Angel

Angel


Primera parte

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No se sentía cansada, y permaneció por espacio de horas urdiendo triunfos románticos. El solo obstáculo para su credulidad era su madre. No podía avenirse a destruirla, era demasiado supersticiosa para eliminarla, al igual que había eliminado de sí misma un centímetro de nariz, y así la señora Deverell vagaba cansinamente en el trasfondo de todo marco. Transcurrido un rato, Angel ideó una solución.

Su madre podía ser una doncella, decidió, tal como la tía Lottie era la de la señora.

Al día siguiente no quedaban síntomas visibles de su dolencia. La erupción había desaparecido. Angel se quejó entonces de náuseas y dolores de cabeza, y su madre persistió en llevarle bandejas de la misma y exigua comida de inválido —un huevo cocido a fuego lento al mediodía, un escalope para la cena—, y le quitó el libro que estaba leyendo.

Atrapada, hambrienta, aburrida, permaneció en cama todo el día. Había tenido un empacho de sueños diurnos y su mente se hallaba confusa por un exceso de fantasías que, cuando cerraba los ojos, se fragmentaban y convertían en un embrollo desconcertante. Había fantaseado demasiado.

Su madre se había llevado el único libro que había en el cuarto, y Angel no se atrevía a deslizarse a lo largo del pasillo para ir a buscarlo. ¡El tiempo fluía tan despacio! A medida que iba oscureciendo pensaba sobrecogida en la larga velada que le esperaba, sin nada que hacer salvo dormitar y soñar y escuchar abajo el campanilleo de la puerta de la tienda, las voces distantes y el gorjeo y borboteo de los mecheros de gas. Pensó por espacio de un instante en Gwen y Pollie, que ahora volverían del colegio a casa sin ella. Cuando trató de arrancar secamente de su mente aquella imagen, cayó en la cuenta de cuan enclaustrada estaba en el círculo de sus hábitos cotidianos: había heridas por doquier, y era el tedio el enemigo que la encaraba con aquella serie incesante de miserias.

Cuando su madre le trajo el té, vio con desmayo los dos pequeños bizcochos alargados en el plato. Decidió que fuera cual fuere la excusa del día siguiente, no iba a ser náuseas o dolor de cabeza, y se preguntó si acaso alguna dolencia del corazón la dejaría libre para comer y leer. Nunca le habían importado mucho los libros, pues no parecían tener que ver con ella, y se dijo que prefería con mucho ser ella misma quien escribiera un libro, según pautas de su propia elección y que tratara de una bella jovencita de deslumbrante piel blanca, heredera de grandes propiedades, ataviada con piqué blanco en Osborne y con tafetán de tartán en Balmoral.

Cuando hubo tomado el té —lo apuró en un abrir y cerrar de ojos—, se levantó de la cama y cogió de un estante un viejo cuaderno del colegio; arrancó unas cuantas páginas con dibujos de mapas y empezó a escribir sin vacilación el capítulo primero: «En el año 1885...» Era el año de su nacimiento.

Las palabras le fluyeron sin esfuerzo durante toda la tarde; era como si estuviera en trance. Cuando oyó a su madre, que empezaba a subir las escaleras, escondió el cuaderno debajo de la cama, se acostó y cerró los ojos.

—Parece que vuelves a tener fiebre —dijo su madre con desaliento—. ¿Sigues sintiéndote enferma?

—Ya no. Sólo desfallecida.

—No sé qué hacer, créeme. Parece que el doctor no vio motivo para pasarse por aquí de nuevo. Este mal tiempo no ayuda. Con la niebla de esta noche no hay quien vea más allá de un palmo. Hay muchas anginas, según me han dicho las clientes. Esta mañana se han llevado a Vera, la hija de la señora Baker, con difteria. También ella, una chiquilla tan guapa, ha enfermado.

Angel no se sintió en absoluto conmovida. Nunca le preocupaban tales cosas. Ahora, como de costumbre, se limitaba a esperar a que su madre se marchara.

A la hora de dormir se sentía exaltada y exhausta. Le dolían el hombro y el brazo derechos, y tenía los dedos entumecidos. Apenas había hecho pausa alguna para considerar lo que debía escribir o para juzgar lo que llevaba escrito. Sus ensueños le habían preparado el camino. Sabía cómo eran las habitaciones y los jardines del castillo de Haven, y podía describir con detalle los vestidos y las alhajas de la duquesa. La noche en que nació Irania, los pavos reales blancos vagaban por la terraza iluminada por la luna. Dedicó varias páginas a esta ave. Más tarde, fueron echadas todas las persianas venecianas de la fachada sur y las astas se vistieron, como por arte de magia, con crespón negro. Ya sin las trabas de una madre, la heroína encaraba el futuro.

Angel, a quien jamás habían afligido los seres humanos y a quien tenía sin cuidado el que Vera, la hija de la señora Baker, fuera llevada al hospital aquejada de una difteria que ponía en peligro su vida, se sentía ahora conmovida hasta las lágrimas por la protagonista de su historia. En las exequias mostró su duelo, pero no en comunión con los colonos o incluso con la familia, sino desde un plano diferente: el de Dios, tal vez.

Cuando su madre le hubo apagado la luz y deseado buenas noches, Angel permaneció plácidamente echada sobre la espalda, con los ojos fijos en la oscuridad. Pensaba en el cuaderno que había escondido bajo la almohada, listo para el despuntar del día siguiente. Ha sido, sentenció, la velada más feliz de mi vida.

