Angel

Angel


Primera parte

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—Nada de disculpas, Emmie. No quiero que se disculpe. —Hablaba con un tono más sosegado que de costumbre: acentuaba así el contraste con el de Angel—. Veo que a lo largo de todos estos años he tenido una idea errónea de mi trabajo. Nunca me pareció deshonroso servir a otras personas. Jamás lo vi desde ese punto de vista. Todos somos siervos de Dios, pensaba. Hice mi trabajo humildemente, y como mi conciencia me dictaba: y me hacía feliz hacerlo. Ahora veo que estaba equivocada. Veo que estaba en un error al no vanagloriarme más, al no darme más aires. —A medida que se entusiasmaba más y más con su sarcasmo, el color iba volviendo a sus mejillas y su compostura empezaba a desmoronarse; y al reavivarse su genio, empezó a temblar. Cayó en repeticiones fieras y en una amarga ironía—. Ya veo que no es la humildad y el desinterés y el trabajo generoso lo que se respeta. Oh, más bien todo lo contrario. Ponerse uno tan alto como sea posible; darse aires de superioridad, por injustificados que estén; ser demasiado importante para levantar la mano en ayuda de nadie, aunque se trate de tu propia madre... eso es lo que ha de respetarse, al parecer... No, por favor, Emmie, déjame continuar. He estado sentada aquí semana tras semana, mordiéndome la lengua; no puedo seguir conteniéndome eternamente... No, yo he cumplido el encargo de la señora, pues sé, yo por lo menos, lo que es debido a mis señores; pero ni por un momento penséis que hice otra cosa que temer las consecuencias. Ahora volveré y le diré a la señora la verdad: que no quiero ser el instrumento que ponga a su servicio lo que nunca hemos tenido en Paradise House: vanidad, egoísmo, ingratitud. Me temo que tú y yo hemos tirado el dinero, Emmie. Ha habido épocas en las que solíamos sentirnos orgullosas de todo lo que estaba aprendiendo, ignorantes de las semillas que iba sembrando lo que aprendía. ¿De qué sirve el francés, pregunto, si te vas a pasar toda la vida a expensas de tu madre...? No, por favor, Emmie, deja que... siga imitando a la dama. ¡Dama! Procuraré no reírme. —No lo consiguió: un ruido extraño, como un bufido, salió de su garganta—. Me he pasado la vida entre damas y creo poder decir que sé muy bien en qué casos puede usarse esa palabra. Me interesaría ver a dónde conducen todas esas grandes ideas. Me interesaría mucho. Mucho, de verdad.

Había ido demasiado lejos. Cometido el error en que Angel no había caído, no podía parar. Angel, con ademán de triunfo, cogió una rebanada de pan con mantequilla, la dobló y se puso a comerla. Y dio la impresión de que lo hacía sólo para pasar el tiempo, no porque tuviera apetito. Había logrado la primacía y las tres lo sabían.

—Vendré a tu casa, Emmie —dijo tía Lottie—. Por ti; vendré como de costumbre; pero jamás volveré a dirigirme a ti mientras viva, Angel Deverell. Y si tú decides dirigirte a mí, prepárate a no obtener respuesta.

—¡Dios mío! ¡Dios mío! —gimió la señora Deverell.

—Y lo que es más —siguió tía Lottie, haciendo caso omiso de su amenaza previa—, no esperes conseguir de mí ni un solo penique, sea cual sea su finalidad; ni un solo penique aunque te estés muriendo de hambre en el arroyo. Y cuando yo muera, confío en que aquellos a quienes decida dejar mis pequeños ahorros y mis cuatro baratijas no se sientan demasiado importantes para aceptarlos.

Ante la mención de su propia muerte, se sintió aún más insegura y sus ojos se llenaron de lágrimas.

—¡Vamos, Lottie, Lottie! —dijo su hermana en tono apaciguador.

—¿Me pasas la mermelada, madre? —preguntó Angel con voz cortés, indiferente.

Después del té, Angel salió de casa. Caminó por las calles sin preguntarse adónde iba. Estoy completamente sola y no hay esperanza, pensó. En su mente proseguía la discusión con su tía; el dolor que sus pensamientos le causaban era por momentos tan intenso, que movía los labios y profería sus balbuceos en voz alta.

Las calles estaban grises y cubiertas de arenilla. Se veía ya luz en las rutilantes cristaleras labradas y esmeriladas de las tabernas, aunque faltaba aún una hora para el anochecer. Junto al teatro de variedades una larga cola aguardaba a que llegara la hora de la primera sesión y se abrieran las puertas del patio de butacas. Angel pasó por delante de la cárcel, de ladrillo rojo azulenco y ventanas como tajos de daga. Apenas sentía curiosidad por ninguna de las vidas que alentaban dentro de estos recintos en los que nunca había estado. Podía perfectamente imaginar —pensó— lo que acontecía en la taberna y en el teatro de variedades y en la cárcel. La experiencia era una especie de sucedáneo de la imaginación; nunca llegaría a ser —estaba segura— ni la mitad de bella, ni la mitad de terrible.

En la parte trasera de la prisión había un pequeño parque y unos jardines públicos. Los niños hacían rodar el aro alrededor del vallado quiosco de música donde tocaba la Temperance Brass Band en los atardeceres dominicales del estío. Unas cuantas personas aligeraban el paso por los senderos de grava, entre árboles y arbustos de hoja perenne batidos por el viento. Los senderos serpeaban hacia una espesura situada en una pequeña colina, en la que se alzaba una gran estatua de un león de hierro fundido, un mojón para indicar las millas. Unos chicos paseaban en torno a él, mirando sus enormes testículos y riendo solapadamente.

¡Esta ciudad odiosa!, pensó Angel. Se sentó en un banco y cerró los ojos. Los chicos la miraron con curiosidad; al marcharse, uno de ellos se dio unos golpecitos en la frente y guiñó un ojo a los demás.

