Angelica

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Segunda parte » Capítulo 5

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Constance Barton había ascendido hasta esa riqueza, los palcos del teatro y las suculentas comidas, y ahora cada almohada donde quedaba impresa su forma se comportaba como el engrudo que fija en un lugar un insecto que se retuerce. Había conocido cruelmente tarde el precio que se esperaba que pagara y pagara, por unas comodidades de las que no podía desprenderse. Si ella decidía quejarse por la conducta de su amo, podía volver a un mundo más duro. Que ella viera solamente un par de fantasmas —fantasmas cuyo comportamiento tanto respondía al de su inspiración humana— era un tributo al sólido carácter de la dama.

La niña, abajo, presa del miedo y el dolor, lloraba sola, vivía con la creciente creencia de que así es como tenía que ser, o que aquello era culpa suya, que así funcionaban los adultos, que comprendían mejor lo que le convenía. No era la primera vez que Anne oía hablar de algo semejante, desde luego. Londres estaba enferma de ese mal, un complot cuyos conspiradores acechaban y se reían en hogares de todo tipo, pero Anne nunca había conocido y amado tan rápidamente a la pobre niña como amaba a ese angelito sin alas.

Jugueteó con los candados de los armarios de Joseph, examinó su escritorio, los cajones, sin saber muy bien qué buscaba, pero esperando, quizás, tropezar con alguna inspiración, una palanca con la que llevar a su amiga y a la niña a la seguridad. Era muy improbable que la policía pudiera ayudar. Un inspector más sensato que la media tal vez podría consentir en hacer una visita, tener una charla, asentir comprensivamente ante las divertidas u ofendidas negativas del caballero, y luego marcharse dejando tras de sí a un villano ahora mucho más humillado y a una esposa y una hija en un peligro mayor. La ley no tenía interés en esas historias. Y tampoco ningún amable médico podría corregir los trastornos que infectaban la casa.

Contempló a Constance en la silla azul, rindiéndose al sueño sólo tras la más feroz de las defensas, cabeceando.

—Vamos, su dormitorio la espera, purificado —dijo Anne, incómoda ante su propia actuación. Dejó a su amiga, más dormida que despierta, en el lugar que le correspondía.

—Debería ayudarla —murmuró Constance—. Debería estar a su lado.

Pero Anne la levantó, la llevó hasta su cama y con un leve toque la hizo dormir tan fácilmente como había hecho con la niña.

Aunque sólo fuera ése, les había proporcionado un consuelo esa noche. Constance había ido al teatro, gozado del aire y la conversación, comentado que se sentía relajada. Había comido y bebido bien, tomándose una pequeña venganza con el oporto de su marido. Anne le había proporcionado un surtido de armas espiritistas, con lo que le había ofrecido una sensación de acción y progreso. Ahora Constance dormía en su cama, a salvo, aunque sólo fuera por una noche. Dentro de unas horas, Anne la despertaría con una descripción de cómo había repelido al espectro, de cómo lo había herido, le demostraría, al menos, que se podía derrotar, y, al mismo tiempo, que no era culpa suya. No, no era bastante. No había hecho ni mucho menos lo suficiente. Si dispusiera de tiempo ilimitado, podría enseñarle a manejar a ese cerdo, eliminar tentaciones, levantar obstáculos, redirigir sus furias y ansias, ocultar a la niña detrás de rituales y compromisos sociales. Pero puede que no quedase ya tiempo, y Anne le hubiera dado a la confiada alma de Constance una cajita con humo.

En esa larga meditación nocturna decidió, no hacer que Constance viera la realidad, sino que ella sería sus ojos. Miraría las cosas más temibles y taparía los ojos de Constance, porque Anne estaba hecha de una materia más basta. Feas, cubiertas de las cicatrices de la vida, las personas como Anne debían existir para que personas como Constance pudieran vivir una vida mejor. Constance se sentía en paz en compañía de Anne precisamente porque Anne estaba deseosa de encajar y ocultar la maldad que hacía imposible cualquier tipo de paz. Y entonces llegó la dolorosa conclusión de esa línea de pensamiento, al compromiso de que debía haber un sacrificio: si Constance era ciega, entonces la bestia podía abusar de la niña a su antojo. Y la vida de la madre no correría peligro.

—¿Qué? ¿Ha eliminado a todas esas hadas malignas? —preguntó Nora cuando Anne bajaba por las escaleras. Anne ordenó a la criada que no despertara a su señora y salió de la casa.

Encontró a su hombre en la segunda taberna donde buscó. No era coincidencia: él siempre se movía entre tres de ellas, y siempre le decía al último tabernero dónde estaría a continuación si alguien preguntaba por él. Normalmente andaba necesitado. Aquel que deseara hablar con él sabía hallarlo en su particular recorrido. De nada servía esconderse si no interesaba estar escondido.

