Angelica

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Tercera parte » Capítulo 12

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ngelica fue la única que habló durante el desayuno.

«Papá, ¿vuelan los pingüinos? ¿Entonces, son gallinas?» Normalmente él habría llamado a Nora para que se la llevara al cuarto infantil, y Constance se hubiera contrariado, pero hoy no deseaba que lo dejaran solo con su loca y enloquecedora esposa. Su orden continuaba tambaleándose. Esas hembras se inmiscuían incluso en los rincones más personales de su dominio, reduciéndolo a un torpe muchacho cuando debería haber sido el amo y señor. Antes de irse, dejó a un lado su persistente incomodidad e intentó suavizar a su caprichosa esposa, le cogió la mano, pero los músculos de ésta se aflojaron ante su tacto. Le dijo que ella no tenía nada que temer, ni para sí ni para la evidentemente robusta salud de la niña. Ella asintió, pero no pudo sostenerle la mirada.

«No menciones su nombre en esta habitación», había dicho coléricamente durante su arrebato en el laboratorio. El dardo de esta mordaz observación se había alojado en su mente, una herida constantemente renovada, y, como si su vergüenza de la noche anterior fuera una herida en la cual las bacterias rezumaran, el femenino horror de Constance lo infectaba. Sólo con dificultad podía realizar sus tareas matutinas sin verlas desde el alterado punto de vista de la mujer. Finalmente, la ira, un Caparazón protector, se extendió sobre la herida. Tomaba a mal la intrusión de su ausente esposa, ese asalto mediante un voluntario malentendido y sus sentimientos femeninos, alimentados por las novelas, blandos, estúpidos. Llegó a enfurecerse tanto que allí donde, tan sólo ayer, había trabajado con determinación y placer estético en los experimentos y la satisfactoria medición —respuesta febril, postura reflexiva, el progreso de la infección indicado en bocetos anatómicos— ahora trabajaba mientras silenciosamente reprendía a su recalcitrante esposa.

«Esto es para el bien de la humanidad.

Esto nos dirá cómo se deriva la enfermedad de una herida.

Esto es para nuestro bien.» Solamente después de transcurrir un inadvertido e irrecuperable lapso de tiempo observó él la ferocidad e imprecisión de su trabajo con el animal. Había estado ajeno a la realidad otra vez, por cuánto tiempo no lo sabía, igual que lo había perdido con su cuaderno, igual que la conversación de Lem daba a entender que le había pasado una vez durante un período de tiempo mucho más largo. Apresuradamente reparó sus errores. El trastorno de su casa lo perseguiría incluso allí, pisoteando todo lo que encontraba a su paso si él no recuperaba el control inmediatamente.

—Bueno, ahora Gus está pletórico de entusiasmo por el doctor Barton, héroe de la Batalla por el Hospital. Te llama doctor Barton, por más que le he explicado la diferencia. «Papá, ¿cuándo podemos ver al doctor Barton otra vez? Tengo preguntas que sólo un militar puede responder.» Me hace sentirme más bien pequeñito —añadió Harry con una risa fuera de lugar.

El desproporcionado orgullo que Joseph sintió ante aquel desenvuelto, y quizás ficticio, cumplido, sólo demostraba que él vivía una existencia casi exenta de placer. El trabajo (antes de la destructiva visita de Constance), las noches pasadas con Harry, los momentos en compañía de Angelica últimamente... aunque efímeras, ésas eran las raras alegrías de una vida cada vez más vacía de calor o compañía. Decidió, nuevamente, rehacer su hogar, e inmediatamente se sintió avergonzado al darse cuenta de cuántas veces había tomado esa decisión sin llegar a resolver nada.

Discretamente obtuvo de Harry un artículo de caballero.

Durante el resto del día, estuvo en su bolsillo con la solidez de un diagrama de ingeniería o el pilar de un puente. Llevó a casa casi todas las flores que fue capaz de cargar, y se las ofreció a Constance, besándola gentilmente. Su hija, de forma bastante atípica, corrió a sus brazos y le suplicó que se sentara a charlar con ella. Le preguntó si podía servirle té.

Nora estaba dando cuerda al reloj, y Joseph se sentó, mágicamente, cual

paterfamilias, como si el peso de todas sus fracasadas resoluciones hubiera sido finalmente suficiente para restaurar el equilibrio de la casa. Su hija se esforzaba por entretenerlo; su mujer iba de un lado para otro arreglando flores y las comodidades hogareñas según el gusto de él; la criada hacía su trabajo en silencio. En el bolsillo sentía el pequeño paquetito envuelto, dentro del cual descansaba el artículo que Harry le había dado sin hacer ningún comentario, broma o pregunta. Su secreto le sirvió como un talismán, porque en cuanto se hizo con él su hogar se arregló solo.

