Angel

Angel


Cuarta parte

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—¿Has visto en alguna parte mi dedal de plata? —preguntó Nora a Angel. Su voz era tan suave, tan desenfadada. Sin duda no estaba cambiando de conversación: apenas estaba escuchando lo que él estaba diciendo, un mero comentario acerca de helados que a ella no podía interesarle. Pero no estaba seguro. Al día siguiente ella le había dicho a Angel, que estaba hablando de sombreros:

—¿Por qué no uno gris de terciopelo? Vi uno muy bonito aquella vez que fui a Londres. Tenía un encaje encañonado y un airón de plumas amarillas de pigargo.

Describió el sombrero que Laura llevaba durante el té aquella tarde en Gunters.

—El gris no me favorece —dijo Angel—. Y no apruebo a las mujeres que llevan plumas de pigargo. Se las arrancan a las aves vivas.

—Sí, supongo que es bastante cruel —murmuró Nora, pensativamente.

La tranquilidad de Angel era prodigiosa. La guerra había terminado para ella el día de verano de 1918 en que había recibido el telegrama. Aquel día estaba sentada en la terraza corrigiendo galeradas. Nora estaba cortando claveles y su perfume se mezclaba con la fragancia de los tilos de la alameda. Los aromas se alternaban a medida que la brisa cambiaba de dirección. Era una tarde de murmullos y zumbidos. El sonido de las tijeras de Nora cortando los claveles se volvía más débil conforme se iba alejando por el lindero herbáceo. Angel había levantado los ojos al oír aproximarse una bicicleta por el sendero de grava. Cogió el telegrama temerosamente y lo abrió. Nora, enderezando la espalda y volviéndose hacia ella, la vio leerlo y luego cerrar los ojos. Ha muerto, pensó. Habían matado a Esmé. Tiró las tijeras dentro del canasto y se acercó a ella. Según se aproximaba, vio una expresión de éxtasis en la cara de Angel. Tendió el telegrama hacia Nora con mano temblorosa.

—Le han herido —dijo—. Por fin. Y vuelve a casa.

—Angel de nombre y Angel de carácter —dijo Esmé, que estaba un poco borracho desde antes del almuerzo. Desde la ventana de la biblioteca estaba observando a Marvell, que metía grandes latas de caldo en el automóvil—. O la Dama Generosa de Paradise House —agregó.

Marvell, que estaba también un poco borracho y desde el mismo momento, se volvió, le guiñó un ojo y luego adoptó una expresión obsequiosa aún más impertinente.

—Menos mal que no todos somos tan egoístas como tú —dijo Nora, que estaba sentada junto al fuego, zurciendo los calcetines de Esmé. «Que, para empezar, también tejí», pensó.

—Apuesto a que lo tirarán por el fregadero en cuanto ella se haya ido.

—Apuestas demasiado —fue lo único que respondió Nora.

Angel bajó ahora las escaleras hacia el coche. Llevaba una esclavina de tweed y un cesto lleno de tarros de compota.

—Botes de compota ahora —dijo Esmé, observando.

Que también he hecho yo, se permitió pensar Nora durante un segundo antes de desechar el desleal pensamiento.

Apuesto demasiado, pensó Esmé. ¡Si ella supiera!

Su asignación estaba gastada desde hacía mucho. Debía dinero a un amigo del ejército, mucho dinero. Se habían conocido en Newbury y habían tardado mucho en el viaje a casa. Esmé había esperado compensar con el póker sus pérdidas en las carreras, pero no había podido. El amigo se había transformado bastante rápidamente en un enemigo, se había vuelto frío y sarcástico, y más tarde había empezado a escribir cartas insolentes y amenazadoras. Esmé le miraba ahora con desprecio, lo cual hacía la insolencia más dura de sobrellevar. En realidad no tengo un solo amigo, supongo, pensó, repasando mentalmente un nombre tras otro, pero quería decir: No me queda nadie a quien pedir.

El tedio de la vida en Paradise House comenzaba a resultarle excesivo. El único alivio del aburrimiento habían sido los días en las carreras con Marvell, días que ya no se podía permitir. A veces había pensado en ir a Londres para ver a Laura, pero la excursión le hubiera involucrado en una conspiración con Marvell, y la idea le aterraba. Esa mañana le había llegado una carta de ella diciendo que se había casado.

—Me gustaría que dejases de suspirar —dijo Nora—. Es de lo más irritante.

Él dejó de suspirar y empezó a darse golpecitos en los dientes con las uñas.

—No entiendo por qué no trabajas en algo —agregó ella.

Él no le dio explicaciones, sino que miró en silencio al jardín en ciernes. Había tenido casi la intención de crear un paisaje, porque amaba las formas descarnadas de colinas y llares; pero ahora estaban despuntando las fastidiosas hojitas, borrando las líneas que él admiraba.

Se preguntó dónde estaría Angel. Sin duda leyendo sus obras en voz alta a algún inválido atrabiliario y desahuciado. Este nuevo papel de benefactora se le había ocurrido cuando se dio cuenta de que los lugareños no daban la menor señal de reconocerla cuando pasaba en coche. Ella no esperaba cortesías, se dijo a sí misma, pero aquellas miradas hoscas la desconcertaban. Sintió que su presencia en Paradise House suscitaba rencor. La gente del campo le profesaba sin duda una gran admiración, porque no sólo era la mujer del hacendado a la que estaban habituados, sino una celebridad, un personaje mundano. Era comprensible que no supieran cómo comportarse. Ella salió con sus tarros de compota y sus caldos de carne para mostrarles el modo. Empezó a ser una figura temida en el vecindario. Por las insinuaciones de Marvell, Esmé pudo deducir hasta qué punto. Esas indirectas le habían herido; era tan sensible a ellas que podía adivinarlas, trataba de rechazarlas y, al no poder, no se perdonaba haber permitido que la oportunidad se presentara. Pero, una vez dichas, las palabras seguían su camino: fingía que no había oído o que no había captado la intención; se traicionaba a sí mismo y a Angel, y se odió y odió a Angel al hacerlo.

