Angel

Angel


Tercera parte » I

Página 14 de 25

Angel, al principio sorprendida, pronto se acostumbró, a fuerza de mirarlo, a ver solo lo que quería, y en especial la delgadez de su mano desnuda con su anillo de esmeralda. Todos los días contemplaba largo tiempo este detalle. Uno de los antepasados inferiores fue descolgado de la pared para que la pintura de Esmé ocupara su puesto; por algún motivo que ella se negaba a declarar, hizo que colgaran un paño de seda que tapaba totalmente el retrato.

—¿Es Cuaresma? —preguntó Esmé cuando lo vio, y su hermana le hizo callar precipitadamente.

 

Los planes para la fiesta de despedida devolvieron la felicidad a Nora. Tenía muchas cosas que hacer y la certeza de que cuando las hubiese hecho regresarían a Alderhurst, donde habría para ella aún más cosas que hacer. Las invitaciones habían ido expendiéndose durante semanas, en tandas de decreciente optimismo, empezando por duques y acabando más tarde con baronets y títulos de nobleza extranjeros.

Haber estado bajo el mismo techo que Angel en un momento u otro, ya fuese en el otro extremo de una larga mesa o en un rincón alejado de una sala de baile, bastaba para tener derecho a una invitación; pero al parecer Nora había estado en lo cierto: Londres estaba vacío; los duques se habían ido al Norte para la caza del urogallo, las marquesas habían desaparecido rumbo a Biarritz; una condesa hasta se había reunido con sus hijos en Frinton antes que prolongar su estancia en la capital desierta; no quedaba nadie en ella. Esmé complicó la situación leyendo la lista de invitados antes de que las invitaciones fueran cursadas y tachando un nombre tras otro. «No le invite», y: «Borre de la lista a esta… o a mí, como quiera», era lo único que decía.

—¿Por qué has instalado tu nido en Londres si te has peleado con tanta gente?

Al final hubo que invitar a actrices, a cantantes de ópera y a un par de viejos hombres de letras; no se invitó a ningún crítico.

Esa noche, los ojos penetrantes de Hermione no se perdieron detalle. Angel había ordenado que se montara un cenador en un hueco situado en lo alto de la escalera, y allí, entre hortensias en macetas, esperó para recibir a sus invitados, mientras Nora se colocaba un poco más atrás y con un vestido más oscuro. El de Angel era de color lila y con tan generoso escote delantero que las costillas superiores asomaban en hileras.

—¡Espléndido! —dijo Esmé, y para disgusto de Nora acercó a sus labios la punta de los dedos de Angel.

Al presenciar esto, Theo se escabulló detrás de un biombo de pámpanos. Más tarde, en el curso de la velada, cuando el champagne les volvió displicentes, él y Esmé entablaron conversación.

—Su idea sobre las ilustraciones… —empezó Esmé— Lo lamento muchísimo, créame, pero no es mi estilo.

—Descuide —dijo Theo, agradecido—. No era más que una idea.

—Muy amable.

—¿Dónde está su retrato de la señorita Deverell?

—Bien puede usted preguntarle. Colgado en el comedor y cubierto con una cortina. ¿Por qué colgarlo, en definitiva, si le desagrada tanto?

Pronto iba a descubrir por qué. Después de haber tocado un cuarteto de cuerda, sin que nadie, siguiendo el ejemplo de Angel, se hubiera propuesto escucharlo, se abrieron las puertas dobles que daban al comedor. Una cena fría, mitigada con zarzaparrilla, estaba expuesta en una larga mesa: una cabeza de jabalí, salmón, diversos platos de langosta aguardaban junto con gambas bigotudas, timbales y galantinas enmascarados con salsas y mayonesas o cubiertos a medias de gelatina.

—¡Qué delicioso! —exclamaron los viejos hombres de letras, avanzando hacia la mesa como habían aprendido a hacer en muchas recepciones literarias. Entonces Esmé vio que Theo se encaminaba hacia él con expresión de enfado y preocupación.

—Tiene que impedírselo —le dijo en voz baja—. Me ha asaltado una horrible sospecha por algo que le he oído decir a su hermana… ¿Cómo puede haberle alentado? ¿Lo sabía usted? Supongo que sí.

