Angel

Angel


Segunda parte

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—¿Cuándo quiere que vaya? —le preguntó Angel, cuando él ya se iba; ella pensó que podría ser para siempre.

—Nora le escribirá —dijo él. Siguió a su hermana fuera de la casa, tarareando una cancioncilla.

En la cena, Hermione sugirió que Theo llevase a Angel a dar un paseo en el De Dion Bouton.

—La señora Deverell y yo estaremos muy a gusto aquí charlando. Le prestaré mi guardapolvo, mi velo y mis gafas, y, si se van en cuanto acabe la cena, tendrán cantidad de tiempo antes de que anochezca.

Angel no había subido nunca a un automóvil. Estaba de tiros largos y le ayudaron a acomodarse en su asiento, y Hermione y la señora Deverell salieron a la curva de grava y les dijeron adiós con la mano. El acontecimiento tuvo un aire alegre. Hermione deseaba tener un tête-à-tête con la señora Deverell y ésta se sintió de pronto desinhibida.

Encaramada hasta la altura de los setos polvorientos, Angel se sentía mareada y nerviosa. El paisaje parecía bilioso a través de las gafas verdes de mica; la brisa impulsaba el velo contra su boca. Theo se había puesto una capa y una gorra con orejeras y estaba irreconocible, salvo por la barba. Cuando pasaron por el depósito de agua, donde había algunas casonas, unos niños con babero interrumpieron sus juegos, se apoyaron en sus aros y se quedaron mirando el paso del automóvil.

Las hileras de setos eran de un verde cremoso emperejilado, y bullían de moscas que se alzaban de los cagajones de caballo. El cielo presentaba trazas de tormenta y los olmos aparecían cargados de oscuridad hasta que Angel se quitó las gafas para procurarse un momento de respiro y vio el azul sin nubes y los campos de ranúnculos brillantes en el crepúsculo.

—No sé dónde vamos —gritó Theo—. Dejaremos que el auto nos lleve adonde quiera.

Angel ignoraba dónde estaba. A pesar de que se hallaban cerca de su casa, no tenía sentido de orientación: sus paseos eran siempre a la ventura y no dejaban impresión en ella, excepto para recordarle vagamente que había barro en una dirección y un toro peligroso en otra.

—¿Está disfrutando o le desagrada mucho? —preguntó Theo.

—Estoy muy contenta.

Su voz tuvo un extraño deje de entusiasmo, y él hubiera vuelto la cabeza para mirarla de haberse atrevido a apartar los ojos de la angosta y serpenteante carretera. El viaje en auto casaba exactamente con el estado de ánimo de Angel; le gustaba la sensación de que la transportaran, relajada y segura detrás de su velo, aislada del ruido y, por ende, libre de las dificultades de la conversación, entregada a sus pensamientos.

—El homenaje que le ha hecho la señorita Howe-Nevinson ha sido espectacular —dijo Theo, al cabo de un rato—. Me alegra que los escritores tengan compensaciones así por todos sus esfuerzos y contratiempos.

Para sí mismo no podía imaginar un castigo peor que el que alguien le rindiera tan enojoso tributo; pero sabía que Angel lo había tomado de un modo distinto y según la intención de la admiradora.

—El... el hermano... es guapo —añadió.

—De una belleza afeminada —dijo Angel, malhumorada.

Theo la dejó que se abismara nuevamente en sus ensueños. Adivinaba cuáles eran sus pensamientos, porque había captado su angustiada pregunta: «¿Cuándo iré?», en el momento en que Esmé se disponía a marcharse, y sabía que debía de haberse sentido muy apremiada para decidirse a hacerla. Inevitablemente tenía que enamorarse alguna vez, pensó. Pero espero que no le reporte daños. No veía en el futuro de Angel nada prometedor ni fácil. Su seriedad, la disciplina de su actividad literaria, su avidez de fama, la habían hecho inflexible: era excéntrica, implacable, ensimismada. El amor, que exigía conformidad, ductilidad, desprendimiento, sería una conmoción para su espíritu y trastornaría el ritmo de su vida. Theo estaba seguro de que ella nunca lo obtendría. Todo el amor presente en sus libros estaba fuera de su alcance en la vida. Dijo:

—Si vamos a la izquierda encontraremos el camino hacia la carretera general. Estaremos entonces volviendo hacia casa y podremos llegar antes de que oscurezca.

A ella le hubiera gustado seguir el viaje para siempre, pacíficamente, dando tumbos en aquel atardecer cálido hasta que oscureciera. Las grandes lámparas de cobre estarían encendidas, atrayendo de la oscuridad a pálidas polillas, iluminando un árbol tras otro, brillando sobre flores cerradas, sobre búhos encaramados en postes y ojos de gato entre las hierbas altas.

A su derecha, la niebla estaba envolviendo un valle arbolado. Un camino de creta y de baches formaba un ángulo agudo con la carretera y descendía abruptamente entre las ramas entrelazadas. Un poste con letrero, ligeramente ladeado hacia la pendiente, tenía pintadas las palabras «Paso exclusivo a Paradise House». Angel giró la cabeza bruscamente y miró por encima del hombro de Theo, apoyando una mano en la puerta mientras se incorporaba para ver más lejos: pero no había nada que ver, aparte de las copas de los árboles, ni una ventana reluciente ni un fuste de chimenea. Todo estaba sumergido, escondido entre el ramaje, como el castillo de la Bella Durmiente. Se balanceó contra Theo y le agarró del brazo para no caerse del asiento.

