Angel

Angel


Cuarta parte

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Cuarta parte

I

Volvieron de la luna de miel a Paradise House. Había andamios en la fachada, orientada al sur, parches nuevos de yeso, olor a pintura y masilla y repique de martillos. La balaustrada había sido reparada y la jardinería vacía reinstalada en su sitio. Habían llegado dos pavos reales. Angel los había encargado por correo cuando estaba en Grecia, y Nora los recibió nerviosamente. Gesticulaban en la terraza, donde depositaban sus excrementos; mudaban el plumaje; a veces chillaban, pero nunca desplegaban las plumas de la cola.

Nora estaba preocupada por todo, en especial por los crecientes despilfarros de Angel. La casa estaba devorando dinero, le escribió; pero la carta no llegó a manos de Angel. Se habían trasladado, porque en todas partes se sentían defraudados. Grecia era especialmente decepcionante. No se parecía en nada a sus novelas. Había demasiada mampostería caída, que deslumbraba y fatigaba los ojos; los olivares parecían polvorientos, y en realidad sólo perduraban las columnas de los templos. La comida era nauseabunda, platos de pulpo negro, aceitunas negras y salchichas de hígado del mismo color. Ella estaba acostumbrada de toda la vida a la buena mesa y la echaba de menos. Esmé se reía de sus remilgos. Los dos estaban cansados de viajar y de marearse en travesías por mar. Él intentaba ocultar su náusea porque el hecho incitaba a Angel a hacer largos discursos sobre el poder de la voluntad y las imaginaciones morbosas, sobre abandonarse al balanceo del barco y pensar en otras cosas, no continuamente en uno mismo.

—La comida no es sana y por eso estás mareado. Es una estupidez culpar al mar o a los elementos. He sido más juiciosa de lo que tú creías al rechazar la sopa de huevo y limón y aquel calamar espantoso nadando en aceite rancio.

Esmé se metió los dedos en los oídos. El parlamento sobre los mareos le irritaba enormemente, pero había también otros fastidios. Ella se había puesto un vestido blanco, plisado y de mucho vuelo y, así ataviada, insistió en que la fotografiase de pie sobre una peana. Se lo debía a sus lectores, dijo. Y amontonaba recuerdos de la estancia. En todas partes adónde iban él cargaba con trajes campesinos —que ella se probaba en cuanto llegaban al hotel—, cestos y botellas de vino, cerámica, collares, iconos y estatuillas de yeso. Angel no conseguía aprender el cambio de moneda y procuraba transmitir una impresión de profunda suspicacia, frunciendo el ceño al recibir la monedas que le daban y murmurando su desconfianza. En Rodas asestó un par de bofetadas a un niño por lanzar a un ratón vivo desde una jaula a las aguas del puerto. «El cristianismo ha vuelto este lugar insulso», dijo en Atenas. En Delfos embotelló agua del manantial sagrado.

—Se la regalaré a Nora —dijo—. Para que se inspire al escribir poesía.

Esmé consideró que era un obsequio bastante barato. Se desahogaba de sus irritaciones corrigiéndole su pronunciación de griego y, cuando llegaron a Venecia, de italiano.

Venecia —pese a ser Italia— fue extrañamente menos decepcionante. Tenía la ventaja, aunque no habría de ser por mucho más tiempo, de no haber sido escenario de una de sus novelas. Angel compró allí cantidad de cristal vulgarmente adornado, más cestos, más trajes campesinos. Esmé sufrió una intoxicación de mariscos y vomito otra vez. Angel nunca había sido paciente con la enfermedad ajena y pensó que Esmé estaba haciendo todo lo posible por estropearle su luna de miel a causa de despreocupación, glotonería o falta de sentido común. Navegaron por el Gran Canal a la luz de la luna, pero aquello tampoco fue lo que ella se había imaginado. Más tarde escribiría acerca de esta excursión como la cúspide de lo romántico.

—Nos gustan cosas distintas —dijo él—. Una verdadera lástima.

Le había encantado Grecia, y las quejas de Angel le habían exasperado.

Él sabía que Angel se había puesto especialmente vigilante en cuanto llegaron a Italia, y tuvo buen cuidado de no perturbar su paz de espíritu. Cuando caminaban por las callejas o tomaban un café sentados en la gran piazza, Esmé no miraba a derecha ni a izquierda. Una vez ella, con un tono enojoso por su arrogancia y condescendencia, comentó a propósito de una chica que pasó por delante:

—¡Qué bonita!

—Oh, ¿era bonita? No me he fijado.

Esmé giró a medias la cabeza.

—Es una pena que se embrutezcan tan pronto y se pongan coloradas —agregó ella.

Como muchas mujeres románticas y narcisistas, rehuía el acto final de la cópula. De haber podido, hubiese vivido en un mundo de galantería y besamanos. El sexo parecía no tener nada que ver con ella. Era la negación, no la continuación, de los placeres de ser solicitada. Tenía que convertirse en una persona distinta para poder soportarlo y no siempre podía, ni siquiera por amor a Esmé, realizar el cambio. Esa desesperada comunicación consigo misma que constituye el acto de escribir vale también para el amor, pensó él.

Era más feliz que nunca cuando prodigaba a Esmé amor y regalos. Apenas adivinaba que él quería algo, no descansaba hasta regalárselo. No advirtió que él se estaba volviendo picajoso, como un niño mimado. Los obsequios eran totalmente inevitables, y los signos de su gratitud ansiosamente esperados. Ella tenía un triste modo de empañar sus entusiasmos, de la misma guisa que con su desprecio le había amargado Grecia. La raíz de su sarcasmo estaba en los celos. Él no podía admirar nada ni a nadie más que ella; ni siquiera un fragmento de escultura.

