Angel

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El rancho Doble C no era difícil de localizar. Si uno iba hacia el norte de la ciudad siguiendo las indicaciones prácticamente tropezaba con él. Pero no era lo que Angel esperaba. En esa parte del sur casi todos los rancheros imitaban a sus vecinos, los mexicanos, y construían casas de adobe al estilo español para evitar el calor tan intenso del verano.

Lo que Angel tenía ante sí era una casa de madera de dos plantas, con un diseño más habitual en el Noroeste. Seis peldaños conducían a un porche que rodeaba la planta baja; era lo bastante amplio como para dar cabida a sillones, mecedoras y hasta a un columpio para dos en cada esquina. Circundaba la planta alta un balcón con puertas dobles, probablemente las de los dormitorios, que daba sombra al porche de abajo.

La casa le pareció vagamente familiar, como si la hubiera visto antes, aunque era la primera vez que llegaba tan al sur. Los galpones y cobertizos (o lo que de ellos había visto antes de acercarse tanto) estaban diseminados detrás de la casa principal, de modo tal que, a seis metros de la fachada, nadie habría podido decir que se trataba de un rancho en explotación. Hasta el carruaje detenido delante era parecido a los coches lujosos que se veían en las grandes ciudades, antes que a las pequeñas calesas utilizadas en el campo.

Antes de que Angel cruzara esos seis metros, se abrió la puerta principal y un gato negro, del tamaño de un puma, saltó bruscamente en su dirección. El no tuvo tiempo de preguntarse de dónde diablos había salido (resultaba inconcebible que proviniera del interior de la casa), obligado como estaba a dominar a su aterrorizada cabalgadura y echar mano de su arma, todo al mismo tiempo.

Aún no tenía el revólver en la mano cuando el sombrero le voló de la cabeza al compás de un disparo y oyó estas palabras:

—Que no se le ocurra siquiera, señor.

Angel tuvo apenas unos segundos para decidirse mientras sus ojos buscaban a quien había hablado. Se encontró con una mujer que le apuntaba con un revólver. Luego volvió la vista al gato; el disparo había aminorado un poco la velocidad de su ataque, pero aún se acercaba y su caballo, desesperado, sacudía la cabeza, desviándose hacia un lado; por fin alzó las manos.

Mientras luchaba por mantenerse en la silla (ni loco se enfrentaría en tierra con ese enorme animal) la mujer volvió a hablar; pronunció una sola palabra. Cuando su caballo tuvo nuevamente los cuatro cascos en tierra, Angel vio que el gato se había detenido; estaba sentado a un metro y medio escaso de distancia y lo miraba con grandes ojos amarillos.

“Marabelle", había dicho ella, con el tono de quien debe ser obedecido. No, él no había oído mal: Marabelle. Entonces hizo algo que nunca hacía, algo que en su oficio no se podía hacer: se puso furioso y lo demostró.

—Si no retira inmediatamente a ese animal de mi vista, señorita — chirrió con un tono muy moderado por la fuerza de la costumbre—, no seré responsable de lo que ocurra.

Ella pareció enojarse, probablemente porque era quien tenía el arma en la mano, siempre apuntada contra él.

—No está usted en situación de...

Todo ocurrió en pocos segundos: Angel desenfundó el revólver y disparó una sola bala que arrebató el arma a la mano de la muchacha.

—¡Hijo de mala madre! — gritó ella, sacudiendo los dedos que le escocían.

El gato lanzó un audible gruñido en respuesta a su grito y el caballo de Angel empezó a corcovear como reacción al gruñido del felino. Esa vez Angel acabó en el suelo, su caballo partió hacia el condado vecino y el gato, que ahora siseaba, sólo se detuvo a treinta centímetros de él, cuando la mujer volvió a pronunciar esa palabra que lo detenía inmediatamente: "Marabelle".