—Un paisaje precioso —dijo él, volviendo brevemente la cabeza—. Paradise House. Un nombre encantador.

Ella no dijo nada. Era un momento extraño para ella: la conmoción del reconocimiento al descubrir que la casa era real, que tenía un emplazamiento concreto. Hasta entonces le había parecido como el cielo: sin localización concreta. Sólo había creído a medias las historias que contaba su tía de que el transportista la había llevado a recorrer las siete millas hasta Norley. Angel nunca se había preguntado si la casa se encontraba al sur o al norte. De haberlo sabido, hubiera evitado el itinerario que conducía a ella; pero el descubrimiento de esa tarde no le había dolido; el atardecer mismo parecía fuera del tiempo y en el lindero de la magia; la casa, sepultada por hojas, invisible, permanecía a salvo en su imaginación, como había estado desde su infancia.

Se quitó las gafas, aflojó el velo y dejó que el aire fresco soplara suavemente alrededor. Cuando llegaron a casa había todavía luz natural, pero en el salón ardían unas velas. Vieron las llamas que ondulaban hacia un lado por causa de la corriente de la ventana abierta. Hermione estaba tocando el piano. La tía Lottie, que se había percatado de que en la cena se había servido clarete, y que se había recluido enfadada en la habitación de su hermana, donde había pasado la velada remendando un encaje y cenando las cosas de una bandeja, había bajado ahora. Angel, que, agotada por la emoción, no tenía fuerzas para disgustarse, pudo verla sentada junto a la ventana, moviendo la cabeza al compás de la música. Al oír su llegada, la había girado para mirarles y luego, como dando a entender que ellos, y también todos los automóviles, eran insignificantes, había vuelto a concentrarse en el placer de Schumann.

Theo rodeó el coche para abrir la puerta de Angel y la ayudó a apearse. Ella se tambaleó un poquito, como si acabara de descender de una barca y sintiera el suelo inestable. Sonrió, desató el velo y se quitó el sombrero, reacia a entrar en casa; después repitió lo que ya había dicho antes aquella misma tarde:

—Estoy muy contenta.

Él pensó que en aquel momento, con aquel talante de gentileza insólito, estaba encantadora, pero recordó las advertencias de Hermione y se cuidó mucho de decírselo.

—Oh, ¡qué noche! —susurró Hermione cuando se acostaron—. La tía, por lo visto, ha estado escondida aquí todo el día, pero ha salido en cuanto os habéis ido. Trabaja de doncella. Me he dado cuenta en el acto: su cuello de encaje era impecable, aunque zurcido, y por lo tanto, evidentemente, una gratificación de su señora. Pero Angel no es Angel para ella. No aprueba las novelas, que le inspiran un sentimiento muy correcto de vergüenza. La chica se ha descarriado y no hay nada más que decir al respecto. Y ella y su hermana confiaban mucho en ella, pensaban que iban a enorgullecerse de Angel. «Yo estoy orgullosa de ella, Lottie», ha dicho la señora Deverell, pero con una voz temblorosa y desafiante. Lo cierto es que Lottie no aceptaría ni un penique de Angel. Me lo ha dicho cuando su hermana ha salido a buscar unas velas que le daba miedo pedir con la campanilla. Yo dudaría de que alguna vez le haya ofrecido un penique, ¿y tú? Un día de éstos quizá tenga que aceptarlo, porque las cosas han ido de mal en peor con su señora, aunque todavía puede, al parecer, vender el encaje. La pobre señora ha enviudado hace poco y no puede mantener la casa, ¡con su glorioso pasado! Tendrías que haberlo oído. Corre el rumor de que va a irse a vivir con su hija casada en... ¿dónde era? Algo como Leamington Spa. Sí, estoy segura de que era eso. La cuestión es si a la tía Lottie también la invitarán a ir. Me ha dicho que lleva con la señora desde que las dos tenían dieciocho años. Hasta la acompañó en su luna de miel, fíjate. La señora nunca conseguiría afrontar Leamington Spa sin su doncella. Pero ¿lo saben ellos? Ah, hemos hablado todo el tiempo de eso mientras estabais fuera, e incluso me ha contagiado su inquietud. Ardo en deseos de saber lo que ocurre. Ella se ha alterado al oír que llegabais. Ha dicho: «Haga el favor de no mencionar nada de esto a mi sobrina.»

Y de repente Hermione dijo, mordaz:

—No adivinarías nunca el nombre de la hija de la señora.

—¿No?

—Angelica. Como la señora lo hace todo bien, naturalmente el nombre que eligió para su hija fue el mejor que se podía escoger, así que todo estaba arreglado cuando la señora Deverell tuvo también una hija. ¡Y adivina cómo se llama la casa de la señora! Es como de cuento de hadas, tan impensable que Leamington será un desdoro terrible.

—Camelot Towers —sugirió Theo, bostezando.

—No. Paradise House.

—¡Qué cosa más extraña! —dijo él.

