Angelica

Angelica


Segunda parte » Capítulo 5

Página 34 de 61

C

a

p

í

t

u

l

o

5

 

L

as suaves mejillas y cuello de Angelica olían a los remedios de Anne más intensamente la noche siguiente, cuando Anne llegó para limpiar la mancha de los Burnham del hogar de los Barton. Y más fuerte era también la convicción de Constance de la culpabilidad de su marido. En esta ocasión, el intervalo de un día había provocado un efecto contrario: en vez de convencerse a sí misma de que no había ocurrido nada, había crecido su certeza de que la culpa era de su marido, y empezó a hablar con excitación de sus teorías desde el mismo momento en que le abrió la puerta a Anne, incluso cuando la niña escuchaba desde la banqueta del piano o colgada de las faldas de su madre. Los esfuerzos de Anne por calmarla fracasaron, y la insistencia de Constance en relacionar a su marido con aquel horror hizo que Anne tuviera dudas sobre su diagnóstico.

No quiero decir que la insistencia de Constance convenciera a Anne de lo que Constance estaba diciendo; Anne aún creía que Joseph Barton —pese a todos sus pecados— no estaba controlando ningún espíritu. Más bien, a Anne esa insistencia le hacía sentir lo que ella llamaba una «implicación».

Los momentos de

implicación —en que los acontecimientos iban más despacio, y Anne percibía información clave bajo las palabras, en sonidos no verbales, tras expresiones faciales, incluso en los objetos y el decorado— eran las experiencias más hermosas de su vida, aunque pudieran ser también dolorosas o indicar el dolor de otros. Anne no era ninguna ingenua; sabía mejor que la mayoría de la gente que el mundo no era por naturaleza bondadoso ni caritativo. Y tampoco, conviene señalarlo, veía una gran red de interconexión entre todas las personas, todos los acontecimientos, todo el tiempo. Con toda naturalidad confesaba que había muchas coincidencias carentes de sentido. No era una estúpida que se creyera cualquier cosa que el capricho de alguien pudiera inventar.

Pero el mundo estaba

construido de forma hermosa en su diseño y estructuras generales, aunque en detalle apareciera a menudo brutal y feo. Y a medida que ganó en experiencia se sentía feliz al ver el débil tejido conjuntivo que subyacía en la vida cotidiana. Para alguien que prestara atención, las claves estaban allí, a la vista. No exigían atención, pero la premiaban. Algunos momentos, algunos objetos, algunas palabras tenían, no un brillo (ése era un término estúpido, destinado a explicar algo de esa sensación a los torpes de los hombres), sino más bien una importancia innata pero parcial. Eran eslabones en una cadena de acontecimientos, pero el eslabón al que estaban destinados a vincularse podría no aparecer durante días, y aun entonces sólo muy lejos, en un contexto enteramente distinto. Sin embargo, estos dos eslabones, como conjunto, cuando se veía tal lo que eran, no podían ser ninguna otra cosa, ni coincidencia, ni ilusiones. Se relacionaban entre sí gracias a los contextos comunes y entonces daban a entender la existencia de una pista, o una conclusión a la que sólo las personas atentas podían llegar.

Anne era bastante joven cuando descubrió su capacidad de percepción, y sólo un poco más vieja cuando se dio cuenta de que muchas personas simplemente no se fijaban en esos significados que pasaban a su lado cada día. Observó, también, que explicar lo que ella podía ver a aquellos que no lo veían provocaba invariablemente la burla de éstos. La mayoría de las personas confiaba enteramente en las palabras y esperaba que se las dijeran, esperaban oír lo que querían oír, en vez de escuchar.

Pero Anne no se mentiría a sí misma para parecerse a ellas. Sus observaciones demostraban empíricamente que tenía razón una y otra vez. Sabía que sus amigas estaban preocupadas antes de saberlo ellas mismas, y esperaba con impaciencia a que llegaran finalmente a ese conocimiento. Ella sabía cuándo un asesino volvería a golpear, o desaparecería. Sabía por una simple muestra de la obra de un pintor expuesto en el escaparate de una galería que el artista había sido contagiado por una infección espiritista, aunque las pinturas exhibidas sólo mostraran unas vacas tomando el sol.

