Angelica

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Tercera parte » Capítulo 8

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l domingo, con sus habituales concesiones a la superstición de Constance, coincidía esa mañana con el día libre mensual de Nora, de manera que Joseph y Angelica se enfrentaban al hecho de pasar algunas horas en mutua compañía. Curiosamente, eso no alarmó a Joseph. Resultaba extraño cuán rápidamente unas noches de sueño ininterrumpido y la abierta hostilidad de su esposa podían hacerle buscar la compañía de la niña.

Joseph le leyó a Angelica una historia, un pequeño paso en su nueva amistad:

—«... más ruin que el primero, el más malvado de todos los hombres. El panadero lo lamentaría, dijo la anciana. Lo lamentaría amargamente. Y verdaderamente así fue, porque, tan pronto como la bruja se marchó de la tienda del panadero, el lobo saltó a su interior y se relamió los labios, y gruñó desde lo más profundo de su garganta. Sus enrojecidos ojos flameaban como los de un demonio cuando se inclinó hacia atrás, preparándose para su salto. El panadero gritó: “¡Lo siento! Cuando tenía la ayuda de la gente de la ciudad, los rechacé con desprecio en mi voz. Ahora que me encuentro en el más grave de los peligros, no hay nadie que venga a ayudarme. ¡Estoy perdido!” El lobo saltó a la garganta del panadero, él odio asesino en sus ojos y con sed de sangre en sus labios. Sus bigotes tocaron el cuello del panadero. Sus mandíbulas se abrieron y el panadero sintió su cálido y húmedo aliento en su rostro, cuando, procedente de ninguna parte e inmediatamente, centelleó el brillo de una hoja. La piel del lobo fue separada y su garganta cortada. La ardiente sangre salpicó y manchó la mejilla del panadero donde se mezcló con sus lágrimas de miedo y alivio. La sangre se esparció, también, sobre el pan que el panadero acababa de negarse a compartir con la anciana. ¿De quién era el cuchillo que lo había salvado? Porque, a sus pies, el lobo se estremecía hasta sus bigotes y exhalaba su mínimo... perdóname, querida: exhalaba su

último suspiro. Entonces el panadero vio a su salvador: Era el hijo del gitano. “¿Tú? ¿Tú has venido a salvarme? ¿Y con mi propio cuchillo? ¿Cómo es esto?” El hijo del gitano no presumió de su valor, y tampoco recordó al panadero su nada cristiana crueldad hacia la gente del pueblo. En vez de eso, habló humildemente: “Panadero, la sangre de este lobo te ha dejado una mancha sobre la mejilla, y llevarás esa mancha para siempre. Nunca podrás quitártela, por más que frotes desesperadamente. Y la sangre del lobo ha manchado también tu pan. Por siempre, cada día, apartarás una hogaza de pan, y ésa la entregarás sin quejarte a quien sea que te la pida, y tú no pedirás nada a cambio, ni moneda alguna, ni favor. Y llamarás a este pan el Pan del Lobo. Si haces eso puntualmente, no tendrás nunca nada que temer del pequeño corte de tu cuello, que yo te he hecho al matar al lobo cuando saltaba contra tu garganta. Te pondrás este ungüento mágico en el corte cada día. Nunca te molestará. Pero si no cumples con ello, si no lo haces generosamente...”»

—¿Qué quiere decir

generosamente?

—Generosamente. Sin vacilar, ni quejarse «“... si no entregas generosamente el Pan del Lobo, entonces ese pequeño corte se abrirá más, y de él manará sangre roja, y ninguna sabiduría de los médicos conseguirá salvarte, y tu cabeza nunca se curará, ni seguirá unida, y morirás de la manera más miserable.” El panadero asintió y se miró en un espejo, y vio— el rojo corte que cruzaba su garganta. “Haré lo que dices, hijo del gitano, y tú puedes contar a todo el pueblo lo que ha pasado aquí hoy y lo que yo he prometido.”»

Joseph cerró el libro.

—¿Y qué crees que pasa ahora?

—Él no comparte el pan. Su corte se vuelve a abrir y se extiende por todo el cuello, ¡y la cabeza se le cae! ¡Y aquellos terribles pobres se comen todo el pan!

—Te gusta mucho este cuento.

Mientras él y su hija se reían juntos, Joseph comenzó a reconocer su propio hogar y su lugar en él. Su hija también le contaba, de un hombre volador que venía a verla por la noche y sobre las espaldas del cual ella volaba muy alto, por encima de las calles de Londres, y desde allí ella veía a las personas y los edificios allá abajo, mientras mechones de nubes se le enmarañaban en el pelo y el gancho de la luna casi agarraba su vestido.