Transcurrió el verano y Angel no supo nada de Esmé. Cuando telefoneó a su casa, en un intento de establecer algún contacto, aunque fuese indirecto, le dijeron que Lord Norley estaba en Escocia. Su humor benévolo se fue apagando y la frustración la volvió taciturna. Sentía que no se atrevía a esperar que habría de volver a verle, y, sin embargo, no había una sola hora del día en que esa esperanza no la perturbase. Se esforzaba en rememorarle y maldecía su memoria por no haber conservado de su encuentro más que unas pocas frases. Repasaba una y otra vez el catálogo de sus facciones, tratando en vano de recomponerlas de un modo verosímil. Fue grosero conmigo, se decía; no quiero volver a verle; y a continuación le embargaba una nostalgia fría y amarga. Pensaba que si pudiese recobrar los momentos que había pasado con él podría sacarles un mayor provecho; y no malgastar tantos, como había hecho, mirando y escuchando a otras personas.

Su trabajo no avanzaba. Había llegado a la fase desesperada y claustrofóbica de sentirse atascada en mitad de una novela: estaba demasiado adelantada para retroceder y no veía el menor resquicio de luz en el camino. Pasaba horas sentada sin escribir, mirando las contadas palabras de la página sin ver en ellas sentido. Sus personajes adoptaban poses congeladas, el habla moría en sus labios: llevaban semanas sentados a la mesa de un banquete y no encontraba el modo de hacer que se levantaran.

Recurrió al pretexto de visitar a Theo simplemente porque necesitaba comunicarse con alguien y no había otra persona. A él le sorprendió leer la carta en la que le preguntaba si podía verle para solicitar su consejo literario. Semejante petición era impropia de Angel, y Theo sintió aprensión. Asesorar siempre había sido la última cosa que había deseado y lo último que una persona sensata hubiese ofrecido a Angel. Willie Brace había predicho que su fuego se extinguía tan de repente como había ardido.

—Entonces la tendremos a nuestra merced; y tendremos que soportar la dura prueba de ver cómo se niega a admitir que la magia ha desaparecido y cómo culpará a todos menos a sí misma de que ya no puede ejercer hechizo.

Theo se preguntó si este pronóstico estaría a punto de revelarse exacto.

Angel se preparó con mejor ánimo para su visita a Londres. Había una cierta vehemencia en su indumentaria y su porte cuando subió la escalera del despacho de Theo. Estaba más animada de lo que había estado durante meses; el viaje y el cambio de paisaje le habían empujado los pensamientos hacia fuera, lejos de la impotencia frenética que había sufrido durante tanto tiempo. Theo, pese a esto, pensó que tenía un aspecto tenso, y recordó la premonición de su socio.

Al principio se mostró tan complacida por verle, que inició su acoso de costumbre acerca de las ventas y la incompetencia del editor para promoverlas. Le obligó a hacer números y a analizarlos, y le asombró e indignó que él no se los supiera de memoria. Luego, cuando Theo se volvió para guardar unos papeles, ella le vio echar una ojeada a su reloj de pulsera y al instante desistió de sus bravatas. No puedo volver a casa sin conseguir de él alguna ayuda, pensó. Entrevió con pánico, el final de su viaje y su regreso al mismo estado temible de antes. No había previsto nada más allá de la visita a Theo, y ahora comprendía que la entrevista pronto llegaría a su término. Cuando él le preguntó por su nueva novela, Angel movió la cabeza desesperadamente.

—Se arrastra, simplemente —dijo, como si fuera una cosa despreciable de cuyo progreso no fuese responsable. Mala actitud, pensó sombríamente Theo—. El final parece no tener nada que ver con el principio y el desarrollo es sosísimo.

—Quizá necesita unas vacaciones. Ha trabajado de firme... Una novela por año es un promedio increíble.

—Unas vacaciones no servirían de nada ni cambiarían las cosas. Tendría que ir conmigo misma.

—¿Y qué hay de malo en eso?

Procuró parecer firme, pero el cambio en Angel le desconcertaba.

—Necesito vacaciones de mí misma —dijo ella.

—Los escritores piensan a menudo que su obra es un fiasco, pero este humor pasa.

Oír de labios de Theo lo que quizá la había llevado a Londres para decirlo ella misma la alarmó. La palabra «fiasco» le crispó los nervios; la rechazó por superstición.

—No, sólo es que estoy descontenta por hacer una y otra vez lo mismo. Quiero que esta novela sea algo grande y totalmente distinto de lo que he escrito hasta ahora, así que quizá siento una inquietud especial. Creo que voy a reescribirla, sacarla de su escenario contemporáneo y situarla en la antigua Grecia.

A Theo le sobresaltó y horrorizó la idea de semejante traslado; se preguntó qué haría Angel sin sus lords y ladies, imaginó el nivel de conocimientos de la autora y el diabólico regocijo de los críticos.

—Por eso he venido a pedirle consejo —dijo ella. Se recostó en la silla y se reacomodó sobre los hombros la estola de marabú.

—La sociedad actual es justamente su fuente —dijo Theo con cuidado. Dios sabía que Angel ya cometía suficientes errores con ella—. ¿Y cómo se puede desplazar en masa y trasplantar a dos o tres mil años atrás a unos personajes que tan bien se adaptan a esta época?

—La naturaleza humana nunca cambia.

—En cosas esenciales puede que no, pero tiene que haber muchos aspectos accesorios en una novela: costumbres, moda, modales, la trama de la existencia cotidiana...

—Puedo aprender lo que no sé —respondió Angel—. De otros libros.

—Necesitará muchas lecturas para tener un conocimiento de la época algo más que superficial.

—Entonces leeré mucho —dijo calmosamente.

—Pero ¿con qué objetivo? —preguntó él, consternado—. ¿Con qué provecho?