Nora cortó con la tijera un hilo y sacó del calcetín la seta de zurcir. Se preguntó si sería una provocación excesiva pedirle a Esmé que dejara de darse golpecitos en los dientes. Aunque tenía una sensación de dominio sobre él y estaba segura de que Esmé lo sabía, si le azuzaba podía ponerse muy irascible. Siendo niño, una vez Esmé había convertido en terror la importunidad de Nora y le había golpeado la espinilla con un mazo de croquet. En aquel momento no le había disuadido pensar en las consecuencias. Ella le había sacado de sus casillas y desde entonces se había cuidado de volverlo a hacer. Y Nora recordó que los lisiados se distinguían por sus arranques de cólera ingobernables. Suponía que la frustración les convertía en salvajes.

Si pudiera hacer una larga caminata, pensó Esmé, podría librarme de todos mis fastidios. Se imaginaba, en efecto, caminando muy aprisa, despojándose de una preocupación tras otra en el curso de la marcha, echando a correr y llegando a su destino sin resuello, pero libre.

—¿Qué hora es? —preguntó con voz neutra, sin molestarse en volverse desde la ventana para mirar al reloj.

—Las cuatro menos cuarto.

Casi una hora hasta la del té, se descubrió él pensando, como si fuese un niño. El pensamiento le remontó a muchos años atrás, hasta un cuarto de juegos con un cielo fuera tan nublado como aquél. Trató de repudiar rápidamente la imagen, el ahogo que sentía ante el recuerdo, ante el cuadro que emergía de la oscuridad. Había llovido fuera y en el cuarto había el vaho de su aliento; Nora, sentada como ahora, estaba entregada junto al fuego a su labor de costura, la escritura de versos, el álbum de recortes o cualquier otra de las actividades que la mantenían tan ocupada. Él contemplaba la tarde muerta, un abeto empapado de lluvia contra el cielo húmedo. «¿Qué hora es?», había preguntado, y Nora había respondido: «Míralo tú mismo.» Pero él no se había tomado la molestia de volverse. No podía faltar más de una hora para el té y no había nada que hacer. Había sentido como un peso opresivo el pensamiento de todas las tardes de su vida; el niño, sin embargo, había estado protegido como el hombre no podía estarlo; no le era posible, afortunadamente, verse treinta o más años después, mirando por otra ventana pero con la misma clase de aburrimiento teñido de pánico, todavía pensando que no había nada que hacer y con el peso suplementario del recuerdo.

Ansiaba una diversión.

—¿A qué hora volverá Angel? —preguntó.

—No mucho antes de las seis, supongo.

Cualquier diversión, incluso la muerte, pensó de repente; las palabras se formaron tan claramente en su mente que tuvo miedo de llegar a pronunciarlas en voz alta. Cuando vuelva, hablaré con ella, decidió. Le diré que tengo que disponer del dinero. Me ha tratado como a un niño: vamos a ver si ese recurso todavía sirve.

Se preguntó con indiferencia cómo reaccionaría ella: él había aprendido por fin a situarse a tanta distancia de su propio orgullo que dijera ella lo que dijese sería interesante. Esperaba más bien una tormenta; representaría el punto culminante de su experiencia de aquel día gris: las horas difícilmente se arrastrarían después exactamente del mismo modo: el ritmo debía acelerarse. Esta decisión le estimuló. Sentía asimismo un alivio enorme ante la idea de decírselo, de descargar su fardo sobre Angel. Parecía como si el dinero fuese ahora suyo. Deseó que volviese pronto; pero podía pasar mejor el tiempo ahora que tenía algo que esperar. Había tomado una determinación e intentó desviar la atención hacia otras cuestiones, temeroso de volverse atrás.

Angel le escuchó con la cabeza baja, como si fuera ella la deshonrada. Esmé la había seguido impacientemente hasta el dormitorio cuando ella regresó de sus visitas a enfermos. Podría ser que él tuviera buenas noticias que dar, ya que de repente estaba tan ansioso de hablarle. Por lo menos me ahorro la fatigosa tarea de sonsacarle, pensó. La técnica de confidencias que tenía Esmé era audaz. Le resultaba menos penoso empezar por el final con el resumen o incluso una exageración de su problema: luego, cuando el oyente se estaba tambaleando a causa del primer golpe, retrocedía hacia el comienzo, suavizando sus excesos con circunstancias atenuantes, un aire de sinceridad y de autorreproche, una tristeza de la que, a juzgar por la debilidad de su carácter, fruto de su infancia, no se habría podido esperar nada mejor.

Angel se sentó ante el tocador. Se había quitado el sombrero y lo hacía girar con una mano, mirándolo como si escuchase. Esmé trastabillaba por la habitación con sus muletas. Se acercó a la ventana y enderezó las cortinas, y a continuación dio un golpe en el cristal para asustar a los pavos reales que estaban en la terraza. Angel se sobresaltó al oír el ruido.

—Ya ves —dijo él, y le dirigió una mirada a la vez desamparada y zalamera—. Ya ves con quién te has casado. Me asombra que pudieras ser tan tonta.

—No me he arrepentido nunca —contestó ella, rígidamente. Un poco más tarde preguntó, con voz medrosa—: ¿Tú sí?

—Pero eres la que tiene motivos para lamentarlo. Yo soy el que te ha fallado y el que no tiene nada que darte. Nora, por ejemplo, podría decir que me casé contigo por tu dinero.