Disfrutaba tanto de esa paz —duró toda la cena y hasta que la niña se retiró a dormir— que no se atrevió a exigir sus derechos aquella noche; no deseaba gastar la poderosa moneda que había guardado en el bolsillo todo el día. En verdad, se había sentido temeroso (eso lo vio solamente al día siguiente), no tanto preocupado como deseando guardar las apariencias. Había vacilado porque no quería echar a perder esa hermosa y falsa apariencia que había compuesto, sólo para enfrentarse a otro drama y decepción. Había sido golpeado tan completamente que la mera amenaza de más golpes era suficiente para conseguir su silenciosa aquiescencia a las condiciones de la mujer.

Y por tanto, veinticuatro horas más tarde, cuando hubo situado a Angelica en la banqueta del piano otra vez en un esfuerzo para volver a administrar la dosis de calma doméstica, hizo que Angelica se recogiera y habló con una pasión que le sorprendió sobre todo a él mismo:

—No, Con, toca

tú. Por favor. ¿Recuerdas la noche que cenaste aquí, la primera vez? Tocaste para mí. ¿Lo recuerdas, no?

Nunca me he sentido tan bien como aquella noche. Yo estaba de pie detrás de ti. Toca ahora.

Ella accedió. Él se sentó a su lado, ligeramente detrás de ella, y sintió dolor al recordar el sentimiento que su música le había inspirado tantos años antes, un momento de perfección que él nunca había olvidado, una sensación de unión con ella y de desaparición de todas las preocupaciones, una agradable experiencia de perderse a sí mismo (como había estado haciendo tan angustiosamente en los últimos días). En vez de ello, esa noche, sintió sólo una débil merma de aquel éxtasis. Él se había obligado a creer que esa repetición podía restablecer su relación, restaurar la juventud de Constance y su calor hacia él. Tenía intención de que la música lo llevara a la época en que ella no sólo no había envejecido, sino que

no envejecería, cuando no había nada en ella vulnerable al cambio o al tiempo, su belleza, su amor por él, el deseo de Joseph por ella. Se esforzaba por conseguir ese estado. Ella terminó y se levantó, y, antes de que los oídos de Joseph olvidaran los sonidos, la tomó en sus brazos, como había hecho años atrás.

—¿Nunca piensas cálidamente en mí? —suplicó él.

Y ella dijo esto solamente:

—Pero los médicos...

—No hay ningún riesgo —respondió él, arriba.

Él no podía haber actuado más gentilmente con ella. Considerando la frustración de los pasados días, por no mencionar las pruebas a las que había sido sometido aquellos últimos años, su cariñosa moderación merecía un comentario, una muestra de gratitud, un reconocimiento de que, en esas difíciles circunstancias, él no era ningún monstruo, no se estaba comportando como un turco o un francés. En vez de ello, ¿cuál era la recompensa de su cortesía? Ella no paraba de llorar. Él trató de explicarle en qué consistía el artilugio y la seguridad que significaba para ella, pero Constance, víctima de su sensibilidad y ansiedad, era incapaz de escuchar. Los esfuerzos de su marido por consolarla servían sólo para empeorar su angustia, y no contribuían a reforzar el propósito de Joseph. Sus incontroladas demostraciones de emoción daban a entender solamente que él era un bruto o que le parecía tan poco deseable a ella que apartaba la cabeza, cerraba con fuerza los ojos, se mordía los labios, y lloraba como un niño preparándose para un ataque, en vez de mirarlo a los ojos. Cuando su comportamiento se alteró para justificar las reacciones de la mujer, no debería haber sorprendido a ninguna de las dos partes.

Después, en el melancólico, irritado silencio que siguió, ella hizo como si fuera a huir, dirigiéndose a la cama de la niña. «Quédate», pidió él suavemente, y ella accedió, pero demasiado rápidamente, sólo por un evidente temor. Fuera lo que fuese lo que él había hecho en su vida —y él no negaría su debilidad y sus fallos, pecados de acción y de pensamiento—, probablemente esa noche él no había hecho nada malo, nada que no pudiera esperarse de un hombre. Sin embargo, el miedo y las silenciosas acusaciones de la mujer no cesarían.

 

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