Siguió allí sentada, a solas, y la estatua que se alzaba sobre su cabeza fue oscureciéndose contra el cielo, convirtiéndose en una forma negra y amenazadora a horcajadas sobre las copas de la espesura arbustiva. Encaró y padeció su soledad; apurada la agonía de su anhelo, ahora sentía la necesidad de que alguien se sentara a su lado, de alguien a quien comunicar su amargo desamparo. Y su deseo de recibir la compasión de un semejante fue tan abrumador que creyó que se le encogía el corazón. Contuvo la respiración unos instantes y apretó los labios. Cuando oyó que alguien se acercaba, alzó la vista y vio que el cielo estaba oscuro. Un guarda del parque entró en la espesura gritando: «¡Todo el mundo fuera! ¡Ahora mismo! ¡Fuera!» Angel se levantó precipitadamente, y al pasar rozó al guarda, que dijo: «¿Está usted bien, señorita?» Parecía enferma —pensó—, o que tenía algún problema; o ambas cosas a la vez. Pero Angel no respondió. Casi corrió hacia las puertas del parque, como si al hacerlo pudiera huir de lo que allí había sufrido, como si pudiera dejar el patetismo de su soledad en aquel lugar de la colina, con el león y los polvorientos arbustos perennes y el oscuro cielo.

En las semanas que siguieron recuperó su fortaleza. Tía Lottie seguía visitándola, y sus comentarios se referían a Angel aunque no se dirigía a ella. Angel continuaba con sus escritos en los que nadie más creía.

A principios del verano llegó una carta de Gilbright & Brace. Cuando la leyó, tuvo la deliciosa sensación de ser alzada en vilo, de elevarse hacia el techo; su cuerpo pareció volverse tan ligero como el aire; la dicha le fluía por las venas. Tendió la carta a su madre, que la leyó dos veces: la primera con recelo, con perplejidad la segunda.

—¿Quieren publicarla? —preguntó.

Angel asintió con la cabeza.

—¿Qué quiere decir, treinta libras?

—Lo que dice. Es el anticipo que van a pagarme.

—¿Estás segura? ¡Treinta libras! Ah, ojalá estuviera tu padre para aconsejarme. Ojalá hubiera alguien a quien consultar. Podría preguntarle al doctor, quizás, o al señor Phippin en la iglesia. No vayas a firmar nada, Angel; no hasta que hayamos preguntado. Sabe Dios lo que pueden estar tramando. No puedo remediarlo, pero pienso que lo que pretenden es que seas tú la que pagues, y ¿de dónde creen que voy a sacar yo treinta libras?

—Son ellos los que me pagan —dijo Angel con suma suavidad—. No hay nada de que preocuparse, madre.

Se metió la carta en el bolsillo, pero no despegó los dedos de ella. Se quedó de pie mirando por la ventana. La fea calle, abajo, refulgía como el oro bajo el sol y estaba llena de alborozados ruidos.

—Es un bonito título para un libro, «La señora Irania» —dijo la señora Deverell—. Oh, no sé qué pensar. Tengo unos nervios tremendos, estoy aturdida. ¿Cómo voy a explicárselo a la gente? ¿Qué van a pensar todos? Y si tienes que ir a Londres, como dicen, ¿cómo voy a dejar la tienda para acompañarte?

—No lo harás —dijo Angel—. Iré sola.

III

En Gilbright & Brace había habido divergencia de criterios, al igual que entre los miembros del comité de lectura. Willie Brace se había desternillado de risa, según dijo. La señora Irania era su tema de conversación predilecto, y se burlaba de la defensa que de la obra hacía su socio remedando el lenguaje de Angel.

—Alza tu centelleante barba de esas iridiscentes páginas de rutilante necedad y consiente que tus mordaces pensamientos se detengan durante un mordaz instante en la visión de nuestras personas pereciendo en un asilo refulgente, que es donde a no dudar nos veremos, rodeados de los llamados ciudadanos de la indigencia más extrema. Pregúntate, más aún: osa llegar tan lejos como para inquirir de ti mismo cómo prestar nuestro apoyo a tal brillante disparate y vivir, o más aún, no sólo vivir sino existir...

—Exageras los «más aún» —dijo Theo Gilbright—. Ella no lo hace.

—Hay un «más aún» en cada página. Mi mujer los ha contado. Ella se encargó de las páginas pares, yo de las impares. Debíamos pagar un chelín al otro por cada una de nuestras páginas en la que no hubiera un «más aún», y de la primera a la última no cambió de mano ni una sola moneda de plata.

—¿Así que Elspeth también lo ha leído?

—¿Leerlo? Devoró y engulló cada iridiscente palabra.

—Las demás mujeres harán lo mismo.

—Espero que más respetuosamente.

—Es muy posible. Percibo en todo ello una extraordinaria fuerza, y en consecuencia me pregunto si se trata de genio o de locura. Me ha fascinado por completo.

—Y a mí. En especial la forma en que tratan el champagne.

—No es la primera escritora que lo abre con sacacorchos, y puede que no sea la última. Y además, ¿qué importa?

—¡Y todos esos mayordomos! Bien, tú apoya tu capricho, Theo. Y trata con ella cuando venga. Elspeth y yo prevemos una peluca castaño rojiza y una esclavina de piel de topo con olor a alcanfor, un grácil bigotillo y un maletín repleto de manuscritos traslúcidos. Señoras Iranias y más señoras Iranias. La Clase Irania, podíamos llamarlas, como en los trasatlánticos. Lo único que te pido es que procures que suavice el tono. El pasaje del juego de cartas puede causarnos problemas. Algunas de estas viejas damas no saben cuán enardecedora resulta su forma de escribir. Sería esperar demasiado que ella resulte igualmente enardecedora. Angelica Deverell es un nombre demasiado bueno para ser auténtico.