Ella estaba todavía absorta en la contemplación de su sombrero; sus dedos alisaron las flores de terciopelo y tocó sus estambres adornados con cuentas. Luego, muy bruscamente, respiró hondo y levantando el dedo se miró en el espejo.

—No tengo dinero —dijo.

Vio el reflejo de Esmé apoyándose de nuevo en el alféizar. Miró a la alfombra y trazó un dibujo en ella con una de las muletas.

—Yo pensé que... —empezó, y luego cambió de idea sobre lo que iba a decir y susurró, con tono exhausto—: En ese caso no hay remedio para mi deshonra y mi perdición. Sólo hay un modo de evitarlas, es el único que hay.

—Tenemos que pensar algo —dijo ella rápidamente—. Puedo conseguir dinero.

Miró frenéticamente por la habitación, como si lo buscara allí mismo. Ella conocía sus crisis de desesperación, mucho más intensas desde la guerra, e intuía que su vida contenía demasiado poco para ocupar a un hombre adulto: temía que él pudiese decidir que contenía demasiado poco para justificar el prolongarla; su voz apagada y su desesperanza lo presagiaban. Angel se esforzó en desprenderse de su culpa y su miedo.

—Encontraré una solución, te lo prometo. No debería haber sido tan perezosa últimamente, o tan manirrota. Esta casa cuesta mucho... Nora te lo puede decir. Ella conoce mi situación.

—Pero no me lo quieres decir ...

—¿A qué te refieres?

—No me dices nada. Se me trata como a un niño. Tú y Nora lleváis la casa. Podría perfectamente no ser mi hogar.

—Pero la llevamos para ti.

—Bueno, por favor, no te molestes. Y sobre todo si cuesta tanto; no te molestes.

—Me encanta.

Él sabía que había hablado demasiado.

—Me siento un imbécil despreciable por haber tenido que venir a verte para pedirte dinero —explicó—. Es, por desgracia, culpa mía haber despilfarrado el que tenía; eso sólo empeora las cosas, y ningún hombre quisiera pedir lo que acabo de tener que pedir.

Ella sabía que Esmé tenía algún dinero suyo, y supuso que también lo había malgastado.

—Hay tan poco aquí para pasar el tiempo... estando como yo estoy —dijo él. Presionó la punta de un zapato con una de las muletas.

Ella también sabía esto, y para ahogar su remordimiento había intentado convertir Paradise House en una especie de bonita jaula llena de artefactos divertidos: en lugar de columpios, espejos y cascabeles, ella le había amueblado el estudio y había accedido a que asistiese a las carreras. Él no había llegado a amar su cautividad; tan sólo había carecido del valor para escapar.

—¿Cuándo? —preguntó ella—. ¿Cuándo tienes que tener el dinero?

Angel se ruborizó, cosa que rara vez él la había visto hacer; le chocó el espectáculo, el feo color que le ascendía por un lado del cuello y le cruzaba la frente.

—Es cuestión de evitarle —dijo Esmé—. A partir de ahora, hasta que le pague, sólo puede ser desagradable y puede que sea aún peor.

Angel no pensó en pedir dinero prestado; solamente en ganarlo, como siempre había hecho. Posó el sombrero, respiró hondo y se levantó. Sentía que la fuerza se acumulaba en ella, una fuerza física en los brazos y la punta de los dedos, y una confianza creciente en su corazón. Sonrió a Esmé, pero éste bajó los ojos.

—No te preocupes —le suplicó—. Sólo dime esto: cuando has dicho que únicamente había una solución si no podías pagar... ¿qué querías decir?

Aguardó temerosamente la respuesta.

—Quería decir que tendría que pedir el dinero a Nora.

Ella sintió un gran alivio y pudo sonreír condescendientemente y decir:

—Oh, eso no hubiera servido. No tenemos que pedir esos favores a otros. Además, Nora no dispone de tanto dinero. Déjalo en mis manos. Todo irá bien. Ya verás. Trabajaré día y noche para quitarte esa preocupación.

Él no hizo ademán de acercarse a ella y no tuvo nada que decir. Con la susceptibilidad alerta, se preguntó qué otras palabras crudas tendría ella para torturarle. Sintió que tendría que rechazarla con la muleta si ella se le aproximaba. Fingió que no sabía que ella estaba esperando su respuesta. Tras un momento de vacilación, Angel se marchó. La oyó cruzar el rellano con paso ligero y luego reinó una paz deliciosa en la habitación, como si una moscarda hubiera salido de repente por la ventana.

—Pues no lo aguantamos y sanseacabó. Ya basta. Se lo digo sin rodeos.

Angel, cuando se dirigía al encuentro de Nora, oyó esta voz extraña en la biblioteca: era difícil de decir si era de mujer o de hombre. Dañaba los oídos y vibraba de ira contenida. Cuando abrió la puerta, vio a una anciana frente a Nora. Vestía de negro, con una bufanda blanca plegada dentro del cuello; tenía los puños apretados en guantes de algodón gris. A su lado, encima de la mesa, había un tarro de la compota de grosella que confeccionaba Nora.

—Estaba diciendo —dijo en cuanto vio a Angel—, estaba diciendo que ya es hora de que usted lo deje. El pobre viejo estaba llorando cuando he llegado a casa. Daba lástima oírle. «No me dejes solo», decía, «porque si no ella volverá. No dejes que vuelva». «No volverá», le he prometido; «antes tendrá que pasar por encima de mi cadáver». Y esta vez usted no habría entrado si no llega a ser porque he ido a llevar ropa lavada y he dejado la puerta sin pestillo por si venía mi hermana. Gritando que estaba enfermo, he encontrado al pobre. No le queda mucho tiempo de vida. Yo me ocuparé de que viva en paz estas últimas semanas.

—¿Qué pasa? —preguntó Angel a Nora.

Nora se encogió de hombros.

—Parece ser que tu amabilidad no es apreciada.