El día siguiente era domingo y la tienda estaba cerrada. La señora Deverell, sentada en el cuarto de Angel junto al pequeño fuego, hacía las cuentas. En el Campo de Tiro, las campanas de la vieja iglesia repicaban con son amortiguado en el aire neblinoso. Parecía un día disociado del resto de la semana. A primeras horas de la tarde ya empezó a oscurecer.

—¿Qué te gustaría para Navidad? —preguntó la señora Deverell. Angel, rumiando su mal humor en la cama, frustrada por la intrusión de su madre, apenas había hablado en todo el día.

¿Qué quería para Navidad? Por primera vez no lo sabía. Era una cuestión de tiempo el que llegara a tener todo lo que deseaba. Cuando fuera una novelista famosa, podría comprarse almandinas y esmeraldas, una estola de chinchilla, un manguito de marta cibelina, su propio carruaje. Lo único que la separaba de tales riquezas era el tiempo que le llevaría trasvasar lo que tenía en la cabeza a las páginas de aquel cuaderno, un tiempo que ahora su madre, neciamente, le hacía malgastar.

Entonces, súbitamente, comprendió que si quería triunfar habría de ser audaz y despiadada. No podía permitirse seguir siendo sigilosa, o que las opiniones de los demás la afectaran. Sacó el cuaderno de debajo de la almohada y lo alzó para que su madre lo viera.

—Quiero media docena de cuadernos de éstos —dijo con energía—. Con pastas jaspeadas, igual que ésta, si haces el favor. Estoy escribiendo una novela y con uno no tengo suficiente. —Y con ademán sosegado abrió el cuaderno, encogió las piernas para que le sirvieran de apoyo y continuó con la escritura.

Su madre enrojeció y le lanzó una rápida mirada de recelo. Luego frunció el ceño y siguió con su trabajo con los labios apretados. No tenía nada que decir. El silencio de la habitación le era tan opresivo que, una vez hubo fregado después del té, volvió con su pequeño sombrero de plumas y su esclavina negra con fleco de seda. Llevaba su libro de himnos.

—Si no te importa quedarte sola un rato, me gustaría ir a la capilla. Así tomaré un poco el aire —dijo.

Angel asintió con la cabeza.

—¿Te apetecería levantarte un rato esta tarde? —le preguntó su madre al día siguiente.

Angel temía que éste pudiera ser el primer paso para hacer que volviera al colegio, y decidió que seguía muy enferma. Con extraordinaria elasticidad, había olvidado la razón original para no querer ir al colegio. Estaba demasiado ocupada. Ya nunca volvería a sobrarle el tiempo.

—Del corazón no estoy mejor —se quejó. Seguía apegada al problema cardíaco porque la comida había mejorado desde que dejó de tener náuseas—. Me duele, y parece que late mal y pierde pulsaciones.

—Tendré que llamar otra vez al médico —dijo la señora Deverell con voz preocupada.

—Espera un día o dos —sugirió Angel. Tampoco tenía tiempo para el médico.

—Si no mejoras, mañana mandaré a Eddie en su busca. De nada vale seguir así si de verdad existe algún problema. Tu padre tenía el corazón cansado y tenía que andar con cuidado. Creo que deberías estar completamente echada.

—Muy bien —dijo Angel, y se tendió cuan larga era.

Y ganó tiempo, pues su madre, al verla echada, se marchó del cuarto. En cuanto se hubo ido, Angel se incorporó y siguió escribiendo. A veces le dolía la espalda, y estiraba los brazos y bostezaba. El pelo negro, suelto y caído sobre los hombros, la abrigaba.

Al parecer su madre, preocupada en su fuero interno, mandó llamar al médico, porque éste apareció inesperadamente a la mañana siguiente. La señora Deverell, con aire harto culpable, lo hizo subir al dormitorio, donde Angel seguía encorvada sobre su escritura. Cuando se abrió la puerta, levantó los ojos, pero no sonrió ni dijo buenos días.

—Aquí está el doctor Foskett —dijo su madre con voz débil—. Tengo que bajar a la tienda. Eddie ha ido a llevar un pedido. ¿Me llamará si me necesita, doctor?

El doctor Foskett asintió y empezó a pasearse por el cuarto, frotándose las manos. Angel lo miraba. Una vez solos, el doctor dijo:

—¿Así que tienes el corazón cansado, como tu padre?

—Yo no he afirmado eso —dijo Angel, recelosa.

El doctor se acercó a la cama y echó una ojeada al cuaderno, a la página mediada de escritura florida. Falta de carácter, pensó, apartando de inmediato la mirada. Tes sin palo cruzado, íes sin punto, mayúsculas caídas hacia atrás. Florituras, adornos.

—¿Y qué es lo que dices, entonces? —preguntó.

—Dije que el corazón me late irregularmente y que pierde pulsaciones y que me duele.

El doctor Foskett, con el reloj en una mano y la muñeca de Angel en la otra, medio vuelto de espaldas de forma que Angel podía fijar su mirada airada en ellas, le tomó el pulso.

—Tu madre está preocupada —dijo, guardándose el reloj en el bolsillo. Su voz sonaba acusadora. Luego le abrió el camisón y le puso el estetoscopio en el pecho. A continuación le retiró las dos almohadas y le hizo tenderse sobre la cama en posición horizontal—. Ahora siéntate —le dijo. Angel obedeció—. Ahora échate. Siéntate. Échate. Siéntate. —A medida que las órdenes se hacían más rápidas, Ángel iba quedándose sin aliento; se sentía indignada. Cuando por fin le permitió quedarse echada, volvió a auscultarle el pecho.

—Puedes coger la almohada. A tu corazón no le pasa absolutamente nada, como bien sabes.

Es mi enemigo, pensó Angel.