—¿Si sabía qué?

—Que va a destapar su retrato… aquí, delante de todo el mundo.

—¡Cielo santo!

Esmé miró a su espalda en busca de una escapatoria, no en dirección de Angel, adonde Theo quería que fuera.

—Tiene que impedir semejante cosa.

—No puedo llegar donde ella.

—Mueva la cabeza.

—¡Si no está mirando!

La música de Strauss decayó significativamente: hubo un silencio expectante y los literatos levantaron los ojos del muestrario de comida con visible irritación e interrogantes respecto a lo que iba a ocurrir. Angel, sonriente y feliz, encaró a los presentes, esperando a que se hiciera un absoluto silencio. Por detrás de un biombo de palmeras en maceta, Esmé y Theo se deslizaron fuera de la sala; bajaron un trecho de escalera hasta donde no podían verles y se sentaron el uno al lado del otro, tapándose con las manos los oídos. Cuando oyeron que la música sonaba otra vez, levantaron la cabeza y se miraron.

—No es «Dios salve al rey» —dijo Esmé.

Se había producido un murmullo embarazoso, alguien había empezado a aplaudir, pero se había detenido.

—¿Qué demonios ha dicho? Espero que nadie me lo explique nunca. Tendré que decirle unas palabras a Nora. Por nada del mundo volvería a entrar en esa sala.

—Yo tendré que entrar, y Hermione me contará lo ocurrido con pelos y señales —dijo Theo—. No se habrá perdido ni una pizca.

—Se sabrá en todo Londres. Verá, mi hermana está enamorada de ella; ha subordinado su juicio al amor.

—Le tiene mucho afecto, ya lo sé…

—Está enamorada de ella —insistió Esmé. Los dos habían bebido demasiado champagne—. Enamorada, enamorada —repitió.

—Cuanto antes vuelva al campo, tanto mejor.

—Sí —dijo Esmé, dubitativo. De repente sintió que su indignación se disipaba.

—Ojalá mi cariño por ella me suspendiera a el juicio —dijo Theo.

—Y ojalá el mío también.

—Tendré que volver con Hermione. Le diré que me he separado de ella en el tumulto y que la he estado buscando por todas partes.

—Yo diré que me ha pillado desprevenido.

Esmé se levantó, bajó cautelosamente las escaleras y salió por la puerta principal.

Hermione apenas había perdido de vista a Theo. Estaba tomando cucharadas de consomé en gelatina y meditando su informe de la velada para Willie y Elspeth Brace. La comida fría empezaba a mitigar el bochorno. Los invitados ajenos al círculo de Angel estaban encantados con la fiesta. Los literatos cenaron para varias semanas.

—Delicioso —repetían sin cesar, y nadie pudo averiguar a qué se referían.

—¿Ha ido todo bien? —preguntó Angel a Theo—. La gente parece contenta.

Ella le había estado buscando y él había mantenido los ojos en el plato como si de este modo se volviera invisible.

—De maravilla —dijo débilmente. Me refiero a la sopa, se dijo, aunque se había gelatinizado demasiado, pensó, y estaba viscosa. La comida suculenta no siempre estaba en su punto, decidió.

—¿Y qué opina del retrato?

—Hay demasiada gente para que vaya a verlo. Se lo diré más tarde.

—¿Sabe dónde está Esmé?

—Me ha parecido un poco indispuesto. Creo que se ha ido a casa.

Pensó, viendo la expresión de angustia de Angel: «Y espero que no se haya ido para siempre».

Si Esmé no estaba presente, su fiesta era un fracaso. «¡Oh, que termine!», imploró. Estaba sempiternamente invocando a un poder desconocido; no Dios, sino un vago enemigo, el que desbarataba sus planes y la frustraba a cada paso. «¡Que todos se vayan a casa!», ordenó al antagonista. «¡Qué todo esto se acabe!».