—Y sé hacer mi propia compota, gracias —dijo la anciana. Cogió el tarro de la mesa y lo examinó un momento a la luz—. Mire qué color tiene —se burló—. Me daría vergüenza que fuese mía.

Nora se tapó los oídos con las manos.

—Dile que se calle, Angel.

—¡Angel! —gritó la mujer—. Me gusta eso de «Angel». Angel es rica, sí, señor. Una hermosa Angel, visitando casas con sus tarros de compota, incordiando a la gente cuando está en apuros, asustando a esa pobre pequeña Doris Nott cuando tiene cuarenta de fiebre, sentada a su cabecera y leyéndole hasta dejarla casi enloquecida, y un libro sobre paganos, además... y su madre demasiado nerviosa para mandarla a usted a paseo...

Angel cruzó la biblioteca, abrió la puerta y permaneció en el umbral.

—...Pero yo no estoy tan nerviosa. Atrévase a poner el pie otra vez en mi casa y no respondo de mí.

—Estoy esperando a que se vaya.

—Seguro que sí, como otros han esperado a que se vaya usted.

Parecía remisa a acercarse a Angel, a pasar cerca de ella, como tendría que hacer para salir, y percibía la intensidad de la gran cólera reprimida que la amenazaba. Su propio enfado estaba remitiendo, pero el temor de que pudiese haber provocado violencia física estropeaba la satisfacción que el desahogo le había proporcionado. Casi se agachó al rodear a Angel a la distancia de un brazo y luego se resarció de la humillación gritando, una vez a salvo en el vestíbulo:

—Bueno, ya la he avisado.

Bessie llegó corriendo del vestíbulo interior.

—Acompañe a la puerta a esa mujer —dijo Angel, e inmediatamente volvió a entrar en la biblioteca y cerró la puerta.

—¡Qué vieja más horrible! —dijo Nora—. Estaba convencida de que está loca, e iba a llamar a Bessie justo cuando has entrado. No te habría molestado ni te habrías llevado este disgusto.

—No estoy disgustada, pero no quiero hablar del asunto. Como tú dices, está loca.

—Yo no volvería a su casa ni a la de ninguno de ellos. ¡Qué ingratitud!

—No habrá más visitas en lo sucesivo.

Cerró los ojos un momento y después, como si le hubiera servido para pensar en otra cosa distinta, dijo:

—Creo que voy a acostarme.

—Sí, descansa un poco antes de la cena. Te sentirás mucho mejor después.

—Quiero decir que voy a quedarme en la cama.

—Estás extenuada. ¿Quieres que te suban una bandeja?

Mientras subía de nuevo la escalera, Angel empezó a quitarse las horquillas del pelo, y un bucle tras otro cayeron sobre sus hombros.

—Me voy a la cama para terminar mi novela —dijo—. No pienso levantarme hasta que esté acabada. Comeré siempre arriba y no quiero que nadie me interrumpa.

—Pero la señora Baines viene a tomar el té mañana.

—Puedes decirle que estoy enferma. Dile lo que quieras.

—No comprendo. ¿Estás enferma?

—No. Es una promesa que me hecho. Me quedaré en la cama hasta que haya escrito la última palabra.

Nora fue al pie de la escalera, con las manos apretadas en gesto de inquietud.

—Pero ¿por qué de repente esa prisa? ¿No podrías esperar hasta que haya venido la señora Baines?

—No. Cada hora cuenta a partir de este momento. Necesito el dinero —contestó Angel.

Estaba en la curva de la escalera. Tenía las manos llenas de horquillas y el largo cabello negro le llegaba hasta la cintura.

Es Esmé, pensó Nora. Se vio casi tentada de hacer preguntas, pero, antes de que pudiera escoger las palabras con arreglo a un orden regido por el tacto, Angel había llegado al rellano y no podía oírla.

Dos de los gatos treparon tras ella por la escalera, y otro se acurrucó en un rincón oscuro del vestíbulo. Nora dio una palmada y lo ahuyentó a la terraza. Se sentía de pronto animosa y enérgica, y con el pensamiento centrado en la comida, en alimentos ligeros pero nutritivos —concentrado de carne y soufflé de pescado le vinieron en el acto a la cabeza—, atravesó raudamente la puerta de bayeta para dar a Bessie las instrucciones pertinentes.

Día tras día, Angel escribía sentada en la cama. Los gatos estaban contentos. Les gustaba tener compañía en una cama caliente donde a su vez podían tumbarse y dormitar. Cuando Esmé entraba, como a veces el sentimiento de culpa le compelía a hacer, doce pares de ojos dorados se volvían hacia él, parpadeaban despectivamente y se cerraban de nuevo. Angel también pestañeaba, pero fijaba en él una mirada ausente y le interrogaba con los ojos, como si tuviera la lengua atada y el pensamiento en otra parte.

El tiempo lluvioso se desvaneció, el cielo se levantó y un sol cegador inundó el jardín goteante. De los bosques se elevaba vapor, y el denso silencio que la lluvia había impuesto a las cosas vivas llegó a su término: los pájaros se posaban en la punta de las ramas y volvían a formular sus peticiones; los grajos madrugaban clamorosos sobre el cañón de las chimeneas, y hubo una agitación en el monte bajo, movimiento una vez más, cuando los ratones, las musarañas y los conejos comenzaron a asomar; la hierba bullía de insectos y, en cuanto se encendían las luces del dormitorio de Angel, las polillas se lanzaban contra los cristales de la ventana. La lluvia fue expulsada de pieles y plumas, las ramas gotearon hasta que estuvieron secas. Luego el calor se asentó. Parecía improbable que volviese a llover. La gente del campo comenzó a quejarse de sus huertos y a preocuparse por el agua de los pozos.