—La dirección es harto extraña: Volunteer Street; y Norley es una ciudad vieja y anodina.

—Una vieja dama, como te digo, que inventa historias románticas tras cortinas de encaje.

—Suena bastante sórdido incluso.

—Puede que sea un viejo. Sería una variante divertida. Esperas recibir a Mary Ann Evans y entra por la puerta George Eliot atusándose el bigote.[2]

Pero nada de lo que Willie Brace fuera capaz de adivinar o inventar había de resultar ni la mitad de asombroso que la propia Angel cuando, una tarde, se la hizo pasar al despacho de Theo. Los socios estaban sentados, esperándola, pero Willie se retiró tan pronto como estrechó la mano de la autora. Ni siquiera se atrevió a mirar a Theo, y una vez en el rellano se afianzó sobre sus pies unos instantes, aferrándose al pasamanos de la barandilla en un angustioso espasmo de risa contenida.

Theo se alegró de verse a solas con Angel, que tomó asiento en el borde de la silla y miró con severidad en torno. Había llegado tarde a la cita, pues se había perdido en Londres. La estación de Paddington la había sumido en la más total de las confusiones, y al llegar a Bloomsbury, después de infinitas pausas para consultar la guía de calles que había comprado, parecía haber ido a la carrera de una plaza a otra, como víctima de una pesadilla, hasta acabar dando la vuelta a aquella última plaza en busca del número correcto.

Theo vio que su cara pálida brillaba, adivinó que al ver que llegaba tarde se había sentido ansiosa, la imaginó caminando demasiado de prisa por las calles ardientes. Tenía las botas llenas de polvo y el pelo despeinado. Theo a menudo advertía que quienes visitaban Londres acababan invariablemente cubiertos de una carbonilla que los londinenses conseguían eludir.

Llamó para que trajeran té, dando así tiempo a Angel para que recuperara el aliento y echara una ojeada a su alrededor. Luego dijo:

—No me tome por impertinente, pero en realidad esperaba a alguien bastante más mayor.

—¿Quiere decir que ahora no va a publicar mi obra?

—No, claro que no; mi comentario no tiene nada que ver con eso.

—¿Y con qué tiene que ver? —preguntó Angel, suspicaz.

—Un editor se ve obligado a hacer conjeturas acerca de la edad de un escritor novel. Puede que para usted no tenga importancia, pero nosotros nos sentimos menos inclinados a arriesgarnos con la primera novela de alguien de setenta años que con la de una persona con muchos años de escritor por delante. «¿Menor o mayor?», nos preguntamos; queremos decir «de cuarenta años».

—¿Así que pensaron que yo tenía más de cuarenta años?

—Renunciamos a adivinarlo. Por lo poco que sabíamos, bien podía haber sido usted un caballero viejo y calvo.

Vio que Angel se ponía rígida. Que levantaba la barbilla. Cayó en la cuenta de que era muy orgullosa y de que carecía del más mínimo sentido del humor.

—¿Un caballero? —repitió Angel—. Ustedes sabían mi nombre. Yo nunca les hubiera engañado.

Nunca debería hacerme el gracioso, pensó él. Sirvió té y se lo ofreció.

—¿Cree que escribirá otra novela?

—Oh, sí. Podré entregarle otra en unos meses.

—¿Tan pronto? Debe tener cuidado de no cansarse demasiado de prisa, o de no agotar su inspiración.

—Jamás va a pasarme eso —se limitó a decir Angel, y empezó a tomar su taza de té.

—¿Cuál es el tema de su nuevo libro?

—Es sobre una actriz.

—¿Le interesa el teatro, señorita Deverell?

—No he estado nunca en ninguno.

—Quizá es usted una gran lectora, entonces.

—No, no leo mucho. No tengo libros, y actualmente estoy siempre escribiendo.

—Aun así, la mayoría de los autores se interesan por las obras de sus colegas. ¿No hay ninguna biblioteca pública de la que pudiera hacerse socia?

Volvió algo de color a sus mejillas, y dijo:

—No creo que tuviera ganas de hacerlo.

—Y si le envío algunas novelas, ¿las leería?

—¿De qué tratarían? —preguntó, cautelosa.

—No sabría aventurar cuáles son sus gustos, a menos que me nombre algún libro que haya leído y le haya gustado.

—Me gustó mucho Shakespeare —admitió Angel—. Menos cuando trata de ser gracioso.

El señor Gilbright se levantó apresuradamente y fue hasta la ventana. Miraba la plaza y parecía sumido en honda meditación. Al cabo de un silencio breve, preguntó con gravedad:

—¿Y qué más le ha gustado?

—Me gustó Los tres mosqueteros, aunque sólo he leído trozos en francés cuando estaba en el colegio. Y un libro sobre un barón alemán que tenía a su esposa encerrada en una torre, y que nunca permitía que la viera nadie. Le llevaba las comidas él mismo y se pasaba horas y horas cepillándole el pelo.

—¿Y cómo acaba?

—Me quitaron el libro antes de que llegara al final. Tuve que imaginarme lo que faltaba.

Theo cayó en la cuenta del apetito insatisfecho que Angel había padecido; de las privaciones de su voluntariosa, errabunda imaginación, y dijo:

—Me gustaría saber lo que imaginó.

—Que ella murió y él perdió la razón. No se lo dijo a nadie y no dejó que la enterraran. Guardó el cuerpo bajo llave en la torre, y todos los días iba y se sentaba y le cepillaba el pelo. Un día un criado lo siguió hasta allí y vio cómo le ponía al cadáver joyas en el pelo y le cantaba una nana. Cuando le obligaron a enterrarla, saltó dentro de la tumba llorando y se clavó un puñal.