 

Regresaron a Alderhurst sin haber vuelto a ver a Esmé. Encontraron el jardín lleno de varas de oro, margaritas de San Miguel y telarañas. Nora se consagró feliz a las tareas domésticas y Angel erraba con Sultan por los matorrales o exploraba las veredas nuevas que se internaban cada vez más en los bosques y sotos. El verano, con su exquisito sentido de expectación, se había ido, y la expectación también había concluido. Le vencía la melancolía, le atormentaba su ansia de una palabra tierna. Esmé no había contestado a ninguna de sus cartas; se preguntaba si se habría ido otra vez al extranjero. A veces soñaba con él; los sueños poseían un aire de realidad que perduraba todo el día: la envolvían; pero luego su inverosimilitud la paralizaba, sin que pudiese trabajar ni concentrarse en nada de lo que Nora decía.

Luego Sultan contrajo moquillo y murió, y Angel estuvo descontrolada por la pena. Unos días después Esmé recibió una carta distraída, en un papel con ribete negro, rogándole que fuera a consolarla, que se quedara unos días y la ayudara a olvidar su pérdida. Él no había respondido a sus anteriores cartas, en parte porque era demasiado perezoso y en parte porque su conducta en la fiesta había sido tan extraña, tan amenazadora, que no tenía ganas de volver a ver a Angel. Pero esta carta sorprendente le conmovió. Olvidó que la había considerado vana, loca, estrafalaria, y empezó, por el contrario, a evocarla tierna y suplicante.

Él no había querido entrometerse en su vida familiar, y, fuera de Londres, Angel y Nora estaban asimismo fuera de su pensamiento: no obstante, acabó escribiendo una carta de pésame (porque ella le había asegurado que nadie más que él podía entenderla plenamente) y prometiendo que iría a visitarlas. Llevaba semanas fingiendo, ante una joven insistente, que de viernes a lunes solía estar en el campo, y esta vez podría ser cierto.

Angel pareció superar su aflicción de inmediato. Esmé había temido su desánimo sin saber que su carta le había puesto término. Ella le recibió en la estación, en un cabriolé que se había apresurado a comprar con objeto de llevarle de paseo por los caminos rurales, y lo suficientemente pequeño como para que no hubiera sitio para que Nora les acompañase. Su felicidad cuando traqueteaban de regreso a Alderhurst estaba teñida de triunfo.

Nora acogió a Esmé con reserva, pero había obedecido las instrucciones de Angel respecto a la comida, que era excelente, abundante y adecuada a los gustos masculinos: había una faldilla de cordero, costillas de carne de vaca, un jamón de York con salsa Cumberland y una terrina de urogallo. Después de las comidas en restaurantes o los revueltos de hígado y las patatas fritas que transportaba a su cuarto, a Esmé le deleitaba toda aquella novedad y le entristecía, como se había pretendido, la idea del bienestar perdido de la vida doméstica.

La casa era confortable, aunque hacia el domingo había empezado a parecerle claustrofóbica; sentía el tedio del huésped de fin de semana, indefenso, sin poder huir, sitiado por extrañas campanas de iglesia; inquieto, cebado y fatigado por el exceso de conversación. Si le dejaban solo un momento, se dormía.

La noche del sábado cenaron en la casa unos vecinos: un profesor de griego que escuchó gravemente las descripciones que Angel hizo de la Atenas del siglo V, dos mujeres poco agraciadas que criaban perros, y un clérigo que parecía haber sido invitado exclusivamente para que la anfitriona le demoliera en el curso de un debate. Después de cenar fueron conducidos a los matorrales para ver la tumba de Sultan. Las criadoras de perros creían tener exactamente el remedio para que Angel olvidara su pérdida.

—No para sustituir a Sultan, ni siquiera para intentarlo —dijo una de ellas, con tacto—. Simplemente para que tenga otra cosa en que pensar. Es lo único que se puede hacer. Llegará a quererle por sí mismo.

—¿Qué es? —preguntó Esmé.

—Un San Bernardo precioso.

—Esos perros que llevan el coñac —comentó Esmé soñadoramente.

—Nunca le podré querer como a Sultan —dijo Angel.

—Pues claro que no, claro que no.

Las dos mujeres asintieron, persuadidas, presintiendo que el cheque estaba casi en sus manos.