Por lo general, sus momentos de felicidad no coincidían, por lo que forzosamente tenían que ser imperfectos; pero había veces en que ella mostraba animación e interés y en que a él le agradaba su compañía. No era mucho decir para una luna de miel, pero ella parecía haber olvidado que su matrimonio no había tenido un comienzo muy brillante. Ella podía ser alegre y conspiradora cuando estaba a solas con él y compartió gozosamente la risa de ambos a propósito de una joven insensata, una pasajera del mismo barco en que remontaron el Adriático, que se había enamorado de Esmé y estaba siempre buscando preguntas que hacerle sobre el horario de la travesía o el clima. Angel, regodeándose en la indiferencia de Esmé por la muchacha, disfrutó de la situación.

—Supongo que habrá incontables chicas así —dijo, y dio por sentado que todas ellas serían parte de la misma broma, acercando aún más a mujer y marido en vez de separarles. Esmé, por su parte, se alegraba mucho de que ella estuviese allí para protegerle de la pesadez de la muchacha.

Hasta en Grecia habían conocido algunos momentos idílicos, sobre todo cuando ella lograba olvidar su aversión por las ruinas o su certeza de que todas las mulas estaban sobrecargadas. Pasaron una mañana vagando por una ladera, buscando tortugas; tomaron su almuerzo de salchichas de ajo y aceitunas y observaron a los lagartos entre las piedras. Esmé había intentado desenterrar una mandrágora, revolviendo la tierra con los dedos, y Angel le observaba, sentada a su lado. Destapó los hombros de la extraña raíz y puso al descubierto el cuerpo terso y bifurcado.

—Es como un ídolo —dijo ella—. O una imagen donde clavar alfileres. ¿Y chillará de verdad cuando la arranque del suelo?

—Eso es lo que vamos a averiguar.

Ella se inclinó aún más hacia él, tensa y en silencio. ¡Que chille! ¡Que chille!, rogó. Hubo un fuerte crujido y la raíz se rompió. Esmé repuso la tierra encima. Angel sufrió una amarga desilusión. Más tarde se tumbaron a la sombra y se quedaron dormidos. Él despertó primero y vio una culebra cerca de la cabeza de Angel. Al moverse Esmé, el reptil se deslizó debajo de una piedra. Estaba pálido y tembloroso cuando ayudó a Angel a ponerse de pie. Ella le miró contenta, pero asimismo profundamente divertida.

—Estaba cerca de tu cabeza. Casi la tenías en el pelo.

—Pero si a mí me gustan las culebras —dijo ella.

Regresaron a Inglaterra a través de Francia. En el sur, el paisaje, las vides, los cipreses y los tejados planos y almenados parecían girar en el calor intenso. Sintieron impaciencia por llegar a casa, y pensaron en Paradise House envuelta en verdor, en una neblina de lluvia, como la habían visto a menudo desde la primera tarde. Angel tenía abundantes proyectos respecto a la finca, los que había concebido antes de casarse y los nuevos que se le ocurrían a diario. Esmé estaba conforme. El dinero era de ella y daba por supuesto que lo gastaría del mejor modo para él. Hasta en el viaje de novios había comenzado a adoptar un aire ligeramente convalesciente y se las ingeniaba para expresar la idea de que no había que molestarle con naderías.

Las fruslerías surgieron tan pronto como llegaron a casa. Les abrió la puerta una criada a la que no habían visto nunca. Había sido contratada mientras estaban fuera y miró a su nueva señora como si estuviese hipnotizada y fuese a emprender la huida.

—¡Bienvenida! —saludó Nora, atravesando el vestíbulo con los brazos extendidos—. Buenas noches, Esmé —añadió, volviéndose hacia su hermano después de haber besado a Angel.

«¡O sea que así van a ser las cosas! —pensó él—; habrá que ver.» Poco después de la boda, había preguntado a Angel si habría sitio para él y para Nora bajo un mismo techo. «¡Oh, sí! —había respondido ella alegremente—. No podría arreglarme sin uno de los dos.»

—Sé lo que debe hacer un recién casado —dijo él ahora—.

Pero no sé si podré cruzar la puerta de tu casa llevándote en brazos.

No sé si podré aguantarla, agregó para sus adentros.

—De nuestra casa —dijo ella, recorriendo el vestíbulo con la mirada—. ¿Dónde está Zar? Durante todo el trayecto he venido pensando en que saldría a mi encuentro. Pensé que bajaría brincando la escalera. No le ocurrirá nada malo, ¿verdad? —inquirió, con un cambio de voz repentino.

—No, no le pasa nada —dijo Nora—. Edwina, traiga a Zar de la biblioteca, por favor.

La criada salió con premura y Angel alzó las cejas en dirección a Nora.

—¿Edwina? ¡Qué poco apropiado!

—Se niega a cambiarlo. He tenido que conformarme con lo que había. En la agencia de Norley me dijeron que las chicas simplemente no querían trabajar aquí. Está demasiado apartado y les da miedo el trayecto a casa la tarde que tienen libre.

Angel tuvo un pensamiento curiosamente apaciguador: «Una vez me ofrecieron un trabajo en esta misma casa. Pero no parecía ser el mismo sitio.» No podía —aunque hubiera querido hacerlo, y desde luego era lo que menos deseaba— haberlo poblado con los fantasmas de la señora de la tía Lottie y la otra Angelica; no se imaginaba a tía Lottie regresando a casa por el camino después de una de sus tardes de miércoles en Volunteer Street, cepillando el pelo de la señora en una de las habitaciones de arriba y viendo, al asomarse por una de las ventanas, la novela de Angel abandonada en un asiento de la terraza.

Edwina volvió al vestíbulo arrastrando al perro por el collar.

—¡Aquí, Zar! —gritó Angel, dándose una palmada en el muslo.

El perro se sentó y bostezó, luego giró la cabeza y miró afuera por la puerta abierta.

—Parece tan serio comparado con... otros perros —dijo Nora, a modo de disculpa.