Angelica era, o podría ser algún día, una compañía ideal. La niña podía —no era inconcebible— crecer hasta convertirse en una especie de amiga, por decirlo así. No carecía de los requisitos fundamentales de mente y temperamento que le faltaban a su madre.

—¿Existen de verdad los fantasmas? —preguntó.

—No.

—¿Existen de verdad los ángeles?

—No, cariño.

—¿Y qué pasa con las brujas?

—Invenciones, niña. Invenciones.

—¿Y los judíos? ¿Son de verdad, o son invenciones?

Él había viajado, dos meses antes, para una breve visita a York a fin de compartir los resultados del doctor Rowan con El Sabio de la Septicemia de la universidad que había en aquella población. A su regreso, le sorprendió descubrir que la niña había envejecido meses en sus dos días de ausencia, y por supuesto él debía de haber cambiado también proporcionalmente.

Después de que esa constatación le hubo abierto los ojos, miró a Constance y vio que las dos líneas que surcaban su cuello se marcaban más, separándolo en tres partes, dejándolo tan segmentado como el de un insecto.

—¿Y qué pasa con los dragones? ¿Son reales?

En estos primeros minutos de

felicidad desde que

Angelica fue trasladada a su propio dormitorio, en esos últimos días en los que él prestó a la niña más atención que en toda su vida, la vio hacerse mayor a una velocidad tremenda. Su vocabulario, su manera de dirigirse a él, su capacidad de entender su conversación: todo esto estaba volando tan rápidamente hacia el futuro que no pudo evitar pensar en ese futuro como una época en la que ellos dos estarían más estrechamente unidos.

—Nunca me lo has dicho. ¿Te gustó la mariposa?

Pero la niña no sabía nada de la mariposa, y una búsqueda conjunta de su habitación no hizo aparecer ninguna.

—¿Te burlas de mí? —preguntó ella.

—Bueno, pues, echemos una mirada al libro que te traje.

—¿Qué libro?

—Los dibujos de anatomía, las láminas. «El libro de Papá», como lo llamaste tú. Tu madre te lo enseñó.

—¿Mamá me lo enseñó?

No, no lo había hecho. Se lo había escondido a la niña para fastidiarlo, para continuar malcriándola, preparándola para un crédulo futuro, y le había mentido. Constance se apoderaría incluso de esa microscópica prueba de la semejanza de Angelica con él, o del afecto que la niña sentía por su persona, y la aplastaría.

Poco después de este exasperante descubrimiento, la niña exigió un bizcocho. Joseph no podía encontrarlo.

—¡Quiero que venga Mamá! —gritó la niña cuando se hizo evidente que sus deseos no iban a verse cumplidos.

Cuán

rápidamente se estaban quemando aquellos pequeños puentes que él había empezado a construir entre los dos y la niña se transformaba en una manipuladora miniatura de su madre. Lloraba como una amante despechada; su pasajera tolerancia hacia él se revelaba en su justo valor, ahora que él la había decepcionado.

—Santo Dios, cállate —dijo él—. Tu preciosa madre va a volver enseguida. No es una tragedia tan grande. Cállate, ¿quieres?

Nora, increíblemente, estaba aún disfrutando del descanso matutino de sus deberes, y Constance estaba entretenida con sus estúpidos rituales religiosos.

La niña gritaba pidiendo el bizcocho y no aceptaba su palabra de que no quedaba. La niña gritaba, y Joseph le preguntó si prefería que la encerrara en su habitación. Le ofreció una manzana, pero cuando la oferta fue rechazada, y, rencorosamente, él suprimió sus intentos de negociación, las protestas de Angelica se descontrolaron. Gritaba, se abalanzaba contra su padre y rebotaba en su inflexible cuerpo. Se lanzó contra su cama, cayó inmediatamente al suelo, y empezó a dar patadas al aire. Joseph la contemplaba desde el marco de la puerta, preguntándose cuánto tardaría Constance en regresar mientras esa lamentable tormenta hacía estragos. La niña se revolcaba, lloraba sin lágrimas, jadeaba como si la ahogaran invisibles atacantes. «Mi querida niña», intentaba Joseph, pero eso no hacía más que aumentar la tortura.

—No soy tu querida niña, no soy un ciervo, no hay ningún ciervo aquí [1]. Su sentido de la realidad parecía tambalearse en ese momento, y Joseph trató nuevamente de calmarla:

—No, Angelica, yo sólo quería decir amada, indica afecto.

Pero ella, de pie ahora, daba saltos y se golpeaba las sienes con los puños.

