Angel

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San Luis, con una población que superaba las trescientas mil almas, ocupaba el sitio intermedio entre Filadelfia y Nueva York. Aunque Catherine prefería ir a Chicago para las compras anuales, en el curso de los años habían ido dos veces a San Luis.

La última visita databa de 1875, poco después de terminada la construcción del Puente del Este que cruzaba el Mississippi. Desde entonces los suburbios se habían extendido mucho. En realidad, lo mismo podía decirse de toda la ciudad. Pero Catherine era apegada a las costumbres dondequiera que fuesen, elegía siempre los mismos hoteles, que solían ser lo mejor de la ciudad, si no necesariamente lo más nuevo.

Por eso Cassie había dado por seguro que se hospedarían en el mismo hotel que las dos veces anteriores y pidió al detective de la renombrada agencia Pinkerton que la visitara allí. Sólo cabía esperar que pudiera hacerlo sin que su madre se enterara.

Catherine no había vuelto a sugerirle consultar con un abogado, pero Cassie estaba segura de que lo haría en cuanto se aburriera de hacer compras. Contaba con una semana, quizá dos, para decidir qué haría con el asunto del divorcio. En realidad, no había nada que decidir. Era preciso tramitarlo. Ya no tenía razones ara no hacerlo. Si ella deseaba continuar casada con el marido que le había caído inesperadamente, eso no significaba que fuera posible.

Él tenía derecho a opinar, y sin duda, sus opiniones no serían simpáticas. También a su madre le daría un ataque si Cassie insinuaba, siquiera, que deseaba conservar al pistolero. Sacaría a relucir todos los motivos por los que él no resultaba un esposo adecuado. Y Cassie no quería escucharlos. Ya los conocía. Y no tenían nada que ver con sus sentimientos.

Los veteranos de la ciudad presagiaban que en cualquier momento habría nieve, pero mientras tanto había sol, aunque no calentara mucho el ambiente, el invierno de San Luis se parecía más que el de Texas a los que ella conocía tan bien, pero caminar por una ciudad sin nieve era mucho más agradable. Y no necesitaban ir muy lejos. No les costó averiguar quién era la modista más recomendada de la ciudad, Madame Cecilia, la misma que las había atendido anteriormente. Y su taller de costura estaba situado a pocas calles del hotel. Hasta podían ir caminando cuando no arreciaba el viento.

Esa tarde, la de la cuarta y última prueba de ropas, Catherine pidió un coche. Cassie habría preferido ir caminando, pues no tenía deseos de participar en la cháchara de su madre. Estaba otra vez melancólica. Llevaban cinco días en la ciudad, pero el agente de Pinkerton no aparecía. Cassie ya estaba ideando excusas para demorar la partida por si él no se presentaba en la semana siguiente.

Buscar a los padres de Angel ya no era un simple capricho. Se había convertido en algo importante, por el sencillo motivo de que, si tenía éxito, contaría con una excusa válida para ver a Angel y hablar con él, algo que deseaba mucho. Se imaginaba yendo a Cheyenne con mucha más frecuencia que antes, sólo para verlo desde lejos. Pero él no le hablaría sino en caso de necesidad, ya porque no quería ser molestado, ya por proteger la reputación de Cassie. Los dos eran muy conocidos en la ciudad y correrían rumores escandalosos si se la veía acompañada por el notorio Angel de Cheyenne.

—Estás otra vez llorosa — apuntó Catherine a poca distancia del taller.

—No es cierto.

—Claro que sí.

—Está bien. Es que extraño a Marabelle.

Los peones que habían acompañado a Catherine hasta Texas, por si hiciera falta una demostración de fuerza, habían vuelto a Wyoming llevando a Marabelle, puesto que los hoteles finos no se prestaban a recibir ese tipo de mascotas. Lo que Cassie acababa de decir era sólo mentira a medias. En verdad echaba de menos a su felino. Pero más aun extrañaba a Angel.

—Telegrafié para que envíen a San Luis nuestro coche cama — recordó Catherine—, pero no tenemos por qué esperarlo, si quieres volver ya a casa.

—¡No! — Cassie lo dijo con demasiada energía. Se apresuró a corregir la respuesta negativa. — Es decir, puedo arreglármelas sin ella por unas pocas semanas y viceversa.

—Sobre el viceversa no estoy tan segura — comentó su madre—. Tú no tuviste que perseguirla hasta Denver durante tu primera visita a tu padre, ni explicar a todo el mundo en el trayecto que no se trataba de cazar una pantera salvaje, sino a la mascota de mi hija que no podía quedarse en casa donde no matara a la gente de miedo.

Cassie sonrió al recordar la vituperante carta que acompañó a Marabelle hasta Texas en la enorme jaula que Catherine le había mandado hacer para poder enviarla a Cassie. Marabelle había tratado de seguir a su ama, pero perdió su rastro en la primera parada del tren, mucho antes de lo que su madre decía. Aquello había irritado decididamente a Catherine contra su hija y la pantera.

—El verano pasado, cuando fuimos a Chicago, se quedó en casa sin problemas — le recordó Cassie.

—Porque el viaje duró sólo diez días. Y estaba encerrada en el granero en compañía del viejo Mac para que no desgarrara los tabiques.

Cassie se ofendió.

—No desgarra los tabiques, mamá. Pero si quieres hablar de paredes y de mascotas, hablemos de Rabo Corto, tu dulce elefante. ¿Te parece que el granero estará en pie cuando lleguemos a casa?

Catherine le dedicó una mirada agria.

—Empiezo a pensar que ese hombre ha sido una mala influencia para ti.

