Angelica

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Segunda parte » Capítulo 4

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a mayoría de las veces, los muertos se sentían frustrados o simplemente aburridos, y, como siniestra venganza, con frecuencia aburrían a Anne Montague a su vez. La madera de los muebles los aprisionaba, y su único consuelo era hacer crujir las tablas en lo más oscuro de la noche, o abrir de golpe la puerta del armario con estruendo una y otra vez, incluso después de que los vivos se hubieran asegurado de cerrarlas bien. Le correspondía a Anne expulsarlos, a veces con la ayuda de un actor convertido en carpintero dándoselas de experto en lo oculto, experto generosamente pagado por todas sus habilidades.

Por lo general, cuando los muertos eran capaces de hablar, no les daba la gana de aparecer; cuando aparecían, oliendo a agua de lavanda, o a esencia de rosas, o a moho, eran mudos, y entonces, o bien se desesperaban por comunicar algo que no podían, o se mostraban tan serenos que resultaban casi irreconocibles como aquellos seres queridos conocidos por su gracia o energía vital. Anne había visto a innumerables fantasmas de personas otrora alocadas ahora sombrías y secas, de bordes borrosos, buscando un lugar para instalarse pero que no se sentían cómodos en ninguna parte.

Los muertos tenían mensajes que transmitir, con una urgencia que le hería a Anne en los oídos, le hinchaba las piernas y le hacía latir las sienes; pero, cuando les ofrecía la oportunidad de hablar a través de su garganta, cuando había arreglado cada elemento de un determinado salón siguiendo sus gustos en cuanto a luz y silencio, ojos cerrados y manos cogidas en círculo, ¿qué tenían finalmente los muertos que explicar? «¿Dónde estoy?», o «Acuérdate de mí». Nada más. Y a menudo mucho menos. «No me gusta tu novia.» «No te pongas mis vestidos.» «Eso es demasiado pringoso. Llévatelo.» Con frecuencia se mostraban rudos. «Nunca me gustaste. Ni tú. Ni tú. Ni tampoco tú», decía la tenue sombra de un niño al círculo de sus afligidos deudos. Los muertos a menudo se mostraban cansados, confusos, malhumorados, distraídos. «Ahí no es donde yo guardaba el azúcar», dijo un panadero muerto de sífilis, señalando el techo. «Me gustaba el azúcar en la cama. Hacía asentar las plumas del colchón.»

O se mostraban enigmáticos, golpeando el mismo candelabro cada ocho minutos exactamente durante ochenta y ocho minutos, el octavo día de agosto, empezando a las ocho en punto, en el octavo aniversario de... Nada que uno pudiera recordar, ninguna muerte, ningún accidente de carruaje, ningún incendio fatal. A veces sus mensajes no tenían ningún significado perceptible, incluso para su familia más próxima, incapaz de descifrar apremiantes galimatías, cuando el muerto escribía una y otra vez con un dedo invisible en el plateado polvo de un espejo: «¡Acordaos de resplandecer!», y la familia ansiaba obedecer, si hubiera sabido cómo.

Pero, muy de vez en cuando, los difuntos se expresaban con malicia. La muerte no evaporaba la ira o la maldad en algunos de ellos, sólo la condensaba en un jarabe que fluía por sus traslúcidas venas y rezumaba sobre las almohadas y la comida de los vivos. Abordaban a los vivos con miradas maliciosas y furiosas, hasta que los vivos se caían por las escaleras. Movían los cuchillos de forma que los vivos se cortaban la garganta. Asustaban a la pobre gente hasta la muerte, por rencor, o para ajustar alguna cuenta pendiente. Pero nunca, nunca,

tocaban a los vivos. Podían levantar cosas y golpear con ellas a los vivos —Anne había visto cuerpos para los que no cabía otra explicación—, pero

¿tocar a un ser viviente, como Constance creía que un espíritu le hacía a su hija? Eso nunca había ocurrido.

Anne se sentó en un banco, dentro de la sombra, y recordó la primera preocupación de su amiga, un momento ligeramente anormal en la progresión de esa contaminación fantasmagórica: un olor familiar pero no identificable, fuera de lugar, que de repente impregnaba su casa, un olor que quemaba los ojos y se arremolinaba de forma sumamente obscena en torno de la cama de la niña. La propia habitación se había mostrado reacia a que entrara la madre, la puerta se resistía a abrirse, como si la sujetaran desde el otro lado en la oscuridad, su pomo frío al tacto. Todo esto era coherente con la existencia de espectros. A esto, ninguna persona cuerda le pondría objeciones. Y luego estaban los otros síntomas tempranos: la mujer que se despertaba exactamente a la misma hora cada noche. Tras dejarse convertir en un palacio decorado a su capricho, de repente la casa empezaba a alzarse y a perturbarla, dejándola desprotegida a todas horas. Pero nadie había sido tocado anteriormente. Era una línea que no podía ser cruzada, y, por tanto, pese a todas las impresiones de Constance, Anne no podía dudar del diagnóstico que había hecho el día anterior: instinto de conservación con disfraz espectral.

