Angel

Angel


Cuarta parte

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—¡Pobres huevos! —dijo Esmé—. ¡Qué brutalidad diabólica!

En cuanto terminó la cena, Angel fue a su escritorio y empezó a tomar notas para un panfleto que iba a escribir, una carta que enviaría a The Times y una conferencia que pensaba dar. Ardía de indignación y estaba ávida de emprender una cruzada.

Y ahora ansía escribir la primera de las grandes novelas vegetarianas, pensó Esmé. Pero se alegraba de verle atareada escribiendo. La tarde siguiente, en que aún lo estaba haciendo, pudo ir al lago con Marvell. En la comida habían tenido budín de queso.

—Siento que no hayamos podido dar el paseo de siempre por el parque —le dijo Angel a Esmé—. Tengo que escribir mientras lo tengo todo en la cabeza.

—No tiene importancia. Me ha llevado Marvell.

—¿Dónde habéis ido?

—Por el bosque, un trecho.

—Entonces ha estado bien —dijo Angel.

«Lo que necesitamos Marvell y yo es un perro cobrador», pensó Esmé, mirando con desprecio a Zar, que estaba de humor melancólico después de su primer día vegetariano.

El apuro terrible de Esmé había pasado. Angel le había dado el dinero, lanzado su discurso radiante y tranquilizador y dirigido su cariñosa sonrisa.

Él había podido saldar la deuda y ahora habían cesado las cartas amenazadoras e insultantes; pero estaba lisiado de una manera que se esforzaba en olvidar, y huía de los recuerdos.

—Esas semanas de escribir tantas horas te han fatigado los ojos —dijo Nora, cuando Angel miraba como una miope una carta que estaba leyendo—. Te está saliendo ceño. ¿Por qué no ves a un oculista? Quizá deberías usar gafas.

—No creo en ellas —respondió Angel—. Los músculos se vuelven perezosos. El trabajo es bueno para cualquier parte del cuerpo.

Pero muchas veces se tapaba los ojos ardientes con las manos, y, cuando Esmé le veía hacer esto, apartaba rápidamente la vista.

Theo estaba satisfecho con la nueva novela de Angel: iniciaba un medio galope en la primera frase, escribió. Galopaba. Era su estilo primitivo, lleno de pavoneos y exageraciones. Confiaba en que, concluida la guerra, hubiese redescubierto su vena romántica y renunciado a la prédica, a las denuncias y las vociferaciones extemporáneas. Todavía no sabía el daño que estaba haciendo la señora Baines.

—Marvell hace cada vez menos —se quejó Nora—. El jardín es una vergüenza. Deja a ese chico que trabaje por su cuenta. No supervisa nada, simplemente se esfuma. ¿Qué estará haciendo durante todo el día?

—Me temo que le robo buena parte de su tiempo —dijo Esmé, con una expresión de sencilla franqueza.

—Si compraras una de esas sillas autopropulsadas o una con un motor, podrías arreglarte solo y dejar que Marvell haga su trabajo.

—Es bastante complicado manejarla en los bosques, con toda esa maleza y raíces de árboles a través de los caminos.

—No necesitas ir a los bosques.

Angel pensó que la de Nora era una buena idea y envió a buscar inmediatamente la silla de inválido. Marvell no estaba muy contento cuando la vio; disminuiría la dependencia de Esmé con respecto a él, lo que a su vez podría en su momento disminuir la potestad de organizar su vida como más le convenía. Ahora algunas veces no tenía más remedio que quedarse trabajando mientras Esmé iba solo a Venus Wood.

Cuando iba sin Marvell, Esmé solía dejar en casa la escopeta. A veces se contentaba con quedarse sentado o con deslizarse al interior de la batea y llevarla remando al centro del lago, donde observaba el cambio de color del cielo y del agua. Prefería la soledad a los desplazamientos y susurros de Marvell mientras esperaban para abrir fuego. Podía sentir y observar mejor la naturaleza del extraño y aislado paraje. Le atraía: poseía para él un carácter alucinatorio y surgía a menudo en sus sueños, a veces de un modo perturbador. No volveré a ir allí, se apresuraba a pensar, en el momento en que despertaba.

Le gustaba permanecer sentado, completamente inmóvil, y adivinar cuánto tiempo transcurriría hasta el instante en que oyese la llegada de los patos. Aguzaba el oído casi con aprensión; algo en el hecho tan inevitable de su llegada le producía una sensación de temor. Procuró imaginar una tarde en que esperaría en vano, y creyó que si alguna vez existía esa tarde volvería a casa muy trastornado y no visitaría nunca más aquel sitio.

Cuando los días se acortaron, los patos arribaban más temprano y entraban volando por la tarde, en ocasiones cuando el sol parecía descender por entre las ramas de los árboles, bañando de rosa toda la superficie del lago y los helechos orlados de escarcha de la orilla.

Oscurecía antes de que él hubiese abandonado el bosque, con las manos yertas de frío y los miembros rígidos. Marvell le recibía, un poco malhumorado; a pesar de su enfado por haber sido excluido de la expedición, solía tener un pequeño regalo para él, algo para que entrara en calor, un poco de cacao y un sandwich de tocino; una vez, como ahora Esmé estaba famélico de carne, una olla llena de pies de cerdo en su pegajosa salsa.

—¡Pobres cerditos! —exclamó Esmé.

—¡Qué ricos! —respondió Marvell.