Casi estaba a punto de matarlo de cualquier modo. Y también a ella de paso. No recordaba haber estado nunca tan dominado por sus emociones. Cualquier idiota podía adivinar que el felino, fuera lo que fuese, pertenecía a esa mujer. Era su mascota. Tenía que ser una mascota domesticada para obedecerle así. Y ella lo había dejado salir para que aterrorizara a su caballo. Y a él también, sin duda.

Aún furioso como estaba y comprendiendo que el gato debía de estar domesticado, siquiera en parte, necesitó de considerable coraje para apartar los ojos de un animal de ese tamaño, sentado a escasos treinta centímetros de él, sobre todo considerando que él estaba sentado en el suelo, frente a frente con la bestia. Pero lo hizo; alzó la mirada hacia el porche y la miró con los ojos entornados.

Ella había recuperado su arma y la sostenía con la otra mano, apretando los dedos doloridos entre el brazo y el costado. Parecía difícil que ese revólver volviera a disparar sin una visita previa al armero, pero ella no parecía saberlo pues le estaba apuntando otra vez con esa porquería.

—Le advierto, señor, que tengo tanta puntería como usted, pero no necesito disparar. Si mueve esa arma un solo centímetro hacia mí, Marabelle lo hará pedazos.

Que pudiera dar en el blanco deseado era algo dudoso. Si le había hecho volar el sombrero de un balazo, eso podía ser deliberado, sólo para llamarle la atención, o quizá había fallado al tratar de matarlo. En cambio, sobre la segunda amenaza no le cabía duda alguna. Pero la mujer debía de tenerle miedo para pronunciar una doble amenaza como esa. Bueno, ya sabía de qué era capaz su visitante. Angel la había desarmado de un disparo pese a que ella le estaba apuntando y él aún tenía la pistola enfundada. Ahora tenía buenos motivos para temerle, puesto que estaba furioso.

—Si cree usted que voy a enfundar mientras este animal me está lanzando el aliento a la cara, está loca. — En esa situación podía producirse un empate en el que ninguno de ellos estuviera dispuesto a ceder un centímetro.

En realidad pasaron largos segundos en silencio hasta que Angel decidió que prefería deshacerse del gato. Por ende agregó a regañadientes:

—Llámelo, señorita, y tal vez podamos hablar.

Ella levantó un poco la barbilla.

—No tenemos nada de qué hablar. Usted se va. Y puede decirles que no tenían por qué, enviarme a un pistolero.

—¿Quiénes?

—Los que lo contrataron, sean los que fueren.

—Nadie me ha contratado, señorita. Me envía Lewis Pickens para...

—Bueno, por Dios — lo interrumpió ella, bajando el arma — ¿Por qué no lo dijo desde un principio? — Y luego: — Aquí, Marabelle, pequeña. El señor es inofensivo.

Debía de ser la primera vez que alguien llamaba "inofensivo" a Angel desde que llegara a la edad viril. No se ofendió. Esperó a ver si el animal obedecía. Y por cierto, la cabezota giró hacia la mujer; le siguió el cuerpo largo y brillante en tanto el gato cruzaba el patio para subir los peldaños. Angel dejó escapar un suspiro, pero no enfundó el revólver hasta que el felino estuvo nuevamente dentro de la casa.

—Puedes volver a la cocina, María — dijo la mujer a alguien que estaba tras la puerta. Y antes de cerrarla agregó—: ¿De veras sabes disparar ese rifle?

Angel hizo una mueca. Había tenido otra arma apuntada hacia él sin siquiera presentirlo. Empezaba a volverse descuidado. No, es que todos sus sentidos estaban atentos a ese monstruoso animal negro y esa idiota del porche. "Dios no permita que sea Cassandra Stuart", pensó.

Ella venía bajando los peldaños hacia él. Por primera vez Angel reparó en su lujoso atuendo: un abrigo negro, largo, con bordes de pieles y encaje azul claro en el cuello y cinco capas de volantes plisados azules en la falda, que sólo se veía desde las rodillas hacia abajo. Lucía un pequeño sombrero de castor, encasquetado en un ángulo atrevido sobre el pelo castaño oscuro. Ropas de ciudad sin duda; pero lo incongruente del conjunto era que la mujer llevaba una pistolera por fuera del abrigo.

