Angelica

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Segunda parte » Capítulo 1

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o consigo imaginar que Anne Montague pudiera haber sido alguna vez una belleza, en ningún sentido. Había actuado en el escenario, cierto, pero nunca en papeles que exigieran ser agraciada: la confidente, la mujer desdeñada, la hermana menos favorecida... No sobrevive ninguna prueba gráfica de su juventud, o al menos ninguna que ella me haya mostrado nunca, pero en alguna ocasión debió de haber, en alguna parte, dibujos, al menos, si no cuadros o una fotografía, encargada por

algún admirador, algún hombre de escasos recursos, supongo, que no pudiera permitirse mantener a una actriz y, por tanto, en vez de ello, tras una rápida y franca negociación a la salida del escenario, armado con pequeños

bouquets y mesas en restaurantes del montón, consiguiera a Anne Montague, de aspecto caballuno, vulgar, una imposible sirena de no se sabe qué aguas, pero, con todo, una actriz. Estaba, pues, manteniendo a una actriz, y por tanto él podía presumir ante un chuletón. «Me llevará a la ruina, seguro, pero vale cada penique que me gasto», e inclinaría la cabeza y brindaría a la salud del picarón que estaba hecho.

Anne era un sabor especial, de los que se aprecian con el tiempo, y tenía que tratarse de un caballero realmente poco corriente para que quedara tan prendado de ella que Anne incluso se despertó durante algunos días, quizás fueran semanas, en un piso, rodeada de moderados lujos. Fueron pocos y breves esos interludios fuera de las tablas, porque el espíritu que acosaba a tan selectos hombres era débil y fácilmente exorcizable (por la propia Anne, sin darse cuenta).

Pero, finalmente, su carrera en las tablas llegó a su proyectada y feliz conclusión. El acaudalado James Montague pidió su mano, y, con ésta en la suya, la sacó de los escenarios. Anne se mostró excesivamente orgullosa en su despedida, ofendiendo a muchos que un año después recordarían su desaire y gustosamente le negarían papeles o incluso su ayuda. Ese mismo año, más tarde, frustrada su carrera en la escena, su manirroto (y nada acaudalado) marido se murió, y al verse rodeada de turbias aguas financieras, procuró salir a flote utilizando las habilidades que había adquirido en su anterior profesión.

Su subsiguiente historial de éxitos como espiritista, como ocurría con todos aquellos compasivos oyentes que atendían a invisibles problemas y quejas, escapaba a toda cuantificación objetiva. Ciertamente ella tuvo inequívocos triunfos, donde claras visiones espectrales eran despachadas solamente por su intercesión y sus métodos (raíces, símbolos sagrados, conjuros de expulsión, etcétera). Y también ocurría a la inversa, muchas damas deseaban saber de aquellos a los que habían perdido. De hecho, Anne apenas conocía a una mujer que no lo deseara, especialmente aquellas cuyo matrimonio había naufragado, particularmente si éste había requerido sacar a una muchacha de un pueblo o una familia irlandesa para llevarla a un nuevo hogar en el lejano Londres. ¿Quién no deseaba entrar en contacto con un padre, un hermano, un hijo, un amigo o un animal muertos? Y de este modo, ella invocaba al añorado ausente, hacía salir su rostro de dentro de un espejo y entre nubes de humo. Prestaba su boca a sus voces, su mano derecha tomaba su dictado y sus supervivientes lloraban y pagaban con satisfacción.

Había también fracasos, de nada sirve negarlo. A veces se mostraba torpe y la echaban de unos hogares donde su trabajo no era apreciado. Y era perseguida —una vez, quizás dos, no estoy segura— por enfurecidos maridos que habrían reclamado el dinero entregado para sus gastos a sus esposas, y desembolsado a esa «bruja», «charlatana», «ladrona», actriz. ¿Cómo podía haber sabido Mrs. Montague que una dama recibía tan poca asignación que tenía que pagarle sus honorarios con dinero birlado del bolsillo de su dormido marido, echando la culpa de ese dinero desaparecido (cuando era brutalmente interrogada) a

su descuido (el del marido), o al estafador mozo que le traía el hielo, o a sus hijos, de largos dedos, y, finalmente, a Anne Montague?