Durante toda la noche en compañía de Constance —en el teatro, durante la cena, en cada habitación de la casa— oía llegar esos eslabones plenos de significado, rápidamente, uno tras otro, aun cuando ese significado no fuera obvio de inmediato. Para empezar, cuando Anne estaba considerando cómo podría, en el transcurso de la sesión y la limpieza de aquella noche, demostrar la inocencia del marido, Constance la sacó de la casa, porque había tomado un palco en el teatro, para disfrutar de la ausencia de su esposo. El primer eslabón: el teatro era aquel en que Anne había actuado, su último papel allí había sido la Gertrudis de

Hamlet. Y de nuevo: la obra de esa noche era nada menos que

Hamlet. Y además: Kate Millais, que había interpretado a Ofelia frente a la Gertrudis de Anne, ahora representaba el papel de Gertrudis: una joven que prematuramente asumía el papel de madre.

Constance, además, habló, tanto en los entreactos como mientras regresaban a pie a casa, de su propia madre, de la falta de los buenos consejos maternos que ella había sufrido durante toda su vida, y de cómo ella temía que, en consecuencia, tuviera muy poco que ofrecer a Angelica. Se cogía del brazo de Anne, paseando junto a un verde parque rodeado de una verja de negras picas de hierro rematadas con borlas, cada una de ellas con una guirnalda de rosas de negro metal alrededor del asta de la pica, y cada rosa tachonada de negras espigas de metal, y entre algunas de estas espigas diminutos insectos y orugas de metal negro. Todo ello no era más que producto de la extrema vanidad de un anónimo maestro en la forja del hierro, porque incluso algunas de las orugas habían sido trabajadas hasta los diminutos pelos que revestían sus segmentados cuerpos.

Mientras avanzaban de farola en farola, Constance daba golpecitos con la mano en esas borlas de espinas y hablaba de la próxima separación de su hija, pensada para sólo una semana más tarde, con el fin de ser alimentada a base de latín y Darwin, y quién sabe qué otras cosas.

Al momento siguiente, dos jóvenes llegaron doblando la esquina con disfraces: un obispo católico y una monja, riendo, cogidos del brazo, cantando en un paródico latín: «In cátedra ex cátedra ex oficio rum pum pum...»

Cuando regresaron a la casa de los Barton, la niña en cuestión estaba totalmente preparada para recibirlas, en una actitud como si supiera que ellas iban a aparecer en aquel mismo momento: «Quiero que

me lleves a la cama», dijo, tanto para sorpresa de Anne como de Constance, aunque Anne ya esperaba exactamente aquel débil pero muy significativo eslabón. Levantó a la niña mientras Constance se llevaba a Nora a la cocina, y supo que no le hacía falta más que escuchar con atención para enterarse de algo de suma importancia.

—Te he estado esperando —dijo Angelica a Anne mientras ésta la subía por las escaleras—. Durante mucho rato. Gira a la izquierda ahora —ordenó al llegar arriba, pero como esa instrucción las habría mandado contra la pared, Anne hizo lo contrario, y la niña alabó su desobediencia.

—¿Duermes aquí? —preguntó Anne, bajando a la niña a su cama—. Parece la cámara real de un palacio.

El armario, sede de la temida sospecha, guardaba más ropa de la que Anne poseía.

Angelica acarició el rígido cabello de su muñeca, era tieso como un negro alambre, como arrancado de la cola de un caballo sentenciado. Movía sus manos en un único gesto, otro eslabón, exactamente tal como Molly Túrner había hecho noche tras noche delante de Anne en

Los niños peligrosos, o El espanto de una noche. Anne no se había acordado de esa obra durante años, hasta que la recordó sólo unas pocas horas antes, cuando ella y Constance llegaban ante el teatro. En aquella obra, Molly, una muchacha de diecisiete años, había interpretado a una niña de diez, y lo había hecho tan bien que algunos se quejaron de que una pequeña apareciera en un espectáculo de esa naturaleza. Molly Turner había conquistado también a su primer admirador en esa obra, uno que anteriormente había estado cortejando vagamente a Anne. Él fue la primera de las múltiples conquistas de Molly, y la penúltima de Anne.

—¿Me cuentas un cuento? —preguntó Anne, y descendió hasta sentarse en un sillón ricamente tapizado de azul situado junto a la cabecera.

—¿Qué cuentos te gustan? —quiso saber la niña.

—Los que tú prefieras. Cuéntame algo de tu muñeca. ¿Cómo se llama?

—Es la Princesa Elisabeth, y todo el mundo la conoce por ese nombre, pero ahora lo esconde. Ahora es la Princesita de los Tulipanes.