En esa pistolera deslizó el arma antes de alargarle la mano.

—Soy Cassandra Stuart. El señor Pickens ¿llegará pronto?

Angel no le aceptó la mano, pues no sabía qué debía hacer con ella. Hasta venía acompañada por una sonrisa, como si ella no le hubiera disparado, enviándole a ese gato devorador de hombres y ahuyentando a su caballo. Tampoco aceptó la sonrisa. El hecho de que, al parecer, lo hubieran enviado para tratar con esa mujer le arrancó un juramento silencioso mientras se levantaba, sacudiéndose el impermeable. En ese momento lo último que deseaba era ayudarla. Pero para eso estaba allí. Una deuda era una deuda.

Antes de responderle fue en busca de su sombrero. Al ver el agujero que atravesaba el centro mismo de la copa de su sombrero volvió a jurar, esta vez en voz alta. ¡Diablos! ¡Ella habría podido matarlo!

Giró en redondo para clavarle una mirada sombría.

—Una vez que usted haya hecho arreglar ese revólver quiero ver pruebas de que sabe usarlo.

Ella se limitó a arrugar el entrecejo; luego desenfundó el arma para examinarla y exclamó:

—¡Caramba, me lo ha roto!

—Y usted me ha estropeado el sombrero.

Ella lo miró con los ojos entornados.

—Ocurre que esta era un arma hecha especialmente, señor... ¿Cuál es su nombre a fin de cuentas?

—Angel. Y ocurre que este es un sombrero de veinte dólares, señora.

—Ya le repondré ese maldito sombrero. — Ella se detuvo dando un paso atrás. — ¿Cómo que Angel? ¡No me diga que usted es ese ángel! El que llaman Angel de la Muerte.

El torció agriamente la boca. En general, la gente no se atrevía a llamarlo así de frente.

—No me gusta ese apodo.

—Se justifica — replicó ella.

Pero sus ojos gris plata habían tomado una expresión cautelosa que a Angel le resultó muy satisfactoria. Habría debido estar en ellos mucho antes. Aun quienes no lo conocían daban un amplio rodeo para evitarlo, como si su expresión anunciara: "¡Cuidado!"

—Bueno — dijo ella ante esa mirada fija con una risa nerviosa—, por suerte para usted, tengo otro de estos colts modificados. De lo contrario ahora estaría muy enojada.

—Rece usted para que no tarde mucho en hallar a mi caballo, señorita. De lo contrario verá lo que es enojo.

—Si se atreve usted a levantarme la mano...

—Antes bien pensaba dispararle.

No lo decía en serio, pero ella no podía saberlo. Angel se preguntó por qué diablos se encolerizaba así otra vez si ya se había dominado. No tenía por costumbre lanzar amenazas ociosas. Pero en esa mujer había algo que lo irritaba a mares, aunque ella no le apuntara con un revólver.

—Olvídese de lo que dije — corrigió secamente.

—Con gusto — replicó ella. Pero dio otro paso hacia atrás.

Él estuvo a punto de sonreír. Ese nerviosismo de la mujer era lo mejor para aliviarle el mal genio.

—¿Siempre dispara perdigonadas a la gente que viene de visita?

Ella parpadeó ahuecando los labios (labios de forma apetitosa, según notó Angel) y enderezó la espalda. Diablos, ya se veía venir. Acababa de recobrar el coraje.

—Usted estaba a punto de matar a Marabelle. Y yo no iba a permitírselo, sólo porque el animal se me escapó por la puerta antes de que pudiera detenerlo.

Eso lo sorprendió.

—Entonces ¿usted no lo envió deliberadamente contra mí?

—Ciertamente no — exclamó ella en tono indignado, como si la pregunta le pareciera digna de un estúpido.