Estos múltiples síntomas, sin embargo, ofrecían la oportunidad de proporcionar a su adorable clienta un extenso catálogo de ayudas. La continuada asignación de la dama pagaría los exorcismos y otras varias actividades que calmarían los nervios y proporcionarían la agradable sensación de progreso, un necesario apéndice a la formación marital. Los polvos y recetas, la conducta hacia el amo y señor. Todo esto tendría un efecto poderosísimo pero de nada serviría si no iba acompañado del espiritismo científico. Hasta el final, pasarían horas juntas en actividad y conversación, catando los platos cocinados por Nora y la bodega del marido, largas tardes en aquel grande y cálido salón, mano a mano, Anne divirtiéndola hasta que retornaba la risa de la dama y ésta había aprendido perfectamente la manera de calmar a su atormentador italiano. (Él seguiría deseándola, por más sales y espíritus que hubiera en su sangre. Sería imposible redirigir esas ansias. Constance debía aprender a saciarlas con menos de lo que él deseaba. Anne la guiaría también en esto, aunque la idea de sus hirsutas manazas sobre aquella suave piel provocaba en la boca de Anne una mueca de disgusto.)

—Mi queridísima Constance —dijo Anne levantándose para saludar a su amiga y a una encantadora infanta española—. Nuestra amada Angelica, por supuesto. —Anne aceptó la graciosa reverencia y observó cómo la niña se iba dando saltos hasta el parterre que se extendía ante el banco, rodeado por un semicírculo de robles—. Es el vivo retrato de su nombre. —Se volvió hacia su clienta, y le cogió la mano—. Ahora siéntese conmigo, porque he estado despierta casi toda la noche reflexionando sobre la mejor solución a nuestras dificultades.

Cuán decepcionante fue descubrir que Constance era tan propensa a la volubilidad como cualquier torpe esposa de un chupatintas, tan veleta. No podía estarse quieta, y refunfuñaba, como un preámbulo a la exposición de lo que la preocupaba, en nada parecida a la dulce personita a la que Anne había ayudado a enfocar bien las cosas tan sólo un día antes, sino más bien adoptando otra vez una poco convincente postura de elegante dama, preparándose ya para expresar sus quejas a la repartidora de la tienda. Anne casi no necesitaba escuchar, tan típico era el discurso: la noche que acababa de pasar había sido un éxito, pero, en vez de considerarlo una prueba de la eficacia de Anne, Constance había llegado a la conclusión —de forma equivocada, predecible— de que el consejo de Anne nunca había sido necesario. A continuación venían estos murmullos que expresaban el deseo de poner fin a aquello, generosas ofertas de pagar los honorarios de Anne (implícitamente considerados del todo injustificados), vacilaciones y débiles excusas. Anne ya había oído todo eso anteriormente, sabía que era una petición de

más ayuda, disfrazada de la declaración de que no se necesitaba ninguna. Estaba acostumbrada a desviar estas reservas tardías, utilizándolas para llevar a la clienta a una mayor comprensión de su difícil situación y de la importancia de Anne. Pero una marcha atrás así nunca le había producido tanta decepción.

Dolida, Anne tampoco podía recordar que nunca se hubiera compadecido de una vacilante clienta en el pasado, pero la dulce Constance estaba obligándose a sonreír, y la valentía de su actuación conmovió a Anne. Cuánta energía debía de haber reunido para llegar a ese punto, negar todo lo que había visto, toda la angustia de su atormentado hogar, y sentarse ahora, los ojos fijos en el suelo, la risa forzada, y una aguda y falsa risita que deslucía su natural y hermosa aura.

Anne no la ayudó. La indecisa debía esforzarse sola; así vería más clara y rápidamente la futilidad de su gesto. Sin duda, tras la marcha de Anne el día anterior, ella se había sentido liberada de todo temor y presión. Tras hablarle de ello finalmente a alguien, malinterpretaba el consiguiente alivio como una erradicación del problema. Probablemente se había pasado horas pensando que había hecho el ridículo, y cuando, la noche siguiente, no ocurrió nada, (bien fuera porque el tratamiento de Anne había tenido éxito, o porque su enemigo había efectuado una retirada táctica), pensó, no que estaba parcialmente curada, sino que nunca había estado trastornada.

El ridículo discurso llegó con dificultad a su conclusión.

—Me pregunto si no estaré loca —sugirió como compromiso, el corriente y lastimoso deseo de los atormentados.

—¿Les cuenta usted, quizás, delirantes filosofías sobre el mundo a unos gatos encaramados en un alféizar? ¿Aborda usted acaso a hombres en la calle y les advierte de su muerte inminente? —Anne suspiró—. No, no está usted loca, pero corre el peligro de convertirse en una estúpida. Yo no la consideraba una estúpida ayer.