—¿Por qué no quieres ir al colegio? —le preguntó el doctor, ya más amablemente—. ¿Tienes algún problema con las lecciones? ¿Son esos deberes que estás haciendo? —Dio un golpecito a la cubierta del cuaderno.

—No. —Angel se apartó el pelo de los hombros con un movimiento de cabeza mientras le miraba fijamente—. Estoy escribiendo una novela. —Con los puños cerrados y apretados contra los muslos bajo las mantas, Angel sintió hacia él un odio feroz, como si se hubiera ya reído de ella—. Voy a ser novelista —afirmó.

—Una profesión que exige un corazón muy fuerte —replicó él.

—Yo soy fuerte —dijo ella con orgullo, olvidando momentáneamente quién era aquel hombre y por qué se hallaba allí.

—Te creo. Así que no seas cobarde y no hagas que tu madre se preocupe por nada. Es una mujer valiente. La admiro.

—Usted se ríe de ella.

—Y me reiría con ella. Ella lo entendería.

—Nadie va a reírse de mí.

Sus ojos verdes lo miraron, fulgurantes.

—¿Quién iba a atreverse? —dijo el doctor afablemente—. Tú nunca te reirías de ti misma. Pero a lo mejor el sentido del humor es una rémora para los novelistas —dijo, pensativo.

—No voy a escribir libros divertidos.

—No, claro que no —dijo él con gravedad, y pensó: «Desde luego.» Se paseó por el cuarto; luego añadió—: En cuanto me vaya, debes levantarte. No más bandejas, no más trabajo extra para tu madre. En realidad podrías hacerte tú misma la comida.

—No sé cocinar, y no hay razón para que aprenda —dijo ella.

El doctor Foskett se encogió de hombros y cerró con un chasquido el maletín.

—Si quieres dejar el colegio —dijo—, debes decírselo a tu madre con franqueza. Se han acabado esas tonterías del corazón.

Tuve el sarpullido —dijo Angel, enojada—. Usted mismo lo vio. Habla como si no hubiera estado enferma en absoluto.

—Bien, pero ha desaparecido, ¿no es así? De modo que no lo olvides. ¡Ahora arriba! Tendrás mucha mejor luz para escribir si te levantas. Le diré a tu madre que no hay por qué preocuparse. Adiós.

—Adiós —dijo Angel, taciturna.

En el umbral, el doctor se volvió y dijo:

—Espero poder leer tu libro impreso algún día.

—Eso dependerá de usted —dijo Angel, con frialdad.

—Puedes volver al colegio la próxima semana —dijo la señora Deverell.

Angel se había trasladado de la cama al sofá del cuarto de estar, y seguía escribiendo.

—Quedarán sólo tres días para las vacaciones —recordó.

—Aun así será mejor que los aproveches al máximo, y además tienes que recoger los libros y la bolsa de los zapatos.

—Puede ir Eddie a recogerlos. En realidad, mamá, no voy a volver al colegio nunca más. El doctor me aconsejó que te lo dijera.

—¿Por qué iba él a decirte eso? Estoy segura de que jamás te diría nada que no me dijera a mí. No entiendo qué quieres decir.

—Lo hablamos él y yo —dijo Angel con calma—. Le dije que estaba perdiendo el tiempo en el colegio, y que quería tener la oportunidad de escribir novelas. Él estuvo de acuerdo conmigo, pero dijo que debía decírtelo. «Con franqueza», dijo.

—Pero hay que avisar con un trimestre de antelación. Además, no puedes andar por aquí perdiendo el tiempo todo el día, y eso día tras día. —Ante esa idea, la voz de la señora Deverell se llenó de desaliento—. Tenía pensado hablar con tus profesoras y pedirles consejo sobre la conveniencia de encontrarte una colocación, pero si te saco del colegio así, de repente, ¿cómo voy a atreverme?

—No hay ni que hablar de una colocación —dijo Angel—. Estoy escribiendo mi novela, y cuando la acabe escribiré otra. Ya la tengo pensada.

—Sí, pero tienes que tener una colocación —dijo su madre, casi gritando de exasperación—. Tienes que tener algo con qué mantenerte. Escribir historias no va a llenarte el estómago, te lo aseguro.

—¿Cómo es que puedes asegurármelo? De eso no entiendes nada.

—Me gustaría saber quién va a publicártela. ¿Quién va a pagar la imprenta?

Angel, ultrajada por tal insulto, volvió la cabeza y miró por la ventana. Sabía que su abandono definitivo del colegio era ya un hecho incuestionable. Su madre sólo presentaba la simulación de una batalla.

—Los vecinos dirán que te han expulsado al ver que dejas el colegio tan repentinamente. Si al menos tu padre viviera para aconsejarme... Seguro que diría que renunciar así a tu educación es un despilfarro horrible. Todo ese francés arrojado por la borda; y el sacrificio que ha supuesto mandarte a un colegio privado todos estos años...

—Así tendrás un sacrificio menos de ahora en adelante.

—Lo hice con los ojos puestos en tu futuro; para que no tuvieras que salir a trabajar en una tienda, como yo tuve que hacer. Te veía en una oficina ganando buen dinero y conociendo a gente refinada.

—¡Una oficina! —dijo Angel con desmayo, cerrando los ojos.

—Y pienso que tienes que discutirlo con tía Lottie. Se lo debes. —Angel vio que su vehemencia cedía.

—¿Con tía Lottie? ¿Por qué?

—¿Preguntas por qué? Sabes perfectamente que nos ha ayudado a pagar el colegio. Tienes mucho que agradecerle, siendo como ha sido como una segunda madre para ti durante todos estos años.

Pero Angel pensó que una madre era ya más que suficiente.

