Angel

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El rancho de los Catlin era una hacienda al estilo español, grande e impresionante. Los altos muros de adobe que rodeaban la casa y las dependencias exteriores la convertían en una verdadera fortaleza, con portones de hierro en el arco de entrada. Como los portones no estaban cerrados, nada impidió que Angel entrara sin desmontar.

Detrás de los muros había mucha actividad. Tres hombres en un corral estaban domando un potro. Una criada salía del depósito con el delantal lleno de manzanas pasas. Unos niños mexicanos fingían rechazar una masacre india, levantando polvo cerca de un pequeño cementerio en el que se veían tres cruces. Alguien cortaba leña. Una mujer cantaba desafinando; luego rió y volvió a intentarlo.

Cuando Angel entró en el patio frontal de la casa, las cabezas se volvieron hacia él, cesó el ajetreo, calló el ruido en el cementerio y el canturreo desafinado se hizo más audible.

Un joven salió a la galería con una taza de café en las manos. El pelo rubio le colgaba hasta los hombros; tenía ojos pardos y era de estatura mediana; no parecía tener más de veintidós años. Vestía chaparreras de cuero crudo y un revólver muy bajo sobre la cadera para que estuviera más a la mano. Su postura, de exagerada arrogancia, indicó a Angel que estaba a punto de conocer al primero de los Catlin.

—¿Qué puedo hacer por usted, señor? — preguntó el joven en tono neutro.

Sin desmontar Angel apoyó las manos inofensivamente en el pomo de su silla.

—Vengo a hablar con el propietario.

—Es mi madre. Yo soy Buck Catlin. Contratar el personal es tarea mía.

—No busco trabajo. Tengo un mensaje para su madre. Le agradecería que fuera a buscarla.

Buck Catlin sólo se movió para tomar un sorbo de café.

—Mamá está ocupada. Puede dejarme su mensaje. Yo me encargaré de dárselo.

—No tengo inconveniente en que usted lo escuche al mismo tiempo que su madre, pero antes no.

Ante esa réplica Buck entornó los ojos, ceñudo. No estaba habituado a que le dijeran que no. Desde los trece años daba órdenes a hombres mayores que él. Algún día el rancho sería suyo. Ya lo manejaba. Nadie le decía que no... salvo su madre.

—¿Quién demonios es usted, señor?

—Me llamo Angel.

—¿Y de quién es su mensaje?

—Mío — respondió Angel. Luego explicó—: En realidad, es más bien una advertencia. ¿Quiere ir en busca de su madre o debo buscarla yo mismo?

—Usted no hará nada, salvo salir de aquí.

Buck había comenzado a desenfundar el arma antes de terminar la frase. Angel tuvo el revólver en la mano, amartillado y apuntando al vientre del muchacho aun antes de que él pudiera tocar el suyo.

—No le conviene hacer eso — dijo con su cadencia lenta—. La señorita Cassie no quiere que mate a nadie, así que quite la mano. Así, usted sigue con vida y yo no altero a la dama. Los dos ganamos.

Buck retorció los dedos y los cerró en el aire vacío; luego bajó lentamente la mano.

—¿Quién dijo usted que era? — preguntó con voz ahogada.

—Angel.

—¿Angel qué más?

—Angel, nada más.

—¿Nos conocemos?

—No, no creo.

—Pero usted conoce a la Stuart. Acaba de decirlo. ¿Ella lo contrató para que viniera?

—No — respondió Angel—. Por el contrario, me pidió que no viniera. Se le ha metido en la cabeza que yo podría matar a alguien. Pero no será necesario, ¿verdad?

Buck Catlin palideció un poco ante ese revólver, en todo momento apuntando hacia él, y la expresión de Angel, ominosamente decidida. A esa altura sólo pudo sacudir la cabeza.

—Bien — dijo Angel—. Ahora, como ya le he permitido más preguntas de las que acostumbro a responder, ¿por qué no me devuelve el favor y trae a su madre?

—La madre ya está aquí, señor — dijo súbitamente Dorothy Catlin, detrás de Angel—. Y le estoy apuntando a la cabeza con una escopeta. Si quiere salir vivo de aquí deje caer ese revólver.

Los músculos de Angel se tensaron ligeramente. Pero su expresión, inalterada, continuó fija en Buck.

—Temo no poder darle el gusto, señora — dijo cortésmente sin volverse—. Me quedo con el revólver hasta que me vaya.

—¿No me cree capaz de disparar? — preguntó Dorothy incrédula.

—No me importa mucho que dispare o no, señora. Claro que su muchacho morirá conmigo. Si eso es lo que desea, dispare.

Siguió un largo silencio en el que Buck se cubrió de sudor. Fue él quien lo quebró al ver que su madre no hacía ademán de bajar la escopeta.

—Si no te molesta, mamá, preferiría no morir hoy.

—Hijo de puta — maldijo ella acercándose para mirar a Angel de frente. Ahora tenía la escopeta apuntando al suelo—. ¿Qué? ¿Está loco, usted?

—Simplemente, he vivido tanto tiempo con la muerte que ya no le doy mucha importancia. — La saludó con un papirotazo en el sombrero prestándole atención sólo a medias. Su revólver seguía apuntando hacia Buck.

Para ser mujer, era alta; medía apenas unos cinco centímetros menos que su hijo. Tenía el mismo pelo rubio, los mismos ojos pardos. Angel calculó que aún no había cumplido los cuarenta años. Francamente, Dorothy Catlin era todavía una mujer hermosa; en plena juventud debía de haber sido deslumbrante. Así, con su falda ancha y su blusa Con bordes de encaje, parecía suave y blanda.