Ella aprendió que los maridos eran capaces de engañarse a sí mismos, ignorando los pequeños detalles, negando fantasmas que ellos sin duda habían visto, describiendo un mundo que encajara más con su filosofía, en vez de rectificar ésta prefiriendo tratar cualquier prueba como supersticiones «de viejas», una expresión de la que Mrs. Montague, viuda y sin hijos, llegó a sentirse terriblemente cansada en todos los años en que sirvió a sus dientas. Ella, por tanto, siempre procuraba que sus damas no compartieran sus investigaciones con los caballeros, a menos que éstos estuvieran muy interesados en el espiritismo. De lo contrario, negociar con maridos enfurecidos provocaba demasiadas tensiones sobre la vital obra que Anne y las esposas estaban emprendiendo.

Ella admitía, también, en algunos trágicos casos, cuando estaba aprendiendo los entresijos de su segunda profesión, que su ciencia simplemente fallaba contra el poder superior de unas fuerzas oscuras. La vieja que llevaba viviendo durante demasiado tiempo sola bajo los aleros de una antigua mansión en Wallis Road, por ejemplo, se ahorcó, pero no antes de haber escrito una larga, muy larga carta. Ésta no fue leída enseguida, porque, como la mujer no tenía a nadie que la llamara o notara su ausencia, había estado colgando de la viga del techo durante gran parte del frío invierno antes de que un cambio de tiempo provocara quejas por las filtraciones en el techo de abajo, lo cual fue la causa de que tuvieran que entrar por la fuerza en el piso. La carta, dejada a sus pies para que fuera encontrada fácilmente, se había vuelto ilegible en muchos lugares por la natural efusión de vida que tantas molestias había causado a sus vecinos de abajo. Lo que podía leerse, no obstante, eran unas amargas quejas por los fracasos de Anne Montague... como amiga, como protectora, como... ilegible. La fallecida escribía también con el mismo tono crítico sobre los burlones niños del barrio, sobre la conspiración de perros y gatos, sobre las hadas y los duendecillos, y sobre las arañas de largos dientes de sus paredes y oídos. A todos éstos, ella los acusaba más que a Anne Montague por darle «una vida que nadie podía soportar, como Dios puede dar testimonio». Pero lanzaba maldiciones contra la cabeza de Anne, porque Anne no «los había devuelto al otro mundo como había prometido, y por lo que le había pagado». Los demonios parecían estarla acosando incluso mientras escribía aquella carta: «No, no os haréis con mi pluma, diablos. Contaré la verdad antes de que acabéis conmigo. Marchaos, hediondos bichos. ¡Fuera de mí!»

Al igual que todos aquellos que hablan a profesionales de trastornos emocionales o de ansiedad relacionados con acontecimientos que aún han de ocurrir o que sucedieron hace mucho, los clientes de Anne, o bien no le contaban la verdad, o sea, relataban unas falsedades contadas ingenuamente, o le decían mentiras a sabiendas. Ella prescribía el tratamiento en consecuencia, aunque era bastante difícil establecer cuál era el problema que tenía entre manos. Y si a veces sus damas veían cosas que ella no podía ver, Anne era lo bastante amplia de miras para admitir que ella podía haber estado ciega y ellas acertadas.

Generalmente, o quizás sólo con cierta frecuencia, sus dientas contaban la oculta y llana verdad, del mismo modo que un hombre que se queja de que lo siguen quizás no sea un «paranoico», señor, sino sólo un perseguido, y el saber de Anne se enriquecía con la experiencia. Dirigía sesiones y exorcismos, despachaba a los muertos inoportunos o enseñaba a los vivos a coexistir con ellos cuando era necesario.

Pero ella no habría sido capaz de sobrevivir (por no decir

prosperar, porque nunca prosperó hasta que conoció a Constance Barton), no podría haber sobrevivido solamente liberando hogares de trastornos sobrenaturales o invocando, para establecer conversación, a locuaces difuntos.