—¿No es una auténtica spaniel? —dijo tía Lottie con jovialidad cautelosa.

Angel, sentada junto a la chimenea, con los pies sobre el guardafuegos, escribía. La señora Deverell había estado hablando con su hermana en la tienda, contándole los problemas de la semana, y ambas habían subido con aire de viva resolución, como si visitaran a algún pariente en un manicomio.

—¿No es una lástima lo que acabo de oír? —preguntó tía Lottie. Estaba sonrosada por el frío y mantuvo las manos sobre el fuego unos momentos; luego se irguió y empezó a sacar los alfileres de su sombrero de piel de foca—. No veo por qué no puedes seguir yendo al colegio sólo un trimestre más. A fin de cuentas tendremos que pagarlo. Después, si conseguimos encontrarte un buen empleo en una oficina, tendrás todas las tardes para escribir tus historias. Pienso que es una lástima que no saquemos el mayor provecho de tu educación. ¡Todo ese francés! —Se había quitado el sombrero y estaba volviendo a clavar en él los alfileres, ajena a los acerbos sentimientos que estaba concitando.

Angel esperó a que su tía hubiera terminado; luego, sin decir nada, cerró el libro y salió del cuarto.

Tía Lottie, sorprendida, se volvió y miró a su hermana.

—Así ha estado toda la semana —se lamentó la señora Deverell—. No sé qué le puede haber pasado. —Se sentó en el lugar que había ocupado Angel y se puso la mano sobre los ojos—. ¡Si al menos Ernie siguiera a mi lado! Nunca he estado tan apenada.

—Me parece a mí que nuestra dama necesita un buen bofetón —sentenció tía Lottie con viveza—. La has echado a perder con tus mimos, Emmy. ¡Escritora! ¿De dónde se ha sacado eso?

—Cuando vuelva, no sigas hablando del tema.

La señora Deverell empezó a preparar la mesa para el té. Eddy había llamado dos veces desde el pie de la escalera; estaba muy ocupado en la tienda y la señora Deverell bajó en su ayuda.

El cocinero de Paradise House les había obsequiado con varios pasteles de almendra, y tía Lottie los dispuso sobre un plato.

—Voy a llamarla —dijo la señora Deverell, indecisa. Se preguntaba si su hija vendría, o si respondería siquiera. Quizás había vuelto a encerrarse en su dormitorio.

—¡El té está en la mesa, Angel! —Trataba de que su voz no sonara ansiosa, pero su hermana captó su desazón y pensó en las cuatro verdades que ella sí estaba más que dispuesta a decirle a su sobrina.

Angel entró parpadeando, pues allí la luz era más viva. Parecía despreocupada, aunque indecisa. Permanecieron las tres de pie, detrás de sus respectivas sillas, mientras se bendecía la mesa.

—¡Qué amable el cocinero! —dijo la señora Deverell. Miró los pasteles de almendra mientras tomaba asiento—. Deben de tenerte mucho aprecio.

—Bueno, son dieciocho años los que llevo trabajando allí. A veces me pregunto qué haría la señora sin mí —dijo tía Lottie con complacencia—. Creo que no sabría cómo ponerse las medias, ni hacer nada con las manos. «¿Dónde está esto? ¿Dónde está lo otro?», y así desde la mañana hasta la noche. Ayer, sin ir más lejos, me decía: «Estamos juntas desde que las dos teníamos dieciocho años.» A veces pienso que más bien somos como hermanas. Fui con ella en su luna de miel. Fuimos juntas a Paradise House.

—¿Le pones tú las medias? —preguntó Angel. A las dos hermanas les sorprendió aquel interés insólito. Se miraron una a otra.

—Sí —dijo tía Lottie—. ¿Hay algo de raro en ello?

—Bueno, a nosotras nos parece extraño —dijo la señora Deverell, conciliadora—. Creo que no me gustaría que alguien hiciera eso por mí.

—¿Y qué pasa entonces en tu tarde libre? —preguntó Angel—. ¿Cómo se las arregla?

—No le queda más remedio que llamar a una de las criadas. Cuando vuelvo, siempre entro a ordenarlo todo. Me esmero mucho con sus vestidos, y ella lo sabe. «Mira este precioso salto de cama nuevo que tenemos», me dice, por ejemplo, entusiasmada como una niña. —Tía Lottie le hablaba ahora a su hermana, pero Angel la escuchaba atentamente—. Siempre me siento orgullosa de ella cuando sale a comer fuera. Como el día de su boda. Fue todo un honor para mí entonces. Nunca he visto a ninguna dama a quien le sienten tan bien los guantes. Cuando va a la ópera, se diría que forman parte de su piel: ni una arruga por ninguna parte. Le pego los extremos a los brazos con una pizca de pegamento. Es una obra de arte, supongo, pero hay veces en que no tiene paciencia para eso. Cuando la señora está muy impaciente, la señorita Angelica viene al cuarto y le lee algo.

—¿Qué le lee? —preguntó Angel.

La mirada que le dirigió tía Lottie estaba llena de recelo.

—Oh, algún libro —dijo, preguntándose en qué estaría pensando su sobrina.

Servirá para el castillo de Haven, pensaba Angel. Irania, la heroína, estaría tendida en un diván mientras alguien como tía Lottie le ponía las medias; con los guantes pegados a los brazos, ocuparía un palco en la ópera. Más tarde, cuando, ya desposada, fuera llevada al castillo de Haven, su doncella la seguiría con las joyas en el joyero. Sólo la muerte las separaría.

