Angelica

Angelica


Tercera parte » Capítulo 3

Página 41 de 61

C

a

p

í

t

u

l

o

3

 

A

l principio, Joseph podría haber considerado mi nacimiento sólo como un golpe, un rayo destructor.

La destrucción de su esposa, sin la menor duda. Él se había enamorado de los grandes, casi infantiles ojos de Constance, que le daban una expresión serena que otras habrían tenido que esforzarse mucho para conseguir. Pero con cada nacimiento fallido, sus ojos se hundían un poco más, reflejando un profundo agotamiento. Parecía más enferma tras cada parto, y él se avergonzaba porque a menudo la encontraba fea entonces, como los hambrientos que había visto en la guerra. Ella se recuperaba después de cada esfuerzo, pero sólo en parte, nunca volvía a ser la radiante belleza del principio, ni siquiera al cada vez más menguado atractivo de su rostro tras la última pérdida.

Constance se iba muriendo poco a poco con estos partos malogrados, y entonces recibió el golpe más duro con Angelica. Aunque logró sobrevivir, aquella niña viva la torturaba. El rítmico lloriqueo de Angelica, por ejemplo, desencadenaba las lágrimas de Constance, porque ésta se encontraba aún demasiado débil para ver las necesidades de su agresora. El llanto era solamente un reproche preliminar. Una segunda herida se producía cuando el lloriqueo cambiaba de tono, porque eso quería decir que Nora había llevado a la niña al ama de leche que compartía la habitación de la irlandesa. El tercer insulto era el silencio de la pequeña, ya saciada, aún más ofensivo para su víctima, que estaba dos pisos más arriba.

Joseph comprendía las exigencias del recién nacido animalillo, pero, aun así, esa bestia casi había matado a su esposa y ahora procedía a mofarse de su lisiada víctima mediante unos agresivos aullidos modulados para obtener favores de los asustados y castigar a aquellos que eran impotentes para agradarla. Su repetitivo grito de victoria emitido en dos tonos diferentes llegó a recordarle a Joseph los gritos de guerra africanos que brotaban, sin saberse su origen, de la oscura maleza, un gemido cada vez más intenso que estaba destinado a hacer que se encogieran las entrañas del enemigo antes de la batalla.

Su propia madre había muerto en el parto (por así decirlo). Su recuerdo había atormentado a su padre y su hogar, ese mismo hogar donde un bebé ahora chillaba todo el día pidiendo ayuda a una madre que no podía prestársela, hasta que se enamoró del pecho de una nodriza. Su esposa, una y otra vez, trataba de abandonar a aquella criatura, tal como había hecho su madre.

Y la destrucción de sus hábitos conyugales, de su confort, de la rutina hogareña. La aparición de Nora como otra visible y audible residente en la casa, con voz y conversación, a la que había que complacer. La lenta y rápida destrucción de principios y hábitos, tan grandes como las disposiciones para que la niña durmiera y tan pequeños como éste: a los seis meses al introducir alimento en la boca de la niña, ésta rápidamente escupía el primer bocado, tanto si era su comida favorita como una novedad, repugnante o deliciosa. El segundo bocado era ingerido ávidamente, pero el primero siempre lo escupía, como si fuera una somelier. Él no se indignaba ante el coste de la niña, aceptaba vestirla, alimentarla y pagarle sus médicos; pero que arrojara, que escupiera la comida —mientras los adultos que estaban a cargo de ella se reían ante esa chupadora de carne humana de grandes ojos—, era algo ante lo que le resultaba difícil fingir diversión. No había ningún sitio en la casa adónde pudiera escapar. Si la hubiera podido calmar él mismo lo habría hecho así, pero no podía proporcionar ninguna ayuda. Cuando intentaba tratar a la niña tal como lo hacían Nora y Constance, excusándola por sus rabietas, mimándola con leche más caliente o más fría, intercambiando (en los infrecuentes silencios) afirmaciones y contra afirmaciones de lo muy parecidas que eran la niña y Constance, rebajándose de ese modo ante la lloriqueante criatura, aun así ellas sonreían y lo sacaban a empujones de la habitación, para que buscara otro lugar desde donde escuchar, solo, la histérica hilaridad.

Pero esto es lo que todo hombre experimenta, dirás tú. Sí, pero algunos tienen una chispa de egoísmo darwiniano o de afecto divino. ¿Deberíamos entonces culpar al hombre que ve tan poco encanto en tal acontecimiento? ¿A un hombre cuya esposa casi se muere en el parto y luego lo abandona para dedicarse devotamente a su agresor? ¿Se entregó él a la autocompasión? No de repente, pero es que ese sentimiento requiere tiempo para crecer.

Antaño él había imaginado a los niños como vagas nociones, versiones más pequeñas de él mismo con pasiones científicas y una afición por la vida deportiva inglesa. Cuando Constance quedó embarazada por primera vez, él se había permitido tal vez una pequeña fantasía de vez en cuando, dirigiéndose al Laberinto o contemplando el inquieto sueño de la mujer mientras él le secaba su húmeda frente. Tal vez imaginaba a un futuro profesor de anatomía. Quizás se veía como el primer preceptor del chico, ayudándole a dar un bien calibrado paso hacia el conocimiento. Tal vez intentando regalar al niño un praxinoscopio y disfrutar con su fascinación mientras miraba a través de él. Pero estas nociones se evaporaron durante la primera fiebre puerperal de Constance.