Transcurrió el invierno y Venus Wood siguió siendo un secreto entre ellos. Angel y Nora estaban ocupadas confeccionando panfletos y asistiendo a mítines. El vegetarianismo desembocó en otros muchos entusiasmos e indignaciones, en campañas contra la vivisección y la vacunación, la imposición de bozal a los perros, el uso de poneys en las minas. Nora tuvo nuevas ocasiones de martirio. El deber le reclamaba desde lugares opuestos al mismo tiempo: siempre había algún placer que pudiese negarse, como una noche en que Angel salió para acudir a una reunión en casa de la señora Baines. Al principio Nora pensó que podía ir, y luego se persuadió de que no debía hacerlo.

—Tendré que quedarme, aunque me hubiera encantado salir. Me parece que no he tenido un respiro en todo el día; pero Bessie está haciendo pan y no lo amasará bastante si no estoy aquí para vigilarla.

Marvell tenía el coche en el camino de entrada y estaba pasando una gamuza por el parabrisas cuando Angel y Nora salieron de la casa.

—Las tardes se están alargando —comentó Nora—. La semana pasada estaba oscuro a esta hora.

Sonó un disparo a lo lejos y el ruido rebotó por el valle.

—Siempre oigo ese ruido —dijo Angel—. ¿Qué significa, Marvell?

Pasó la gamuza lentamente por el cristal, pareció reflexionar y por fin dijo:

—Cazadores furtivos, no me extrañaría.

—¿Cómo se atreven? ¿En mi propiedad, quiere usted decir?

—Eso me ha parecido, señora.

—Entonces haré que les castiguen por allanamiento, saqueo y matanza de criaturas indefensas. No lo toleraré, Marvell.

—No, señora.

—Le incumbe a usted acabar con eso, ¿me ha entendido?

—Mañana me ocuparé de ello.

Le abrió la puerta y ella se instaló en el automóvil.

—Volveré a las seis y media, Nora.

—Dale mis recuerdos a la señora Baines —dijo Nora melancólicamente, y regresó a la casa.

Cuando acabó la reunión, Marvell condujo a Angel de vuelta por los caminos oscuros.

—Hace un poco de fresco —comentó él, sin recibir respuesta.

En cuanto llegaron a Paradise House, Nora bajó corriendo la escalera.

—Esmé no ha vuelto —dijo—. Creo que Marvell debería ayudarnos a buscarle.

Se había pasado un abrigo por los hombros y los dientes le castañeteaban.

—Hace muchísimo que ha anochecido y he estado dando vueltas por el jardín, llamándole hasta quedarme ronca.

—Voy ahora mismo —dijo Marvell. Cogió una linterna del coche y se marchó al trote.

—Ya he estado en los establos —le gritó Nora, pero él siguió corriendo sin contestarle. La luz de la linterna oscilaba de un lado a otro, alumbrando troncos de árboles. Corría sin vacilación y no malgastó aliento llamando.

Angel no había dicho nada. Estaba de pie en el camino, con aspecto indeciso, como si no supiera exactamente la causa de la conmoción. Después se apoderó de ella una gran sensación de peligro. Tiró el manguito sobre la escalera y se volvió hacia Nora, casi como expulsándola.

—Vete al huerto y llama.

«Es-mé, Es-mé», empezó a gritar Nora en cuanto Angel se fue. Oír su propia voz parecía darle presencia de ánimo.

Angel siguió a Marvell. Sintió instintivamente que él había elegido la dirección correcta. Ella no tenía luz y chocaba continuamente contra árboles; unas zarzas le apresaron los tobillos y le prendieron la falda cuando dio un traspiés con las manos extendidas hacia delante. Pensó que se había perdido en la oscuridad e intentó orientarse, y luego oyó pasos y vio una luz zigzagueando entre los árboles. Marvell regresaba. Consiguió llamarle una sola vez, con la voz ronca de terror.

—Vuelva atrás, señora. Tenemos que pedir ayuda.

Ella no podía moverse ni hablar. La pila de la linterna se estaba agotando, la luz menguaba y de pronto se apagó totalmente.

—El lago de Venus Wood —estaba diciendo Marvell, pero sus palabras parecían no tener sentido para ella—. La silla de ruedas está en la orilla y la barca volcada en el agua. Oh, señora...

—¿Qué barca?

—No se ve ni se oye nada; el agua está tan quieta y negra como el cielo, y su muleta está flotando en el lago. Una terrible desgracia, me parece. ¡Pobre señora!

Hizo un movimiento hacia donde intuía que ella estaba, pero Angel había echado a andar de pronto.

—No vaya, se lo suplico —dijo él—. Vuelva conmigo a la casa para avisar a la policía.

Ella se alejaba de él, internándose entre los árboles, por la dirección por donde Marvell había venido.

—¡No vaya a ese sitio horrible! —le gritó él.

Ella siguió avanzando a ciegas, medio corriendo. Los árboles le impedían el paso como obstáculos en una pesadilla, y parecían adelantarse en su camino. Empezó a gritar el nombre de Esmé mientras corría, y al oír su voz enloquecida, a Marvell le dio un vuelco el corazón. Cuando llegó a la orilla del lago, Angel enmudeció. No estaba tan oscuro donde los árboles se separaban, y el agua parecía lisa y pulida, inmóvil. Por un momento tuvo demasiado miedo para gritar o producir algún sonido: le pareció que la respiración más leve precipitaría el desastre. Luego empezó a susurrar su nombre una y otra vez: a tenor del pánico, su voz se iba elevando hasta que empezó a gritar histéricamente. Pretendía borrarlo todo con sus gritos. El sonido rodeó todo el lago y pájaros asustados alzaron el vuelo desde la copa de los árboles, y el rumor de sus alas semejaba el aplauso burlón de cientos de manos dando palmadas.

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