II

Pasada la Navidad, los días fueron de un gris enervante. La luz acuosa, suspendida sin color sobre el puente del ferrocarril y tras las hileras de viviendas de ladrillo grises y amarillas, dilataba su presencia un poco más cada día. Quedaba atrás la honda oscuridad del invierno, el apagado bienestar de las tardes neblinosas; llegarían dos o más meses de mordaces vientos que batirían las ramas desnudas, y aquella pálida luz alargaría tímida y gradualmente, tarde tras tarde, la hora del té. Como si fuera bien recibida, pensó Angel. «Ahorraremos gas», comentó su madre.

En la tienda decayó el negocio, y en las tardes largas rara vez sonó la campanilla de la puerta. La señora Deverell retiró de la ventana los copos algodonosos, y se preguntó por qué se tomaba la molestia de hacerlo. Antes de Navidad, con todo aquel ambiente de afabilidad, su ánimo había mejorado; ahora se hundía por momentos. Había facturas de mayoristas que pagar; se apilaban sobre el mostrador, a precio rebajado, las tartas de Navidad que habían sobrado y que ya nadie compraba. Pero más que nada, por encima de todas sus tribulaciones relativas al dinero, lo que temía era tener que responder a preguntas sobre Angel. De manera incoherente, y a diferentes personas, daba razones diversas al hecho de que Angel hubiera dejado el colegio, y entre ellas la más descabellada: que la necesitaba en casa. Todos sus vecinos sabían que la chica jamás se dejaba ver en la tienda, ni le preparaba a su madre una simple taza de té ni se molestaba en salir para hacer la compra. Angel, en consecuencia, se mantenía al abrigo de las miradas ajenas, lo que empezó a dar pie a habladurías.

—¿Ni siquiera vas a acompañarme a la capilla? —preguntó la señora Deverell.

—No, gracias.

—Si por lo menos salieras a respirar un poco el aire. ¡Estás tan pálida!

—Siempre estoy pálida.

Por espacio de un instante alzó la vista del papel en que escribía y miró hacia el frente con fijeza; luego sonrió.

Tal vez se está volviendo loca, pensó la señora Deverell, aterrada. Había el precedente de su tía Ethel, la que se volvió tan rara. Para la señora Deverell ninguna enfermedad era probable a menos que existiera algún antecedente en la familia.

En el pasado, ella y Lottie se habían sentido orgullosas de los aires de superioridad de Angel: a ella ahora le daban miedo. En consecuencia, su propia fortaleza de carácter iba desmoronándose y convirtiéndose en nerviosismo y timidez; estaba llena de tenues sugestiones y de actitudes contemporizadoras; cuando la tensión se hacía insoportable, articulaba dolientes discursos acerca de los sacrificios que había hecho, de los mejores años de su vida en que había tenido que trabajar como una mula. Angel no prestaba la más mínima atención. Seguía escribiendo —era el sexto cuaderno— con devoción, como si estuviera en trance. A veces, para desentumecerse, paseaba por la habitación, se miraba en el espejo y se arreglaba de modo distinto el pelo, que llevaba sujeto hacia atrás con una peineta de concha, o se acercaba a la ventana y miraba, casi sin ver, a la gente irreal que caminaba por la acera.

Su madre sólo hablaba de sus escritos a tía Lottie. Era a sus ojos una complacencia tan extraña, tan peculiar y sospechosa. No había existido ningún antecedente en la familia; ni siquiera en la de su marido, en la que se habían dado un par de personalidades desquiciadas, como la tía Ethel con sus rarezas.

El día del cumpleaños de Angel —cumplía dieciséis—, tía Lottie llegó a tomar el té. Trajo una bolsita perfumada de seda pintada para pañuelos y una invitación para Paradise House. Iba a representarse una obra de teatro con fines benéficos, en la que la señorita Angelica haría de mendiga ataviada de un modo fascinante: un vestido de terciopelo castaño hecho jirones y con remiendos de raso carmesí. La señora había oído hablar tanto de Angel, que había pensado que podía asistir al ensayo general en compañía de las criadas. «Qué fantástica oportunidad», dijo nerviosa la señora Deverell. La expresión de desdén de Angel le decía que no pensaba ir.

—Puedes venir con el transportista; estarías allí en una hora —dijo tía Lottie.

Angel, humillada y furibunda, se sentía intranquila. ¡Ir a Paradise House de aquel modo! Se imaginaba vestida con su viejo uniforme de sarga del colegio —lo único que tenía—, sentada humildemente entre las criadas, contemplando a la otra chica con sus harapos de terciopelo. Tratada con condescendencia por quienes se pensaban superiores, y como una igual por aquellas personas que se imaginaban a sí mismas con el mismo rango. Nunca iré así a Paradise House, pensó.

—Una fantástica oportunidad —repitió su madre con ansiedad.

—No quiero ir. —Se sentía herida, enfurecida; demasiado herida como para poder permitir que sus pensamientos se detuvieran en el ultraje de que había sido objeto.

—¿Y por qué no? —preguntó en tono amenazador tía Lottie.

—No estoy interesada en sus funciones de teatro. ¿Por qué habría de estarlo?

—Me parece que eres una chiquilla ingrata y descarada.

—Bueno, Lottie, dale la oportunidad de explicarse —intervino la señora Deverell.

—No hay nada que explicar —dijo Angel—. Nada que explicar que cualquiera de vosotras pueda llegar a entender jamás.

¿Iban a seguir indefinidamente así las cosas?, se preguntó su madre. ¿O incluso empeorando, como hasta entonces? Tía Lottie, por el momento, pareció quedar sin habla.

—Bien, si nadie va a tomar más té... —se apresuró decir la señora Deverell mientras se ponía en pie—. Demos gracias al Señor por los alimentos que acabamos de tomar...