Retirados ambos hacía mucho del teatro, él y Anne tenían una antigua historia de escenas compartidas y noches de alcohol, mutua asistencia aquí y allá en asuntos teatrales o prácticos, cuando ninguno de los dos tenía a nadie más a quien acudir en busca de ayuda. Desde aquellos tiempos de privaciones y camaradería, él se había consolidado en unos círculos y negocios tan esporádicamente provechosos como los de Anne. Siempre se habían llamado mutuamente por sus papeles más importantes: él la llamaba Gert, y ella lo llamaba El Tercero, aunque los carteles años atrás lo presentaban, en letras pequeñas al final del

dramatis personae, como Michel Sylvain, Thomas Wallender, Diccon Knox, Abel Mason y otros varios. Ninguno de éstos era su verdadero nombre, y él nunca sintió la necesidad de darle a Anne ningún otro, y ella tampoco se preocupó nunca de pedírselo.

—Majestad —entonó él, y se inclinó cuando ella llegó al oscuro extremo de la sala, llena a rebosar a esa hora tardía—. Soy vuestro sirviente.

—He visto a Katy Millais en mi papel esta noche. No me gustó.

—Es una usurpación y una atrocidad, Alteza. ¿Un trago?

—A vuestra salud.

Él nunca preguntaba en qué andaba, y ella tampoco quería saber cómo había llenado él su tiempo, o su bolsa, desde la última vez que se habían visto. Si necesitaban algún servicio del otro, hablaban del tema inmediatamente. Cuando la visita era social, hablaban sólo de los hechos y las personas del lejano pasado. Esa noche, Anne dijo solamente:

—Necesito un artículo de protección para una dama.

—¿Cómo son sus muñecas? —dijo El Tercero mientras la hacía retroceder hasta una cerrada puerta a la que le soltó un par de puntapiés—. ¿Finitas, o se parecen más a tus adorables troncos?

Nora le permitió entrar otra vez en la casa, aunque se quejó de la hora, y Anne pronto se encontró arriba para observar la habitación de la niña a las tres y cuarto, la hora que tanto perturbaba a Constance. La niña estaba profundamente dormida, como su madre.

Antes del alba, Anne despertó a su clienta con un informe:

—No es usted ningún puente para esa cosa, porque ha estado aquí y de ninguna manera como respuesta a sus sueños —le dijo a Constance, ésta todavía atontada por el sueño—. Debería usted sentir un gran alivio, dulce criatura, porque la bestia se ha debilitado, sin la menor duda.

Inmediatamente (¡e incluso soñolienta!) Constance insistió en la posibilidad de la culpa de su marido.

—¿Dónde ha escondido usted sus armas? —fue la respuesta de Anne.

Constance la acompañó hasta el cofre de nogal que había fuera de la habitación de la niña y le reveló la caja oculta.

—Aquí hay un artículo más —dijo Anne colocando el estrecho mango de hueso del cuchillo de El Tercero en la palma de Constance—. Sosténgalo así, querida.

Dobló los blandos dedos de Constance para adoptar la adecuada posición. ¿Qué era lo que Constance estaba exactamente creyendo, deseando creer, preparada para oír? No preguntó para qué era la navaja, y Anne se lo aclaró:

—Todas las mujeres deberían tener uno en su ajuar; ¡pero qué pocas madres piensan en ello! Mantenga el brazo fuertemente apretado contra su costado. Así. Pero, tranquila, no la necesitará.

Anne lo volvió a coger y lo colocó entre los crucifijos y las hierbas. Quizás el cuchillo llevaría a Constance a considerar las amenazas que se cernían sobre ella como algo de carne y hueso. Sabía ya que estaban hablando en código, representando una farsa, pero Constance quería una explicación ingenua. Su confianza y necesidad estaban inseparablemente unidas.

—Tiene usted el valor de una leona protegiendo a sus crías —dijo Anne—. Yo he demostrado esta noche que su horror es vulnerable a estas herramientas. Se librará usted de eso, y con el tiempo quizás descubra que su Joseph es su sostén nuevamente.

Cerró la caja, y la colocó de nuevo en su sitio.

Esperaba que ella estuviera equivocaba. Quizás el marido era inocente. Quizás era un fantasma menor, al que Constance aún podía vencer. Su corazón era sólo bondad y pureza. Si alguno podía ahuyentar el mal, era el suyo.

—Me gustaría que estuviera usted a mi lado, defendiéndome cada noche —dijo Constance mientras bajaban por la escalera.

—Cuán segura y rápidamente confía usted su corazón, querida Constance. Eso es una clara prueba de su sabiduría. Yo no puedo estar aquí para su próximo combate, pero no le falta nada de lo que necesita. Me he asegurado de ello.

Compartieron el café y se separaron antes de las primeras luces del alba.

—Estamos más cerca que nunca de una solución, amiga mía —dijo Anne en el umbral, y deseó que eso fuera cierto. No podía decir cuál sería la mejor solución. Pensó en aquella niña dormida arriba, en la comida y el vino, los cojines y las colgaduras, en el hombre que iba a volver a la casa aquel día, en aquella gentil mujer a quien la única protección que podía ofrecer era la ignorancia.

 

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