El tiempo pasó de largo por delante de Angel. Estaba escribiendo sobre San Petersburgo, sobre figuras envueltas en pieles que viajaban en troikas por la nieve interminable. La revolución rusa había poblado su imaginación con las más vividas escenas de lujo fascinante y arrogancia pintadas sobre un fondo de pinares vastos, con lobos y fincas rurales donde había pintorescos siervos; cosacos, estudiantes tuberculosos; música, candelabros, intrigas, adulterio: una gran tragedia, también, para los bellos y los orgullosos; esto último era su tema favorito.

Cuando el sol entró con demasiada fuerza en su habitación, se secó la frente con la sábana —sin molestar a los gatos— y siguió escribiendo. Recordó que de aquel mismo modo había escrito gran parte de su primera novela, trasladándose, como su heroína, a la Paradise House de su imaginación. Ahora era una escritora famosa, vivía en la mismísima Paradise House y, aunque ya no era rica, al menos había gastado mucho dinero en el pasado y aún tenía en sí misma los medios de ganar más. Rememoró con desagrado y compasión a la chica que había sido y pensó, con alivio, en el cambio que había experimentado su vida.

Y además de todo esto —de su inconcebible buena suerte— tenía a Esmé. Ni siquiera en sus sueños despiertos de antaño lo había creído suyo, si bien lo había inventado, a él o a alguien muy similar, en todos sus libros. Lo tengo todo, pensaba, no con gratitud, sino con profundo asombro y satisfacción.

Esmé le llevó el correo una mañana. Todavía había numerosas cartas de sus admiradores; todas las mañanas llegaba alguna de personas para quienes sus obras habían representado algo crucial en su vida, una inspiración o un consuelo en la desgracia. Leía estas cartas varias veces y siempre las contestaba, con una benevolencia vaga y su caligrafía espaciada, en tinta violeta. Imaginaba esas cartas llegando a su destino y a los destinatarios atónitos, fulminados por el agradecimiento y la sorpresa: las cartas pasarían de mano en mano, exhibidas con jactancia y mostradas como reliquias. De vez en cuando recibía misivas de otra clase. Clérigos que ponían objeciones a sus puntos de vista; la acusaban de corromper a los jóvenes. Estas cartas le proporcionaban una sensación de poder y disfrutaba leyéndolas; entendía perfectamente que los clérigos se sintieran provocados, al fin y al cabo ella no escribía para niños. Las cartas que se limitaban a hacer observaciones criticonas, respecto a flores que brotaban fuera de la estación correspondiente, Orión que aparecía en el cielo nocturno de agosto o ciertas confusiones con deidades griegas, las atribuía a críticos literarios, las consideraba parte de la confabulación general contra ella.

Dejó la escritura y abrió la primera carta, y la expresión habitual de placer iluminó su cara.

—Esta es de ese viejecito —dijo—. Según dice, a veces mis libros le han salvado de la desesperación, le han elevado a una esfera superior...

Escudriñó la carta con ojos miopes.

—Sí, esfera superior, creo que dice... qué amable por escribirme. Y tiene una letra cultivada.

Se la tendió a Esmé, llena de confianza, y cogió otra.

«Querida señora —leyó—: Puesto que sólo se puede afirmar que lo que escribe procede de su experiencia propia, debemos deducir de este hecho que no es usted nada más que una puta común. Por favor, resérvese sus excesos y ahórrenos la repugnancia. Un amante de la literatura.»

Esmé alzó la mirada rápidamente ante el silencio repentino. Ella volvió a leer la carta entera y empezó a temblar: sus ojos ardían, llameaban.

—¡Amante de la literatura —jadeó—. ¡Amante de la calumnia injuriosa!

—Déjame ver —dijo él con voz suave.

Mientras Esmé leía la carta, ella trató de calmarse, de vencer la náusea. Luego oyó reír a Esmé, primero en voz baja y después, echando hacia atrás la cabeza, como no lo había hecho durante años. Angel le miró con un asombro que desembocó en un frío desdén.

—¿O sea, que no te importa lo que digan de mí? —preguntó cuando él hubo terminado—. ¿No tiene importancia eso que han escrito: la cosa más calumniosa y difamatoria sobre mi carácter personal?

—No hay que tomárselo en serio —dijo él, apresuradamente.

—No lo han escrito en broma; se ve en seguida.

—No estarás molesta, ¿verdad?

—Me siento muy enferma —dijo ella, y los ojos se le llenaron de lágrimas.

—Mi querida Angel, tienes que aprender a estar por encima de estas nimiedades. Ha sido garabateada por un lunático una noche de luna llena. ¿Quién, si no, se tomaría la molestia de escribir esta carta?

—Todavía estoy mareada —insistió ella. Luego, más calmada, agregó—: Sí, debe de estar loco.

—Loco o loca.

Ella volvió a examinar la carta detenidamente y miró el matasellos. Londres. E.C.4 no le dijo nada.

—¡Qué ignorancia! ¿Has visto la letra? La redacción atormentada y este repulsivo pedacito de papel. Oh, pero de todos modos ahora estoy irritada. No sé si podré empezar mi jornada de trabajo. Me siento agotada.

—Levántate y sal al jardín. Puedes trabajar a la sombra de los árboles o en la terraza. No te pierdas el sol.

—No, no trabajaría tan a fondo o tan rápido ahí fuera. Perdería tiempo vistiéndome y puedo almorzar más aprisa aquí arriba sola. Y además me he hecho una promesa.

Cada palabra patética distanciaba a Esmé. Se tornó de nuevo sombrío por la culpa y ya no se preocupó de si la consolaba o no.

—Leeré las demás cartas en otro momento —dijo ella en voz baja, poniéndolas aparte—. ¿Quieres quemar esta nota odiosa? Trataremos de olvidarla.