—Pero ¿por qué esconde una adorable niña como ésa su nombre?

—Los duendecillos tratan de cogerla. Para enseñarle latín. Se escapó. Pero ahora ellos han hecho un voto. Cuando la encuentren, ella debe sentarse sobre un hongo venenoso y hechizarlos, o los duendecillos harán alguna cosa indesible.

—¿Indesible?

—Y todo el mundo ha de callarse cuando ella trate de encantarlos. Ellos la hacen bailar. Y los duendecillos son bailarines

exquisitos. De manera que son jueces duros. Y luego la nieve baila cuando los duendecillos lo ordenan, y ella no debe dejar que los copos de nieve toquen el suelo.

Anne reflexionó. Y preguntó muy lentamente:

—Y si comete un error y se le escapa un copo, ¿cuál será el castigo?

—¡Silencio! No debes decir eso nunca —susurró—. Los duendecillos castigan los errores con vientos

cruales. Pobre, triste Princesa de los Tulipanes.

—¿Por qué está triste, Angelica?

—En el país de los tulipanes duerme protegida por unos ángeles valientes que tienen lanzas hechas de espinas de rosa. Si te tocan con ellas, te mueres.

Para siempre.

—Protegen a la princesa. Excelente. Es bueno tener a alguien que te proteja. ¿La están protegiendo de los duendecillos?

—No. De algo muchísimo peor.

—¿Y eso qué es?

—Muchísimo peor.

—¿Y sabe la madre de la princesa qué es? —preguntó Anne.

—¿Eres gorda? —le preguntó la niña después de suspirar.

—Supongo que sí. Seguramente te parezco muy grande. ¿Doy miedo?

—¡Eres divertida! Las damas no pueden dar miedo.

—Qué niña más juiciosa. ¿Dónde has aprendido eso?

—Todo el mundo sabe eso. Así es como Dios nos hizo.

—¿Y qué es lo que te da miedo, entonces? ¿Qué es peor que los duendecillos?

—Ahora cuéntame tú un cuento, por favor.

—Muy bien. Sujeta fuerte a la princesa y lo haré. Había una vez una reina muy hermosa, la más dulce de todas las damas. Pero estaba triste y muy preocupada, porque su rey no era bueno. Y su hija, la princesa, amaba a su mamá con toda su alma, y no quería que su mamá sufriera más tormentos, de manera que la princesa nunca le contaba a la reina las crueldades que ella, la princesa, también sufría. Pero la princesa tenía que contárselo a

alguien, de manera que se dirigió al consejero real, pues la reina tenía un amigo en quien confiaba.

—¡Lo sé! ¡Lo conozco!

—¿Lo conoces? ¿Qué quieres decir?

—La Reina de Cristal confía sólo en Señor de las Luces, y la Reina de los Dulces mira al Milord Regaliz con miradas de profunda aprobación, y la Dama de los Árboles confía para siempre y solamente en los buenos servicios del Caballero de las Aguas. Toda reina tiene a un hombre así.

—Ya veo. Es interesante que hayas mencionado la regaliz, porque mira lo que te he traído. Te gusta, ¿no? Muy bien, entonces, querida niña, esta reina confiaba en su sapientísimo mago para que la protegiera a ella y a su amada princesita. Y la princesa sabía que podía decir al mago cualquier cosa y el mago la protegería... ¿Qué supones que pasa luego? Puedes acabar mi historia.

Pero la boca de la niña estaba atiborrada con los dulces. De manera que Anne empujó el puñado de caramelos de regaliz boca adentro. Anne esperaba, temiendo la verdad que iba a venir. Al final la niña tragó ostensiblemente. Anne le secó los pequeños labios y escuchó con sus oídos, sus ojos y su corazón. La niña preguntó:

—¿Comes espárragos?

—Sí. Me gustan mucho. Con una salsa.

—P-p-p-p-p-ppppppp —tartamudeó violentamente, enrojeció y sus ojos se giraron hacia arriba y hacia la derecha mientras su rostro se retorcía para expresar la resistente palabra— ¡¡p-PAPÁU dice que es bueno para los riñones.

—Probablemente sí.

La niña bostezó. Sus ojos se cerraron y se abrieron inmediatamente.

—¿Quién está en nuestro techo? Dijiste que hay un hombre que cuelga de nuestro techo. Te oí en el parque.