Las débiles excusas de Constance se extinguieron ante el silencio nada receptivo de Anne. Por supuesto, Constance se haría cargo de cualesquiera gastos que se hubieran producido hasta entonces.

—Espero que comprenda usted lo que quiero decir.

Anne se volvió para mirar a su confundida amiga.

—Debemos alegrarnos del respiro de la noche pasada, pero no podemos apresurarnos a sacar conclusiones. Hay muchas cosas que no sabemos. Yo me enteré ayer de algo del edificio, de su casa, refresqué mi memoria sobre el horror de los Burnham.

Anne improvisó sobre un tema familiar, la vieja historia de los Burnham, añadiendo —como un artista selecciona sólo aquellos detalles que probablemente afectarán más a su público— todos los improvisados elementos que pudieran ayudar a Constance a comprender su situación.

El efecto de la leyenda de la pequeña de los Burnham, atormentada por los ataques de rabia provocados por los secretos del padre, fue claro y rápido, mucho más que en casos anteriores. Constance debía de haber estado esperando justamente un estimulante como ése.

—Estoy dispuesta, absolutamente dispuesta, a dejarla en paz si lo de ayer era todo comedia entre dos niñas. Representaré ahora para usted el papel de la repartidora despedida. Págueme mis honorarios y demos el asunto por acabado. Pero, como amiga suya, tengo dudas. Enséñeme la cara, querida.

Mrs. Montague puso las grandes yemas de sus dedos, de uñas excesivamente cortas, bajo la barbilla de Constance e hizo girar hacia ella la carita que sollozaba en silencio. Constance, que se había estado ocultando, parpadeó y apartó la vista. «La fútil fuga de Constance de los fantasmas», se burló Anne, alargando cada «f» hasta que Constance sonrió de veras, en aquella pequeña arboleda, rodeada de mujeres y sus pupilos. Anne le secó suavemente las lágrimas de sus largas pestañas y le besó la frente, borrando con su dedo índice el pequeño valle que se había formado entre sus cejas.

—Ya está, las puertas, una vez abiertas, no se pueden volver a cerrar. No puede usted no ver, aunque mirar la queme.

—¿Cree usted que tengo la culpa? ¿Del problema?

—Contrólese. No querrá usted alarmar a Angelica. La está mirando. ¡Sonríale y hágale un gesto con la mano!

La variación sobre el tema Burnham espoleó a Constance a ver su propio caso más claramente y desenterró otro detalle de su memoria. Angelica también sufría berrinches, algunos más naturales que otros, pero uno de ellos, sumamente preocupante, había tenido lugar cuando Constance dejó a la niña al cuidado de su padre, una semana antes. Constance había regresado de su furtiva escapada a la iglesia y encontró a la niña fuera de sí, a los pies de su padre, que no hacía el menor gesto.

—¿Algo más que una rabieta infantil?

—Mucho peor. Y él simplemente estaba allí, contemplando su sufrimiento.

—¿Algo coherente con su naturaleza científica, quizás?

—O con la crueldad —replicó Constance—. Quería que soltara su rabia. Y tal vez provocó el ataque intencionadamente. Se estaba burlando de ella.

Reanudaron su conversación del día anterior. Constance habló de nuevo abierta y sinceramente de sus problemas, se rió con las historias de Anne, asimiló las enseñanzas de Anne y aprovechó una oportunidad: como los asuntos del laboratorio llevarían a Joseph fuera de Londres la noche siguiente, Anne podía ir a su casa para una visita más larga, con el fin de hacer desaparecer los restos de la tragedia de los Burnham. Y para cenar.

Durante todo el tiempo, Angelica —la imagen misma de la alegría y la libertad infantil— revoloteaba cerca y lejos. Cuando se detenía para escuchar su conversación desde detrás del banco, con una mano en cada uno de los hombros de las dos mujeres, mirando alternativamente a la una y a la otra, Constance y Anne hacían lo que podían para disimular las identidades y horrores de los que hablaban; pero, con todo, la niña captaba lo bastante para acariciar la mejilla de su madre e instarla a no estar triste. Prometía que haría siempre feliz a su madre y que siempre sería buena, antes de girarse en redondo para seducir a un niño simplón o a una niñera abstraída, para que jugaran con ella. Se metió en la arboleda y regresó con un cuento increíble. Había visto al fantasma azul en las ramas. No era plausible, por no decir otra cosa peor. Era más bien una petición de participar en la discusión como una igual. Cuando Anne le dio la oportunidad de expresar sus pensamientos, la niña dijo:

—No me gusta cuando mamá está asustada. —La pequeña sentía el dolor y el miedo de su madre—. Lo mejor es cuando mamá duerme a mi lado. Eso hace que él se vaya lejos o se esconda. No se atreve a tocarme cuando ella mira.

Había visto algo, quería decir algo, aunque sonsacarla sería difícil. Sus visiones se correspondían con las de su madre, lo cual apoyaba una serie de posibles, y contradictorias, explicaciones. La niña olía fuertemente a ajo.

 

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