Esmé subió a verla más tarde y ella parecía alegre otra vez. El manuscrito estaba esparcido sobre la bandeja del almuerzo; los gatos dormían sobre algunas de las páginas. El sol bañaba la habitación. Ella se había quitado el camisón, tenía el pelo negro extendido por detrás de sus hombros lustrosos y la cara húmeda de sudor. Esmé se sentó en una silla junto a la ventana y la observó.

—¿Te estoy interrumpiendo? Dime que me vaya si interrumpo.

—No, no.

Ella negó con la cabeza y siguió escribiendo. El pelo negro azulado tocaba sus brazos de color crema; la piel de debajo de las axilas era de un tono más oscuro, de una tonalidad próxima al color albaricoque. Con los ojos entornados, él trató de fijar límites a la imagen que veía, como si fuera a pintarla mientras ella estaba incorporada entre las ropas de cama revueltas y las almohadas arrugadas. El cabello azabache formaba un contraste maravilloso con las gradaciones que iban desde el blanco, pasando por el crema, hasta el amarillo cálido. Estudió la textura de las telas blancas con sus sombras grises y la piel de Angel con sus luces doradas. Se sentó y la contempló, intentando verla de nuevo, preguntándose cómo era, como a menudo se había preguntado cuando se habían conocido. Desde que estaban casados, ella no había sido nada mejor que una irritación constante: pasaba por alto su valentía, su lealtad a él. En las trincheras, durante la guerra, Angel no le había parecido una persona real, simbolizando el hogar, el calor y el bienestar, como las esposas para los otros hombres. Nunca hablaba de ella y pocos de sus camaradas oficiales sabían que estaba casado. Cuando llegó su turno de permiso, no pudo volver a ella, a lo que ahora consideraba un conflicto inútil. En cuanto vuelva aquí, a Francia, se había dicho, no volveré a tener otro permiso. Veía sin esperanza el futuro de la guerra y había vivido día tras día anhelando tan sólo el preciado respiro de la lluvia, las ratas y los piojos, el paisaje llano y empapado, con álamos astillados e iglesias en ruinas, con su estruendo y el miedo que le inspiraba. Le resultaba insoportable la idea de pasar con Angel en Paradise House los pocos días buenos, los últimos de su vida, tal como entonces los veía. Se había casado con ella cuando estaba desesperado, no tenía y nunca tendría nada que darle, desde luego no amor, y le escatimaba, a sabiendas de lo que ella estaba sufriendo, los escasos días en que iba a estar lejos de la guerra.

Podría habérselos dedicado a ella, pensó ahora. Por una vez tuve algo que ofrecerle. Y la principal razón por la que puedo sentir afecto por ella es que me comporté vilmente entonces.

Nora abrió la puerta. Había subido a recoger la bandeja. Le gustaba hacerlo ella misma porque echaba de menos la compañía de Angel, sobre todo en las comidas, que ella y Esmé tomaban en silencio. Hoy pensó que era una buena idea haber subido.

—¡Angel! ¿Dónde está tu camisón? No puedes estar ahí desnuda, por mucho calor que haga. ¿Y si Bessie hubiera subido a recoger la bandeja?

Estaba tristemente molesta por el espectáculo de la desnudez de Angel y la presencia de Esmé. Aquello formaba parte de la vida que prefería ignorar bajo aquel techo. Apiló ordenadamente las páginas del manuscrito y cogió la bandeja.

—¡Por favor, Angel! —dijo—. Recuerda lo que te he dicho. No está bien escandalizar a las criadas.

—¡Oh, pamplinas! —murmuró Angel cuando Nora se marchó—. ¿Qué está parloteando?

Retiró de los hombros los cabellos húmedos.

—¿No podrías bajar a medias la persiana si tienes tanto calor? —sugirió Esmé.

—No, no vería.

Angel le miró un momento con una expresión de miedo.

—Tengo los ojos mucho peor —dijo—. Tengo que escribir con letra grande y mirar muy de cerca para ver, y aun así me arden, me duelen y se me nublan.

Se los tapó un instante con las manos. Intentando ser amable con ella, Esmé se acercó a la cama, le apartó una mano de los ojos y la miró.

—Suponte que me quedara ciega... —empezó ella—. ¿Qué sería de nosotros?

—¡Qué preciosos ojos verdes! —dijo él, negándose a participar de su inquietud. Luego añadió ligeramente—: ¿Y encima quieres también ver con ellos?

Ella sonrió, pero sabía la verdad: que el cumplido era únicamente el precio que él pagaba para eludir problemas. Una preocupación más que tengo que guardarme para mí, pensó ella.

Terminó la novela antes del final de septiembre. Atardecía cuando escribió la última palabra, y en el acto se levantó de la cama y empezó a vestirse. Sintió las piernas débiles por la larga postración y se notó ahogada e incómoda con la ropa. Uno o dos gatos tomaron posesión del sitio caliente que había dejado en la cama y Angel puso los papeles dispersos fuera de su alcance. Se sintió reacia a abandonar aquel dormitorio y afrontar la extrañeza de la planta baja. A medio vestir, se acercó a la ventana y se asomó. El atardecer era fresco e incoloro. Uno de los pavos reales se arrastraba por la terraza; parecía moribundo. Tenía mala suerte con sus animales, se decía a menudo; aunque Esmé pensaba que la mala suerte la tenían los bichos.