Anne se acercó al borde de la cama de Angelica y dijo suavemente:

—Ahora te dormirás, y tu madre y yo velaremos por tu seguridad. Y por la mañana te despertarás y nos contarás solamente los sueños más bonitos.

—¿Adónde ha ido mi papá? —dijo Angelica con los ojos casi cerrados.

—Volverá mañana, y tú no le contarás que te he visitado, ¿verdad?

—Lo juro —susurró la niña.

Mrs. Montague puso su gran mano sobre la cabeza de Angelica, le acarició suavemente el rostro, y la niña se durmió.

En aquella silla azul, Constance se pasaba las noches, observando a su hija, tratando de comprender las palabras de la criatura, no más claras que las declaraciones de un oráculo, o de los muertos. Pero esa noche había un significado en ellas. La sensación de que había unos eslabones que se unían para formar una cadena irrompible, raras veces había sido tan fuerte, y Anne se sintió casi capaz de agarrar el lustroso primer eslabón de la cadena.

Dejó a la durmiente niña, pero, en vez de ir a reunirse con su anfitriona, subió arriba y exploró la suite de la señora y el caballero. La lluvia repiqueteaba en las ventanas. La meteorología había permitido que Anne y Constance pudieran ir de casa al teatro, pero ahora el cielo se abría con terrible fuerza. Mientras los cristales hacían ruido y la luz parecía jadear, Anne examinó la habitación donde dormía el italiano, se afeitaba y mancillaba todo lo que lo rodeaba. Su influencia se dejaba sentir más allí, en el segundo y más pequeño armario, que olía a tabaco, en la mesa con sus brochas, un cuenco de plata, una navaja. Examinó este último objeto, un recuerdo de la guerra, mango de suave piedra gris, inscrito con palabras y símbolos extranjeros. Una de las paredes de su vestidor estaba cubierta con un tapiz en el que se reproducía un unicornio. Una llorosa virgen estaba sentada en la silla, el unicornio tenía la cabeza apoyada en su regazo, y ella deslizaba sus dedos, llenos de anillos, a través de los blancos rizos de su crin; por el bosquecillo venía arrastrándose el cazador, la curvada hoja en su mano derecha, un cuenco plateado en la otra.

Corrió los cortinajes que envolvían la cama y hundió sus manos en las almohadas y las fundas.

No puedo seguir durmiendo, decía el cuerpo de Constance a la misma hora todas las noches.

No me pisotees, decían las crujientes escaleras. Pero debo atender a mi niña, suplicaba Constance.

 No me abras, decía la puerta de la niña. ¿Qué clase de madre sería si no lo hiciera?

Anne bajó para encontrarse con una fiesta llena de luces, precisamente el tipo de recepción que había esperado hallar en esa casa; pero ahora la desconcertó. Era inmerecido. No se sentía a gusto, sólo insegura de lo que debía decir, o dónde situarse en medio de tanto confort, ante aquella fastuosa comida que Constance consideraba su tarifa habitual.

Constance parecía sentir que no había peligro aquella noche. No esperaba ningún ataque. Y ofrecía un nuevo aspecto de sí misma, una especie de regalo para Anne. No fingía ser la anfitriona, ni una persona que se había librado del terror. Estaba sencillamente feliz.

—Tengo una extraña sensación cuando estoy en su compañía —dijo mientras se sentaban—. Cuando pienso por un momento en lo que está ocurriendo en mi casa, en lo que es probable a lo que me enfrente esta noche, al terminar esta estupenda comida, creo que podría volverme loca. Y, sin embargo, simplemente por el hecho de que esté usted a mi lado, me siento capaz de afrontarlo.

—Las mujeres que están en su situación a menudo se sienten igual que usted.

—No. Quiero decir más que eso. Yo siento más de lo que ellas sienten. No deseo que piense usted que estoy recurriendo a un tópico. No estoy hablando como una de esas muchas mujeres «angustiadas» que buscan su consuelo.

—Yo no tenía intención de acusarla de... recurrir a tópicos.

Constance hizo una señal a Nora de que empezara a servir la cena, como una gran dama en su casa, y sintiéndose cómoda.

—«Las mujeres en su situación.» ¿Siempre somos mujeres, entonces? ¿Ha ayudado usted alguna vez a un hombre?

—Nunca.

—¿No son acosados?