El animal no dio señal de reconocer a Angel y toleró sus abrazos con indiferencia. Un mal comienzo, pensó Esmé.

—Ah, has puesto el retrato aquí, Nora —dijo Angel, enderezando la espalda y mirando en derredor—. En realidad tenía pensado ponerlo en el comedor.

—Podemos trasladarlo —dijo Nora, preguntándose cuántos errores más habría cometido. Había supervisado la mudanza desde Alderhurst para que ellos pudieran, al término de su viaje, instalarse de inmediato en su nuevo hogar.

—Has debido de trabajar como una negra —dijo Angel, con una cordialidad desconcertante—. Qué suerte tenemos, Esmé, de volver a casa y encontrar que nos lo han hecho todo.

La gratitud de Nora por este homenaje fue duradera y le fortificó cuando más tarde recorrieron la casa y Angel lanzó exclamaciones de protesta por el modo en que estaban extendidas las alfombras y colgadas las cortinas.

Al fondo de la vivienda, en el primer piso, una habitación que daba al norte había sido concebida y amueblada como una sorpresa para Esmé, y Angel se les adelantó y abrió la puerta para ver si se habían obedecido todas sus instrucciones. Era la idea que ella tenía de un estudio, con todo lo que se había imaginado que debía contener: la tarima, el caballete, el maniquí, los cortinajes. Esmé, cuando lo vio, no encontró las palabras adecuadas. Angel le observaba, expectante.

—Es tan magnífico —dijo—, que estaré demasiado intimidado para pintar.

Ella pareció contenta. Siempre podré decir verdades con la confianza de no ser comprendido, pensó él.

Después de cenar, Angel fue a la biblioteca con Nora para firmar cheques. Se sentó ante la mesa y Nora se instaló cerca con una expresión que decía: «Ahora verás.» Al poco rato, Angel dijo con severidad:

—Estamos gastando demasiado dinero. No habrá bastante en el banco para todo esto. Ya sabes lo que he tenido que pagar por la casa.

—Intenté comunicártelo. He estado tremendamente alarmada al ver cómo iban llegando las facturas.

—¡Dos docenas de plumeros! ¿Para qué queremos tantos? Unos trapos sucios harían el mismo servicio, ¿no?

—No había trapos sucios —contestó pacientemente Nora.

—Podría haberte dado algunas de mis camisetas viejas, si se te hubiera ocurrido pedírmelas. ¿Qué es esto? ¿Dos cargamentos de estiércol? Y debe de haber boñiga de ese pony esparcida por todas partes. Al venir he visto un enorme montón en el camino: toda aplastada y echada a perder por las ruedas del cabriolé.

Estampó su nombre en un cheque de quinientas libras para Lucille.

—Lamento criticar, Nora, la primera noche que paso en casa, pero salmón y un patito para una comida es totalmente innecesario. Tendremos que prescindir de algunos pequeños lujos hasta que me haya recuperado de la compra de la casa.

Y ahora has desembarcado con el lujo más grande de todos, pensó Nora: Esmé, el lujo que ninguna mujer puede permitirse.

—He firmado de más —dijo Angel, de mal humor—. Ese director de banco va a enfadarse conmigo.

—Sólo la factura de los pavos reales —le rogó Nora—. El dueño escribió una carta muy impaciente.

—Le voy a contestar con otra aún más impaciente. Son los bichos más sosos y tristones que he visto en mi vida. Odio a los animales deprimidos. Ah, bueno, ahora estoy cansada y me voy a la cama. Por fin mi propia cama, no una llena de pulgas.

Fue a la ventana y contempló la angosta extensión de parque, amarilla de ranúnculos y con dos grupos ovales de olmos. Más allá, los bosques se elevaban gradualmente hacia el horizonte. Mi primera noche aquí, pensó.

—Necesito algunos ex libris —le dijo a Nora—, en los que no ponga nada más que «Ex libris» y luego «Angelica Howe-Nevinson, Paradise House». Y algún emblema con pavos reales —agregó—. Le pediré a Esmé que haga un dibujo.

Más gastos, pensó Nora.

—Si Bessie ha deshecho las maletas, puedo darte tu regalo —dijo Angel cuando subía arriba, seguida por Zar. Sola en su dormitorio, sintió un pánico súbito a causa del dinero que había guardado en presencia de Nora. Tengo que mantener todo esto, pensó: la casa, Esmé y todo lo que le he prometido, haciendo equilibrios, devanándome los sesos. Sentía una desgana que rayaba en náusea ante la idea de escribir otro libro. No tengo nada dentro, se quejó en voz alta, tapándose la boca con el pañuelo, como si fuera a eructar. Quizá todo haya acabado. Pronto se sintió mejor y empezó a dar vueltas por el dormitorio, mirando las cosas que Bessie había desembalado. Cogió la botella de medicina, llena de agua del manantial sagrado, que había traído con sumo cuidado de Delfos, destapó el corcho y dio un largo trago. Quizá su magia había cesado cientos de años antes y primitivamente sólo había sido para los poetas, pero parecía un experimento interesante. Rellenó la botella con agua de la jarra y la llevó al dormitorio de Nora.

—Mira, te he traído esto intacto desde Grecia —le dijo.

—¿Qué es?

Cuando Angel se lo dijo, Nora le dirigió una mirada extraña y lo puso encima del tocador.

—Lo guardaré como un tesoro —dijo.

Angel volvió a su alcoba y descubrió que Zar se había acomodado sobre el edredón, a los píes de la cama. Angel se desvistió y se soltó el largo pelo negro. Se sentía nerviosa y distinta a la hora de acostarse, preguntándose con desasosiego si se esperaba de ella que jugase a aquel juego ridículo y extraño del amor sexual, en el que no sólo ella sino también Esmé parecían perder tanto la identidad como el equilibrio.