La tarde siguiente Angel y Esmé partieron en el cabriolé para ir a ver al San Bernardo. El cheque cambió de manos y el perro fue subido al carruaje, desde donde lanzó miradas tristes en torno; con la cabeza caída, parecía abatido; suspiró y guiñó sus ojos sanguinolentos. Su nombre, Zar, fue grabado en una chapa metálica sobre su grueso collar, tachonado de clavos.

—Le mandaremos el pedigree —prometió una de las vendedoras—. Se lo enviaremos por correo.

—No, por favor —dijo Angel—. Amo a los animales por sí mismos. Esos pedazos de papel no significan nada para mí.

—¡Cielos, qué casa! —dijo Esmé cuando se alejaban—. ¡Ese olor asfixiante de los chuchos! Y todos los cojines cubiertos de pelos.

—No me he fijado —dijo Angel.

Era un atardecer cargado y tormentoso; el cielo parecía coagulado, con nubes sueltas y acuosas que desfilaban por debajo del sol. Angel siguió guiando, alejándose de Alderhurst. Tenía mal sentido de la orientación, pero creía recordar que habían vuelto por aquel camino la noche en que Theo la llevó en el automóvil, y finalmente lo comprobó. Delante de ellos había un letrero y el camino empinado que bajaba hasta Paradise House. Desde la carretera veían el valle al otro lado de las copas de los árboles. Tiró de las riendas y salió de la carretera en ángulo agudo para iniciar el descenso.

Espero que no haya más visitas, pensó Esmé, y no pudo evitar un bostezo. El perro levantó la cabezota y le miró sin curiosidad.

—Fíjese, ya se siente a sus anchas —dijo Angel—. ¿Quién es el perro más bonito del mundo, eh? ¿Quién es mi preciosidad? Oh, maldición, hay un carro parado en medio del camino.

—¿Tenemos que apearnos aquí? —preguntó Esmé, y bostezó una y otra vez hasta que los ojos se le humedecieron.

Angel, en vez de contestarle, hizo gestos con la fusta a un viejo que descargaba leña del carro en el jardín de su casa rural.

—Haga el favor de quitar su carro —gritó quejumbrosamente.

—No hay espacio aquí —dijo el viejo, subiendo por el camino hacia ella—. Tendría que llevarlo hasta abajo y girar allí.

—Entonces tenga la amabilidad de llevarlo y girar. Queremos pasar.

—Pero, señora, ahí abajo no hay nada… solo Paradise House, y está deshabitada y llena de maleza.

Angel sacudió las riendas con impaciencia, mirando fijamente hacia delante, hasta que el viejo volvió hasta su carro, murmujeando y escupiendo, y empezó a guiar a su caballo por el camino.

—¿Tenemos que ir por aquí? —volvió a preguntar Esmé, y esta vez ella asintió.

En la curva del camino pudieron adelantar al carro y Esmé, al pasar, gritó «gracias» al viejo.

—Una hermosa cara anciana —comentó.

—No me he fijado —dijo Angel.

Cuando descendían por la pendiente hacia el valle, las ramas obstruían la luz, y la vegetación era más tupida; grandes helechos orillaban la vereda cubierta de surcos y hierbas, y había hojas de un tamaño que ella nunca había visto. Atravesaron un túnel de follaje oscuro y por fin llegaron a una entrada. Ya no había puerta, sino dos postes, coronados por un ciervo tallado en piedra. El sendero era musgoso y el pony resbalaba sobre pedernales duros que habían emergido a la superficie como aletas de tiburones. Ramas de abetos crujían y entrechocaban al viento: había un olor denso y resinoso y una conmoción continua de grajos en el aire.

—Todo esto parece bastante misterioso —dijo Esmé, y alzó los hombros y se estremeció. Misterioso, dijo su eco.

Luego los árboles se separaban y entraron en un espacio de adoquines delante de unos establos. Habían penetrado por una entrada trasera y el verdadero camino de acceso se extendía ante ellos, una corta alameda de tilos cuyas hojas pálidas habían empezado a caer sobre las matas de hierba. La casa se alzaba sobre un ligero promontorio: una fachada gris, de estilo italiano, con una balaustrada rota. La piedra que había encima de dos de las ventanas estaba ennegrecida como por un incendio, y algunos de los cristales polvorientos mostraban estrellas de vidrio roto.