—Estoy pensando en lo insensato que es quitarles los libros a los jóvenes antes de que acaben de leerlos —dijo el señor Gilbright—. Me será difícil dar con algo tan fuerte cuando busque un libro para mandarle. Tiene usted un vocabulario poco común en alguien que lee tan poco.

—Nunca olvido una palabra —dijo sencillamente Angel.

—Y cuanto más larga sea, más le gusta, ¿no es cierto? —apuntó él.

—Todas tienen su propio uso —dijo ella en tono más reservado.

Theo volvió a sentarse en su escritorio, consciente de que sus preguntas despertaban recelo en la muchacha, y se puso a hurgar con aire profesional en una carpeta de papeles.

—Señorita Deverell —empezó—, nos gustaría publicar su novela, como dije, y tengo la esperanza de que conseguiremos que sea un éxito. En este mundo caprichoso nadie puede estar seguro. Hay, obviamente, algunas sugerencias que hacer y algunos cambios que esperamos introduzca en ella. —Sonrió, pero sintió que su autoridad iba menguando—. Es lo habitual —se apresuró a añadir—. Por ejemplo, no podemos tener un personaje con el nombre de Duquesa de Devonshire habiendo una en... en la vida cotidiana; y ello en caso de que la vida de una duquesa pudiera relatarse hasta ese punto. Pero lo podemos cambiar en seguida. Resolveremos eso fácilmente. Tal vez se ha equivocado usted en lo relativo al lujo. Yo no sé mucho de la nobleza, de las grandes casas, pero creo que podemos hacer algunos recortes y arreglarnos con un solo mayordomo, ¿no le parece? —Su jocosidad fue recibida con frialdad—. ¿Puedo ofrecerle más té?

—No, gracias.

El señor Gilbright estudió los papeles de su mesa; luego, siguiendo —como se dijo a sí mismo— las pautas de la obra, dijo sin ambages:

—La partida de cartas del capítulo diecinueve, la apuesta por la que lord Blane, en caso de ganar la partida, dormiría con Irania...

—Yo no dije «dormiría». Dije «yacería con».

—Ah, sí, tiene usted razón. No sé si lograremos evitar los problemas respecto a ese punto. Podría ofender a ciertos sectores del público. Debemos tener un cuidado extremado. Hay algunos riesgos que no podemos correr, ya sabe, y gran parte de su escrito es más fuerte de lo que generalmente se permite. Pienso que su descripción del parto podría suavizarse. Es desgarrador en extremo. Y esto... —echó una ojeada al manuscrito que tenía ante él—, esto de que ella se muerde los labios hasta el punto de que la sangre se le desliza por la garganta... ¿Cree que es posible?

—Oh, sí —dijo Angel.

—¿Quiso decir «por fuera» de la garganta o «por dentro»? —preguntó él, nervioso.

—Por dentro.

—¡Oh, muy bien! Sí. Bien, espero que me entienda. Si me permite decirlo, conozco mejor que usted a los lectores, y créame si le digo que imagino bien lo que va a pasar con los más delicados. Editamos para ellos, ay, para «la brigada del pan con leche», como les llama mi socio. Ellos deciden. Son los que desencadenan las oleadas de protestas. Por ellos ponemos velos a lo descarnado y atenuamos lo subido de tono y descartamos aquello que, si fuera por nosotros, conservaríamos. Así que ¿hará el favor de llevarse el manuscrito durante un tiempo y ver lo que puede hacer por nosotros?

—No —dijo Angel.

Exhausta y deprimida, desanduvo el camino hasta la estación de Paddington. Pretextando que prefería caminar y disfrutar del aire, no aceptó la sugerencia del señor Gilbright de tomar un coche de alquiler. Le preocupaba el dinero y tenía hambre, y, cuando llegó a un salón de té pequeño y sórdido, estudió la lista de precios, pintada con cal sobre el cristal, y se decidió a entrar. Las mesas de azulejos estaban empañadas por el vaho que despedía la cocina, situada en un cuarto trasero, y se oía el alarmante crepitar de comida puesta a freír en manteca hirviendo. Pidió un vaso de zarzaparrilla y un trozo de pastel cubierto de largas tiras de coco. En la mesa contigua, dos hombres comían empanadillas de carne picada con guisantes. Ambos llevaban bombín, y uno de ellos se lo quitó un momento para rascarse la cabeza. Cuando Angel, con su acostumbrada voz aguda, preguntó a la camarera si había un retrete, los hombres rieron ruidosamente. «Por supuesto que no», dijo la mujer. Parecía indignada y remilgada, pero tan pronto como Angel se marchó se oyó su risa junto a la de sus parroquianos.

Angel empezó a desear no haber tomado la bebida, y pronto se sintió desfallecer de dolor en la vejiga. Se le antojaba dificultoso cada paso. Las calles se convirtieron en un laberinto oprimente; su vestido de sarga olía a sudor. No he logrado nada, pensó. El manuscrito seguía en la editorial, pero era posible que en aquel preciso instante el señor Gilbright lo estuviera empaquetando, y que llegara a casa al mismo tiempo casi que ella. Estaba segura de que su excusa de que debía consultar con su socio no era sino una mera forma de diferir el mal trago.

Se hizo a un lado para dejar paso a un hombre con mandil de bayeta que entraba en una casa con unas cestas doradas de flores. Sobre la entrada había una marquesina, y en lo alto de la escalera una alfombra roja esperaba a ser desenrollada. Aquellas calles de Londres, en las primeras horas de aquel atardecer estival, disfrutaban de una paz que ella jamás había conocido en Norley; pero para ella era una quietud amenazadora, de pesadilla. Podría morir, pensó. Recordó una vieja historia de su madre y de tía Lottie: una de sus amigas de los años mozos había sido invitada por su novio al Crystal Palace, y su sentido de la delicadeza era tal que no se atrevió a excusarse ni un instante de su novio en todo el día. Al llegar a casa, ya tarde, cayó como fulminada y murió. «Se le rompió la vejiga», había dicho la señora Deverell. «¿Y la de él?», fue la pregunta de Angel, pero ellas le dijeron que se comportara con corrección. Cuando finalmente llegó a la estación apretó el paso. El avanzar a sacudidas le producía un vivo dolor. En la sala de espera para damas entrevió su figura en un espejo. Era ridícula: el sombrero de paja, torcido, coronaba una cara pálida y sudorosa; llevaba el pelo despeinado, y el vestido lleno de arrugas. No era en absoluto la idea que tenía de Angel Deverell.