Esmé había dedicado alrededor de una hora a recorrer los jardines, imaginándose un poco que era una especie de hacendado rural. Cuando volvió a la casa, vio luces en el dormitorio, y subió de inmediato. Ella estaba dormida, con su melena oscura desparramada sobre la almohada y casi todo el espacio restante de lecho ocupado por Zar, que abrió un ojo sanguinolento y le miró. El olor a perro impregnaba todo el dormitorio, y, cuando Esmé trató de sacarle de la cama, Zar empezó a gruñir.

—Oh, déjale, pobrecillo —murmuró Angel, removiéndose en su sueño—. El pobre lleva tanto tiempo sin vernos.

Esmé pasaba muy poco tiempo en su estudio; empezó, por el contrario, a abstraerse en la jardinería. Mientras Angel escribía, encerrada en casa, él estaba todo el día fuera, atareado en los invernaderos o el huerto tapiado o desbrozando los matorrales. Había encontrado una nueva fuente de satisfacción, y con ayuda de dos chicos empezó a instaurar el orden y la belleza en los terrenos descuidados. No pensaba nunca en Londres. En junio se acicaló y fue a Epsom para ver ganar el Derby a Durbar II; hubiera preferido que no hubiese ganado; después volvió a casa, ávido de reanudar el trabajo.

Comenzaron a recibir invitados, a pesar de que algunas habitaciones seguían cerradas por falta de muebles. Eran vecinos del campo que habían conocido a los antiguos propietarios y que, al visitarles, manifestaron que el jardín jamás había estado tan hermoso en todo el tiempo que ellos recordaban. Angel lo oyó encantada y llena de gratitud por Esmé.

No serían muchas las semanas felices. En agosto Inglaterra declaró la guerra a Alemania y para la primavera siguiente Esmé había partido a Francia.

Vivir en Paradise House era estar aislado de un mundo en que pudiera estallar una guerra semejante. Los periódicos permanecían a veces todo el día doblados en la mesa del vestíbulo. Nora los leía después de la cena, cuando se concedía lo que ella llamaba «un respiro»; Angel estaba demasiado preocupada y Esmé demasiado indiferente. El impacto de la guerra, cuando estalló, fue tanto más imponente. Nora había hecho pronósticos sombríos durante días, pero Angel y Esmé estaban acostumbrados a sus presagios; los consideraban parte del martirio de Nora, y pensaban que se los permitía, así como sus advertencias sobre dinero, con excesivo deleite. Habían aprendido a privarla de satisfacción no haciéndole caso. Así pues, cuando llegó la guerra y se vio que ella había estado en lo cierto, siguieron mostrando propensión a no tomar el asunto en serio. Cuando tuvieron que hacerlo, Esmé se puso ceñudo y Angel frenética. No estaba dispuesta a hablar de la guerra. Bajo el enramado de sus árboles, iban a volverle la espalda al mundo exterior.

—Peor para él —dijo Angel, cuando uno de los jóvenes que ayudaban a Esmé en el jardín se alistó en el ejército—. Si piensa que debe dedicar su lealtad a eso, que pida a gritos que le devuelvan su empleo cuando la guerra acabe dentro de un par de meses.

—Durará años —dijo Nora.

Esmé estaba meditabundo e intranquilo. Deambulaba sin rumbo por el jardín en vez de trabajarlo. En octubre dijo que iba a enrolarse. Comunicó la noticia a Angel brusca y avergonzadamente, como si le estuviera diciendo que iba a abandonarla por otra mujer. Ella se puso tan histérica que bien podría haber sido el caso. Le injurió por abandonarla y le acusó de cobardía moral y avidez de sangre; le suplicó, con la cara desfigurada por las lágrimas; le amenazó con que, como el mozo del jardín, encontraría Paradise House cerrada para él cuando volviese. Cuando, por primera vez, le vio en uniforme, sintió sobresalto y distanciamiento. Nora nunca olvidó la tarde en que Esmé se fue. Angel le llevó a la estación en el cabriolé. No le besaría: le hacía demasiado responsable de su desazón. Cuando Esmé saltó del carruaje, ella permaneció sentada, con las riendas en la mano y la cara apartada.

—Adiós, pues —dijo él, dubitativo, sintiéndose idiota e impotente. Había llegado a la barrera de la estación, cuando oyó que ella le llamaba por su nombre. Se volvió y estuvo a punto de regresar junto a ella al gritar Angel:

—Escríbeme pronto. Esta noche.

Acto seguido sacudió las riendas y abandonó el patio de la estación. Él había visto lágrimas corriendo por sus mejillas: desconcertado, no quiso mirar alrededor por si otros también las habían visto.

Nora tenía el té preparado y estaba mirando por la ventana del salón. Angel saltó del cabriolé y subió corriendo las escaleras de acceso al vestíbulo. Al pasar empujó a Nora, que había salido a su encuentro, y subió trastabillando a su dormitorio.

—En toda mi vida no he oído de nadie que se haya portado así —le dijo Edwina a Bessie—. Dios sabe cómo se comportaría si mataran a Esmé.

Tendida en la cama, Angel lloró hasta sentirse más hueca que una concha; hasta que sólo subsistieron las aflicciones externas: el picor de los ojos y la frente, el escozor y la hinchazón de las mejillas, los miembros agarrotados, el agotamiento... pero nada dentro. Pensó que había dejado de existir a fuerza de llorar, y permaneció toda la tarde inerte, mareada, negándose a moverse para comer o para hablar. Al día siguiente regresó Esmé. Había pensado que ella estaría encantada de volver a verle. Conmovido y preocupado por la desmesura de su pena, recibió con alegría la noticia de que le concedían en el acto un permiso de cuarenta y ocho horas. Angel habrá superado ya la primera separación, pensó; la próxima vez se lo tomará con más calma.

