Angelica

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Tercera parte » Capítulo 4

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uán bajo habían caído sus expectativas.

Todo lo que él ansiaba ahora era dormir toda una noche sin interrupciones. Durante cuatro años había tolerado que la niña durmiera en su habitación. Sus toses y exigencias de medianoche, incluso sus simples gemidos, bastaban para que Constance se levantara y acudiera al lado de la niña, impidiendo toda vida normal. Este comportamiento ilógico, este desfile de temores alimentados y enfermedades reales e imaginarias, había situado el accesorio bienestar de la niña y la esposa por delante de su bienestar. En pocas palabras, Joseph había cedido el control de las decisiones más fundamentales de su competencia. Constance lo había exigido a su manera. Él no podía culparla por ello, dado que era propio de su naturaleza. Sin embargo, no debería haberla consentido durante tanto tiempo, ni permitido que se imaginara que él no se sentía afectado por su preferencia por la niña.

Joseph había detectado recientemente signos en Angelica de que era una personita de cierta solidez, quizás incluso inteligencia, y con un fugaz interés por el mundo animal. Decidió, en un arranque de inspiración, mientras Constance se resistía a su decisión de trasladar la niña abajo, que Angelica debía recibir una educación apropiada en esas materias, además de clases de lengua. En caso contrario sería reblandecida por su madre, que jamás expondría a la niña a otra cosa que no fueran muñecas y volantes, caprichos y supersticiones.

Clarificaría a Constance el papel que ella debía desempeñar en este respecto y otros, y procuraría que lo desempeñara. La primera noche de su nueva administración se quedó fuera de la casa hasta que estuvo seguro de que la niña estaría dormida. A su regreso fue satisfactoriamente informado de que la pequeña dormía en su propia cama (aunque Constance se quejó de que la niña se había resistido y llorado).

—Se adaptará, supongo —repuso él. Pensaba que Constance encontraría difícil esta transición también, pero no había que ceder al primer signo de progreso, y por tanto le habló amablemente de su intención de ocuparse de la educación de Angelica. No le sorprendió la inmediata oposición de Constance a sus planes, que hubiera dado por sentado que él no iba a tomar decisiones sobre la formación de la niña. La presunción de la mujer sobre la improcedencia de aquellas decisiones de Joseph no hacía más que confirmar cuán lejos de su control había llegado a estar su casa, y él respondió ásperamente—: Puede que llegue el día en que

me considere a mí un amigo también.

Lo lamentó de inmediato. Seguramente el camino que trataba de seguir exigía de él serenidad; de lo contrario, Constance no tendría ningún modelo que, emular. La tomó de la mano. Ella se mostró fría, enojada. Él se sintió como un torpe pretendiente, cortejando a una mujer cuyo verdadero amor había muerto días antes, o languidecía en prisión por orden suya.

—Debo ir a ver a Angelica —dijo ella y huyó hacia la niña.

Como mínimo, él disfrutaría de una noche completa de sueño, la primera en cuatro años. Y sin embargo, tras haber instituido esta muy anhelada reforma, descubrió que sus noches se veían, si acaso, más alteradas. Aquella primera noche, cuando Constance regresó, él se mostró paciente con sus lágrimas y su tristeza mientras lo pudo soportar, tres o cuatro ocasiones —tantas como él sufría con la presencia de Angelica—, pero el cuarto sollozo lastimero —con el cielo aún negro y su cabeza todavía martilleándole, y los ojos y las legañas secos— quebró sus mejores intenciones. Simplemente dijo basta, basta, ya no podía seguir aquel juego de estar lamentando todo el tiempo el traslado de la niña.

La segunda noche, como regresó bastante temprano y encontró a la niña todavía despierta en su nueva cama, pidió estar por un momento a solas con ella, tratando de calmar sus temores nocturnos. Constance aceptó esta entrevista privilegiada sólo con mucha dificultad, pero en cuanto ella salió, la niña pilló a Joseph completamente por sorpresa: le rodeó el cuello con los brazos y lo besó repetidamente.

—¡Gracias, papá!

—¿Gracias por qué, niña?

—¡Por esta habitación! ¡Mi habitación de la torre!

—¿Estás contenta aquí?

Su gratitud era evidente, y él no vio ninguna coincidencia en este salto adelante en sus relaciones y las reformas que había instituido. Dejando a la niña felizmente en su cama, bajó a cenar con una malhumorada esposa, que le informó otra vez, pese a lo que él acababa de ver, de la penosa resistencia de la niña a dormir en su nuevo cuarto.