—Ya veo que se opone totalmente a la idea.

—Me ha pedido consejo y me limito a dárselo. Lo que le aconsejo es que se tome unas vacaciones. Vaya a algún sitio estimulante. Olvídese de la novela. Cuando vuelva la verá con otros ojos, la sensación de fracaso habrá desaparecido...

—No existe fracaso...

—De acuerdo, la insatisfacción se habrá disuelto. Verá que a fin de cuentas es una buena novela.

Ella negó con la cabeza.

—Ya había tomado una determinación al respecto antes de venir.

Esto no era cierto. En el tren, la vaga idea se había aposentado en su pensamiento. Había cerrado los ojos y había imaginado un mundo esplendoroso de mármol deslumbrante y ropajes diáfanos: era como una pintura de Lord Leighton, uno de sus pintores favoritos. Vio cómo el banquete eduardiano en el que sus personajes estaban amodorrados de tedio se transformaba de repente en un friso griego: la escena recobró bullicio, con esclavos que servían vino, traían grandes cestas de higos, tocaban laúdes. A Lord Rawley se le podía rebautizar con el nombre de Demetrios o Telémaco, y a la heroína se la podía denominar Perséfone en lugar de Emmelina. La trama podía seguir siendo la misma o mejorarse. La escandalosa relación de Emmelina con el mayordomo de su padre le parecía ahora menos imponente: enamorarse de un esclavo sería una forma sorprendente de perder su reputación. Las coníferas de Surrey empezaban a transfigurarse en olivares argénteos.

La idea entera había sido poco más que un juego al que se entregó en el tren, y lo había olvidado por completo hasta el momento en que tuvo que tratar de capturar la atención de Theo, darle alguna explicación de su visita y apartarle de los atractivos de la palabra «fiasco»; porque: «di una cosa y se cumplirá» pensó, como las personas solitarias.

—Debo advertirle de que a su público no le gustará el cambio —dijo Theo. Sabía que a ella le agradaban expresiones como «su público», y las usaba a menudo—. Ellos quieren «la mezcla de siempre».

—No lo sabrán —dijo Angel—. Tengo intención de publicar un libro con otro nombre. Entonces veremos lo que dicen los críticos. Cuando hayan acabado de alabarlo, será divertido decir que lo he escrito yo, la ignorante a quien tanto han despreciado, la escritora de galimatías y disparates y los otros elogios que me han dedicado.

—Le ruego... —empezó Theo.

—No, estoy totalmente resuelta a ello.

—Sé... He visto con mucha frecuencia... que los trucos no se perdonan. La gente que cree en usted perderá la confianza y se sentirá engañada. Tiene que ser sincera.

—No seré la primera autora que haya cambiado de nombre.

—Le recomiendo encarecidamente...

Ella movió la cabeza, esbozó una sonrisa exasperante, sopló suavemente sobre su estola de marabú y observó cómo se ondulaba.

—Me está tomando el pelo —sugirió él, desesperado.

—Nunca tomo el pelo a nadie.

Guardaron silencio unos instantes y luego Theo apartó un montón de papeles con gesto de impaciencia.

—¿Siempre se sale con la suya? —preguntó.

Ella levantó la cabeza y le miró. Sus ojos rezumaban tristeza.

—Casi siempre —contestó.

—Si puedo ayudarla... —empezó él, desesperado.

Angel, de pie, se alisaba los guantes. Frunció el ceño.

—En lo de unas vacaciones... —sugirió Theo.

—No voy a tomarlas.

Angel pensó: Esmé podría escribirme; su hermana podría pedirme que fuera a ver sus cuadros y yo no estaría.

Él la acompañó abajo, mirando con desaliento la puerta del despacho de su socio.

—¿Cómo está su madre? —preguntó mientras le estrechaba la mano para despedirse.

—Mi tía dice que parece enferma y que está perdiendo peso. Pero no hay el más mínimo motivo para que no esté rebosante de salud —dijo Angel, indignada—. Tiene todo lo que quiere y nada que hacer en todo el día. Adiós, y gracias por concederme su tiempo y su consejo.

—Ha sido un gran privilegio —dijo Theo.

Angel siguió sin hacer caso del estado de su madre, de su falta de apetito y su apatía. La tía Lottie fue a vivir aquel otoño a Leamington Spa, y la inquietud por dejar a su hermana ensombreció el placer y el alivio que había sentido por habérsele permitido que acompañara a su señora.

Todavía intranquila y descontenta, Angel empezó a dar largos paseos vespertinos a fin de dar vueltas en la cabeza, según creía, a las páginas siguientes de la obra que estaba escribiendo; pero en eso se engañaba, porque en los húmedos bosques otoñales no se le ocurría nada de la antigua Grecia. Las novelas no eran ya juegos que confeccionaba mentalmente como una parte de sus ensueños. Estos seguían ahora un rumbo distinto, y era en Esmé en quien pensaba durante aquellos largos paseos; en la idea de Esmé, más bien, porque estaba olvidando aprisa, contra su voluntad, el aspecto que él había tenido y el sonido de su voz.

Compró un perro grande para que le hiciera compañía en sus paseos. Sultan, como le llamó Angel, se precipitaba delante de ella a través del monte bajo, olfateando el suelo, tan torpe como Calibán, sin captar toda la vida salvaje de alrededor suyo y sin embargo desconcertado por los indicios de criaturas vivas cerca de él, demasiado rápidas para que las viera; de una proximidad provocativa y burlona; un alerta camuflado; correteos irrisorios. A veces volvía al lado de Angel para que le tranquilizara, con la lengua colgante al acercarse jadeante a ella. Angel era toda su vida: cuando ella no estaba, dormía. Era dócil, cobarde y servil.