Se lo tomó con más calma, ciertamente. A lo largo de aquellos dos días, estuvo hostil e indiferente. Culpó al ejército de habérselo devuelto para crisparle los nervios cuando estaba debilitada por la pena. En aquel momento, una carta de amor le hubiera restablecido más que la presencia de Esmé.

Volvió a su novela y lanzó en las últimas páginas un virulento ataque antibélico totalmente incongruente con todo el texto anterior. Sus creencias pacifistas, respecto a las cuales se volvió cada vez más belicosa, frustraban a Nora, para quien la guerra podría haber significado mucho.

Se imaginaba Paradise House como un hospital, con los jardines llenos de reclutas heridos: los veía sentados en la terraza, con sus uniformes azules y un arsenal de saludos alegres cuando ella pasaba apresuradamente delante de ellos, en su camino de una tarea a otra, «desviviéndose», como decía Esmé. Otras mujeres estaban sumamente ocupadas con cursillos de vendaje y torneos de whist a beneficio de la Cruz Roja. Por lo que atañía a Nora, tenía que fingir un desprecio absoluto por la guerra: examinaba los periódicos en secreto, y, si encontraba un nombre conocido en la lista de bajas, estaba obligada a reservarse la noticia. El interés sólo podía ser morboso, dijo Angel, dando a entender que, al pronosticar la contienda, Nora era responsable de ella.

No iba a haber hospital en Paradise House; las sesiones de costura y los torneos de whist eran impensables. Angel se recluyó en su habitación y empezó a escribir otra novela, una alegoría de la guerra y la paz titulada Irene.

Su congoja por Esmé no entrañaba miedo por su seguridad. Le añoraba y le consideraba culpable de haberla abandonado; pero no intentaba imaginar los horrores de la guerra de trincheras que día tras día él tenía que sufrir, la lluvia y el barro desmoralizadores, el alambre de espino, el fuego de cañón, la imposibilidad de ver más salida a la situación que el epílogo individual, personal, de la muerte. Para ella, Esmé se había ido verdaderamente a una tierra de nadie y, aunque se escribían, Angel tenía la impresión de que él había dejado de existir, que era un fantasma que antaño había estado vivo y que todavía podría volver a la existencia. Leía sus cartas por encima, con sus descripciones de un mundo que ella encontraba extraño y repulsivo, hasta llegar a las últimas y escasas frases con mensajes de amor más bien reiterativos en todas las cartas, un preámbulo tras el cual Esmé podía por fin estampar su nombre.

Un día recorrió el sendero el carruaje de Lord Norley. Angel tuvo al anciano esperando mientras, sentada ante su mesa, conjeturaba qué tendría que decirle y cómo debía reaccionar a lo que le dijese. Sin haber llegado a ninguna conclusión, bajó a su encuentro.

—Siento muchísimo que Nora no esté —le saludó, con voz condescendiente—. Ha salido con Bessie en el cabriolé para coger zarzamoras, aunque, la verdad, ignoro con qué finalidad. No oigo más que quejas acerca de que no hay azúcar. ¿Consigue usted una gran cantidad de azúcar, Lord Norley?

—Yo... Supongo que estamos tan mal abastecidos como todo el mundo —respondió él—. Aunque yo ya no soy goloso. No se preocupe por Nora. La veré en otro momento. En realidad venía a verla a usted.

—Sentí que no pudiera asistir a nuestra boda —dijo ella.

—Sí.

Él la miró con incertidumbre. Angel no le ayudó a romper el silencio.

—Estaba en el extranjero —añadió Lord Norley.

—Eso deduje —dijo ella, indiferente.

—Me hubiera gustado haber visto a Esmé antes de que se marchara al continente.

Ella pensó: de modo que el sobrino recalcitrante a quien no se le debía prestar un penique, que era desatendido e ignorado, se convierte en un héroe en cuanto se pone un uniforme. Qué prodigio es la guerra.

—Me gustaría escribirle, si me da usted su dirección.

Ella fue a un escritorio y cogió una pluma de ganso. El chirrido que produjo sobre el papel se prolongó largo tiempo y él lo escuchó nerviosamente. Me guarda rencor, sin duda, pensó, y deseó que Nora apareciese.

—La tinta está húmeda —dijo Angel, tendiéndole por fin el pedazo de papel.

—Debe usted de añorarle —dijo humildemente él.

—Sí.

—Si hay algo que yo pueda hacer...

—No, nadie puede hacer nada. Tengo mi trabajo.

—El pensar en su trabajo hace difícil exponer el motivo de mi visita. Debe de haber una pérdida para la literatura cada vez que le arrancamos de su mesa, pero ayudándonos podría usted sentir que a su manera estaba colaborando con Esmé para ganar la guerra. Sé que a muchas viudas les consuela este pensamiento.

Al principio pareció que ella no había oído nada de lo que él había dicho. Luego alarmó a Lord Norley diciendo:

—No movería un dedo para ayudar a la guerra de ninguna forma. No sé lo que usted iba a pedirme que hiciera, pero si se trata de algo relacionado con eso, me negaré. La guerra me ha separado de mi marido y fue la causa de nuestra primera desavenencia, y nunca consiento a Nora ni a nadie mencionarla en mi presencia.

Lord Norley experimentó, como Theo a menudo, esa exasperación que resulta paralizadora. No supo qué actitud adoptar o por dónde empezar a explicar su desacuerdo, y se marchó sin formular su petición y sin haber sido invitado a un té. Nora y Bessie no habían regresado y Edwina se había marchado mucho tiempo antes a trabajar en una fábrica de municiones. La casa estaba medio cerrada y no había nada que indicara la labor de Esmé en el jardín; de nuevo los céspedes eran pasto de la incuria y hierbas altas crecían alrededor de las jardineras y los asientos de piedra de la terraza. Nora se disculpaba todas las noches por la sencillez de la cena.

—Hay de sobra para nosotras dos —dijo Angel—. Y siempre has querido economizar. El estofado de verduras o lo que sea esto parece un modo excelente de ahorrar.