—¡No soy un ciervo! ¡Dame bizcocho!

Resultaba fascinador: ésa era la niña que Constance había creado con tanto esfuerzo. Era interesante, también, ver cómo se había vuelto la niña contra su padre; Angelica había enloquecido ante la perspectiva de su compañía. «¡Las niñas comen ciervos, las niñas endurecen ciervos!» Su lenguaje se estaba desintegrando y, junto con él, cualquier reconocible «Angelica». Su hija se estaba desvaneciendo ante sus ojos, retrocediendo a una fase más temprana de su crecimiento. «¡Bizcocho! ¡Ciervo! ¡Papá otro ciervo! ¡No! ¡NO!» Las lágrimas le hinchaban los ojos hasta casi cerrárselos por completo, y su nariz moqueaba. Aun así, saltaba y se golpeaba la cabeza contra la pared; Joseph intentaba impedir que se hiciera daño, naturalmente, pero no cabía esperar que la controlara más allá de eso. ¿Iba a recuperar su antigua personalidad tras uno de esos ataques? Quizás él tenía que guiarla para recomponer su trastocada almita. «Angelica», dijo, pero eso la alteró aún más.

Aquella enfurecida bestezuela era el mismo ser junto al cual él había estado paseando por la playa una tarde el verano anterior. «Papá, mira, la mariposa se ha rompido. Está rompida.» Él caminaba unos pasos por delante de la niña, junto a una silenciosa Constance. Se volvió hacia donde la pequeña se encontraba en cuclillas, los brazos cruzados, contemplando una cosa en el suelo. «Rota —dijo él—. Pero las mariposas no se rompen. Se mueren.» Llegó junto a la niña y vio el objeto que producía su científica fascinación, una

Polyommatus icarus, aún viva pero incapaz de volar, pues una de sus azules y blancas alas había sido medio devorada por las hormigas, que todavía se arrastraban por allí y masticaban el borde del ala. La presa se movía de vez en cuando, saltaba para emprender su anterior vuelo, pero entonces aterrizaba sobre su única ala intacta, pesadamente, como si no hubiera conocido la ingravidez desde que emergiera parpadeando y húmeda de su capullo. Las hormigas simplemente se adaptaban y reforzaban su larga línea de ataque, para transportar el tejido lleno de color de la criatura, desfilando hacia su hormiguero a fin de que las hambrientas obreras terminaran el trabajo. La cara de la niña conmovió a Joseph: nada de horror, nada neciamente moralizador, ningún falso antropomorfismo. Una niña de tres años podía mostrar la más pura fascinación, los rasgos básicos de una mente científica.

—Oh, es horrible. Quítaselo —gimió Constance, que se acercó para apartarlos—. ¿Por qué te detienes a mirar algo tan sucio, Angelica?

—Déjala en paz, ¿quieres? ¿O deseas aplastar todo lo interesante que hay en ella?

Se detuvo en cuanto vio la arrepentida confusión de Constance, pero no debería haberlo hecho, porque ella estaba formando a la niña con todas aquellas inútiles emociones y alocadas tonterías. La niña había quedado fascinada por la Naturaleza durante un momento. Muy bien. Tal vez llegaría un día en que podría crecer y convertirse en una persona inteligente. La pequeña examinaba la agonizante mariposa con un bastoncito, y Joseph sintió una nada familiar oleada de ternura hacia esa personita, que desarrollaba gustos de adulto, y también la misma belleza femenina y encanto que su madre tenía antaño, aquella resplandeciente promesa que ofrecía infinitas perspectivas de agradarle.

Angelica había pillado un leve, por no decir imperceptible resfriado aquella tarde, y, por supuesto, Constance, segura de que la niña, que estaba estornudando, iba camino de la tumba, insistió en que se llamara a un médico. Ese buen hombre, lo bastante bondadoso para echar a perder su domingo calmando a una madre nerviosa, examinó a Angelica exactamente como lo había hecho Joseph, llegó a un diagnóstico idéntico, prescribió el mismo tratamiento y, luego, comprendiendo la situación, levantó una reprobatoria ceja hacia Joseph por permitir que su mujer exigiera la consulta de una niña que ni siquiera tenía fiebre. Angelica, mientras tanto, seguía diciendo a su papá que no se quejaría para que él se sintiera orgulloso.

Y sin embargo ahora esa interesante personita, que había deseado que su padre admirara su valor diez meses antes, se arrojaba ahora contra el suelo, golpeando el suelo con los puños, como empujada por otro animal que compartiera su mismo cuerpo y que le robara la inteligencia, el interés por la Naturaleza, sus curiosas frases y encantos físicos; le quitaba todo su atractivo, excepto aquel residual interés científico que Joseph sentía por el progreso de su deterioro. Aquello —ni siquiera «Angelica» o «ella»— seguía obnubilado por la furia cuando Constance regresó de su sesión de mitología.