Una tarde, este desconcierto, esta falta de dignidad y cobardía desembocaron en un frenesí destructivo. Aguijoneado tanto tiempo, despreciado por seres veloces y movedizos en la hierba, por faisanes que se alzaban, clamorosos, ante sus mismos hocicos, amedrentado como estaba, y desorientado, se revolvió de repente contra el entorno y decidió medir sus fuerzas de una vez por todas. Un terrier de Yorkshire salió ladrando de una cancela y Sultan se detuvo, dubitativo y temblando, antes de abalanzarse contra él y de hincarle sus grandes fauces en la garganta.

Angel se asustó. Al principio no pudo hacer nada; luego, como su perro, sepultó su temor en un acceso de furia, echó a correr y empezó a azotarle el lomo con la correa que llevaba en la mano. Ante esto, Sultan perdió todo control; sacudió al terrier hasta que cesaron sus gañidos y después se alejó de su víctima, asombrado de que ya no le opusiera resistencia. Cuando la dueña del terrier llegó corriendo a la puerta, gritó de horror ante la violencia de la escena: el perro enorme y babeante y la mujer de aspecto demente con la correa en la mano. Sultan se hizo a un lado y se arrimó sigilosamente al seto, con los ojos sanguinolentos y cansados y la baba cayéndole de las comisuras de la boca. Se sobresaltaba y acobardaba ante el menor ruido y estaba dispuesto a gruñir de nuevo si le servía de ayuda. Polvoriento y ensangrentado, el terrier yacía muerto.

—Debería tener al perro en casa si no puede controlarlo —dijo Angel, fríamente.

Por un momento creyó que la mujer, enloquecida, estaba a punto de correr hacia ella y golpearla, por lo que retrocedió un paso. La pena al ver al animal muerto superó a la rabia violenta; las lágrimas incapacitaron a la mujer.

—No puedo tocarlo —sollozó—. Sé que está muerto. Esa bestia lo ha matado y no puedo recogerlo.

—¿No puede llamar a un jardinero?

—Sí, y también puedo llamar a la policía.

—Su perro ha atacado al mío, para que lo sepa.

—¿Atacado? ¿Este pobre animalito? Y usted les estaba pegando, azuzando a ese bruto, lo peor que podía hacer. La he visto al bajar por el sendero. La he llamado y no me ha hecho caso.

Sultan mordisqueaba hierbas en una zanja llena de hojas muertas.

—Si puedo indemnizarla de alguna manera, avíseme —dijo Angel. Miró el reloj que llevaba prendido del pecho con un alfiler y pareció como si tuviera que marcharse de inmediato.

—Sé quién es usted —dijo rápidamente la mujer—. Lo sé perfectamente, y es tan insolente y desabrida como he oído decir. Mi marido hablará con la policía.

—Entonces trataré con ellos este asunto. Me desagradan las conversaciones con mujeres histéricas.

Llamó a Sultan y el perro se arrastró hacia ella. Angel percibía la indignación vehemente de la otra mujer, el silencio con que rechazaba por despreciable una amenaza insultante tras otra hasta que no hubo ya palabras apropiadas para la ocasión; esperó a medias alguna muestra de violencia física —una piedra lanzada contra ella, quizá— y se alejó temblorosa, procurando no aligerar el paso.

En su agitación se equivocó de curva y estaba exhausta cuando por fin llegó a casa. Había una bicicleta apoyada contra la tapia delantera, y recordó que había prometido recibir a un reportero del periódico de Norley y que llegaba a la entrevista con una hora de retraso.

Al abrir la puerta del salón, descubrió atónita a su madre sentada con un joven de cara colorada que estaba examinando una fotografía de Angel a la edad de seis meses, una foto que desde hacía mucho tiempo Angel tenía intención de destruir. El bebé estaba sentado en una alfombra de piel llena de pliegues, con las plantas de los pies arrugadas, enormes y desenfocadas.

—En realidad no tenía esos ojos furiosos —estaba diciendo la señora Deverell—. Debía de estar asustada.

Estaba acalorada y locuaz y no pareció afligirse lo más mínimo cuando Angel pidió la fotografía y la rompió en dos pedazos antes de volverse hacia el joven para disculparse —a la manera de quien hace un gran favor— por llegar tarde.

Él se había puesto de pie con gesto medroso y dijo algo así como que había sido un placer. Es horriblemente impresentable, pensó Angel, y en mitad de lo que él estaba diciendo se dirigió hacia la chimenea y tiró de la cuerda de la campanilla.

Sultan correteaba por la habitación como si todo hubiese cambiado o como si creyera que debería haberlo hecho: al fin y al cabo su situación no estaba aún clara, pues Angel no le había hablado en el trayecto de vuelta y no sabía con certeza lo que su acto de ferocidad había representado o presagiaba para él. No hizo el menor caso a la señora Deverell y se puso a olisquear las botas del periodista y luego a lamerle las manos. El joven se las metió en el bolsillo.

—Twining —dijo, sobresaltado, respondiendo a la pregunta de Angel sobre su nombre—. Desmond Twining.

—Sultan le ha arañado la pierna —dijo la señora Deverell.