Para Pascua, Angel había terminado su novela. Transcurrió el Lunes de Pascua, y el martes la empaquetó y la envió a la Oxford University Press, cuya dirección había tomado de uno de sus viejos libros de texto. Esperó a que Eddie hubiera salido a recoger los pedidos, y, en cuanto su madre dejó un instante la tienda, bajó a la carrera por las escaleras con el paquete bajo la capa. Cogió una moneda de dos chelines de la caja y salió en dirección a la oficina de correos. La señora Deverell, al oír el tintineo de la campanilla, volvió a la tienda de prisa y vio a Angel alejarse calle abajo.

El aire cristalino fue para Angel, que llevaba tanto tiempo recluida, como una sacudida. Era una mañana fresca y ventosa, con leves anuncios de primavera. Junto a la cerca de la escuela pública dos almendros habían florecido ya.

Un puente de hierro cruzaba el canal que discurría junto a la fábrica de cerveza; el agua, parda y cubierta de burbujas, fluía abajo entre los muros de los almacenes. Angel lo veía todo con ojos incrédulos, como si al cabo de los años hubiera vuelto como una extraña y se asombrara de que hubiera cambiado tan poco.

En el cementerio de la iglesia, junto al Campo de Tiro, los árboles estaban tapizados de brotes verdes y los narcisos estaban casi en flor. La oficina de correos se hallaba situada frente al cementerio; Angel, una vez depositado su paquete, cruzó la plaza empedrada y se sentó en un banco de hierro, entre las tumbas.

La realidad del entorno y de todo lo que había visto en su paseo aquella mañana había mitigado su estado febril de los pasados meses y la había conducido a una fase de convalecencia. Estaba asustada; el frío del banco de hierro y la visión de los filos de hierba verde acuchillando el suelo musgoso y blando la hicieron encogerse, y, cuando el reloj de la torre empezó a sonar en lo alto, se replegó sobre sí misma llena de nerviosismo.

Entraba en el cementerio un grupo de personas de riguroso luto. Se detuvieron fuera del pórtico, y antes de entrar intercambiaron conmocionados susurros. Llegaron varios cabriolés y se detuvieron ante la puerta; alguien ayudó a una mujer a descender de uno de ellos. El viento le pegó a la cara el velo de crespón, y pudieron verse sus mejillas blancas y los oscuros huecos de sus ojos. Había un coche fúnebre tirado por oscuros caballos empenachados. Se detuvo lentamente, con un aire pavoroso de inexorabilidad. Era lo que esperabas y ya ha llegado, parecían insinuar los portadores —ufanos casi en su actitud de reverencia intachable— mientras transportaban el féretro cubierto de pálidas coronas y tarjetas orladas de negro hacia el pórtico donde esperaba el pastor.

Angel se levantó y siguió al féretro. Nadie la miró cuando se sentó junto a un pilar al fondo de la iglesia, llena aún de flores del Domingo de Resurrección, aunque no olía sino a piedra húmeda. Durante un instante se preguntó qué hacía allí. Aun en el caso de una súbita necesidad de renovar su contacto con la vida, un funeral era una ocasión extraña para hacerlo. Y no sentía, además, tal necesidad: a los dieciséis años la experiencia suponía un obstáculo innecesario y a menudo un freno para la imaginación. Aquel pequeño, aturdido cortejo, no tenía a sus ojos la dimensión propia de lo real; durante toda aquella mañana había sentido el empequeñecimiento de su entorno. Nada había sido preservado para su retorno al mundo: día a día su entorno había ido fragmentándose, y ahora había en él un aire corrompido.

Gran parte de lo que encontraba a su paso la irritaba, iba en contra de su sensibilidad. Se había apartado, románticamente, de la evidencia de sus sentidos: la realidad de cuanto fuera susceptible de aprenderse mediante el tacto o el gusto había sido desterrada como un trivial fastidio, desechada por improcedente.

Descolgó una almohadilla polvorienta y se arrodilló, al igual que el cortejo de deudos. Sus medias negras de lana estaban gastadas por la rodilla, y la almohadilla estaba fría. Ocultó la cara entre las manos y cerró los ojos, pero no escuchaba los rezos. Creo que he entrado aquí —decidió— porque mientras espero no tengo nada que hacer. Lo que esperaba era una milagrosa redención. Su novela era un cabo que lanzaba para liberarse, y entonces, en el preciso instante en que se ponía en pie en el reclinatorio, la asaltó un temor tan hondo y súbito por su seguridad que sintió la necesidad de abandonar precipitadamente la iglesia y correr a rescatarla. ¡Y si algún cartero adivinaba su contenido y por maldad la arrojaba al canal! ¡O si el tren de Oxford chocaba con otro en algún túnel y se incendiaba!

El ataúd fue alzado de su bastidor y llevado fuera de la iglesia. Angel fue la última en salir, y, cuando en el exterior volvió a sentir el aire libre, el coche fúnebre se había ido. Seguramente en dirección al nuevo cementerio de las afueras, pensó. Aquel leve desencanto alivió un tanto su agitación. Dirigió una mirada amenazadora a la oficina de correos y empezó a andar hacia su casa. La novela tardaría dos días —calculó, y no pudo evitar añadir: a lo sumo— en llegar a Oxford; debía calcular otros tres días para que el editor la leyera, lo cual podía hacer perfectamente si se quedaba en vela hasta bien entrada la madrugada; y otros dos días (a lo sumo) para que le llegara su respuesta. Sería, pues, una larga semana, con un largo, largo domingo de por medio. Sólo conocía un medio de escapar al aburrimiento, y, cuando pasó por una papelería, entró en ella y con lo que le quedaba del dinero compró un cuaderno.