—Sé que lo son. He leído las palabras de hombres perseguidos, he oído sus últimas y atormentados pensamientos y confesiones. Pero no van a buscar ayuda. No pretendo comprenderlos, querida. Sólo a los muertos.

Constance consideró, saboreó y rechazó una serie de palabras. Anne le daría todo el tiempo del mundo para formular sus pensamientos, tan fuerte era la sensación de creciente tensión por la llegada de otro eslabón de la cadena.

—¿Cree usted que la paz se encuentra en compañía de otro o solamente en uno mismo? —preguntó su amiga tras un largo silencio.

—Está usted preguntándome demasiado si espera hallar paz cuando su hogar está sufriendo una situación espantosa.

—¡Pero a eso es a lo que me refiero! Lo siento ahora, pese a todo eso. Lo siento

ahora. Eso es lo que quería que usted supiera.

Hablaba de una manera muy diferente a la de un hombre, y con palabras muy distintas de las que un hombre desearía que ella dijera. De haber tenido Anne una hija, ésta podría muy bien haber sido de la edad de Constance.

—La sensación de paz y el hecho del matrimonio son presentados a las muchachas como equivalentes, pero raras veces ambas cosas viajan en mutua compañía —replicó Anne—. Yo estuve casada una vez, desde luego. Era un hombre bastante inferior a lo que podía razonablemente haber esperado. Poco después de que me depositara en su casa, me dijo que nunca tendría una doncella como su leal Nora, y no tardando mucho, incluso perdió aquella modesta casa. Del mismo modo que el pequeño tesoro que yo había aportado al matrimonio. Y no mucho después, la vida misma resultó demasiado pesada para sus débiles manos, y para cuando tenía la edad que usted tiene ahora, querida amiga, me quedé viuda.

—Es mi mayor temor, debo confesarlo.

—¿Quedarse viuda? ¿De veras? Humm. Querida, debe usted aprender a clasificar sus temores correctamente... Es una práctica saludable. He visto cosas mucho peores a las que temer que una suave repulsión por el matrimonio. En mi propio caso me sentí completamente liberada. La herencia no era grande, desde luego. ¿Sabe usted lo que le tocará? ¿No? Lo mío no era mucho, pero a pesar de ello, no me preocupé, ya que, como dejó de malgastar el dinero (un derroche que había sido un tanto encantador cuando se ejercía conmigo), mis medios se vieron muy aumentados. Pero mayor aún fue el placer de proveer a mis necesidades otra vez, la libertad de ser yo misma. Las exigencias de aquel papel que había asumido —el de esposa devota— eran un peso muy incómodo. Yo soy tremendamente egoísta.

—No puede usted convencerme de eso. Es usted como una santa medieval, poniéndose continuamente en peligro para ayudar a almas más débiles.

—Yo trabajo con mucho vigor, porque eso me satisface. Soy la mejor protectora de sí misma.

—Yo he trabajado. El trabajo duro no me asusta. La soledad, sí.

—¿Prefiere usted la compañía que encuentra en esta casa a la soledad?

—Desearía otra solución, pero, por supuesto, no hay ninguna, ¿verdad? Y por tanto, me contento con la paz que siento en una selecta, aunque sea temporal, compañía.

Constance alargó la mano por encima de la mesa y apretó la de su amiga.

Nora trajo oporto de la bodega de Mr. Barton y Constance volvió a exigir a Anne que echara la culpa del encantamiento a su marido. Anne siguió defendiéndolo, aunque sentía que sus fuerzas en esa batalla estaban decayendo. La insistencia en esas acusaciones turbó a Anne un poco más, como si, ahora, y antes, en su charla, Constance diera vueltas alrededor de una verdad, se acercara tanto a una llama como su valor le permitía.

—Querría convertirla en un chico, ¿sabe? —dijo—, para que fuera un «científico» como él. Y en su esposa... querría hacerla su esposa. Reemplazarme.

Se sentaron ante el fuego, con su oporto, y compartieron uno de los cigarros de Joseph Barton.

—¿Se ha preguntado usted alguna vez, querida, por qué debemos dar la impresión de que nos deslizamos por la vida? Seguramente le han dicho eso alguna vez en su vida: «Las mujeres deben deslizarse.» Es sencillo. Si nos deslizamos, es que no tenemos piernas. Y si no tenemos piernas, los hombres no tienen que atormentarse pensando en nuestras piernas. Pero aquí, a solas y entre nosotras, podemos recuperar nuestras piernas.