El loro había muerto; el tití hacía mucho que había contraído neumonía y había fallecido, tras un calvario de tiritonas, castañeteo de dientes y ruiditos de súplica; Sultan tenía su monumento conmemorativo en Alderhurst; diversos gatos se habían simplemente esfumado; ella había explorado los bosques en su búsqueda, pero nunca reaparecieron. Ahora aquel pavo real parecía incapaz de sostenerse sobre sus patas. Al asomarse por la ventana para observar cómo se arrastraba débilmente abajo, oyó dos disparos muy lejos en los bosques distantes; en la tarde silenciosa oyó su eco recorriendo el valle. El sonido acentuó el silencio. No parecía haber nadie. Se preguntó dónde estarían Esmé y Nora, y con el presentimiento de que la habían abandonado cuando más compañía necesitaba, terminó de vestirse presurosamente. El final de su trabajo, hacia el que había avanzado tan resuelta, tan ansiosamente, llegaba con una sensación de abatimiento. Había emergido por fin a una tarde perfectamente insípida, sin la menor probabilidad de que ocurriese algo excepcional, una fanfarria de trompetas, un vaso levantado a guisa de saludo, o siquiera alguna sensación en su interior distinta del cansancio y un cierto repudio del mundo.

Cuando Angel bajó, Bessie estaba en el vestíbulo, arrancando plumas de un pajarillo destrozado que los gatos habían metido dentro; enderezó la espalda y dijo «Buenas noches» recelosamente al pasar Angel. Así que ya ha dejado de fingirse enferma, pensó Bessie, agradecida de que ya no habría que subir al dormitorio más bandejas.

Nora estaba en la biblioteca, escribiendo, pero no sabía dónde estaba Esmé.

—Debería agenciarse uno de esos miembros artificiales —dijo Marvell a Esmé mientras le empujaba por el bosque en su silla de ruedas.

—¿Uno de esos qué? —preguntó despectivamente Esmé—. ¡Por lo que más quieras, no pases directamente por encima de esas raíces! Me lastimas la pierna que no tengo.

—Lo siento mucho, señor —se disculpó Marvell, haciendo una mueca a la espalda de Esmé. Este sabía perfectamente que la estaba haciendo. Venus Wood estaba al otro lado del valle, pero casi todas las tardes a aquella hora iban hasta allí por el fragoso sendero; Marvell jadeando y gruñendo mientras empujaba y Esmé regañándole pero a la vez disfrutando de su extraña compañía. Componían una imagen singular para las pocas personas con quienes se cruzaban, chicos que desalojaban nidos de pájaros, hombres que volvían del trabajo a la media docena de granjas desperdigadas por el valle, mujeres que recogían leña. Marvell llevaba un viejo panamá con plumas de arredanjo y Esmé transportaba las escopetas sobre las rodillas.

La caza de patos había sido idea de Marvell.

Habían descubierto el lago de Venus Wood una noche en que se habían perdido en su paseo. La extensión de agua, deslustrada por la niebla vespertina y reflejando los árboles altos que se alzaban en la orilla, era casi siniestra en su silencio y en su cariz imprevisible. Nada se movía allí; era un paraje tan cerrado, tan resguardado. Pero cuando estaban en la ribera, mirando en derredor, percibieron una débil agitación en el aire, como si se hubiera levantado una brisa; era una conmoción lejana, un sonido de volumen creciente. Al hacerse más fuerte, se manifestó como el batir de alas y los chillidos de los patos silvestres que volaban hasta el lago por encima de la copa de los árboles. Al instante brotaron en la cabeza de Marvell ideas de una gran matanza.

Una batea medio podrida sobresalía del agua entre unos juncos, y Marvell, más tarde, había conseguido repararla. Como si fueran colegiales, no pensaban en nada más que en su nuevo entusiasmo y, como Angel estaba en la cama y nunca necesitaba el automóvil ni preguntaba dónde estaban, eran libres de hacer lo que les apeteciese. Cuando la barca estuvo reparada, Esmé había ido con Marvell a Norley para comprar las escopetas.

Así pues, en el mismo momento en que ya habían hecho sus planes, con la embarcación lista y las armas en su poder —aunque todavía sin pagar—, Angel había terminado su novela e iba a hacer otra vez vida normal. Había tenido por costumbre pasear a Esmé en su silla por los jardines durante una hora antes de la cena, acompañada por Zar y algunos de los gatos. Ahora él no podía por menos de pensar que en algún momento de sus aburridos paseos los patos llegarían volando por encima de los árboles y se posarían sobre la superficie del lago, el lago de color gris elefante, docenas y docenas de patos listos para la matanza, y él no estaría allí para verlo.

Y la señora Baines iba a frustrar sus planes aún más.

Llegó a almorzar al día siguiente en su Fiat color castaño, con tapicería de flecos y botones, borlas de secta, botellas de cristal tallado y jarrones de rosas y culantrillo. La librea del chófer hacía juego con el automóvil.

La señora Baines era la vecina más cercana de Angel, según había declarado en su primera visita, olvidándose de las docenas de granjas, la casa del médico y la vicaría, que se encontraban entre Paradise House y la suya.

—No hay nadie entre nosotros y la señora Baines, que vive en Bottrell Saunter —decía Angel a la gente, imitándola.

La viudez había acrecentado la autoridad de la señora Baines. Rondaba los sesenta y, durante muchos años, desde la muerte de su marido, había consagrado la mayor parte de su tiempo a lo que ella denominaba «vida pública», a pesar del hecho de que la organizaba sobre todo en secreto; un «arreglo esmerado», como ella decía, tras haber movido todos los hilos, hablado con fulano y zutano, escrito notas y convocado a subordinados ante su presencia. Llegado el momento de la reunión pública en sí, sus adversarios, dispuestos a desafiarla brutalmente cuando ella se opusiera a sus proyectos, descubrían nerviosamente que ella no tenía nada que decir: el ataque, por el contrario, llegaba de un sector totalmente inesperado, de un maestro de escuela agitado o de un sindicalista garrulo; el apoyo surgía de todas partes de la sala, porque las notas de la señora Baines habían sido enviadas por doquier; había conversado con muchísimas personas y les había pedido que a su vez hablasen con otras, y todo el mundo se había apresurado a obedecer. Los partidos políticos no significaban nada para ella: en realidad los veía como un signo de debilidad. En el parlamento y en los concejos municipales del condado era indómita e inflexible, y se erigía en modelo. Daba ejemplo y, cuando otras personas no se mostraban a la altura del mismo, había en la comunidad un malestar que ella afrontaba prestamente; de amplias miras, humanitaria, su labor en pro de las madres solteras, los pervertidos sexuales y los delincuentes juveniles fue enérgica y franca, y siempre la comentaba con el lenguaje más explícito y técnico. Conocía la vida y nada la escandalizaba. En su porte y modales, con sus ropas caras y desaliñadas, su hermosa tez blanca y rosa y su amor por la jardinería, constituía para mucha gente el arquetipo de la mujer inglesa de edad. Procedía, sin embargo, de Boston, Massachusetts; había venido de allí en calidad de novia, pero de ello hacía mucho tiempo.