Entró en los lavabos, se encerró con llave y empezó a llorar tapándose la cara con las manos enguantadas. Desearía haber cedido, pensó. Podía perderlo todo, y así ha sido.

Pero incluso entonces, en aquel estado de fragilidad y de derrota, sentía dentro de sí algo obstinado, inflexible.

—No debíamos haberla dejado ir sola. Debería haberla acompañado alguien a la estación —dijo Theo Gilbright—. ¿Crees que va a estar a salvo deambulando por Londres?

—¿Va a estar Londres a salvo —preguntó Willie Brace— con ella deambulando por sus calles? ¿Está realmente loca?

—No lo sé. Tras su inventiva apasionada y su romanticismo y su ignorancia he podido observar a veces perspicacia y recelo. No encuentra divertidas las cosas, y está al acecho para impedir que alguien lo haga, en especial cuando vaya a ser a costa suya.

—Que lo será, sin duda alguna. ¿Así que vamos a arriesgarnos con Irania como está, con el episodio de las cartas y todo lo demás?

—Será un buen plato fuerte para el lector no sofisticado, y para el gourmet un género disparatado y delicioso. —Instantes después, Theo añadió—: Cuando pienso en ella, siento disgusto por mí mismo al decir eso. Confío en que...

—¿En qué confías?

—En que no se rían mucho de ella.

—Y yo confío en que no se rían mucho de nosotros.

Theo cogió una de las tazas.

—Cuando se estaba marchando, y debo decir que parecía ya en el colmo del desánimo aunque seguía tan obstinada como una mula, ha cogido esta taza, la ha examinado cuidadosamente y ha dicho: «¿Es porcelana de Dresde?»

—¡Santo Dios! —dijo Willie—. ¿Y qué has dicho?

—Simplemente «no». No he podido decirle que nos las compró la señorita Hooper en Berwick Street. Pero quizá no habría importado en absoluto que se lo hubiera dicho. No me escuchaba. Estoy seguro de que ella había decidido que eran de Dresde, y santas pascuas. Espero que llegue a casa sin percances. Pienso que deberían haberla acompañado en su viaje a Londres.

—A juzgar por lo que he visto, creo que debería estar encerrada. Sentado a solas en el despacho, me he pasado media hora riendo. Y Elspeth, en casa, muriéndose porque le cuente todo lo que se refiera a ella. Tengo que volver a casa en cuanto pueda.

Se hallaba ya a mitad de la escalera cuando Theo salió al rellano y lo llamó.

—¿Qué quieres? —dijo Willie.

—Cuéntaselo a Elspeth, por supuesto —dijo Theo—. Ella sabrá ser discreta...

Pero a nadie más.

—Una hermosa historia sobre su niñez es lo único que puede salvarnos, a mi juicio... Dada a conocer un par de días antes de la publicación, una componenda de las mías.

—No —dijo Theo—. Nada de historias.

—La criatura desamparada ha pulsado las cuerdas de tu corazón —dijo Willie. Su expresión, al mirar hacia arriba, era de perplejidad.

—Nada de historias —repitió Theo—. Te lo ruego, Willie.

Y se volvió hacia la puerta de su despacho.

—Es la primera vez que pruebo el vino —dijo Angel.

—¿Y responde a sus expectativas? —preguntó Theo.

—Nunca he tenido expectativas al respecto —dijo ella. Bebía ininterrumpidamente, como si la abrasara la sed. Luego añadió—: Supongo que es muy parecido a como uno lo imagina.

La señora Gilbright vio con disgusto cómo menguaba el apreciado clarete de su esposo, pero advirtió luego que el propio Theo estaba sonriendo.

—Mi madre se escandalizaría —dijo Angel con calma—. Pertenece a una sociedad de la Templanza y lleva una de esas insignias en forma de lazo que indica que jamás tomará una copa, ni siquiera un brandy, aunque se estuviera muriendo. Por templanza entienden, claro está, el extremo opuesto: la abstinencia total.

—Lamento si le hemos ofrecido algo que su madre desaprobaría —dijo la señora Gilbright.

—Voy a vivir mi propia vida.

—Sí, estoy segura de que lo hará.

La señora Gilbright consiguió dirigir a Theo una mirada de advertencia cuando la mano de éste tocaba ya la redoma del vino. Theo dejó, pues, vacío el vaso de Angel, y dijo:

—Describe usted bien las sensaciones de la embriaguez para no haber probado nunca el vino.

—Gracias.

Antes de esta visita, Theo había tratado de preparar a su mujer para los modales bruscos de Angel, que contrastaban sobremanera con su ornamental y alambicado estilo literario. La velada, en consecuencia, fue esperada con aprensión. Theo le había pedido a Angel que pasara la noche en Londres, y la había recogido en la estación de Paddington en un coche de alquiler. No iba a haber más invitados, de forma que no existía otra alternativa —pensó lúgubremente la señora Gilbright— que apurar cena y velada en una horrible intimidad a tres.

Hasta entonces había tomado partido por Willie Brace, riéndose con los pasajes que le leía de La dama Irania, y, al tiempo que se mofaba de Theo refiriéndose a su «Angel por siempre luminoso y bello», se preguntaba el porqué de su capricho de publicar tan vulgar disparate o de su desvelo por agradar a una chiquilla precoz y sin atractivo.