Por ejemplo, a veces la gente deseaba intensamente ver fantasmas, pero los fantasmas no aparecían cuando se les pedía. En una situación así, era sin duda mejor proporcionar a los desconsolados la simulación y el arte escénico que colmara sus necesidades, que negarles esa sencilla consideración, sólo porque los huraños residentes del más allá no aceptaban ser molestados para satisfacer los deseos de aquellos que habían dejado atrás.

Y, en algunos casos, muchos, Anne descubrió que podía triunfar simplemente escuchando con atención a los vivos, a la esposa que finalmente hablaba con libertad a Mrs. Montague de su soledad, de su desagrado por los modales de su marido, o de su dolor por los hijos perdidos en la guerra o por el trabajo en la fábrica. Al cabo de algunas de estas sinceras charlas ante una taza de té, el aire de la casa dejaba de calentarse y enfriarse sucesivamente, el agua fluía sin que se oyeran gemidos ni saliera sangre por el grifo, los platos ya no saltaban de las manos para estrellarse contra las paredes, las camas dejaban de intimidar con sus temblores, y Mrs. Montague recibía efusivos agradecimientos, su pequeño, discreto pago e invitaciones a presentarse de visita de vez en cuando, como una apreciada amiga.

Ella explicaba a cierto tipo de clienta preocupada —jóvenes, solitarias, madres y novias que deseaban ardientemente la tranquilidad en el tercer o cuarto amargo año de matrimonio— la naturaleza del mundo, enseñándoles cómo adaptarse a unas condiciones a las que no podían escapar. Les enseñaba, a partir de su propia experiencia, cómo podrían manejar más cómodamente sus problemas, las exigencias de sus maridos, su soledad. Si esta conversación transcurría como una charla sobre cómo hacer frente a unos fantasmas, entonces que fuera así. Puedo ver su sonrisa desde mi escritorio. No, eso no quiere decir que los fantasmas no existieran. Significaba sencillamente que no eran el único problema con que podría enfrentarse una joven cuando compartía cotidianamente la intimidad con un hombre, envilecido por sus apetitos y corrompido por su nueva posición como desenfrenado tirano.

Las condenadas a semejante clase de vida a menudo preferían acusar a los muertos de su sufrimiento —porque ¿quién defendería a esos acusados?— y más valía que fuera así, porque Anne aprendió muy pronto que el auténtico conocimiento no siempre era saludable. Una curación demasiado completa podía provocar tanto dolor como el que había causado la queja original. ¿De qué podía servir abrir los ojos a una dama atormentada si ésta no era capaz de manejar la incontrolable situación que entonces descubría? ¿Había traído Anne a esa paciente alguna clase de beneficio? Al comienzo de su segunda carrera ella conseguía que los horrores de una pobre mujer descendieran de lo espiritual a lo humano... Ningún fantasma era el causante de aquellas magulladuras, admitía finalmente la muchacha. Pero las contusiones no cesaban. A los médicos de su calaña les encantaría «curar» a tantos como curaba Anne, pero ¿con qué fin? No había ningún lugar a donde una mujer curada pudiera dirigirse para su posterior asistencia. En aquellos casos en que los fantasmas le hacían el favor de ponerle un ojo morado a una dama y le aflojaban los dientes, Anne a veces recomendaba una charla con un compasivo hermano, o un policía de confianza, o un párroco liberal, pero entonces raras veces le pagaban sus servicios.

Exceptuando aquellas ocasiones en que ella dirigía sesiones y requería de manos adicionales para cuidar los detalles de la reunión que ella no podía atender, pues estaba sirviendo como exaltada y gimiente médium, Anne Montague no utilizaba ayudantes. No obstante, cultivaba a las doncellas de las señoras, criadas, mozos e incluso a algunos criados, ofreciéndoles generosas comisiones, interrogándolos astuta y sutilmente, sin olvidarse de preguntarles por sus propios hijos, cuyos nombres nunca olvidaba tras haberlos oído una sola vez, antes de sonsacarlos sobre si los hogares de sus señores estaban limpios de fantasmas. Pese a todo este esfuerzo, sin embargo, la información que la llevaba a trabajar en beneficio de unos clientes opulentos era escasa, y ella raras veces entraba en una casa que le produjera gran impresión. El dinero era una presa huidiza, más huidiza que los fantasmas.

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