—¡Un paquete para ti, Angel! —La señora Deverell la llamaba desde el pie de la escalera.

El corazón le empezó a latir de prisa y se sintió confundida. Lo que esperaba era una carta; ¿por qué un paquete, entonces?, se preguntó presa del pánico. Durante la última semana había dudado de carteros y editores; ahora, por primera vez, dudaba de sí misma. A fin de cuentas, pues, la vida no era fácilmente soportable, pensó mientras bajaba unos tramos de escalera y recogía el paquete de manos de su madre. Cuando lo abrió en su dormitorio, un trozo de papel impreso cayó revoloteando al suelo. Lo recogió y se quedó mirándolo fijamente. Cuando supo por fin que no había equivocación posible, se sintió anegada por la cólera. No habían osado dar explicaciones, habían omitido toda excusa, no habían enviado ni una carta. Quienesquiera que fueran, los odió con una ferocidad sin paliativos, tan maníacamente como una mujer engreída a quien su amante rechaza.

Volvió a envolver el manuscrito en el mismo papel, con el membrete del editor en la cara interior, y encontró otra dirección en uno de sus libros de texto. No tenía dinero para el franqueo y no podía tener acceso a la caja mientras su madre estuviera ocupada en la tienda, de modo que reunió todos sus libros del colegio —lo único que poseía susceptible de ser vendido— y salió de la casa por la puerta trasera. Atravesó el patio, en donde se apilaban las cajas de embalaje y estaba instalado el tendedero; contra uno de los muros crecían algunos helechos, y en el suelo pisoteado afloraban tenaces uno o dos azafranes. Una puerta daba paso a una callejuela cenicienta flanqueada por tapias altas, en las que se abrían a su vez las puertas traseras de otras casas. En las noches oscuras era un lugar de susurros y crujidos, de reyertas gatunas, de saqueo de los cubos de basura por las ratas.

La librería estaba en el Campo de Tiro, junto a la iglesia. Era un edificio rancio, con galería, repleto de mohosos volúmenes que jamás volvería a leer nadie. El joven dependiente pareció dudar acerca de la conveniencia de aumentar tales existencias; cogió los libros de Angel, les dedicó una ojeada y se encogió de hombros. «Preguntaré», dijo. Cuando volvió, sonreía con falsa piedad.

—No, me temo que no van a servirnos. Podríamos ofrecer un chelín y medio.

—Dos chelines —dijo Angel, encendida por la humillación.

—Vamos, vamos —dijo él con insolencia—. ¿No querrás que vaya hasta allí otra vez y vuelva a preguntar por seis peniques?

—Sí, quiero.

El dependiente suspiró aparatosamente, pero volvió a retirarse. Al volver no traía los libros: tendió a Angel el florín con solemnidad exasperante y, cuando ella se volvió para marcharse, dijo a su espalda:

—No te lo gastes todo de golpe, ¿vale?

—¡Mequetrefe maleducado! —dijo Angel en voz alta. El dependiente pareció sobresaltarse, pero, cuando Angel se volvió para cerrar la puerta, pudo verlo a través del panel acristalado: estaba encorvado sobre el mostrador, como lloroso o doliente. Angel, por espacio de un instante, se sintió apaciguada, pero al cabo alcanzó a verlo sacudido por convulsas carcajadas.

Para cuando el manuscrito le fue de nuevo devuelto, su dolor se hallaba mitigado por la excitación de la nueva novela que había empezado a escribir: la historia de una gran actriz que triunfa sobre un mundo desdeñoso. (Quienes la habían abucheado en un principio sujetarían —mucho antes de la última página— a los caballos por los varales de su carruaje y la conducirían jubilosos a través de la calle flanqueada por las multitudes.)

De manera casi metódica, Angel rehízo el paquete. Una vez vendidos sus libros de texto, no podía encontrar dirección alguna a la que enviarlo y, tan pronto como se las arregló para robar unas monedas del monedero de su madre, se dirigió a la biblioteca pública. En uno de los lados del edificio municipal se hallaba el museo, lleno de animales disecados y de cerámica hecha añicos; en el otro, separado por un vestíbulo erizado de corrientes de aire, estaba la biblioteca, umbrosa de libros encuadernados todos ellos en untuosa piel negra. Angel, sin la papeleta de admisión, no pudo ir más allá del torniquete de la entrada.

—Rellene este formulario y consiga la referencia de un pastor o de alguien parecido —dijo el auxiliar.

—Quiero un libro ahora, ahora mismo.

—Lo siento —contestó el joven.

—Ya sé que no lo sientes —dijo Angel—. Voy a entrar y a mirar los libros sin llevarme ninguno.

—Me temo que hasta que no tengas la papeleta no podrás entrar en la biblioteca.

Una mujer que aguardaba detrás de Angel dejó, impaciente, su libro sobre el mostrador, y Angel, volviéndose de inmediato, lo cogió y lo abrió por la portada. Memorizó durante un instante la dirección del editor y, sin decir una palabra, empujó a la mujer para pasar y salió al vestíbulo.

Apresuró el paso por las calles, moviendo con rapidez los labios como si estuviera loca. En la oficina de correos escribió la dirección en el paquete: Gilbright & Brace, Bloomsbury Square, London.