—Está usted engordando, Esmé —dijo sólo entrar en el salón—. Va a acabar perdiendo la forma. Necesita más ejercicio.

—¿Cómo voy a hacer ejercicio así?

—Yo tenía un primo que perdió una pierna en América... se la arrancó de cuajo un cocodrilo. Un hombre ridículo. Todo el mundo pensaba que era el hazmerreír de toda la cristiandad... He olvidado decir que era misionero. Pero ridículo o no, se enfrentó valientemente con la situación —Esmé puso mala cara—. Nunca se rindió. Se acopló una pierna de madera y empezó a practicar deportes, cosa que antes apenas había hecho: el cricket, ya ve, con un corredor, por supuesto, cuando él bateaba.

—Por supuesto —murmuró Esmé desdeñosamente.

—Polo, ping-pong, croquet...

—¡Qué maravilla! —exclamó Angel vigorosamente, para poner fin al catálogo.

—Tiro al arco, carreras de triciclos...

—¡Qué grotesco! —dijo Esmé.

—Y otra cosa —dijo la señora Baines—. Hasta que llegue su pierna de madera... y tengo que acordarme de darle una dirección... hasta entonces, ¿qué hay de malo en los ejercicios sedentarios?

Se sentó en el borde de una silla y extendió una pierna hacia delante; con las manos en las caderas, empezó a encorvarse y a entonar:

—Flexión a la izquierda; arriba; flexión a la derecha; arriba...

El sombrero se le deslizó sobre la frente.

—Tronco a la derecha, tronco a la izquierda.

Bessie entró para anunciar que el almuerzo estaba servido y se quedó estupefacta.

—¿Lo ha entendido todo, Esmé? —preguntó la señora Baines—. Ahora otro ejercicio para los barrigudos. Subir arriba... —Levantó la barbilla y rápidamente enderezó su sombrero—. Estirarse. Hombros hacia atrás. Nalgas apretadas. Ahora contraer el diafragma. Contener la respiración.

Retuvo la suya durante un tiempo que pareció desmesurado. Bessie retrocedió y se detuvo en el vestíbulo con una mano sobre la boca. Nora y Angel se miraron con incertidumbre, y Esmé miró con repugnancia a la señora Baines.

—¡Espirar! —gritó triunfalmente, después de haberlo hecho—. ¡Y ahora a almorzar!

Pero el almuerzo no mejoró las cosas. Escucharon con repulsión sus descripciones de la incestuosa vida en las granjas, sobre la que había realizado algunas pesquisas. Cuando sirvieron el pastel de ternera, ella sólo pidió la corteza.

—¿Alguna vez ha visto a un ternero cuando lo llevan al matadero? —preguntó a Nora, que se alegró de poder decir que no.

—Yo sólo he visto soldados —dijo Esmé, pero nadie le prestó atención.

Angel recordaba el callejón sin salida que conducía al Butts en Norley: le llamaban la calle del Matadero; las bestias empavorecidas eran introducidas en el callejón, en rebaño, mugiendo y aullando y haciendo tentativas frenéticas de huir. Pero la señora Baines lo estaba describiendo vívidamente, incluso el interior del matadero, porque se había ocupado de realizar una inspección completa.

Nora miró su plato con asco y remordimiento.

—Está tiernísima —dijo Esmé, para molestar a la señora Baines y mostrar lo poco que le habían influido sus palabras.

—Si tuviéramos que hacerlo nosotros, o estar presentes siempre que lo hacen, todos los que estamos aquí seríamos vegetarianos —estaba diciendo ella.

—Pobrecitas judías, también —dijo Esmé—, partidas en pedacitos y arrojadas al agua hirviendo.

—Adoro a los animales —dijo Angel, despacio—. Odio la violencia.

—Estaba segura de que sólo era irreflexión —dijo la señora Baines—. ¿Así que ya ha terminado su novela? ¿Y de qué trata ésta?

Sin esperar a que se lo dijese, prosiguió:

—Yo también debería escribir un libro un día de éstos.

Dio a entender que pasaría un largo tiempo, sin embargo, hasta que no tuviese un modo mejor de emplear el tiempo.

—Qué tajante es —dijo Esmé, con voz cansada, después de marcharse ella. Veía que Angel estaba preocupada por algo.

La caza de patos tenía que realizarse en secreto. La postura de Angel lo había hecho forzoso.

—Veo que tendré que revisar nuestras ideas —había dicho en la cena después de la visita de la señora Baines, y se negó a comer el pescado o la lonja de jamón—. Todos los animales son iguales, al fin y al cabo. No ceso de pensar en mi querido Zar tratado tan brutalmente, en los gatos cazados como conejos o los pavos reales matados como faisanes. Me culpo a mí misma de lo que he hecho: comer cadáveres, como la señora Baines expresa con tanta razón. Estoy segura de que podemos sustentarnos muy bien a base de verduras y huevos.

—¿Pero con qué se va a alimentar Zar?

—Puede comer huevos también.

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