—¿No llegaremos muy tarde a cenar? —preguntó Esmé, mientras ella se apeaba del cabriolé, arrastrando a Zar por la correa.

—He querido ver esta casa desde que era una niña.

—¿Pero por qué?

Esmé la siguió hacia la entrada. El pony mordisqueaba la hierba donde le habían dejado: se oía el sonido apacible de cuero que cruje y bocado que resuena.

—Un pariente mío me contaba cosas de ella —dijo Angel, encabezando la marcha—. De niña siempre estaba intentando imaginármela.

¡Pero qué distinta era de sus sueños y de la casa que había descrito en su primera novela! El color ceniciento de la piedra representó un gran sobresalto para ella. Estaba toda construida al revés, y no era lo bastante grande ni lo bastante decorada, y no había pavos reales. En la terraza se había volcado una jardinera y en la tierra derramada habían arraigado zuzón y bursapastoris. En un semicírculo detrás de la casa los bosques altos se estaban tornando amarillentos. Había ráfagas de lluvia en el aire y pronto anochecería. Esmé pensó con desconsuelo en su cena; al día siguiente regresaría a Londres y la buena pitanza se habría acabado. Resultaba deprimente la idea de volver a Chelsea, a la comida compuesta de sobras y el cuarto solitario. Tendría que empezar a trabajar de firme para ganar algún dinero, pues el que le había pagado Angel se había evaporado. Podía contar historias espeluznantes de su inverosímil mala suerte, de dinerales perdidos en las carreras por media cabeza, de sus desastrosas indecisiones, o de las informaciones de las que nunca hubiera debido hacer caso. Pero no tenía oyentes para tales historias. Sabía que no debía en absoluto contárselas a Angel, y no parecía haber nadie más. «Tú y tus eternos caballos», le decía siempre la chica del estanco, acariciándole el pelo como si fuera un niño. Ah, sí, pensó, está esa chica. Y nuevos métodos evasivos que aprender, o bien dejar el barrio definitivamente.

Las ventanas de abajo tenían cerrados los postigos, pero él pudo fisgar el vestíbulo a través del buzón. Era, hasta donde pudo vislumbrar, hexagonal, con paredes blancas revestidas de madera y algunos nichos vacíos.

—Para jarrones Ming, podría ser —le dijo a Angel.

—Déjeme ver.

Él se hizo a un lado para que ella pudiese mirar a través del buzón.

—¡Esos nichos! —dijo Esmé—. Podría ser encantador.

Una de las ventanas laterales no tenía postigos y alcanzaron a ver la habitación entera, con los recuadros oblongos donde habían colgado cuadros en las paredes amarillentas. La chimenea estaba tallada en madera de frutal plateada, en un alto relieve con rosas y cintas. Había una parrilla enmohecida en la que yacía un pájaro muerto.

La trasera de la casa tenía una vegetación más frondosa que la parte delantera, y los senderos de ladrillo y los patios estaban musgosos y plateados por las huellas de postas. Un limpiabarros enorme se elevaba encima de un macizo de ortigas en la puerta de la cocina. El San Bernardo parecía totalmente impávido, ajeno a aquel entorno, manteniéndose cerca de Angel y obedeciendo todo lo que le decía.

—Se siente ya como en casa —dijo ella.

—Pero si todavía no ha estado en casa —dijo Esmé.

—Quiero decir aquí —respondió Angel.

Alguien había forzado la cerradura del invernadero; pudieron empujar la puerta y entrar.

Las largas repisas estaban llenas de tiestos, con los vestigios muertos de plantas unidas por una red de telarañas en las que moscas y polillas estaban enredadas para siempre. Un golpe de lluvia azotó el cristal y se oyó el sonido distante de un trueno.

—¿Estará bien el pony? —preguntó Esmé.

—Imaginé esto, el invernadero, exactamente como es —dijo triunfalmente Angel.

—¿Con todos estos esqueletos de plantas?

—No, no; pero orientado así y en este extremo de la casa.

—Debe de llevar vacía largo tiempo.