«Quiero darte un hijo», le había dicho Constance, poco después de que se casaran (aunque, como él insistió con calma, no fue por la iglesia). «Quiero darte un hijo», había dicho ella cuando partían hacia su viaje de bodas. Y lo dijo otra vez en su hotel de Florencia. «Quiero darte un hijo.» Un regalo de novia.

«Quiero darte un hijo», había susurrado ella, necesitando de toda su fuerza para emitir aquel breve, seco sonido, menos de una hora después del primer bebé perdido, cuando él vio, tan claro como la luz del día, que ella iba a morir. Joseph dijo entonces: «Nunca más. No debes volver a sufrir esto. No puedo verte de esta manera.» Pero sus penosas palabras de amor no hicieron otra cosa que entristecerla más. «Sí, otra vez. Quiero darte...» Y pese a que lo apenaban sus sufrimientos y la pérdida de su juventud sintió como una ráfaga de maravilla ante la tenacidad de la mujer: ¿ella ansiaba, aun en ese estado, darle un hijo? ¿Incluso mientras los restos de su anterior esfuerzo estaban siendo envueltos y apresuradamente sacados de la habitación por la comadrona, y se estaban elaborando mentiras sobre falsos bautismos para anestesiar su dolor? Sólo entonces, por primera vez, se preguntó Joseph si ella estaba realmente hablando con él. La mujer se mostraba delirante en muchas de las afirmaciones que hacía en esas delicadas horas, y esa repetida declaración de devoción parecía distorsionada en aquel contexto: «Quiero darte un hijo», dijo más tarde con los ojos cerrados. Él le cogió su helada mano, y le sopló en los azulados dedos. «Mi Con, mi única Con», dijo, y los ojos de la mujer se abrieron. «¿Joseph? ¿Estás ahí?» Así pues, ¿no lo sabía? Entonces, ¿a quién estaba ofreciendo un hijo?

«Quiero darte un hijo», decía ella después de eso, siempre que él se acercaba a ella con ternura. La mujer salmodiaba esto con tanta convicción que las débiles negativas de su marido («Casi no me importa, querida, teniendo en cuenta tu frágil salud») servían sólo para reforzar su determinación. «¡No! Es mi deber contigo. Es lo más importante, el regalo que debo hacerte. Todo lo que tengo.» Esta sorprendente declaración de fe había encantado, y angustiado, a Joseph. A él no le preocupaba realmente si ella le daba un hijo o un perro de aguas. No podía imaginar qué haría con semejante regalo, y su propia historia familiar, sospecho yo, más bien lo disuadía de la idea de que el río de la satisfacción doméstica fluye a partir de la llegada de los hijos.

«Quiero darte un hijo», había murmurado ella, incluso mientras Angelica estaba viva y berreando en la habitación, con ella. Y Joseph lloraba ante el hecho de que su chica de la papelería fuera a morir, sin ver siquiera que su inútil regalo había sido ya entregado a sus rígidos y mal dispuestos brazos.

En retrospectiva, considerando el papel que Angelica llegó a tener en la vida de su madre, las dudas de Joseph sobre la pureza de la ritual declaración de la mujer eran proféticas. Ella había deseado un hijo por sus propias razones, razones tan profundamente arraigadas en Constance, o en todas las mujeres, que ella habría sido probablemente incapaz de decir cuáles eran, y Constance muy bien podría haber creído (haciendo una concesión a la vanidad de él y la sinceridad de ella) que concebir un hijo

era un regalo de amor para él, que

él deseaba desesperadamente descendientes, pese a que todas sus palabras, inclinaciones e historia indicaban lo contrario.

Pero seguramente aún no podía verlo. La transformación de Constance de esposa en madre era tan profunda, tan mágicamente global, que era como si ella estuviera representando algún mito. Se dedicaba a la niña en detrimento de sus responsabilidades de casada, incluso del simple detalle o la mera demostración de afecto por su marido. Ella, que antaño se había esforzado en ser encantadora y agradable con él, ahora no tenía ninguna conversación que no diera vueltas sobre el último estornudo o chillido de la niña. Joseph tenía últimamente la impresión, también, de que ella había aprendido a burlarse de él de alguna sutil manera, con alguna entonación sarcástica sobre su inutilidad, incluso sobre su inteligencia, aquella actitud meditabunda que él sabía que los demás juzgaban como lentitud de juicio. Incluso ella, que antaño no lo veía o no le importaba, y que una vez le llamó «tortuga juiciosa» y vio en ello el compendio de la perspicacia científica, incluso ella, hinchaba los carrillos, taconeaba

y ponía los ojos en blanco cuando él replicaba demasiado lentamente, y ella creía que no la estaba mirando.