Indudablemente estaban gastando menos. Había menos tentaciones, aisladas como estaban en Paradise House, con Esmé lejos y tan poco que comprar en los comercios en época de guerra; pero Nora, que ahora se encargaba de las finanzas de Angel, sabía que cada vez entraba menos dinero, que los derechos de autor disminuían, y que Un verano en Venecia había sido el primero de los fracasos de Angel: un motivo más de queja contra la guerra.

A Nora le agradaba y le estimulaba el hecho de economizar: la colocaba, a su juicio, en situación dominante; le convenía encarar el desafío de hacer acrobacias para subsistir, aunque los métodos con que procuraba hacerlo eran demasiado triviales para resultar de mucho auxilio cuando Angel era tan propensa a súbitos despilfarros. La recogida de zarzamoras —el «ahorro» de Nora, como Angel lo llamaba algo sarcásticamente—, la recolección de todos los productos del jardín, el almacenamiento de semillas y el secado de hierbas, las ortigas cocidas para el almuerzo, el escaramujo y la gelatina de serba, podían ser anulados con creces si Angel leía un anuncio publicitario de un servicio de plata para el té, un manguito de marta cebellina y una colección de plumas de avestruz o, incluso, un día, una armadura medieval. Empezó a escudriñar The Times, el Morning Post y la Westminster Gazette, no en busca de noticias bélicas, sino de algo bonito que comprar. Llegaban a la casa objetos a prueba, y aun cuando a ella no le gustaban representaba un verdadero engorro devolverlos, sobre todo porque a veces era complicado volverlos a embalar, como las figuras de centauros de bronce o las cornamentas de ciervos. Fue a través de los anuncios en la prensa como empezó a coleccionar gatos persas. Tras la llegada de tres, Nora le suplicó que no encargara más, porque dijo que no podía alimentarlos. Dos veces por semana iba en el cabriolé a comprar carne de caballo para Zar: ahora tendría que ir tres veces. Los gatos, todos machos, se peleaban entre sí y molestaban a los pavos reales.

—Se calmarán —dijo Angel—. Pueden quedarse con una de las habitaciones de arriba para ellos solos.

—Y me imagino cómo van a dejarla —dijo Nora—. Ya vale con el salón.

Angel estaba preocupada por Esmé. Otros combatientes tenían permisos y él no; las cartas eran mucho menos frecuentes que las que ella le escribía a él; pensaba que el Ministerio de la Guerra confiscaba algunas, y las demás eran tan insípidas y reservadas que se preguntaba si estarían escritas en clave. Pasaba los días escribiendo Irene. Después del té sacaba a Zar de paseo, y muchas veces les acompañaban uno o dos gatos: los pavos reales armaban un alboroto en la terraza cuando los felinos se marchaban. Al volver a casa, Angel hacía un recorrido por la casa y entraba en el invernadero para ver si el cactus seguía entero y ostentaba aún sus iniciales y las de Esmé. Por la noche se sentaba con Nora en el salón, y después de haber terminado la carta a Esmé a menudo suspiraba y se quejaba de que no había nada que hacer.

«Debemos ser las únicas mujeres en Inglaterra que podemos decir eso», se decía invariablemente Nora, pensando en todas las manos ocupadas.

Las tres mujeres dormían solas en la amplia vivienda. Las ramas azotaban y raspaban el tejado. El valle parecía asfixiado de follaje en verano y estaba crujiente de madera escarchada en invierno. A veces, con el siseo continuo de la lluvia, el jardín humeaba como un caldero: el sonido de las gotas que caían de una hoja a otra se prolongaba durante horas después de que el cielo se había despejado. Esmé no volvía ni mencionaba en sus cartas la perspectiva de volver.

Una mañana Nora recibió una carta de Theo Gilbright en la que le pedía que fuera a verle a Londres si todavía seguía en casa de Angel, dando a entender que valdría la pena hacer el esfuerzo de desplazarse. «Mi sugerencia es confidencial», había escrito.

Nora tenía una tía de edad en Kensington que recibió con gran sorpresa la noticia de una inminente visita de su sobrina. Se hubiera sorprendido aún más oyendo a Nora explicar a Angel que la tía Jessica estaba gravemente enferma y que había mandado buscar a la familia, y que Nora, por su parte, no iba a denegarle su último deseo.

—¿Te dejará algo? —inquirió Angel.

—Un par de chucherías, me figuro.

Parecía un largo trayecto y no pocas molestias para aprovechar la oportunidad de heredar un par de chucherías, pensó Angel.

—Mientras estés allí podrías ir a ver a Gilbright y a Brace de mi parte. Hay unas cuantas cosas que quiero resolver. Y comprar en Jay una cinta glaseada para adornar mi sombrero de Livorno.

Sólo piensa en recados y no me deja tiempo para acudir al lecho de muerte, pensó Nora, divertida.

Theo la recibió amablemente. Adivinaba algo de las dificultades de la vida de Nora sin poder comprender sus compensaciones. Ella inspeccionó el despacho con mirada nerviosa, y pareció tranquilizarse al ver una hilera de novelas de Angel en una estantería.

—¿Y cómo está Angel? —preguntó Theo. Parecía cansado y tenía la barba salpicada de hilos plateados. Willie Brace estaba en el ejército y Hermione en las afueras trabajando en la sección de ayuda voluntaria. Él se había quedado en Londres afrontando un gran número de problemas: Angel no era el menos importante de ellos.

—Está pensando en comprarse un automóvil —dijo Nora, como si esto le informara de lo que él quería saber.

—¿Y quién lo conducirá?

—Va a contratar a un chófer; en realidad ha concertado lo del chófer antes de pensar en el coche. Incluso podrá ayudar en el jardín, ¿comprende?

—¿Es muy mayor?