—Yo no vi nada de "ciertamente” en el asunto, señorita.

—El sentido común...

—Será mejor que lo dejemos así — advirtió él, antes de que los insultos empeoraran.

Ella captó su intención y se puso tiesa.

—También será mejor que usted diga a qué ha venido y se vaya. Si realmente pudiera... irse, sí.

—Pickens no puede venir — dijo secamente.

Ella lo miró sin expresión por un segundo. Luego exclamó:

—¡Pero tiene que venir! Yo contaba con él. ¿Por qué no viene? ¡Lo prometió!

Su auténtica aflicción hizo que Angel se sintiera incómodo con sus otros sentimientos. Esa joven no le gustaba... y con buenos motivos después de lo que le había hecho. Pero te costaba mantener su animosidad ante tal inquietud.

Angel se ablandó lo suficiente para tranquilizarla.

—Pensaba venir. Más aun, estaba en el banco, retirando dinero para viajar hasta aquí cuando un grupo de comancheros llegó desde el Llano Estacado con intenciones de hacer una extracción propia a punta de revólver. Naturalmente, Pickens no fue capaz de atender sus propios asuntos y dejar que ellos siguieran con los suyos. Se sintió obligado a detenerlos y acabó recibiendo un balazo.

Mientras escuchaba ese pequeño relato, ella había pasado de pálida a lívida; su aflicción cambiaba los motivos.

—Oh, Dios mío... No... no ha muerto, ¿verdad? Sería por mi culpa. El abuelo jamás me perdonará...

—Oiga, ¿cómo puede considerarse culpable si usted no estaba allí?

—Pero le pedí que viniera. De lo contrario no habría estado en ese banco. — Hizo una pausa al ver que él meneaba la cabeza. Tanto su tono como su expresión se tornaron tenazmente belicosos. — Si se me antoja asumiré la culpa. Me especializo en eso.

A esa altura Angel se encogió de hombros. ¿A qué esforzarse por convencer a una tonta de que estaba haciendo una tontería, si a él, le daba igual?

—Como guste.

Ella perdió inmediatamente las ganas de pelear y se mordió el labio inferior. Al ver que parecía estar a punto de llorar, a Angel le dio un vuelco el estómago. ¡Mierda! Nunca había tenido que enfrentarse al llanto de una mujer y no pensaba comenzar en ese momento. A la primera lágrima se iba.

—¿Pickens...? — La muchacha no se decidió a preguntar si había muerto.

—¡No! — respondió Angel, muy deprisa—. El médico dice que no corre peligro, pero no podrá viajar por un tiempo. Por eso hizo que su amiga me llamase.

Eso acabó con el aspecto lloroso de Cassie. Ahora estaba ceñuda.

—No comprendo. Esto ocurrió hace casi seis semanas. ¿Por qué no me avisó antes que no podía venir? Ahora casi no tengo tiempo.

Angel podía aceptar la culpa con tanta facilidad como ella.

—Eso fue culpa mía. Pickens me localizó muy pronto, pero yo perdí algunas semanas en Nueva México. Es que su mensaje no mencionaba ningún límite de tiempo.

—Comprendo. — En realidad, Cassie no comprendía. Estaba totalmente confundida. — Los portadores de malas noticias rara vez son bien recibidos, pero le agradezco que se tomara la molestia de venir cuando en realidad habría bastado con un telegrama. Y lamento lo de su caballo. Puedo prestarle uno de los nuestros para que lo busque. Puede dejarlo después en el establo. — Hundió la mano en uno de los anchos bolsillos de su abrigo y sacó una moneda de oro de veinte dólares. — Y con esto puede comprarse un sombrero nuevo.

Angel se limitó a mirar fijamente esa mano extendida obligándola a decir:

—Tómela.

Como él no se movía, la muchacha se encogió de hombros y cerró la mano.

—Como usted quiera. Pero ahora, si me disculpa, debo ir a la ciudad. Ya salía cuando usted llegó.

