolarización de Angelica dentro de cuatro días. No podía negar nada, sólo podía fingir que no se había dado cuenta del verdadero significado de todo.

—Hay veces —continuó él, y se inició un tic en su párpado amarillento— en que uno está justificado para pedir un descanso. Soy totalmente consciente —al igual que su devoto marido— de que nuestras mujeres trabajan duramente para nosotros, soportando cargas emocionales que los hombres desconocemos. En un dos por tres podría arreglarse una estancia fuera de Londres, para reconfortar su espíritu a pedir de boca.

Una separación de su casa y de su hija «para descansar» sólo podría evitarse aparentando una estupidez absoluta.

—¿Qué mujer inglesa aceptaría semejante e inmerecida bondad, cuando nuestros maridos han tolerado unos sufrimientos que nosotras, las débiles mujeres, jamás hemos soportado? El trabajo de una mujer es un tributo a nuestros hombres. ¡Reclamar un descanso! Lo consideraría lamentable, si puedo hablarle claramente, como un amigo, doctor Miles.

Éste la miró por encima del borde de su taza.

—¿Puedo conocer a su hija?

No había ninguna seguridad de lo que la niña podía decir, y si él exigía hablar con la pequeña sin la presencia de su madre, se podía echar todo a perder.

—Es usted muy amable de pedirlo. Será un honor mostrarle la conversación que tiene, señor. —Se levantó para subir a la habitación de la niña. Allí, Nora estaba sentada en la silla azul, un periódico coronaba su cabeza y Angelica fingía estar atada de pies y manos a un poste de la cama—. Vamos, ángel mío. Nora, baja para darle su baño dentro de dos minutos, ni un segundo más tarde.

Abajo, Angelica hizo una reverencia y dijo que estaba encantada de conocer al doctor Miles. La mirada de éste sobre la niña era singularmente desconcertante por su intensidad. Una contradicción, o una revelación, y el futuro de Constance sería de lo más negro.

—Angelica Barton —dijo él—. Angelica Barton. Miss Barton, es usted el perfecto duplicado de su preciosa madre.

—Gracias, señor. Mamá es muy preciosa.

—Lo es, desde luego. Pienso —continuó el médico, e, inclinándose a su izquierda, buscó con sus arrugados dedos en el bolsillo derecho de su chaleco—. Aquí lo tengo. Una sabrosa regaliz —levantó la palma de la mano mostrándole el dulce a Angelica— para la niña que pueda decirme —sus ojos se desviaron ligeramente hacia el dulce, cuyo aroma alcanzaba la nariz de la pequeña— cómo se pudo producir en tu habitación ese —Angelica se mordió el labio— fuego.

Todo. Lo sabía todo, y con esa última palabra se lo quitaría todo —la niña, su limitada libertad— y la mandaría a ella a

descansar. Miró a Angelica, de cuyo buen juicio todo dependía ahora.

—Cuando se provoca un accidente, se ha de confesar enseguida. —Y alargó la mano hacia la abierta y reseca palma que sostenía el dulce, y el doctor Miles empezó a reír—. Mamá tropezó con mi muñeca, y yo lo siento de veras, señor.

—¡Una niña juiciosa! Y usted, Mrs. Barton —

se volvió hacia ella—, es usted una anfitriona deliciosa. Y ya le he robado demasiado tiempo.

—He disfrutado mucho de nuestra conversación, doctor. Pero no logro imaginar qué está reteniendo a Joseph. Se sentirá terriblemente decepcionado.

—No importa. Dígale, si le parece, que hablaré con él otro día. Dígale que yo dije que la bondad le recompensará. Y, si se me permite la osadía, ¿puedo decirle a usted, Mrs. Barton, que su marido, de forma comprensible, la valora a usted tanto que quizás es culpable de sentir una preocupación innecesaria por usted? Ése no es un crimen espantoso, ¿verdad Mrs. Barton? Espero que se lo perdone usted.

—Es usted un excelente amigo para ambos, doctor Miles.

Lo saludó con la mano cuando el médico subía al carruaje que estaba aguardando, y se unía a los dos hombres que se encontraban sentados en su interior y que aparentemente habían estado esperándolo durante toda aquella absurda entrevista.

«Perdone.» Ella cerró la puerta. La promesa de Anne Montague libraba una batalla con la petición de ese doctor Miles: «Cierre los ojos, Mrs Barton, cierre los ojos, no hay nada que deba alarmarla aquí. Sólo un marido demasiado solícito con usted. Perdónelo.»

 

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