—No, de edad mediana. Le llamaron a filas, pero afortunadamente tuvo un tumor cerebral... sí, creo que fue eso... De todos modos, algo que le ha dejado un poquito chiflado.

—Qué suerte. Aparte del automóvil, ¿Angel goza de buena salud?

—No está nunca enferma. Nunca he conocido a nadie tan fuerte. Pero mentalmente está muy agitada. Ojalá Esmé pudiera volver a casa de permiso; aunque a veces pienso que sólo serviría para empeorar las cosas. No olvidaré el día en que se marchó... ¡Lo inconsolable que se quedó Angel!

—Señorita Howe-Nevinson, ¿diría que tiene usted alguna influencia sobre ella?

—Ninguna —respondió sinceramente Nora.

—Entonces no sé lo que vamos a hacer. Le he pedido a usted que venga a verme, y soy consciente del justo enfado de Angel si se enterara, porque creo que conozco algo de la situación de allí. ¿Confía en usted respecto a los asuntos de negocios?

—Me ocupo yo de ellos.

—Ya me lo imaginaba. Entonces se dará usted cuenta de cómo están las cosas. Su último libro... ha sido peor que una decepción.

—Sí, lo comprendo. Pensé que se debía a la guerra.

—Me temo que es a causa del libro. Nunca atenderá a razones conmigo. Quería saber si le escucharía a usted.

Nora negó con la cabeza.

—Bueno, ¿entonces qué vamos a hacer? Ahora existe un público distinto y ella no lo atrae; sus antiguos lectores se muestran desconcertados y hostiles por todo ese pacifismo: no sólo discrepan de él en principio, sino que lo ven fuera de lugar en una novela romántica y me temo que tienen razón. Se lo he dicho, pero no me escucha.

—Es una gran escritora, sin embargo —dijo Nora, levantando la barbilla y ruborizándose—. Nada puede cambiar eso.

—Es una escritora con compromisos crecientes —dijo Theo severamente—. Compromisos que quizá no son asunto mío; pero como amigo suyo siento una gran inquietud y cierta responsabilidad. Con toda franqueza, no me gusta el tono de su nuevo libro; en realidad, temo la llegada del manuscrito. Ojalá volviera a su antiguo estilo y diera a la gente algo que le emocionara y le animara y le hiciera olvidar su desgraciado presente; si no lo hace, no sé lo que pasará.

Nora bajó la mirada hacia el regazo, como una niña cuando la regañan.

—No sólo estoy hablando como su editor, sino también como su amigo.

—No me escuchará. No me atrevo a hablarle de ello. Odia, las críticas, y no puede imaginarse usted lo violenta y obstinada que es.

—Creo que me lo imagino perfectamente.

—Si la guerra terminara y Esmé volviese a casa, quizá se le pasaran todos esos reconcomios.

—Pero podría ser demasiado tarde.

—Tenemos que esperar lo mejor —dijo Nora.

Theo la consideró extraordinariamente apacible. Mandó llamar a un taxi y la llevó a tomar el té en Gunters; lo menos que podía hacer, supuso. Ella parecía traviesa y alegre como si hubiera ido a Londres únicamente para aquel convite, y él se preguntó si no sería la primera vez que la invitaban a tomar el té fuera; con aquel bigote, decidió que era muy probable. En el local había tantos oficiales con mujeres jóvenes, que ella sintió que se había acercado a la guerra lo más que podía aproximarse.

—Otra cosa —dijo Theo—, No puedo publicar esa fotografía suya como frontispicio. Es su última ocurrencia. Pero, ¿por qué molestarla a usted? Es injusto por mi parte. Soy yo quien debe decírselo. Ya sabe a qué foto me refiero: ella está de pie en una especie de peana, con una túnica que ondea alrededor... sacada en Grecia... un poco torcida... no es que no pudiese retocarse; pero no viene a cuento, simplemente.

«Supongo que no debería hablarle así —pensó—. Muy desleal y de todos modos no le incumbe a ella.» Simplemente confiaba en que parte de esto llegase a oídos de Angel. Nora guardaba silencio y su cara formaba un ángulo extraño, de costado hacia él, como si la estuviera apartando de alguien. Se cubrió la pálida mejilla con una mano.

—¿Podría sacarme de aquí? —preguntó a Theo, en cuanto éste acabó de hablar—. Me siento mareada. Hace muchísimo calor aquí.

—¿Quiere que pida un vaso de agua o unas sales?

—¡Oh, no, no! Por favor, basta con que salgamos aprisa y molestando lo menos posible. Lo siento.

Durante todo el camino hasta la calle, ella susurró disculpas. Theo llamó un taxi y la acompañó a la casa de su tía. Cuando viajaban hacia Kensington, Theo le dio unas palmaditas suaves en la rodilla y dijo:

—No necesito fingir. He visto lo mismo que usted. No diré nada.

—¿Esmé? —susurró ella.

Él asintió.

—Dios mío, ¿qué debo hacer?

—Nada: ponga cuidado en no hacer nada de nada, quíteselo de la cabeza para siempre, por muy difícil que le resulte o por mucho que a veces puedan provocarla.

—Oh, no hablaría a causa de una provocación, sino solamente si creyera que es lo mejor para ella.

—No lo sería.

Cuando llegaron a casa de la tía, Theo preguntó:

—¿Cree que él la ha visto?

—No lo sé. He mirado a otra parte en el acto.

Esmé la ha visto, pensó Theo.

—Finja que no le ha visto —dijo—. No le diga nada cuando se vean. Y no se preocupe. Corren tiempos raros y en la guerra la gente se comporta como no lo haría en la paz.

Pero Angel no lo consideraría así en absoluto.

Tampoco Theo. Dijo:

—Por eso tenemos que evitar que se entere. Ojalá no le hubiera pedido a usted que viniese a Londres. La he preocupado y ha tenido ese disgusto por mi culpa.