—Sí. Señor Twining, antes de que se vaya le daré para su periódico un informe de un incidente que ha ocurrido esta tarde. Puede publicarlo con unos cuantos comentarios que yo añadiré sobre los dueños de perros que dejan sueltos a sus chuchos depravados para que vaguen por los caminos y ataquen a otros perros.

—¡Dios mío! —murmuró él tímidamente, limpiando con un pañuelo la baba de sus pantalones con gesto de disculpa, como si la mancha fuera culpa suya—. No creo que eso entre en mi sección.

Miró sombríamente la libreta que descansaba sobre el sofá, al lado de las pinzas de bicicleta. En ella no había todavía un solo trazo de taquigrafía; había desperdiciado más de una hora, salvo por los hechos de la infancia de Angel que había conocido charlando con la madre. Estaba olvidando rápidamente esos datos, y ansiaba abrir su libreta para apuntarlos antes de que fuese demasiado tarde; pero trajeron los adminículos del té y estuvo muy ocupado manejando su taza y desembarazándose de los hilos de berro que tenía entre los labios mientras comía un emparedado. La señora Deverell, que de repente pareció enferma y apagada, tomó un sorbito de té y salió presurosamente del salón.

—Olvide o pase por alto todo lo que mi madre le haya dicho antes de llegar yo —dijo Angel—. No se encuentra bien, ¿sabe?, e incurre en extrañas inexactitudes.

Hasta entonces nunca había reconocido la mala salud de su madre y ahora lo hacía únicamente por conveniencia propia.

—Yo puedo decirle lo que le interesa saber. Creo que a estas alturas conozco lo que el público espera de mí. ¿Le apetece otro sandwich?

Él engulló los últimos residuos del berro y se inclinó hacia delante. Uno sin verduras sería más sencillo, pensó, escogiendo otro emparedado. Luego tomó la libreta y la abrió discretamente, dejándola a su lado encima del sofá para poder tomar notas, aunque eso pareciese harto difícil.

—Usted nació en Norley —empezó—. Eso lo sabemos todos, desde luego.

—¿Lo sabemos? —preguntó Angel con falsa dulzura—. Si lo sabe usted, sabe más de lo que yo he podido averiguar. Parece que mi infancia estuvo envuelta en el misterio. Sin duda me trajeron a Norley a muy corta edad; pero ignoro de dónde. La reticencia de mi madre oculta alguna pena antigua y por ese motivo yo no la he interrogado ni he preguntado por mi padre, a quien no vi nunca.

Se recostó en su asiento, moviendo las manos de un lado para otro para lucirlas ante sí misma, mientras sus anillos reflejaban el fuego del hogar. El joven se quedó totalmente pasmado, como más tarde contó a su director. ¿Estaba ella confesando, casi jactándose de su bastardía? El tío de Twining había asistido a las escuelas de Volunteer Street con el padre de Angel, Ernie Deverell, y había una foto descolorida de éste, con bombachos y cara cerúlea, en un grupo retratado en el patio de recreo asfaltado. Twining tenía pensado mencionar este dato, y por esta razón había sido designado para la entrevista. «Un detallito en común puede allanar el camino», había dicho el director, y esta frase, que en su momento había sonado asaz vaga, ahora se revelaba una presunción absurda. Aferrándose a una interpretación más risueña de las palabras de Angel, Twining preguntó:

—¿Así que murió siendo usted una niña?

—Quizá —contestó Angel—, o quizá más tarde. O acaso todavía siga vivo.

Mientras intentaba descifrar esta respuesta, el joven dio un mordisco a su emparedado. Era de cangrejo, pensó, o de alguna pasta hecha con cangrejo; en cualquier caso estaba malísimo.

—En aquellos tiempos —dijo Angel, comiendo tranquilamente un pastel de chocolate— hubo una persona de la que dijeron que era mi padre; un hombrecillo tímido e inofensivo, según he averiguado. Estoy segura de que me hubiera parecido una persona excelente, aunque más bien anodina. En realidad, le debo mi apellido. Pero todo este asunto está tan cargado de misterio, como le he dicho, que en su articulito sobre mí podría insinuarlo; pero, en atención a mi madre, déjelo en mera alusión. En cuanto a mí, estoy más allá de esas convenciones insignificantes.

Con asco y con alarma, sin respirar, el periodista logró por fin engullir lo que tenía en la boca. Después bebió un trago de té y sintió que le cubrían oleadas de calor; el corazón le latía acelerado; estaba tan nervioso que notó en los ojos escozor de lágrimas. Y todo aquel tiempo había transcurrido y no había un solo rasgo en su libreta ni otra cosa en su cabeza que unos toques de misterio de los que no se podía sacar ningún provecho.

—A veces me pregunto si tendré sangre extranjera —siguió diciendo Angel. Twining convino en que podría ser, pues su pelo negro y su piel blanca eran exactamente lo que él imaginaba siempre al oír la expresión «mujer extranjera». Tenía un aspecto imponente con aquel vestido de color azul eléctrico y sus manos largas posadas en el regazo; el perro, afortunadamente, dormía ahora a sus pies.

—Empezó a escribir... ¿cuándo? —preguntó Twining, empuñando el lápiz sobre la libreta y tratando de olvidar la pasta de cangrejo.

—A los quince años.