—Acabaron arruinados y tuvieron que irse. Luego hubo un incendio. Nadie supo cómo; quizás un vagabundo que allanó la propiedad. El fuego arrasó dos habitaciones.

—¿Quién compraría esto? —preguntó él—. Tan escondido, en terreno bajo y sobrevolado de árboles; y tan costoso de mantener también.

Angel caminó hasta el fondo del invernadero y probó una puerta, pero estaba cerrada con llave.

—Yo —contestó.

Esmé se quedó tan sorprendido que no le contestó.

Ella había encontrado una cosa viva entre los tiestos, un gran cactus que asombrosamente había sobrevivido, gordo y vejigoso; daba la impresión de que podía seguir alimentándose de su propia suculencia durante años. Pellizcó con curiosidad su pulpa carnosa. Luego sonrió y dijo:

—Es exactamente como un sueño. Cuando yo era niña, inventaba historias sobre la vida en esta casa. La gente decía que eran mentiras, porque yo a veces olvidaba lo que era real y decía en voz alta cosas que mejor hubiera hecho en reservar para mis sueños; pero simplemente estaba intuyendo la verdad. Pero ahora me parece increíble que vaya a ocurrir. Nada me detendrá.

—¡Pero hay tantas cosas que hacer…! Reparaciones y reconstrucciones. Ni siquiera ha estado dentro. Podría resultar una concha hueca.

—Sí, podría ser —asintió ella plácidamente. Y añadió—: Nadie más quiere esta finca, pero eso no disminuye mi placer. Cuando yo era niña, fui una vez a una fiesta infantil y había un enorme árbol de Navidad que llegaba hasta el techo; hoy ya no parecen tan grandes. Estaba cubierto de regalos y después del té iban a entregarlos. Cerca de la punta había un abanico, uno de esos redondos y de madera, quizá japonés. Era negro, con una escena de montaña pintada con una pintura de aspecto bastante escarchado. Durante todo el té no probé bocado, de pura impaciencia. Pensaba en cómo asegurarme de que me tocara el abanico. Luego nos sentamos en corro en el suelo y sacamos de un sombrero papelitos numerados. Había diecinueve niños y yo saqué el número diecinueve, así que me tocaba elegir la última. Puede imaginarse mi desesperación. La primera niña escogió una caja de pinturas, pero eso no alentó mis esperanzas. Había muchas cosas sin atractivo en el árbol, como pañuelos, monederos y bolsas de caramelos. La tortura de la elección seguía y los niños escogían otras cosas y yo me sentía cada vez más desesperada…

—No lo soporto —murmuró Esmé.

—… y cuando les tocó a los dos que iban por delante de mi turno, apenas podía respirar y no sabía cómo podría aguantar la pérdida después de haber estado tan cerca. La niña que estaba antes que yo se acercó al árbol y yo cerré los ojos. «Número diecinueve», gritaron. El abanico seguía en su sitio. Nunca olvidaré aquel momento. Fui y lo cogí, y al volver con él una niña que estaba a mi lado susurró: «¡Mala suerte! Ni siquiera es nuevo». Pero yo estaba en el séptimo cielo. Y ahora también lo estoy respecto a esta casa. Sé que la tendré. Ahora soy más mayor y con más dinero, y controlo mejor las cosas, sin sufrir toda aquella tensión nerviosa.

Esmé había estado estudiando su cara mientras ella hablaba. Pensó: «Ojalá escribiera cosas así en vez de todos esos disparates insinceros».

—¿Qué fue del abanico? —preguntó.

—No recuerdo.

—Mire, yo he obtenido a veces lo que quería y no ha sido lo más conveniente para mí, como sin duda le ha contado Nora.

—Supongo que una mujer sabe ser más resuelta, menos ofuscada por el amor.

—Yo no entiendo de amor. En mi caso parece una palabra caritativa.

—Pero toda esa huida constante —dijo ella, audazmente—. ¿Nunca ha querido tener una mujer y un hogar propios?

—A diferencia de usted, no me atrevo a especular sobre cosas improbables.

Ya sabe que no tengo dinero.

—Pues otras personas con muy poco dinero parece que se casan.