La escopeta no le sentaba bien. Imaginarla disparando parecía absurdo. Pero si Angel había sobrevivido hasta entonces era porque no se descuidaba ante la gente de aspecto inofensivo. Bien sabía que todo el mundo era capaz de matar dada la necesaria provocación.

—Le oí mencionar a la Stuart — dijo Dorothy bastante malhumorada—. Si ha venido a pedir disculpas en nombre de ella, pierde el tiempo.

—Nada de eso. Si no pido disculpas por mí mismo, menos lo hago por otros.

—Me alegro, porque lo que esa mujer ha hecho no tiene perdón.

Buck alzó la voz para apoyar esa opinión.

—Últimamente no se puede mirar a mi hermana sin que empiece a gimotear. Ya no hace otra cosa que llorar. Y la culpable es Cassie Stuart con su entrometimiento.

Angel se preguntó si era así o si la muchacha lloraba por encontrarse de nuevo en su casa en vez de estar viviendo con su flamante esposo. Pero se limitó a comentar:

—Así dicen.

—Bueno, diga usted lo que quiera y salga de mi propiedad — dijo Dorothy.

—Esta mañana alguien provocó una estampida entre el ganado de los Stuart espantándolo hacia la dehesa de los MacKauley. Los disparos que la provocaron venían de aquí.

La cara de Dorothy enrojeció de indignación.

—¿Me está acusando de provocar una estampida?

—Soy ganadero, señor — agregó Buck, furioso—. Por ningún motivo provocaría una estampida.

—Y lo último que se nos ocurriría es aumentar la manada de los MacKauley — agregó Dorothy—, ni siquiera para deshacernos de esa norteña entrometida.

—Pero yo estoy convencido de que algunos de sus empleados no han tenido eso en cuenta — dijo Angel—. Y una estampida no es cosa que se pueda tomar a broma. Hay quienes han muerto por cosas así. Por eso, si averiguo quién inició esta, bien puedo matarlo.

—Ya está claro — chirrió Dorothy con una buena exhibición de ira para acompañar su supuesta inocencia.

—No del todo — replicó Angel. Su voz tomó un filo de frío acero. — Casualmente, Cassie Stuart estaba en la dehesa y quedó en medio de la estampida. Si no hubo intención por parte de ustedes, dejaré pasar esto como accidente. Si ocurre algo más, volveré para hacer responsable a este. — Señaló a Buck con la cabeza para que la mujer interpretara bien la referencia. — A usted no le gustará que nos enfrentemos, señora. Como nunca disparo a herir, lo más probable es que él no sobreviva.

Buck tragó saliva con dificultad. Ya había visto cómo desenfundaba ese hombre. También Dorothy al acercarse por atrás. Pero ella no tocó el tema.

—¿La muchacha está herida?

Angel reservó su opinión ante la preocupación que expresaba Dorothy al hacer esa pregunta.

—Se salvó de milagro considerando que la muy idiota galopó hacia la estampida para detenerla.

—Se diría que usted no le tiene mucho aprecio. — Buck había reunido coraje para ese comentario.

—Aún no estoy seguro de eso — admitió Angel—. Pero voy a protegerla, la aprecie o no, hasta que se vaya de aquí. Y no se irá hasta que vuelva su padre. Por eso les aconsejo, amigos, que desde ahora en adelante la dejen en paz... a menos que estén dispuestos a vérselas conmigo.

—No quiero que ella muera, señor. Sólo que se vaya — indicó Dorothy. La belicosidad había vuelto a su voz—. Así, mi hija podrá olvidarse de lo ocurrido.

—¿Con el marido viviendo a pocos kilómetros de aquí?

—Ex marido, en cuanto vuelva el juez de Santa Fe.

Angel meneó la cabeza ante ese razonamiento. Un documento de divorcio no haría que Jenny Catlin MacKauley se olvidara del casamiento, el lecho nupcial y el rechazo.

—Eso es asunto suyo — replicó—. Yo me ocupo de Cassie Stuart.

—Hay que tener coraje para venir a amenazarme, lo reconozco — dijo Dorothy Catlin—. Sería bastante fácil deshacerse de usted, por muy rápido que sea con las armas.

—Puede intentarlo cuando guste si quiere agregar el derramamiento de sangre a este asunto. Pero le aclaro, señora, que rara vez amenazo. Apunto los hechos tal como son. Lo que usted haga con ellos es cosa suya.

Dorothy había vuelto a enrojecer de cólera.

—Muy bien. Ya ha apuntado sus hechos. Aquí tiene uno de mi parte: si vuelve a presentarse aquí, se le disparará en cuanto sea visto. — Angel sonrió abiertamente.

—Me parece justo, pero debo advertirle que eso no sirve para detenerme. Buenos días, señora Catlin.

Volvió a levantarse el sombrero a medias, enfundó el revólver y les volvió la espalda. Ya se había alejado varios metros cuando ella le gritó:

—Si la Stuart no lo contrató, ¿qué es ella para usted?

—Un favor.

Dorothy, sin decir nada más, lo vio alejarse sin preocuparse en absoluto por la posibilidad de recibir un disparo en la espalda. ¡Qué detestables eran esos pistoleros! No se podía tratar con un hombre que nunca tenía miedo.

—Averigua quién es, Buck — ordenó aún encrespada—. Cuando un hombre habla así es porque tiene motivos. Y averigua también cuál de los muchachos está llevando las cosas más allá de lo que ordenamos. Quienquiera que sea, que se vaya antes del anochecer.

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