Angelica

Angelica


Tercera parte » Capítulo 13

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o estaba leyendo hoy una cosa muy de su gusto. Un naturalista, que había estado estudiando los reptiles propios de los humedales asiáticos, había descubierto, para nuestro placer, una nueva especie de sapo en China, quizás en la India. En esa especie, sólo la carne de la hembra es venenosa para los depredadores locales. Habrá oído esta clase de cosas, pero aquí viene lo extraño: el simple contacto con su carne es venenoso para la mayor parte de los machos de

su especie también. No los mata, como hace con los depredadores, pero sí pone enfermo al macho, dejándolo en un estupor temporal. Los individuos son atraídos por su perfume, al que encuentran irresistible. Hay gustos para todo, no me corresponde a mí juzgar. En todo caso, los machos tratan de cubrirla, pero no mucho después de situar sus pequeñas patas delanteras sobre las atractivas verrugas de su escurridizo dorso, no consiguen aparearse, caen hacia atrás y quedan debilitados, completamente aturdidos y vulnerables a los mismos depredadores que evitan a las coloreadas atractivas hembras, sabiendo que éstas son venenosas, pero que devoran a un excelente macho de color pardo, deliciosamente paralizado como un

plat principal en La Tourelle, por cortesía de esa misma hembra. Pero lo más extraño aún está por ver, amigo mío. Porque, como usted recordará, he dicho

la mayor parte de los machos. De vez en cuando, llega un pretendiente, indistinguible de sus colegas, que, transportado como ellos por los divinos aromas de milady, la monta. Pero ese bendito muchacho no da muestra alguna de estupefacción. En vez de ello, extiende su larga lengua como testimonio de su diversión, trepa sobre la dama hasta la culminación, y luego salta de ella felizmente. Ahora señalemos dos cosas: primera, su compatibilidad con esa hembra en particular no demuestra en absoluto su compatibilidad con la siguiente. No significa que sea inmune a todas las hembras, ni tampoco implica que ésta carezca de veneno. Nada de eso. Él es solamente inmune a

esa hembra, y ella, a su vez, carece de poder sólo contra

ese macho, más o menos. Segunda, antes de que tú empieces a cantar como una poetisa sobre la sabiduría del amor, que encuentra para cada

ella un único

él para sus únicos encantos, conviene que sepas esto. En cuanto nuestro amigo desmonta de la dama a la cual es inmune y está predestinado, confiadamente sale luego a medio galope para encontrar una nueva, que, como he dicho, estadísticamente es casi seguro que lo deje aturdido y estúpido para que se lo coma un mochuelo que baja en picado o una serpiente de paso o un hambriento chino aficionado a las ancas de rana. Bueno, ¿qué me dice? Dios y sus hembras nunca dejan de divertirnos y sorprendernos, ¿eh? Yo pensé en usted cuando leí esto.

El cabriolé se inclinó a la izquierda, giró demasiado rápidamente y Harry se vio lanzado contra el brazo de Joseph.

—Pienso que Constance puede estar enferma —confesó con calma Joseph, como si la presión del cuerpo del otro le hubiera arrancado ese reconocimiento.

—¿Cuál es tu diagnóstico, doctor Barton?

—Quiero decir trastornada, más que enferma, si puedes entenderlo.

—No estoy totalmente seguro de entenderte.

—Yo tampoco. Ha estado diciendo las cosas más absurdas. Casi no puedo comprender lo que le ha pasado.

Harry recomendó á un antiguo profesor suyo, un tal doctor Douglas Miles, de Cavendish Square, «algo así como especialista en trastornos mayores y menores». Bajaron del coche al llegar al destino de Harry.

—¿Estás seguro de que no puedo convencerte? ¿Una noche de placeres efímeros? —preguntó ante el restaurante de tres plantas que servía cena sólo en la planta baja—. Podría ser una cura menos cara que el viejo Miles.

Joseph anduvo sólo a través del barrio y reflexionó sobre la noche que le esperaba a Harry, su amigo, que ya debía estar desanudándose la corbata, pero luego acudió a su mente la imagen de los enredados esqueletos, la cabeza de la hembra cayendo a un lado cuando Joseph le pegó un puntapié al macho. Poseía suficientes conocimientos de anatomía para saber qué músculos del cuello debieran haberse flexionado para hacer semejante gesto en un cuerpo viviente, la fibra muscular, roja y gris, los globos oculares girando en sus cuencas, los despellejados tendones estirándose uno contra otro, el hueso ahora protegido. Y luego la piel y el cabello, la coloración, la cara de Constance, Constance inclinando la cabeza a un lado, no como un gesto de placer, sino como temor o locura. Fantasmas de luz azul la perseguían, y ella asustaba a la niña con sus historias.

La niebla se espesó y empezó a picarle en los ojos. Le helaba la cara. Aparecían mujeres en los portales, una aquí, otra allá. Él iba entrando cada vez más en su barrio, y ellas se juntaban formando grupitos de tres o cuatro en los bordes de los círculos de luz de las farolas. Él se encontraba en un país extranjero, entre sus ciudadanos, su lenguaje más sencillo y más sonoro. Ellas se acercaban con ofertas y volvían a apartarse para formar nuevas formaciones. Entre las mujeres como aquellas existía una calma que no se veía en otras partes. En el Londres respetable, las mujeres parecían tener prisa cuando él las miraba, se escabullían aunque él no diera a entender nada con su mirada. Quizás él involuntariamente expresaba algún deseo que las asustaba. Quizás no ejercía un control más riguroso sobre sus expresiones del que tenía sobre sus pensamientos. Pero podía mirar detenidamente a las residentes de ese barrio, saborear pormenorizadamente unas caras que diariamente la vida prohibía.

Se obligó a arrastrarse hasta su repelente hogar. Esperaba, contra toda experiencia y lógica, encontrar a Constance dormida y a Angelica despierta, dispuesta a conversar. En vez de ello, llegó a un hogar que estaba al borde del caos. Nora se había excusado de sus deberes, y Constance había preparado una infame comida. La compañía de Angelica era el único placer, pero después de que estuviera sentado con ella en su cama, la niña protestó ferozmente cuando iba a marcharse, obsesionada por los cuentos de Constance de seres sobrenaturales. «¡No me quedaré sola!», gritó, y su nerviosa madre, los ojos hundidos y enrojecidos, saltó a su lado y, de forma nada sorprendente, cedió a los caprichos de la niña.

El trastorno de Constance avanzó hasta convertirse en una extraña desobediencia. Abiertamente se negó a ir a la cama y abandonar a la niña. A la mañana siguiente, Joseph la informó de que Angelica iniciaría su adecuada educación en la escuela de Mr. Dawson al cabo de una semana.

—Todo este comportamiento tuyo, al igual que el suyo, redobla mi preocupación sobre su educación.

—Pues enséñale tu estupendo laboratorio, entonces —replicó heladamente Constance—. Eso la educará sobre ti de la forma más elocuente.

 

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