Angel

Angel


1

Página 7 de 47

1

Texas, 1881

Pleno mediodía... hora que es sinónimo de muerte en muchas ciudades del Oeste. Esa población no era diferente. Bastaba la hora para que quienes no se habían enterado adivinaran qué iba a ocurrir al ver que otros corrían para despejar la calle. Sólo una cosa podía provocar semejante éxodo a esa hora del día.

Pleno mediodía... una hora sin ventajas, sin sombras que distrajeran, sin un sol bajo que cegara y pronosticara cuál sería el vencedor. Sería una pelea justa según las costumbres de la época. Nadie se detendría a preguntarse si el desafiado quería participar o no; nadie vería nada injusto en el hecho de que se le obligara. El hombre que se ganaba la vida gracias a su revólver no tenía muchas opciones.

La calle ya estaba casi desierta; en las ventanas se concentraban los vecinos que esperaban ver morir a alguien. Hasta el viento de otoño se detuvo un momento, dejando que el polvo se posara bajo los rayos intensos del sol de noviembre.

Desde el extremo norte de la calle venía Tom Prynne, el desafiante, aunque ahora se hacía llamar Pecos Tom. Llevaba esperando una hora desde que lanzara su desafío: tiempo suficiente para preguntarse si esta vez no se había precipitado un poco. No: eran sólo nervios tontos, que lo molestaban antes de cada pelea. Se preguntó cuántos duelos a pistola harían falta para sentirse tan sereno como se mostraba el otro.

A Tom no le molestaba matar. Le encantaban el triunfo y el poder que sentía después, la sensación de ser invencible. Y el miedo. ¡Por Dios, cómo le gustaba que la gente le tuviera miedo! ¿Qué importaba, pues, si debía soportar él mismo un poco de miedo antes de cada pelea? Lo de después valía la pena.

Había estado esperando una oportunidad como esa, la posibilidad de enfrentarse con alguien conocido. No lo satisfacía la celeridad con que circulaba su propio nombre (o el que había adoptado). Allí, tan al sur, nadie había oído hablar de Pecos Tom. Si lo olvidaban incluso donde había estado era porque todos sus duelos eran siempre con "don nadies" como él.

Pero su adversario de ese día, Angel... Su nombre le presentaba muy bien. Algunos lo llamaban El Angel de la Muerte, y con motivos.

Nadie sabía a cuántos hombres había matado. Algunos decían que el mismo Angel no podía contarlos. Tenía fama, no sólo de ser veloz, sino de tener una puntería infalible.

Tom no tenía tanta puntería, pero era más veloz sin duda. Y sabía con exactitud a cuántos hombres había matado: un fullero, dos granjeros y un subcomisario que lo había perseguido el año anterior pensando que merecía la horca por disparar contra un hombre desarmado. Del subcomisario nadie sabía nada, por suerte. Él quería que su nombre fuera célebre, pero no por aparecer en los letreros de "Buscado".

Ese no sería el primer duelo de su breve carrera. En general tenía suerte, pues una de cada dos veces le bastaba desenfundar; su adversario quedaba tan espantado por su celeridad que dejaba caer el arma y se daba por vencido. Tom contaba con que ese día ocurriera lo mismo; no imaginaba que Angel fuera a soltar el arma, pero confiaba sorprenderlo al punto de tener tiempo para afinar la puntería; de ese modo sería él quien quedaría de pie cuando el humo se diseminara.

Por su parte, hacía apenas dos días que estaba en esa población. Tenía planeado partir esa mañana, pero la noche anterior le llegaron rumores de que había llegado Angel. Estaba completamente seguro de que nadie, en cambio, había hecho circular la noticia de su propia llegada. A partir de ahora su presencia se comentaría.

Pero Angel no era exactamente como él lo había imaginado. Por alguna razón, al detenerlo a la salida del hotel, esa mañana, esperaba que fuera más alto, más maduro y no tan imperturbable ante un desafío: reaccionaba como si batirse o no batirse le diera igual. Pero Tom no dejó que eso lo preocupara. Bloqueándole el paso, pronunció en voz bien alta, para que todos los presentes pudieran oír:

—¿Angel? Dicen que eres rápido, pero he venido a decirte que yo lo soy más.

—Como gustes, hombre. No voy a discutir.

—Pero quiero demostrarlo. Justo a mediodía. No me falles.

Tom ya se había alejado cuando cayó en la cuenta de que los ojos de Angel eran fríos y faltos de emoción; ojos negros como el pecado; los ojos de un asesino implacable.

Exteriormente sereno, Angel esperaba enfrentarse a su desafiante. Había caminado hasta el centro de la calle, pero eso era todo lo que pensaba hacer. Esperó con paciencia a que el joven buscapleitos acudiera a él.

Quien lo observara no habría podido percibir su enojo. Lo que iba a hacer era insensato. No era como matar a alguien que lo mereciera. El no conocía a ese muchacho, no sabía qué pecados tenía en su haber, a cuántos hombres había matado por ganar fama, ni siquiera si había matado a alguien. Detestaba hacerlo sin saber.

De cualquier modo, saber no cambiaba las cosas; simplemente eliminaba el pesar de una muerte sin sentido. Pero la mayoría de esos jóvenes deseosos de fama no tenían el coraje de enfrentársele. En general, tenían unos cuantos duelos a sus espaldas antes de buscar el renombre; eso significaba que habían matado a unos cuantos (con toda probabilidad, a más de un inocente) para afirmar su carrera de pistoleros. Angel no lamentaba liquidar a hombres de ese tipo. En ese aspecto parecía un verdugo encargado de eliminar a esa basura antes de que lo hicieran las autoridades; tal vez de ese modo salvaba la vida a algunas personas decentes.