Anne se subió las faldas de modo que sus gigantescos troncos de árbol, envueltos en algodón blanco y rematados con botines de cuero, fueron ofrecidos al calor del fuego y a las risas de Constance, que siguió su ejemplo.

—En todas aquellas partes en que las mujeres viven libres de los hombres —dijo Anne— tienen piernas.

Anne dejó a su amiga sentada delante de la durmiente niña y se fue a pasear sola por la casa, limpiándola de la maldición de los Burnham. Echó el cerrojo y se estiró en la cama de Constance y Joseph. Cada noche, Constance se despertaba allí, contra su voluntad. Cada contacto de su marido se reproducía en su hija. El alma de Constance Barton luchaba consigo misma: algo la impelía a despertarse, incluso pese a que

algo intentaba asustarla para que regresara a la cama. Cuán equivocada había estado Anne... Lo percibía más y más a medida que permanecía bajo aquel techo donde ella había imaginado la existencia de un malvado marido. Anne deseó que todo aquello fuera cierto: eso sería mucho mejor que si el mundo de los espíritus hubiera violado sus habituales principios y estuviera atacando a la niña.

La esposa veía ese espíritu porque no podía soportar la verdad. Todas la pruebas de un crimen real estaban distorsionadas, trasmutadas en lo espectral, porque la realidad era inexpresable, incluso más inimaginable que la fantasmal. Anne ya se había encontrado con esa deformación del juicio anteriormente. La mente atacada, acosada, se retiraba dentro de sí misma y creaba metáforas, que se convertían en reales. Constance veía demonios azules sólo para no ver a su marido salir de la habitación de su hija con las botas en la mano, cerrar la puerta a sus espaldas, y subir hasta su cama en silencio. Veía significados en los platos agrietados (o quizás ella misma los dañaba sin darse cuenta) en vez de entrar en aquella habitación detrás de él y encontrar a su hija arrinconada, bajo el astillado y empañado espejo, cubriéndose la boca con la mano para obligarse a guardar silencio. La mente de Constance había creado un espíritu porque así al menos tenía la esperanza de exorcizar a un fantasma, y tratándose de un espíritu ella podía encontrar a un extraño que creyera en ella y la ayudara. Ella tenía a Anne, mientras tuviera ese fantasma. Pues no podía recurrir a la ley o a la sociedad para controlar la maldad de su marido.

Anne había sido clarividente, el día anterior, al relatar imaginativamente la historia de los Burnham. Los berrinches, el malvado padre comprometido en un indecible pecado y la niña de cuatro años de edad pagando el precio. Al contar esos improvisados detalles de la historia de los Burnham ella había recibido un mensaje como médium sin darse cuenta, pensando solamente que estaba manejando con inteligencia a una clienta fastidiosa. El otro mundo, de vez en cuando, trataba de subsanar los daños de éste, y en esta ocasión hablaba a través de Anne sin que ésta lo supiera.

Mientras yacía allí ahora sobre aquel sucio lecho, conyugal, sintió ganas de golpear el aire con sus puños o de llorar como Constance, al haber llegado a ese conocimiento y ser incapaz de decirlo e incapaz de actuar. Anne se debatía entre contradictorias ideas ahora: ¿debía abrir los ojos de Constance al mal que anidaba bajo su techo y calmarla para que desviara la mirada ante aquel inevitable mal y sufrir, ya que nada, ni siquiera la lujuria, dura para siempre? ¿Debía aconsejarle que escapara con su hija y se pasaran el resto de su vida escondidas y viviendo en la pobreza? ¿O debía no hacer nada, tranquilizarla con pócimas para dormir, alimentar su ignorancia, distraerla con sesiones, proporcionarle legiones de fantasmas que espantar y derrotar, sólo en su imaginación, haciéndole olvidar su verdadero horror? Pero ¿de qué servía todo eso si el marido tenía intención de sacrificarla, tal como ella pensaba, con aquel extraño y sibilino asesinato que quería perpetrar mediante su embarazo?

Constance había tratado de decírselo a Anne, en su primer encuentro. ¿Cuántos días hacía de eso? Una vida entera. «Es demasiado horrible para perdonarlo. Debería cerrar la boca, mis ojos deberían mirar a otra parte, irse desvaneciendo en la ceguera. Casi lo preferiría. O eso, o morirme.»

Ir a la siguiente página

Report Page