Angel

Angel


Primera parte

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—¡Emmy! —tía Lottie bajó la voz y sus mejillas se ruborizaron—. Dime, ¿dónde ha aprendido todo eso... ya sabes... las cosas de la vida?

—No por mí, claro está —dijo la señora Deverell, muy digna.

Angel entró y se sentó a la mesa sin hacer el menor caso a su tía.

—El té lleva ya tiempo en la tetera —dijo con inquietud la señora Deverell.

—Estaba recién hecho cuando la has llamado —dijo tía Lottie.

—Sí, no debes descuidar tus comidas, Angel. Creo que por hoy ya has estado en ello bastante.

Angel parecía cansada. Bajo sus ojos podían verse sombras oscuras, como borrones hechos con los dedos manchados de tinta.

—Yo pienso que ya ha estado en ello bastante por siempre jamás —dijo tía Lottie—. Veo que como esto continúe mucho más no me valdrá la pena seguir viviendo. De momento ya está en manos de todos en la sala del servicio, porque Palmer, por supuesto, no echó el libro al fuego. Se hizo cargo de él la cocinera. Lo guarda debajo de la tapa de una de las fuentes grandes, y lo presta a unos y a otros. Las risitas que circulan, las insinuaciones a las que me veo expuesta, Emmy, te las puedes imaginar. «¿Qué tal una partidita de cartas?», se atrevió a decirme el lacayo. Todos sabían a qué se refería. ¡Le hubiera abofeteado! Con la señora enfadada y la servidumbre riéndose con disimulo, tendré suerte si no pierdo el empleo.

—Déjalo, entonces —dijo Angel al desgaire—. Mándales al diablo. Jubílate.

—¡Jubilarme! ¡Ya me gustaría! —Tía Lottie imitó la risita desagradable de la señora—. ¿Y puedes decirme qué voy a usar como dinero si lo hago?

—Yo te daré el que necesites.

—¡Oh, me lo darás tú! Muy generoso de tu parte, no hay duda.

—No, no lo es. Voy a tener mucho.

—¿Y qué es lo que te hace pensar así?

—Mi libro ha sido un éxito, y lo mismo lo serán todos los demás que voy a escribir.

Su calma enfurecía a tía Lottie.

—No sé a lo que tú llamas «un éxito» —dijo ruidosamente—. Yo lo llamaría mejor una deshonra. La palabra que empleó la señora fue «inmundo», y a la cocinera le encantó poder hacer hincapié en lo que decía un periódico: que eran «incoherencias». —Y pronunció la palabra de modo que sonó malsana.

—La gente que tiene razón es la que lo compra —dijo Angel—. Y seguirán comprándolo. Lo dice el señor Gilbright. Así que voy a tener mucho dinero siempre; y si quieres una parte, estará a tu disposición.

No les dio tiempo a responder: Angel se marchó y volvió a su habitación. Una vez allí, se apoyó contra la puerta cerrada y cerró los ojos: se esforzaba por contener la rabia. Se pronunciara como se pronunciara, odiaba la palabra «incoherencias»: la hería como si fuera un ácido. Los críticos habían utilizado otras, igualmente hirientes, que jamás podría volver a escuchar sin sentirse lastimada.

Su vanidad se había visto humillada por la acogida de su libro. Ninguna trompeta se había abierto paso entre las nubes proclamando a un «genio» o a una «obra maestra». Durante una larga temporada no había sucedido nada en absoluto, y luego, poco a poco, habían empezado los insultos y los sarcasmos. Los pasajes que a ella más la enorgullecían habían sido citados en letra impresa como pletóricos de humorismo; sus diálogos, su sintaxis, su concepción de la vida, sus descripciones de la sociedad eran consideradas como parte de una broma nueva y absolutamente deliciosa. Al parecer nadie había llorado —salvo que fuera de risa— con el episodio del entierro.

Angel había destruido los recortes de prensa una vez leídos, pero los conservaba grabados en su mente como fotografías. Podía recordar cada palabra de burla que contenían. Algunos no aparecieron firmados, pero el peor de ellos, el que empleaba la palabra «incoherencias», llevaba al pie el nombre de Rowland Pearce. A él lo odiaba con ferocidad inquebrantable, y trataba de hallar consuelo imaginando escenas en las que le expresaba su desprecio y lo humillaba en público. Había mandado al periódico una larga carta llena de indignación y de sarcasmo, y aquella mañana la había visto impresa con una regocijada nota del crítico, como si se tratara de una continuación de la broma. Al mismo tiempo —demasiado tarde— le había llegado una carta de Theo Gilbright: «Conserve la calma; si es posible, no lea las críticas; pero sobre todo nunca replique.»

El libro se vendía bien, pero ella había esperado fama y alabanzas además de dinero. La violencia de su furia la desconcertaba, la alarmaba, la extenuaba. Anhelaba encontrar el modo de curarse y deseaba terminar la novela que estaba escribiendo para dar comienzo a otra. La titularía El charlatán, y trataría de un escritorzuelo, un emborronador de cuartillas venido a menos, un novelista frustrado, un hombre retorcido y amargado que se ganaba la vida despreciablemente injuriando a los escritores mejores que él, aliviando sus celos e impotencia echando por tierra lo que era incapaz de crear él mismo. Angel lo imaginaba con absoluta nitidez: un hombre de figura deforme, con chaleco lleno de manchas y voz sarcástica. Tenía hábitos personales repulsivos, ni un solo amigo en el mundo y un nombre tan parecido a Rowland Pearce como ella pudiera idear.

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