Así que, ¿cómo era posible que ella siguiera considerando que la niña había sido para Joseph? La niña había sido de él, pese a él, en vez de él. El alejamiento de Constance de él había sido —si se contemplaba desde la suficiente perspectiva— una senda casi recta desde el momento en que nació Angelica. Madre e hija se iban alejando más y más, cogidas de la mano, como si estuvieran subidas en la trasera de un ómnibus que silenciosamente se perdía en la distancia, y «Quiero darte un hijo» era simplemente «Quiero un hijo», pero mal expresado.

Quizás había empezado mucho antes. Quizás ella lo había seleccionado porque frecuentaba Pendleton’s, y le dejó pensar que había sido él quien la había escogido. Ella lo había identificado como un hombre del que podía tomar («ofrecerse») y luego arrinconar. Y él nunca se quejaría. Ella sabía incluso entonces que él era un estúpido, un recipiente de vergonzosos apetitos que ella podía manejar con facilidad. Ahora las dos hembras no harían otra cosa que estar más unidas y parecerse más, mientras Joseph permanecía a su lado, el castrado protector financiero de un harén sin sultán. En ocasiones, cuando la atención de la mujer se concentraba en Angelica hasta el punto de que ella ya ni siquiera se daba cuenta de si Joseph entraba o salía, él exageraba su dolor y le permitía ver una representación de dolor en su rostro, y, como resultado, conseguía a veces una muestra de simpatía. Casi tan pronto como lo había logrado, sin embargo, deseaba acabar con aquello, ya que el ejercicio le resultaba humillante.

La culpa era sólo de él, por supuesto. Él había permitido, ramita a ramita, que ese nido de risitas y silencios femeninos tomara forma en su casa. Cuando Angelica era un bebé, sin la capacidad de hablar todavía, Joseph no veía la manera de pasar muchos minutos al lado de ella, atendiéndola, ni siquiera podía encontrar ningún estímulo científico en su desarrollo, ya que la niña era mucho menos interesante que las criaturas con las que él trabajaba en el laboratorio. Sabía que el bebé quería que se fuera y permitiera que volviera la persona que sabía jugar, cantar, alimentar, mimar. «Querida, te está llamando otra vez», diría él en señal de rendición. Incluso cuando Angelica se volvía más reconociblemente humana, cuando él trataba de hacer preguntas sobre sus juegos, incluso ofrecerse él mismo como compañero de esos juegos, la naturaleza tan repetitiva de su conversación y fantasías no hacía más que producirle somnolencia a medida que la niña se excitaba más y más.

Supongo que tú diagnosticarías su aburrimiento como una sublimación de su propio miedo a ser impotente, o algo parecido, ¿no es así? Te cuadra bastante. Me estoy convirtiendo en una persona cada vez más experta en desempeñar tu papel. Y tú tendrías razón, pero sólo en el hecho de que él podía sentir miedo de ser innecesario para la niña o, peor aún, quizás incluso perjudicial. Como mínimo, pienso que él tenía miedo de aburrir a la criatura tanto como ella lo aburría a él, que carecía incluso de la suficiente chispa para divertir a ese animalillo que se divertía con cualquier cosa, ya que la mera visión de su madre haciéndose la bizca o de Nora fingiendo caerse podían provocarle la mayor de las alegrías.

Pero, igualmente, ¿no podía ser una definición adecuada para esto que sufría un

amor no correspondido? La preferencia de la niña por Constance

—preferencia difícilmente abarca la radical distinción que la niña establecía entre Constance y el resto de la creación, como si se pudiera decir que uno

prefiere el oxígeno a un gas tóxico— estaba clara en cada fase de su desarrollo, incluso en aquella escasamente humana criatura de unas pocas semanas de edad. Era una preferencia que Joseph sin duda compartía y podía incluso admirar, pero ¿podrían las sospechas de Anne Montague sobre él haber sido correctas, y un amor no correspondido haberse transformado en furia contra su objeto? Reconócelo: tú sospechas que él era culpable. Reconoce, también, que tú me miras hoy, yaciendo a tus pies como una vez lo hice a los suyos, y comprendes su crimen.

Joseph llegó hasta pasar tardes enteras en el parque, solo, removiendo la gravilla con la suela de sus botas, resistiéndose a volver a casa, consciente de todas las debilidades que lo rondaban, de su dolor, producido por la vergüenza y el resentimiento, y de la repugnancia que sentía hacia sí mismo. Contemplaba a los últimos niños del día vigilados por madres sentadas o por niñeras de pie. Una bonita niña corría arriba y abajo, representando la imagen de una tangente con su aro y su bastón. Dos o tres años mayor que Angelica, pronto desecharía sus juguetes, emprendería actividades menos infantiles, refrenaría las demostraciones más chocantes de su personalidad para dar lugar a un ser más ordenado, más consistente, para desempeñar nuevos papeles. Angelica, tan estrechamente controlada y modelada por su madre, se perdería para él a no tardar, aún más inalcanzable de lo que lo era ahora. Él no habría negado que sentía cierta envidia de los sólidos lazos femeninos, la risa y las lágrimas compartidas entre esposa e hija, entre Constance y el regalo que ésta le había hecho.

Ir a la siguiente página

Report Page