—Quizá yo soy demasiado orgulloso.

—Tiene que aprender a ganar dinero con su pintura, como yo hago con mi pluma.

—Nadie más que usted cree en mi pintura. Ni yo mismo tengo fe en ella.

—Entonces yo la tendré por los dos.

Fuera estaba oscureciendo; en aquella luz tenue y acuosa apenas podía ver la cara de Esmé. Este no intentaba mirar la de ella, sino que, inclinado sombríamente sobre el San Bernardo, le acariciaba las orejas. De repente pareció malhumorado y abatido. Luego levantó la cabeza y, cuando habló, su voz había conseguido reunir un nuevo calor.

—Ha sido una historia emocionante. Espero que siempre consiga todo lo que quiera. Esta casa y…

Se interrumpió, como si se preguntase qué otra cosa podía desear ella en el mundo.

Ella le volvió la espalda para examinar de nuevo el cactus, temiendo ella misma que la casa, como otro juguete infantil, hubiese de ser el tope de su buena suerte. Cuando Esmé lo vio, se acercó a ella, le rodeó los hombros con el brazo y la atrajo hacia él.

—¡Dígamelo!

—Me consuelo con cosas materiales —dijo Angel, con voz apagada y sus dedos largos apretados contra la frente, tapándose los ojos. Esmé sabía que ella estaba a punto de arriesgarlo todo y decir lo que él ahora no necesitaba decir.

—¿Qué otras cosas quiere usted? —preguntó suavemente.

—Amor.

La palabra salió con tono tan ansioso, que por primera vez el San Bernardo pareció sorprendido.

—Ya tiene amor —dijo Esmé—. Pero quizá lo tiene donde no desea verlo. Y un amor así tiene que ser siempre inútil para usted. Pero si le consuela saberlo, no obstante, es muy cierto.

—No comprendo.

Parecía confusa y se recostó contra el banco.

—Quiero decir que la amo —dijo él tranquilamente—. Puede guardarse la certeza, si le apetece y significa algo para usted.

No tenía intención de decírselo, pero me han dicho que a las mujeres les gusta la idea del amor imposible; cuanto más imposible más alegre, quizá. Un pequeño trofeo para usted, algo que colgar en su pulsera… ¡como esto!

Se quitó su sortija de sello, la besó y la colocó en el dedo de Angel.

—Cuando sea una anciana puede enseñárselo a sus nietos y decir: «Esto era de Esmé… ¿o era de Tom, de Dick o de Harry?». No importa, todo quedará olvidado, menos que yo le declaré mi amor cuando no me proponía hacerlo, y que obtuvo este triunfo… pobre como era comparado con los otros.

Ella puso una palma encima de la otra, con la sortija segura entre ellas, y no supo qué decir. Quería aferrarse a algunas de sus palabras antes de que se desvanecieran, pero ya se alejaban volando. El relámpago, cuando bañó el invernadero, alumbró con su fogonazo algo brillante en la mano de Esmé. El trueno estalló encima como un rumor de astillas.

—¿Qué está haciendo? —preguntó Angel.

—¡Mire! He inscrito nuestras iniciales en el cactus, con la poca luz que hay. A. y E. Es para conmemorar un acontecimiento.

Cerró con un chasquido la hoja de su navaja y la dejó caer en su bolsillo.

—¡Ese pobre pony! —dijo.

Era la primera vez en su vida que Angel se había olvidado de un animal. Cuando cayó la lluvia, repiqueteando y bailando sobre el techo de cristal, ella se alegró de que tuvieran que quedarse allí más tiempo. Él tenía la mano puesta encima de la puerta y estaba atisbando la oscuridad reinante fuera, a la espera de que pasara la tormenta. Cuando empezó a amainar, ella dijo, a su manera nerviosa y áspera:

—No le he dado las gracias. Por el anillo, digo, y por lo que me ha dicho. Lo único que puedo decirle es que también le amo y que le he amado durante años y que le amaré siempre.

Cuando él se volvió hacia ella, Angel no pudo observar la expresión de sorpresa en su cara porque ya había oscurecido totalmente.

Ir a la siguiente página

Report Page