Y le volvió la espalda para alejarse. Angel se meció sobre los talones, dejando que se alejara hacia su carruaje antes de pronunciar:

—Creo que no me expresé con claridad, señorita. Lewis Pickens me pidió que ocupara su lugar. He venido a resolver su problema, cualquiera que sea. Convendría que me explicara de qué se trata antes de ir a la ciudad.

Ella giró en redondo ante las palabras “ocupara su lugar” con expresión incrédula. Pero antes de que él terminara había recobrado su expresión belicosa.

—¿Qué dice usted?

—Me ha oído perfectamente, señorita.

—Claro que lo he oído — replicó ella con todas las señales de la mujer que está a punto de perder los estribos—. Es que no lo creo. ¿En qué estaba pensando el señor Pickens al enviarlo a usted? Necesito un pacificador, no un pistolero. Usted sólo podría empeorar la situación.

—¿Y cuál es esa situación?

Ella agitó una mano impaciente.

—No tiene sentido que se lo explique si usted no puede ayudar. Si la solución se resolviera con un revólver, usaría el mío.

El no pudo dejar de sonreír ante la imagen que esas palabras le traían a la mente: sombreros volando por el aire, pero volvió la cara antes de que la mujer se diera cuenta. A muy pocas personas les permitía la intimidad de captar su sentido del humor y ella no sería una de esas.

—¿Tiene usted alojamiento para peones?

—Sí, pero... ¡un momento! — protestó ella, al ver que el hombre echaba a andar hacia la parte trasera de la casa—. No puede quedarse aquí. ¿No me ha escuchado?

Él se detuvo por el tiempo necesario para decir:

—Sí. Es usted la que no escuchó. He venido a solucionar su problema porque debo un favor a Pickens y no me iré sin pagar mi deuda.

Ella corrió a alcanzarlo en el momento en que giraba por un lateral de la casa.

—Si usted tiene alguna deuda, eso no tiene nada que ver conmigo, señor.

—Ahora sí.

—No puedo aceptar eso. Voy a repetirlo, usted no puede...

El rugido que salió de la casa los interrumpió a ambos. Angel se volvió; el enorme felino estaba sentado frente a una ventana mirándolos. Por suerte no estaba abierta, pero eso no bastó para calmarle los nervios con suficiente celeridad. Aunque el gato estuviera domesticado, no por eso parecía menos peligroso.

—¿Qué bicho es ese? — preguntó al fin.

—Una pantera negra.

—No sabía que hubiera animales así en Texas.

—No hay. Marabelle vino de África.

Él no pensaba preguntar cómo.

—Manténgala lejos de mí mientras yo esté en la casa.

Ante eso ella se irritó visiblemente.

—Si usted se quedara, cosa que no ocurrirá, yo insistiría en que se llevara bien con Marabelle. Y tendría que familiarizaría con su caballo por motivos obvios. Pero usted no se quedará. El establo está por allí. — Señalaba un edificio largo junto a un granero. — Vaya a buscar su caballo y vuelva por donde ha venido.

Debía de suponer que con eso el asunto estaba liquidado. En cierto modo, así era. Así lo expresó la voz lenta de Angel en el momento en que ella le volvía la espalda por segunda vez.

—En ese caso, tendré que ocuparme del problema a mi manera.

Ella dilató los ojos al comprender.

—No se atreva. — El guardó silencio. — Bien. Puede quedarse, pero no mate a nadie. Nada de disparos ni de cadáveres. ¿Entendido?

No aguardó la respuesta. Se marchó con paso enérgico, sin dejar dudas de que cedía contra su voluntad. Mujer irritante. Angel habría preferido no volver a verla, pero necesitaba información de ella para solucionar el problema. De cualquier modo, manejaría las cosas a su modo. Pero al oír el carruaje que partía hacia la ciudad cayó en la cuenta de que ignoraba cuál era el problema. ¡Condenada mujer!

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