Ella recordó de pronto las horrorosas circunstancias en que había empezado su primera novela; la mezcla de vergüenza e indignación de las que había huido para escribir; la enfermedad fingida y el aburrimiento y la soledad que había soportado. Parecía largo, largo tiempo atrás. No podría volverlo a vivir, pensó. Todo ha cambiado a mejor y me he salvado.

Él tuvo por fin algo que anotar, y Angel le dio a continuación una lista de sus novelas con sus respectivas fechas, cosa que él podría haber consultado en la biblioteca pública.

—¿No quiere un pedazo de este pastel de chocolate, señor Tinsel? Su apellido es Tinsel, ¿verdad?

—No, Twining, me temo. Todavía no he terminado el sandwich —dijo, mirándolo.

—Procure que nuestra conversación no le distraiga del té.

—No.

Dejó de respirar, dio otro mordisco, tragó desesperadamente y rezó: «Por favor, Dios mío, que se me quede dentro. Que se me quede dentro.»

Sultan se removió, estiró las patas y expelió una flatulencia. Angel extendió una mano, cogió de un jarrón un ramo de plumas de pavo real y empezó a ventilar el aire.

—¿Tiene algún mensaje? —preguntó seriamente Twining—. ¿Un resumen, quizá, de lo que se esfuerza por expresar en sus novelas, una palabra, un pensamiento filosófico para nuestros lectores?

Había ensayado esta pregunta mientras se afanaba rumbo a Alderhurst en su bicicleta y se alegró de formularla ahora para encubrir su turbación.

—Me gustaría pedir un mayor entendimiento espiritual, una tolerancia y generosidad, una respuesta más profunda a la vida —dijo Angel plácidamente, sin dejar de abanicarse.

Sultan se abalanzó entonces sobre Twining y empezó a olfatear su plato.

—¿Puedo? ¿Se lo permite?

Twining mantenía en alto el emparedado, interrogando tímidamente, con una expresión de esperanza bastante radiante.

—Oh, está tan mimado —dijo Angel, y se inclinó para coger de la bandeja un sandwich que arrojó a los pies del perro—. Que se coma uno entero en vez de robar pedazos del de usted.

Sultan lo empujó con el hocico, lo olió y se alejó.

—Mimadísimo —repitió Angel, y mientras se agachaba para recoger el sandwich, Twining se guardó lo que quedaba del suyo en el bolsillo de la chaqueta.

—Pero si no es... —empezó a decir Angel. Abrió el emparedado y lo examinó—. No creo que esté bueno, fresco. No, está venenoso. ¿Cómo se atreven?

Lo arrojó al fuego, con asco.

Usted ha tomado uno —dijo, acusadoramente, volviéndose para mirar a Twining.

—El mío estaba bueno.

—¡No podía estar bueno! Todos estaban hechos con la misma inmundicia.

Fue hasta la campanilla y llamó.

—No he notado nada...

—Tiene que haberlo notado. Se ha quedado ahí tan tranquilo, dejándome que le ofreciera uno a Sultan, a sabiendas de que podía envenenarle. Creo que es abusar de mi hospitalidad, señor Twining. No se lo habría perdonado nunca si le hubiera sucedido algo a mi pobre Sultan. Ya ha tenido bastante por hoy. ¡Bessie! —dijo a la criada cuando entró—. ¿Está intentando envenenarme?

—No, señora.

—Los sandwiches están malos.

—Le aseguro que no lo sabía, señora.

—Por favor, lléveselos antes de que hagan más daño. Menos mal que estoy demasiado cansada para comer. Y ahora, señor Twining, si tiene algo más que preguntarme le ruego que lo haga.

Él había preparado un par de preguntas y se las leyó en voz alta. Angel enumeró al azar sus aficiones: tocar el arpa y estudiar hebreo, la astrología, pintar sobre seda y las labores de costura.

—Esto lo he hecho yo —dijo, dando un par de palmadas sobre uno de los cojines de satén negro, bordados con pavos reales de lentejuelas. Los había comprado en un bazar que ella misma había inaugurado.

—¿Y qué proyectos tiene para el futuro? Literarios, me refiero.

—Muchos. Pero no voy a divulgarlos. El mundillo literario está siempre alerta: hay muchos que preferirían tomar la delantera a seguir un ejemplo.

—¿Puedo mencionarlo así? —preguntó él, no totalmente seguro de lo que ella había dado a entender.

—Como guste —respondió Angel, con indiferencia.

—¿Y sus autores predilectos? —preguntó Twining, formulando su última pregunta con bastante brusquedad, porque tenía miedo de caer enfermo.

Ella consideró a los otros escritores con condescendencia.

—Shakespeare —contestó de mala gana—. Quizá Goethe —añadió, empleando una pronunciación de su cosecha.

—¿Y autores modernos? —preguntó él, sin percatarse del peligro que arrostraba.

La cara de Angel poseía la cualidad singular de oscurecerse cuando estaba furiosa; la sangre que se acumulaba debajo de la piel blanca producía la impresión de que una sombra se hubiera abatido sobre ella: luego el sol despuntaba de repente.

—Solamente uno me viene a las mientes —dijo—. Un escritor de mi mismo sexo.

—¿Marie Corelli? —sugirió él, confiadamente.

—¿Marie Corelli? Me temo que en mi opinión la señorita Corelli escribe como una maestra de escuela dominical. Me refiero a la señorita Nora Howe-Nevinson, sobrina de Lord Norley. Una poetisa de primera fila que con orgullo puede ocupar un sitio al lado de Tennyson y Shelley.