—¿Qué hombre? — preguntó Cassie inocente.

—Ya sabes cuál — la amonestó la madre—. Tu impertinencia empeora.

—Yo creía que estaba mejorando.

—¿Ves lo que te digo?

Cassie puso los ojos en blanco.

—Por si no te has dado cuenta, mamá, ya estoy muy crecida. ¿Cuándo vas a dejar de tratarme como a una criatura?

—Cuando tengas sesenta y cinco años y yo haya muerto. Ni un minuto antes.

Si Catherine no lo hubiera dicho con tanta seriedad Cassie no se habría echado a reír.

—De acuerdo, mamá. Tú ganas. Disimularé, mi impertinencia. Pero al menos ¿podrías no decirme “pequeña” en público?

Catherine contrajo apenas los labios.

—Ya que estás dispuesta a hacer concesiones supongo que puedo intentarlo...

No llegó a terminar la frase. De pronto el cochero tiró de las riendas deteniendo el carruaje, con lo cual ambas estuvieron a punto de caer de los asientos. Un gran carro de repartos había salido de una calle lateral frente a ellos, al parecer con intenciones de girar en dirección opuesta a la que ellas llevaban. Pero por la vía opuesta el tránsito era denso; como el cochero no pudo girar, el vehículo quedó atascado allí, bloqueándoles el paso.

El cochero estaba tan furioso que comenzó a chillar. El otro conductor le echó un vistazo y le hizo un gesto grosero, ante lo cual el primero contestó con una sarta de imprecaciones a todo pulmón.

Catherine se puso roja ante algunas de esas imprecaciones, audibles a cincuenta metros de distancia.

—Tápate los oídos, Cassie — indicó mientras arrojaba un dólar al asiento del conductor—. Iremos caminando.

—¡Pero si esto se está poniendo interesante! — protestó Cassie.

—Iremos caminando — repitió Catherine con más energía.

Estaba realmente azorada. A Cassie le pareció divertido, sobre todo porque había oído cosas peores entre los vaqueros del Lazy S y cosas parecidas en boca de su madre cuando regañaba a sus peones. Pero esa era sólo una entre las excentricidades de Catherine. A diferencia de Cassie, que sólo usaba el colt en el rancho, la madre nunca salía sin el suyo... salvo cuando viajaba al Este. Entonces se convertía en un modelo de etiqueta y elegancia, como corresponde a una matrona de la alta sociedad.

Aquello justificaba algunas bromas.

—¿Sabes que esto no habría ocurrido si Angel estuviera aquí?

—¿Te jactas de que ese hombre asuste a la gente con sólo mirar? — se extrañó Catherine.

—Creo que sí. Esa característica suya resulta útil en algunas ocasiones. Imagina con qué facilidad te librarías de las señoritas Potter si Angel entrara en la sala.

Su madre resopló.

—No te engañes. Sería él quien se asustaría de esas dos parlanchinas.

—¿Y Willy Gate, que te arenga todos los domingos con sus anécdotas de la Guerra Civil sin que tengas el coraje de ignorarlo?

—Fue un héroe... ¿Y no estarás insinuando que sería agradable tener a ese Angel aquí?

Su expresión era tan severa que Cassie prefirió no responder.

—Si no nos damos prisa llegaremos tarde — dijo adelantándose por la transitada acera sin dejar oportunidades de nuevas bromas... ni de más indirectas.

Pocos minutos después llegaron al taller de la modista, justo a tiempo para que la llegada de otros clientes les impidiera entrar de inmediato. Se trataba de un joven caballero, muy elegante, y de su amiga, que vestía con lujo exagerado. El hombre era tan apuesto que Cassie no pudo dejar de mirarlo. Catherine no reparó en eso, pero sí vio que, después de echarles un breve vistazo, el hombre las apartó de su mente al punto de seguir a su compañera al interior de la tienda sin molestarse en sostenerles la puerta.

—Hay gente que no tiene educación.

Catherine lo dijo antes de que la puerta se cerrara detrás del hombre. Él se volvió a echarle una mirada tan desdeñosa que a la mujer le ardieron las mejillas. Cassie prefirió no mencionar que la presencia de Angel hubiera impedido también eso.

Pero el tema estaba fresco aún. Catherine le clavó una mirada fulminante advirtiéndole:

—No se te ocurra decirlo.

—No pensaba hacerlo.

—Estoy casi decidida a quejarme a Madame Cecilia — continuó Catherine — y a encargar nuestra ropa a otra modista.

—No es culpa de ella — protestó Cassie.

—¿Te parece que no? ¿Cómo se le ocurre citarnos para las pruebas a la misma hora que a esa perdida?

—¿Cómo sabes que no es una señora decente?

—Me basta una mirada para reconocer a una mantenida — replicó Catherine enfurruñada.

Cassie puso los ojos en blanco.

—Te estás alterando por nada, mamá.

—¿Ah, sí? — contratacó Catherine—. ¡Por nada, cuando tú sigues pensando en ese pistolero!

Conque eso era todo. Cassie habría debido comprender que su madre no iba a acalorarse así por una pequeña descortesía, cuando en las grandes ciudades solían sufrir cosas peores. Prefirió ceder para evitar la discusión.

—Bueno, no volveré a mencionarlo.

—Bien. Y ahora voy a demostrar a ese maleducado que yo también puedo ser grosera... al estilo de Wyoming.

Al entrar en el taller de la modista, Cassie oyó que su madre agregaba:

—¡Cómo me arrepiento de haber prescindido de mi Colt!

Cassie, a su vez, lamentaba que hubieran prescindido también de Angel.

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