De camino a casa se sintió cansada, vencida por la lasitud del atardecer primaveral, como si se hubiera tomado un descanso tras un largo esfuerzo y encontrara difícil ponerse de nuevo en pie. Se encogió ante el viento, ante las partículas de arena de las aceras. Todo lo que veía y sentía le producía cansancio, y anheló dejar a un lado el mundo y buscar abrigo en el seno de su imaginación. Un chico que hacía rodar un aro pasó a su lado corriendo, y el ruido de sus botas claveteadas sobre la acera la hizo estremecerse. Se acercaba uno de los personajes temidos del vecindario: una mujer demacrada que caminaba rígida, amenazadoramente, con la mirada airada sobre una bufanda que le tapaba la cara casi por entero. Angel había oído que padecía una siniestra enfermedad. Los niños la miraban obstinadamente, pues las hablillas decían que no tenía nariz. A veces, cuando pasaba apresuradamente junto a ellos, la oían murmurar: la bufanda atenuaba la intensidad de sus maldiciones contra el mundo, o de ciertos reiterados litigios acerca del estado de su propia existencia. Aquel día, cual una sonámbula, mantuvo la mirada fija hacia adelante y subió las escaleras de la capilla metodista. «Al menos tiene la religión», pensó Angel, como si hubiera tropezado con un niño que jugara con un juguete roto.

Al llegar a casa encontró en ella a tía Lottie. Seguía de luto riguroso por la reina Victoria, y su vestido negro con trencilla era realzado tan sólo por un ramo de violetas de terciopelo que la señora había desechado. No era el día habitual de su visita semanal, y parecía nerviosa y excitada.

—¿Dónde has estado? —preguntó a Angel. La señora Deverell tenía una expresión inquieta.

—Fuera —dijo Angel, dirigiéndose hacia la ventana y tirando la capa sobre el sofá.

—Tía Lottie te ha estado esperando, querida —dijo su madre.

—Tengo un encargo de la señora...

—¿No será otra obra de teatro? —dijo Angel.

—¿Tomamos antes una taza de té? —sugirió la señora Deverell.

Mientras ponía la mesa, se hizo un silencio. Tía Lottie jugueteaba con las violetas de terciopelo y Angel miraba por la ventana. A primeras horas de la tarde había llovido, y aún se veían zonas en las que los tejados de color paloma emitían destellos de plata. En la esquina de la calle, una niña con la cabeza rapada y los pies descalzos saltaba a la comba. Mantenía sus brazos flacuchos cruzados sobre el pecho, y la cuerda giraba en lazo rítmicamente sobre su cabeza y el delantal bailaba al aire con sus brincos y sus labios se movían mientras contaba.

—Tía Lottie quiere proponer algo —dijo la señora Deverell cuando las tres se sentaron a la mesa.

Pero hasta tía Lottie se mostraba indecisa en torno a la nueva proposición de Paradise House, y apenas tenía conciencia de la reacción que esperaba suscitar o de cuál de ellas le resultaría menos desagradable.

—La señora quiere una doncella jovencita para que yo la enseñe y se ocupe de la señorita Angelica. Hasta ahora se ha arreglado con Nannie, y contaba conmigo para echar una mano en las ocasiones especiales, pero pronto va a llegar el día en que necesite algo más que ir tirando de esa forma.

—¡Pobrecilla! —dijo Angel, despectiva.

—Así que, como me ha oído hablar de ti, piensa que sería preferible admitir a alguien que yo conozca y a quien pueda enseñar el oficio hasta un nivel parecido al mío, porque la señora siempre ha sido conmigo la consideración en persona...

—Lo es —dijo la señora Deverell.

—Me ha dicho, pues, que venga aquí esta tarde. Andar con vacilaciones no cabe en su carácter: «Debes ir ahora mismo», me ha dicho. «Y pregunta a su madre.» Bien, ¿qué opinas de aceptar el empleo? ¿Te sientes con vocación para ello?

—¿Yo? —dijo Angel. La pregunta le brotó en un hondo ahogo de asombro.

—Sería estupendo que estuvieras con tía Lottie, y además me consolaría saber que no estás con desconocidos —dijo la señora Deverell.

—No hay vida mejor que ésa —insistió tía Lottie con suficiencia.

Angel la miró fijamente.

—¿De verdad te atreves a proponerme que me rebaje a hacer de tonta inútil para una chica que podría perfectamente valerse por sí misma? ¿Que me humille y haga reverencias a una chica de mi edad; que me desviva por ella; que le ponga las medias y que me quede en vela por las noches esperando a que vuelva de divertirse? ¡Debes de estar completamente loca para atreverte siquiera a insinuarme una cosa semejante! Vete y dile a tu maldita señora lo que pienso de su insulto; pregúntale lo que le diría a cualquiera que hablara de forma tan degradante de su propia hija, y dile que algún día se pondrá roja de vergüenza por lo que ha hecho.

Madre y tía permanecieron sentadas y absolutamente inmóviles, como si esperaran a que las fotografiasen; su madre con la cabeza ligeramente ladeada y tía Lottie sonriendo al plato. Cuando Angel acabó de hablar, se hizo el silencio. Tía Lottie se chupó la punta del dedo y lo apretó contra unas migajas de pastel que había en su plato. Tenía un aire de preocupación mezclada con desdén. Se lamió las migajas del dedo y se limpió los labios con un pañuelo de encaje; luego alzó la cabeza, miró hacia el techo y pareció escuchar sus propios pensamientos. El silencio casi desarmó a Angel. Acentuaba su sonoro arrebato. Sintió la tentación de empezar de nuevo, pero se contuvo, pues sabía que tía Lottie esperaba, tenía la esperanza de que se pusiera histérica. Apuró el silencio. Lo rompió su madre, la más aprensiva de las tres.

—Creo que deberías pedir perdón a tu tía —dijo con calma—. Opines lo que opines del asunto, tía Lottie sólo te estaba dando el recado. Bajo ningún concepto merecía esa dureza.

Tía Lottie, que seguía sonriendo débilmente, levantó la mano y movió la cabeza con suavidad.

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