—Puede resultar una mina de oro para nosotros —había dicho, sabiendo que sus palabras no eran sino un argumento defensivo e insincero.

—¿Por qué no esperamos y la invitamos a cenar cuando ya sea una mina de oro? —había dicho su mujer—. Y si realmente ha de venir, ¿no podríamos invitar también a Willie y a Elspeth? Nos ayudarían a soportar el suplicio.

—No. Willie y Elspeth se reirían de ella. Sentirían la tentación de tirarle de la lengua.

—Lo mismo puede pasarme a mí.

—Me dolería que te metieras con la chica. Lo sentiría por ella.

—Creo que te estás poniendo muy pesado con ella. Y es muy pesado para mí tener que albergarla aquí esta noche.

—No podíamos dejarla volver en el tren tan tarde.

—¿Y por qué no viene a almorzar?

—¡Por favor, Hermione!

Era un atardecer de otoño, y había hojas en el aire y diseminadas por aceras y jardines, y Theo llevó a Angel a su casa de St. John's Wood.

No estoy nerviosa por una chica de dieciséis años, pensó Hermione al levantarse para recibirla. Pero estaba nerviosa por su comportamiento para con la chica, con Theo a su lado, vigilante. La ofendía su aire alerta y protector, y sabía que lo prudente era ocultar tal sentimiento. Estaba dispuesta, por Theo, a mostrarse amable con la chica, pero Angel ni reparó siquiera en ella: la trataba como a alguien sin importancia, y mantenía la cabeza girada sólo hacia Theo, con descortesía.

No voy a reírme ya de ella, decidió Hermione. De hecho, me asusta un poco. ¿Y por qué recela tanto de cada cosa que come? ¿Acaso piensa que quiero envenenarla?

A Angel la comida le resultó insípida e imposible de identificar: pescado con gelatina, pollo inmerso en salsa, sepultado en un caos de champiñones y huevos duros troceados. Sintió desdén y no lo ocultó. Llevaba un arrugado vestido de muselina verdemar, y el pelo negro le caía hasta la cintura. Hermione la imaginaba sentada en las profundidades del mar, urdiendo maleficios y contando los cadáveres de los ahogados. Pidió a la doncella que encendiera más velas, porque la estancia había quedado súbitamente mortecina: la alegría brillaba por su ausencia, y sintió un intenso frío.

A Angel la decepcionó la casa; reprobó con desdén el mobiliario moderno y la falta de suntuosidad. En lugar de dorados y mármoles había simple roble y piso de cerámica. Las ramas de haya cobriza en la vasija de barro se le antojaban una parca economía cuando desde la ventana del salón podía verse el árbol de donde las habían cortado. Los más insulsos aguafuertes enmarcados en ébano pendían de largos rieles para cuadros, y en las paredes del comedor, donde en su opinión debería haber retratos familiares, se exhibían, combinados, platos con dibujos chinescos y abanicos japoneses.

Después de la cena, Theo pidió a su mujer que tocara el piano, y ella se alegró de hallar en la música un refugio momentáneo, y de no verse obligada a dar traspiés en sus tentativas de conversación. Le resultaba imposible tolerar los silencios con sosiego, como hacía Theo, y cuantos esfuerzos hacía para finalizarlos eran como ramitas húmedas arrojadas a un fuego que se extingue. Sus comentarios no obtenían consideración alguna y sus preguntas —que llegaron a ser casi impertinentes e histéricas— eran respondidas con la brusquedad que tal vez merecían.

Tocó algo de Mendelssohn, y Angel empezó a impacientarse; se le cayó la cucharilla de café y se puso de rodillas para buscarla debajo del sofá. Theo le rogó que la dejara y ella porfió en su empeño; Theo, entonces, se puso a su vez a gatas. Sus cabezas chocaron. Hermione miró por un costado del piano y los vio gateando por el suelo. Agitada por la risa, deseó que Willie Brace hubiera estado presente para compartir la deliciosa escena.

Angel, una vez resuelto el incidente, empezó a mirar en torno suyo, y Hermione fue consciente de que su cabeza iba de un objeto a otro: la invitada no escuchaba la música, era evidente, y de pronto preguntó en alta voz:

—¿Las perlas que lleva su esposa son auténticas, señor Gilbright?

Hermione, que se acercaba a un crescendo, ejecutó el siguiente acorde con suma suavidad y oyó a Theo decir, en tono vago y divertido:

—Sí. Sí, eso creo.

Yo no estoy aquí, naturalmente, pensó Hermione. Y en los siguientes compases exteriorizó un tanto su temperamento. Una interpretación insólita, pensó Theo, con crescendos que se convertían en diminuendos y fortes que se hacían pianos según reaccionaba su esposa al comportamiento de Angel. La gata color de carey de Hermione estaba echada sobre su cojín, junto al fuego, y Angel puso su taza en la bandeja, llenó el platillo de crema y lo llevó hasta el animal, que parpadeó con sorpresa antes de empezar a lamerlo.

Hermione dejó de tocar.

—Me temo que enferme si toma eso —dijo con una clara y aguda voz de disgusto—. Ha comido ya. En la cocina.

—Oh, le sentará bien —dijo Angel—. Adoro los gatos.

Hermione dejó caer las manos sobre su regazo y empezó a dar vueltas a sus anillos: una señal de peligro, como sabía Theo.

—Toca algo más —le pidió a su mujer en tono halagador.

Angel, arrodillada junto a la gata, dijo:

—Le encanta, ¿ve? Ya lo ha terminado casi, el gatito.

—Es gata —dijo Hermione, distante.

—Sólo una pieza cortita —le urgió Theo—. Algo de Scarlatti.

—No —dijo Hermione. Cerró el libro de partituras y se levantó—. Si la señorita Deverell me excusa un momento, debo ir a dar de comer a mis canarios.