Tener renombre era una maldición y una bendición al mismo tiempo. Atraía a los buscadores de fama. Eso era inevitable. Pero a veces le facilitaba el trabajo porque algunos se echaban atrás, salvando así la vida, pues él detestaba verse obligado a matar a un hombre cuyo único delito era trabajar para quien no debía.

Era pistolero profesional. Dominaba el arma lo bastante bien como para ganarse la vida con ella. Se le podía contratar para casi cualquier trabajo, por el precio adecuado, aunque todos sabían que no se le podía encargar un asesinato puro y simple: quien lo intentara corría el riesgo de perder su propia vida... Angel no veía ninguna diferencia entre quien apretaba el gatillo contra una víctima desprevenida y quien contrataba a otro para que lo hiciera. A su modo de ver, ambos eran asesinos. Cuando no hallaba una excusa para liquidarlos personalmente, los entregaba a las autoridades.

No buscaba excusas para justificar su modo de vida. Aunque él hubiera deseado otra cosa, las circunstancias lo decidían así. Y aunque sus instintos se inclinaran hacia la misericordia, respetaba el credo del hombre que le había enseñado a defenderse con un revólver.

—La conciencia tiene su sitio, efectivamente, pero no en un enfrentamiento armado. Si vas a disparar, dispara a matar. De lo contrario volverán por ti... alguna noche oscura, en cualquier callejón. Te dispararán por la espalda, porque después de haberte puesto a prueba sabrán que eres demasiado rápido como para atacarte de frente. Eso es lo que resulta de dejar a un hombre herido. Y si no es así, pueden pensar que eres veloz, pero que tienes una puntería miserable. A esos tendrás que enfrentarlos de nuevo en la calle, lo cual es malgastar el tiempo y la suerte que te ha sido asignada. Sería una verdadera lástima que la bala destinada a matarte proviniera de un hombre al que tuviste la oportunidad de matar y dejaste vivo.

Tres veces había estado a punto de morir a manos de forajidos antes de aprender ese credo. Tres veces se había salvado, no gracias a sus propios esfuerzos, sino a la ayuda de desconocidos. Y por eso cargaba con tres deudas, no siendo hombre que se sintiera cómodo endeudado. Dos ya estaban pagadas; la segunda, en los próximos días.

Había llegado a esa ciudad con la esperanza de pagar la tercera deuda. No sabía para qué se le mandaba llamar. Cuando salía en busca de Lewis Pickens para averiguarlo, ese joven pistolero se le había cruzado en el camino.

Sólo conocía su nombre, Pecos Tom, porque alguien se había tomado la molestia de buscarlo en el registro del hotel. Era tan forastero allí como el mismo Angel; por eso nadie podía decirle si se enfrentaba a un verdadero asesino o sólo a un joven tonto. Cuánto detestaba eso, cuánto detestaba no saber. Él no había buscado el duelo, por el contrario; pero nadie podía pretender que él rehuyera un desafío. Pecos Tom tenía toda la intención de matarlo. Angel tenía que conformarse con esa sencilla verdad para calmar sus reparos.

Pecos se estaba tomando su tiempo para bajar por la calle. Estaba a seis metros de distancia, a cinco. Por fin se detuvo a los tres. Angel habría preferido un poco más de distancia, pero eso no lo decidía él. Decían que en el Este el desafiado podía elegir las armas y hasta desechar las armas para enfrentarse a golpes de puño. A Angel le habría gustado dar una buena tunda a ese chico para darle una lección en vez de matarlo. Pero en el Oeste uno no podía elegir. Cuando uno llevaba una pistola en la cadera, todo el mundo esperaba que la usara.

Pecos ya había apartado el chaleco de piel de oveja y tenía las manos a los costados, listas para actuar. Angel se echó lentamente el impermeable amarillo hacia atrás. No observaba las manos del muchacho, ni siquiera para ver si le temblaban. Sólo vigilaba los ojos.

Lo intentó por última vez.

—No tenemos por qué hacer esto. Aquí la gente no te conoce. Puedes montar e irte.

—Ni pensarlo — respondió el muchacho, más tranquilo. Suponía que Angel tenía miedo de enfrentársele, que era él quien deseaba abandonar la pelea. — Estoy listo.

No había nadie lo bastante cerca como para oír el suspiro de Angel.

—Entonces haz las paces con Dios, muchacho. Yo no disparo a herir.

Tom Prynne, con sus veinte años, tampoco disparaba a herir y desenfundó con más celeridad: dos segundos antes. Le habría bastado con ese tiempo, si hubiera tenido la paciencia de perfeccionar su puntería antes de salir en busca de renombre. La bala pasó junto al hombro de Angel y se perdió en el polvo, al fondo de la calle. Angel llevaba demasiado impulso como para detenerse, aun si lo hubiera querido, y su puntería fue mortíferamente exacta.

Tom Prynne se hizo célebre pese a todo aunque su renombre no viajaría muy lejos. Allí se hablaría de él por mucho tiempo. Su epitafio diría: "Aquí yace Pecos Tom, que desafió al Angel de la Muerte y perdió." El sepulturero de esa ciudad tenía un morboso sentido del humor.

Ir a la siguiente página

Report Page