Esto no necesariamente demostraba perfidia; quizás la niña respondía más favorablemente ante él. Constance, al esperar tristeza, veía tristeza, mientras que él, esperando un manso consentimiento, era debidamente recompensado. Constance, al menos, había acatado sus instrucciones de que, como un primer paso en su educación, la niña pasara unos minutos examinando un libro de su biblioteca, con láminas de anatomía y grabados naturalistas, aunque su esposa se rebeló incluso en esto. «Pensé que no sería muy conveniente para ella.»

Constance ahora apenas dormía. Yacían juntos uno al lado del otro en silencio. Él se sentía ridículo, porque incluso dudaba de si tocarle la mano o no, tan hipersensible se mostraba ella, pese a la sobrehumana paciencia que él había tenido con su frágil condición durante casi un año, y tres años antes que eso. Al cabo de unos minutos, y sin una palabra de excusa, ella se levantó y desapareció del lecho matrimonial durante horas.

No, no era tan sencillo como esperaba; nada lo fue. Le permitió que se fuera a echar una mirada a la niña, y esperó en silencio, hasta que, todavía solo, se quedó dormido. Se despertó, aún solo, y se frotó los ojos hasta que pudo ver el reloj. Bajó y encontró a la niña dormida en su cama y, frente a ella, a Constance en una silla, en una postura de disponibilidad, convertida —de no ser por sus ojos cerrados— en un centinela, sus dedos agarrando todavía una extinguida vela, sostenida ante ella para iluminar la oscuridad, una mujer dormida vigilando a una niña dormida, sin que la quemada y negra mecha proyectara ninguna luz. Su otra mano estaba clavada en el brazo de la silla, por lo que sus nudillos se habían blanqueado y sus uñas se habían doblado ligeramente. Joseph avanzó hasta colocarse entre la cama y la silla, y contuvo la respiración cuando vio que los ojos de Constance no estaban completamente cerrados. Se había dormido tratando tan desesperadamente de permanecer despierta que sus ojos se habían quedado ligeramente abiertos, y por esa estrecha rendija Joseph podía ver el blanco más puro de aquellos ojos que señalaban la derrota final de su voluntad.

Puso su mano ligeramente sobre el hombro de la mujer, y ésta se sacudió a un lado como si la hubiera golpeado. «Vamos. Ven a la cama», susurró él. Ella abrió los ojos del todo, lo vio ante sí, y gritó inmediatamente, gritó un único

no tan penetrante que él se dio la vuelta para ver si había despertado a la niña. La fuerza del grito fue suficiente para que la pequeña se moviera levemente a un lado.

Constance, temblando y sudando, se puso de pie vacilante, pero rehusó su apoyo, como si él fuera un verdugo conduciendo a una mártir, «No», repitió suavemente, y volvió a sentarse, cerrando los ojos inmediatamente.

Así las cosas ella lo miraba con el más completo temor, se apartaba de él, y rechazaba su compañía y su cama, después de todo lo que él había hecho por ella, todo lo que ella aceptaba con su sonriente rostro diurno. Joseph consideró la posibilidad de echarla de casa.

Pero su ira se esfumó con la grisácea luz matutina. La despertó para ofrecerle té y tostadas, y a Angelica, que estaba jugando en el suelo.

—Mr. Barton —dijo Constance sonriendo—. Veo que tenemos una mañana de reposo.

—Buenos días —respondió él, tratando de recordar los hechos y la ira de la noche anterior. Ella le cogió de la mano, y él dejó de buscar un recuerdo que justificara su amorosa actitud.

—¿Estás bien? —preguntó él.

—Solamente —dijo ella— cuando tú estás contento.

Ella lo miró como solía hacer en el pasado, antes de la niña y de todos sus sufrimientos y su separación. Él reconoció la pureza y simplicidad de su expresión, y su rareza en aquellos días, como si sus años juntos le hubieran quitado a ella la capacidad de darse a él. Joseph era cada día menos interesante para ella, pero algo en su nueva resolución había arrastrado a la mujer hacia él esa mañana. Él ansiaba, parpadeando bajo la nueva luz, decir algo que lo hiciera de nuevo atractivo para su mujer, que lo convirtiera en un misterio menor, o mayor. Constance se sentó al borde de la cama y le sostuvo la mano. Había transcurrido mucho tiempo desde que su mujer le demostrara tanta atención. Él se sentía a la vez agradecido e irritado ante aquella idea. Podría separar las palabras ásperas de las tiernas, podría encontrar la primera palabra adecuada, y serían uno otra vez.

En vez de eso, se oyó un grito a los pies de la cama, y Constance inmediatamente soltó la mano de Joseph y se fue al lado de la niña gritando:

—¿Qué pasa, amor?

—¡La Princesa Elisabeth! —gimió Angelica—. ¡Se ha hecho mucho daño en la mano!

—Oh, Princesa —la consoló Constance, desapareciendo detrás de los pies de la cama—. Examinemos la herida de Su Alteza.

 

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