—Los pájaros no me interesan —dijo Angel.

Tanto da, pensó Hermione, porque en la casa no había un solo canario. Dejó el salón y fue al cuarto de estar matutino, en cuyo ambiente frío permaneció sentada unos minutos. Luego les contaría a Elspeth y a Willie que había huido para sofocar la risa, cuando en realidad —como bien sabía Theo— se había marchado para refrenar su ira.

—¡Ya está! ¡Se lo ha acabado todo! —dijo Angel, retirando el platillo de la gata—. Estaba hambriento, el pobre gatito. ¿Su esposa ha sido presentada en la corte, señor Gilbright?

—No, creo que no.

Angel volvió a sentarse en el sofá. La gata se levantó de su cojín, se estiró y bostezó y, tras pasearse por la habitación, le saltó sobre las rodillas. Era la primera vez que Theo la veía sonreír: una sonrisa forzada, desganada, que entristeció al editor. Se preguntó qué haría Hermione, pero le alegraba que se hubiera retirado. Miró cómo Angel acariciaba la gata; luego aspiró hondamente y dijo, confiando en que su tono pareciera improvisado:

—Desearía que me hablara de su hogar. Pasé por Norley una vez, pero en tren.

Angel siguió acariciando la gata hasta que de la piel del animal saltaron unos tenues centelleos: el aire estaba agitado, había electricidad en el ambiente. Vaciló, y al cabo dijo:

—Es un lugar espantoso. Hay millas de calles feas con pobres casas. Y la gente es mezquina y estúpida. Mi madre tiene una pequeña tienda de comestibles y nosotros vivimos encima. Tenemos tres habitaciones.

Alzó la cabeza hacia él y lo miró desafiante, pero vio su expresión de preocupado interés y simpatía, y las lágrimas afloraron a sus ojos. Su primer impulso había sido contar alguna historia imaginaria, arrojar algún misterio en torno al lugar donde vivía, pero a tal reacción —tan natural en ella— siguió lo que consideró una tentación de sincerarse. Una vez hubo sucumbido ante ella, se sintió exhausta.

—No quiero que nadie sepa nada sobre mí —dijo, ansiosa—. Nada de lo que le he contado me parece real, y sé que un día dejaré de creerlo.

—Es usted una chica extraña —dijo él—. Creo que es valiente. La admiro.

—¿Y por qué razón has de admirarla? —preguntó Hermione—. Porque estoy segura de que eso es lo que te he oído decir al abrir la puerta.

—Estaba diciendo que creo que es valiente.

—Oh, ¡y cómo no va a serlo!

Hermione solía disfrutar de aquellos momentos últimos del día, cuando, solos al fin, a punto de acostarse, podían manifestarse con franqueza sobre las personas que habían conocido o recibido en casa. Poseía un vivo poder de observación, una lengua afilada, y disfrutaba haciendo trizas —para divertir a Theo— a toda una pléyade de invitados. Aquella noche, sin embargo, nada divertía al editor: su acostumbrada tolerancia se había esfumado. Pero, aunque sabía que debía, Hermione no podía callarse.

—¡Qué cena más horrible! ¡Qué silencios! Tú, Theo, no has ayudado mucho, verdaderamente. Y cuando yo intervenía con preguntas tontas, inocuas, lo que sucedía era que se me rechazaba, ni más ni menos. ¿Acaso pensaba ella que a mí me importaba realmente si había estado alguna vez en Italia o si le gustaba Browning? Me hacía sentirme como si hubiera sido impertinente. ¿Es que lo he sido?

Estaba sentada en el tocador, y empezaba a soltarse el pelo. Theo se acercó y se quedó de pie a su espalda y le soltó las horquillas. Ella dejó caer las manos sobre su regazo y se quedó mirándole, reflejado en el espejo: su rostro grave y amable, su barba y cabellos rojos y desordenados: un hombre ancho y desgarbado. Hermione aguardó con paciencia mientras su marido manejaba torpemente las horquillas; al agacharse para recoger las que habían caído al suelo, Theo respiró con pesadez, pues a su mediana edad estaba engordando enormemente. Hermione se burló cariñosamente, y él sonrió. Bucle tras bucle, su cabellera iba cayendo; una vez suelta por completo, Theo se puso a cepillarla.

—¿Ves alguna? —preguntó Hermione.

—¿Alguna qué? —Pero Theo sabía a qué se refería, porque le hacía la misma pregunta todas las noches.

—Cana.

—Ninguna. —Había algunas, pero ella no las podría haber visto por sí misma.

—¿En la cena he hecho preguntas que no debería haber hecho?

—Creo que no. La chica es anormalmente susceptible.

—Se ofendía terriblemente con cada cosa que yo decía. Y, sin embargo, a ella le parece perfecto preguntarte si mis perlas son auténticas. Y todo mientras estoy allí sentada, tocando el piano, se supone para amenizarle la velada.

—No te enfades. No quería herir a nadie.

—¿Pero por qué se piensa que puede actuar de ese modo? ¡No es extraño que escriba como una sirvienta! ¿Cuál puede ser su entorno? ¿De dónde viene? ¿De qué clase de hogar?

—No lo sé.

Theo le dio un beso en la cabeza y se retiró. Hermione ya no le veía en el espejo.

—¿Estás protegiéndola de mí? —preguntó con suspicacia; al no obtener respuesta, volvió a perder los estribos—: Oh, Willie tiene razón —gritó—. Vas a ser el hazmerreír de la gente. ¿Cómo puedes tener tal ceguera, tales fantasías? ¡Una mina de oro, cómo no! Una mina tosca, fallida y grotesca donde las haya.

Theo dijo desde las sombras, con voz suave:

—¡Calla, cariño, por favor! No dejes que te enfurezca esa patética jovencita. Tendré que mandarte a dar de comer a tus canarios otra vez.