—¿Qué le has hecho? —quiso saber mientras trataba de calmar a la niña en sus brazos.

—¿Hacerle? ¿Estás loca? Le he negado un capricho, como tú deberías aprender a hacer.

Constance, incapaz de hacer entrar en razón a la niña, le dio la vuelta y le soltó una sonora bofetada. La fuerte impresión detuvo la furia de la niña y, aunque ésta continuó llorando tras un segundo golpe, su respiración se tranquilizó. La pequeña rodeó con sus brazos a su atacante, y apretó su empapada cara contra la cálida piel del palpitante cuello de su madre.

—¿Le pegas?

—Si hace falta, sí. Hay que hacer que se recupere, no permitir que pierda el control. Hay que expulsar al diablo. —Y con un deje de rebeldía añadió—: Seguro que tú lo desapruebas.

—No, no, en absoluto. Como te parezca conveniente.

Joseph observó la evidente preferencia de la niña por la compañía de su madre, incluso después de que ésta la hubiera pegado. Él había visto una paradoja similar miles de veces en el laboratorio, pero verlo en los humanos, en las dos hembras más estrechamente vinculadas a él, le sorprendía, a pesar de sí mismo, a pesar del agradable shock que sentía siempre que la Naturaleza revelaba sus pautas secretas. No podía, ni siquiera haciendo un esfuerzo, imaginarse a él mismo pegando a la niña, no podía concebir las circunstancias, la rabia, la pasión o el odio que lo hiciera necesario. Ni siquiera el amor justificaría semejante acción.

¿Había sentido alguna vez un deseo tan intenso que su frustración hubiera hecho añicos toda su personalidad? Casi había perdido a su esposa, arrancándola de la muerte sólo para verla alejarse a fin de cumplir con su papel de madre y él tenía ahora únicamente un interés económico para ella. Su mujer no hacía el menor esfuerzo por agradarle, se mostraba indiferente a sus idas y venidas. Era sorda a sus palabras, ciega a sus atenciones, insensible a sus caricias. Si alguien se merecía el derecho a revolcarse por los suelos y gemir histéricamente, era él.

Siempre nerviosa, propensa a la melancolía (algo completamente comprensible, teniendo en cuenta los hijos perdidos y su salud), Constance ahora mostraba signos de algo más serio: miedos en la noche, insomnios, espeluznantes temores por la seguridad de la niña. Joseph la encontraba dormida a extrañas horas y despierta a extrañas horas. Dormía en el salón, o al lado de la niña, aduciendo absurdas y disparatadas razones para alejarse de su marido. Se retraía entre sus brazos (por más suavemente que él lo intentara o la abrazara), dando excusas plausibles o imaginarias. Y hoy tenía la prueba de sus mentiras: el libro de las láminas y la destrucción o robo del regalo que él le había hecho a la niña, la niña que durante años Constance había insistido en que era su regalo a él.

Aquella noche se sentaron ante el fuego. Él la observaba en silencio. El desnudo antebrazo de la mujer apretado contra el ribete del brazo del sofá. Aquel rígido cordón de terciopelo se grababa en su carne, y cuando ella se movió Joseph observó a la luz del fuego la suave impresión que había dejado allí, un enrojecido valle. Él casi podía sentirlo desde aquella distancia y deseó tocarlo antes de que la sangre volviera a hincharlo, a llenar aquel surco.

En vez de eso, como si ella pudiera percibir su intención de tocarla, inmediatamente lo provocó con una charla absurda, hablando de los soldados ingleses (en otras palabras, de él) como si fueran unos demonios, comparándolos con unos asesinos negros. Él se separó de ella con un sentimiento de frustración, pero, minutos más tarde, ella corrió a su lado, asustada por las sombras. Él la calmó como solía. «Amor mío», dijo tiernamente y la besó en el cuello, pero, tras haber corrido hacia él, ahora ella trataba desesperadamente de apartarse, le pidió que no la esperara, pues él necesitaba dormir, y ella tenía que ir a ver a la niña. «Naturalmente.» Transcurrió mucho rato antes de que ella regresara, o, más exactamente, antes de que él se durmiera solo otra vez, imaginando que ella podría aún acudir a su lado, en vez de huir de él, primero un piso, luego al otro, protegiéndose con la niña, protegiendo a la niña con su cuerpo.

 

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