Pero Nora se había recuperado. Las mejillas le ardían ahora al estrechar la mano de Theo y al subir los escalones de la puerta principal de la casa de su tía.

Mucho más triste, Theo subió otra vez al taxi. Sabía que Esmé les había visto y esperaba que él confiase en la discreción de ambos, que no perdiera la cabeza y se lo confesara a Angel cuando no había necesidad; pero esperaba también que, al saberse descubierto, intentara arreglar las cosas. Va a destrozar a Angel con su crueldad, pensó molesto.

Esmé, medio de perfil a ellos, había estado mirando atentamente a la chica de pelo esponjoso y sombrero gris de terciopelo que estaba al otro lado de su mesa. Ella había hecho un movimiento de cabeza, como indicándole que se estaba comportando como un niño travieso; luego puso cara seria, con una expresión meditabunda y compasiva; luego se ruborizó. Él no me ha visto, se había asegurado Theo a sí mismo, con una mano sobre el codo de Nora mientras la llevaba hacia la salida. Sólo se miran el uno a la otra. En aquel momento Esmé levantó la vista. Su mirada se había deslizado desde Theo a Nora, cuya espalda estaba justamente —aunque demasiado tarde, pensó Theo— desapareciendo por la puerta.

II

—Haremos como si nunca hubiera ocurrido —dijo Angel el día del armisticio. Esmé, colgado de sus muletas, parecía disgustado y descontento. Algunos días, sobre todo los de lluvia, la pierna le dolía más que de costumbre. La pernera de su pantalón estaba pulcramente prendida con alfileres por debajo de la rodilla, a cuya altura le habían amputado la pierna.

—Si no me hubiese ocurrido, lo habría hecho yo mismo —había dicho en su momento—. Empezaba a estar harto de incendiar Francia.

Ahora ansiaba volver a pasear libremente por el jardín: no era un experto con las muletas y Marvell, el chófer, siempre tenía que estar a mano para ayudarle. «Mi niñera», como lo llamaba Esmé.

Así que tenían que olvidar la guerra, pensó él.

—Confío realmente en que no seré un recordatorio —le dijo a Angel, quien le sonrió afectuosamente. Aquella sonrisa cariñosa era a veces más de lo que él podía tolerar: le inspiraba sentimientos bastante malévolos hacia ella. Ahora me dará palmaditas en la cabeza o me revolverá el pelo, pensó. Pero ella se le acercó y le puso una mano en el hombro. Si no fuese por «Niñera», me volvería loco, pensaba él a menudo.

A Esmé no le parecía que hubiese en Marvell el menor indicio de que fuese lelo; al contrario, le veía vigoroso y activo; había utilizado el cerebelo, le confesó a Esmé, y todavía lo estaba utilizando, para procurarse la vida más confortable y ociosa posible, instalado en la cómoda miseria de un alojamiento encima de los establos y cocinando por su cuenta en un hornillo portátil: había un olor perpetuo de cebollas friéndose o de cebollas fritas cuando Esmé iba a verle, como hacía con frecuencia para pasar el tiempo. A los dos les gustaba sentarse a hablar de carreras de caballos; el jardín, del que Esmé se había enorgullecido tanto antaño, ofrecía un aspecto descorazonados Al salir del hospital lo había encontrado irreconocible, invadido de maleza y con una de sus muletas había asestado golpes a unas ortigas, irritado, y había gritado y maldecido a Marvell para que desherbara el terreno. Todavía ahora, si hacía buen tiempo, llenaban de cardos una o dos carretillas, Esmé sentado en la hierba y arrastrándose sobre el trasero gateando como un niño, y Marvell quejándose y boqueando a causa de su reuma. Indudablemente no era un jardinero y se contentaba con arrancar los cardos de raíz. A la primera gota de lluvia, ayudaba a Esmé a ponerse de pie y se iban juntos a las habitaciones de encima de los establos, donde preparaban un poco de cacao y sacaban los periódicos de hípica.

—Debería usted hacer un esfuerzo e ir un día —le dijo Marvell a Esmé—. Eso le distraería. Podría llegar a Newbury sin problemas; puede ser que a Cheltenham.

—¿Cómo diablos puedo ir así?

—Yo podría llevarle en automóvil y ocuparme de que todo vaya bien. Acompañarle a Tattersalls, si hace falta.

—Es una idea —dijo Esmé—. No es mala idea, Niñera, eres listo, cabronazo. Tendré que pensármelo.

—Bueno, aquí tiene el calendario de carreras, por si quiere consultarlo. Puede hacer sus pronósticos, señor.

Cuando Esmé mencionó la idea de ir al hipódromo, Nora preguntó:

—¿O sea que vuelves a las andadas?

—¡Vaya por Dios! Tengo que matar el tiempo de algún modo. Las horas pasan muy despacio en este sitio soso y somnoliento.

—Deberías trabajar en algo. ¿Qué me dices de tu precioso estudio? Parece que contigo ha sido un desperdicio.

—¿Cómo voy a pintar así?

—Estoy harta de oírte decir: «¿Cómo voy a hacer esto? ¿Cómo voy a hacer lo otro?» Otros se las apañan. ¿Vas a pasarte el resto de tu vida poniendo excusas?

En mitad de sus ahora frecuentes desacuerdos, la cautela silenciaba de repente a Esmé. Temía incitar a Nora a una revelación peligrosa. Si ella le había visto en Londres cuando estuvo de permiso, ¿estaría esperando el momento oportuno, esperando a deshacerse de él cuando la oportunidad se presentase? Pero no veía motivo para que ella esperase, a menos que la espera le produjera un placer felino, el de mantenerle ocupado con cábalas. Un día estuvo completamente seguro de que ella no sabía nada: incluso se atrevió a mencionar Gunters, tentando a la suerte, sin poder soportar la incertidumbre por más tiempo.

—Había allí unos helados divinos antes de la guerra.

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