Pero a ella la indignación no le permitía celebrar las chanzas. Dijo:

—Sabes que nunca intento interferirme en tus asuntos profesionales, pero no puedo evitar el lamentar que tu nombre sea asociado a ese disparate estrafalario, ni el saber que la gente se reirá de ti.

Se había trenzado ya un lado del pelo, y empezaba a trenzarse el otro. Advirtió con asombro que le temblaban las manos. Sabía que, cuando pensaba en Angel, «antipatía por» se había convertido en «aversión por». Deseaba que el libro fracasara.

IV

—En toda mi vida —dijo tía Lottie a su hermana— me he sentido tan avergonzada. Ni había visto a la señora tan furiosa. Cuando miré por una de las ventanas y vi el libro sobre uno de los asientos de la terraza, me dio un vuelco el corazón.

Se apretó la mano contra el pecho en previsión de que volviera a sucederle. Su hermana le sirvió más té. Era la segunda vez que contaba el incidente, y, aunque la repetición carecía ya de intriga, era más rica en detalles. La primera versión había sido una explosión que tía Lottie inició con «¡Esa hija tuya!».

A veces, cuando estaba a solas con su hermana, sus modales perdían un tanto los remilgados hábitos de Paradise House, y ahora tenía los codos sobre la mesa y sostenía con ambas manos la taza de té, en el cual soplaba para que se enfriara.

—El lunes pasado... no, miento: era martes, claro, porque estaba la modista. La señorita Angelica había subido del jardín para una prueba de ese tul color fresa y había dejado el libro en uno de los asientos. Una tontería, recuerdo que pensé, porque estaba nublado y podía llover. Luego pensé que el libro me sonaba, y me di cuenta de lo que era. Dios mío, las piernas se me hicieron gelatina. Bien, después de eso la señora debió de pasar por la terraza y recogerlo. Yo no la vi, porque la modista me llamó para hablarme de unos retoques a la seda color bronce. El cuarto de la costura está en un pasillo que da al rellano, y allí estaba yo de pie junto al maniquí de la señora, alargándole alfileres a la señorita Toogood, con la puerta entornada, cuando vi a la señora subiendo las escaleras y llevando el libro con dos dedos, como si fuera una hierba venenosa. —Tía Lottie mostró este extremo mímicamente, con la ayuda de una rebanada de pan con mantequilla—. Entró en el cuarto de la señorita Angelica, y yo me excusé ante la señorita Toogood y salí sin hacer ruido al rellano. Oí decir a la señorita Angelica: «Pero mamá, todas mis amigas la están leyendo.» Y la señora dijo: «Le pediré a Palmes que la eche al fuego. Espero haber dicho bastante, y que en el futuro pueda confiar en tu buen gusto.» Me pareció que iba a salir, así que volví con la señorita Toogood. «La veo indispuesta», me dijo. «Tengo esos mareos», contesté yo, y ella se conformó con eso, no sin antes aconsejarme unas píldoras de hierro. No sé cómo pasé el día, pero no se hizo mención del asunto hasta que la señora se vestía para cenar; puso una de sus sonrisitas extrañas y dijo: «Oh, qué curiosa coincidencia: esa autora nueva que ha causado tanta sensación se llama exactamente igual que tu sobrina.» Mi cara se encendió. Lo vi en el espejo. «A lo mejor has oído hablar de ella», dijo; y luego: «¿Has oído hablar de ella?» No pude responder; sólo decir: «Dios mío, Dios mío, señora.» «¿Así que existe una relación?», preguntó. «Hubiera preferido verla muerta a mis pies», dije yo. No pude evitar que me cayeran las lágrimas.

La señora Deverell tenía una expresión inquieta, aunque comprensiva.

—¿Y qué dijo ella entonces?

—Me preguntó la edad de Angel y, cuando le dije «diecisiete», lo único que hizo fue sacudir la cabeza. Luego se rió, pero no con risa amable, y dijo: «¡Y pensar que llegué a considerar la idea de que fuera doncella de la señorita Angelica! Bien, no puedo culparte por tus parientes, y no lo haré. Es un libro inmundo y lo que vamos a hacer es olvidarlo. No habrá necesidad de que lo menciones en esta casa. Ni tampoco a tu sobrina.»

—¿Qué es lo que diría Ernie a todo esto? —gimió la señora Deverell.

—Pues el lado paterno algo tiene que ver con esto —dijo tía Lottie—. Nadie puede decir nada de nuestra familia, de eso no hay duda.

—Pero Ernie se sentiría tan molesto como nosotras. Era un hombre tan bueno, tan apacible, que nunca causó ningún problema a nadie...

—Mira su hermana Ethel. ¿Has olvidado cómo se comportaba? Quemando incienso y cogiendo aquellas rabietas y llevando aquellas ropas tan raras.

—Solíamos achacarlo a que nunca se casó —dijo la señora Deverell, sin tacto—. Y siempre fue religiosa hasta el día en que hubo que llevársela; pero ahora ni un tiro de caballos salvajes sería capaz de arrastrar a Angel a la iglesia. No veo ningún parecido.

—Demasiado, o demasiado poco: cuando se trata de religión, los dos extremos son malos.

—A lo mejor Angel es realmente inteligente, y lo que ocurre es que nosotras no la entendemos —dijo la señora Deverell con aire pensativo.

—Se te puede disculpar, en tu lugar, que pienses eso, diría yo; pero no hay duda, Emmy, de que nos ha puesto por los suelos, y de que hay que pararle los pies antes de que siga arrastrándonos aún más.

—Pues ahora mismo está en ello. En su dormitorio, escribiendo.

—Me entran escalofríos de pensar lo que sale de su pluma. Tienes que decirle que no vas a consentírselo; hay que terminar con esto.

—No puedo —dijo la señora Deverell, desesperanzada.

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