Twining transcribió esto último presurosamente; luego cogió las pinzas de la bicicleta, se disculpó por la visita y se despidió. En cuanto hubo doblado la curva del camino y no se le veía desde la casa, desmontó de la bicicleta y vomitó en los arbustos de laurel.

Después de haberse marchado sigilosamente a la hora del té, la señora Deverell se había acostado y no habría de volver a levantarse. Angel la visitó antes de la cena y empezó a dar vueltas por la alcoba, molesta, haciendo preguntas secas con la irritación que le inspiraba la enfermedad de otras personas.

—¿Así que no quieres nada?

—Nada, gracias, querida.

—Si quieres algo, abajo hay manos ociosas. Sólo tienes que llamar.

—No, nada, gracias.

—¿De qué modo te sientes enferma?

—Es sólo el dolor que he tenido últimamente... En el pecho, ya sabes.

—Debes de haber comido algo.

En la mente de Angel, toda enfermedad era la culpa de quienes la padecían: alguna negligencia o algún exceso.

—A propósito, esos emparedados de cangrejo del té estaban malísimos. No me explico cómo han podido prepararlos sin vomitar.

—Dios mío, ahora no —imploró su madre.

—Sultan podría haberse envenenado. ¿Crees que debería verte un médico?

—No, me encontraré mejor por la mañana. Creo que es sólo una indigestión... pero me duele muchísimo el pecho.

—Probablemente gases.

—Puede ser.

—Deberías tener más cuidado con lo que comes.

—Siento un hambre voraz y luego, al cabo de unos bocados, ya no puedo más.

—A mí me parece un caso claro de gases —dijo Angel—. Volveré a trabajar si estás segura de que no necesitas nada.

—Lo único que quisiera es que Lottie viniese —susurró la señora Deverell, y dos lágrimas que asomaron por el rabillo del ojo rodaron sobre la almohada.

—Bueno, vendrá a pasar dos días después de Navidad.

La Navidad parecía muy lejana, y la señora Deverell pensó que no tendría fuerzas para llegar a esa fecha. Cuando Ángel la dejó, dio libre curso a las lágrimas, que manaron de sus ojos hasta que le escocieron las mejillas. Lloraba por su hermana y por la seguridad de los viejos tiempos entre sus vecinos. No se sentía segura en la casa de su hija, y por la noche soñó que hacía corriendo todo el trayecto hasta Leamington Spa: quedaba poco tiempo y ella se extraviaba. Al día siguiente sufrió una hemorragia interna. Enviaron un telegrama a su hermana, pero el viaje desde Leamington era demasiado largo, y la señora Deverell murió sin haberla visto.

—Es una tal señorita Howe-Nevinson —dijo Bessie.

Seis meses después de la muerte de su madre, Angel seguía vistiendo de negro de la cabeza a los pies. Tenía en la mano un libro de poemas encarnado y con tapas de ante cuando entró Nora.

—Oh, mi queridísima señorita Deverell. Hasta ayer, a mi regreso de Italia, no me he enterado de su trágica pérdida. No he podido resistir el deseo de verla, incluso sin escribirle antes. Mi carácter impulsivo es algo bien conocido entre mis amigos. Oh, parece que fue ayer cuando nos sentimos todos felices en este salón. Dígame que no he obrado mal al venir a verla.

Había adelantado la mejilla para que se la besara y una lágrima perló hermosamente su velo. Luego dio un paso atrás y miró con inquietud a Angel. Tanta ropa negra acentuaba su flacura y su palidez. Angel lo había descubierto accidentalmente, al ponerse delante de su espejo largo la tarde del entierro, y, complacida con su aspecto, decidió prolongar el luto, una convención que por lo demás despreciaba. Una de las prácticas de Volunteer Street, la hubiera calificado, despectivamente.

—Está usted enferma —anunció Nora—. Y cansada. Y, por lo que he averiguado desde mi vuelta, no se sabe nada de esa novela atrasada y, para ser totalmente sincera, el retraso nos tiene a todos exasperados.

—Me acosan los problemas domésticos —dijo Angel—. En este momento sólo tengo a Bessie, a la que usted ha visto, y a una bruja que habla entre dientes y hace las chapuzas, como dice ella, y deja cubos de agua sucia por rincones oscuros y plumeros encima de la escalera. Si me quejo, echa hacia atrás la cabeza y amenaza con marcharse.

—¡Nuestra mejor novelista molestada por cubos de agua y teniendo que desviar los ojos desde horizontes lejanos hacia plumeros dejados en escaleras!

—Mi madre sabía manejar a la servidumbre —dijo Angel.

La manejaba mal, le había dicho a menudo a la señora Deverell, pero lo cierto era que después de su muerte no se quiso quedar nadie más que Bessie. La timidez de la madre con los criados había inspirado en ellos un sentimiento de protección, no de desprecio: ahora que había muerto no veían razón para aguantar las rabietas de Angel en sus días quisquillosos. Únicamente se había quedado Bessie. Había entrado en la casa procedente de un orfanato. No sabía una palabra de ningún otro mundo y tenía miedo de las novedades; consideraba que vivir a la sombra de la tiranía era una pauta inevitable de vida.

—Va a hablarme usted de su madre —insistió Nora—. No soy una de esas personas egoístas que evitan ese tipo de conversaciones. Sé lo que es haber perdido a un ser querido y lo que se sufre al ver que los destierran y que su nombre ni siquiera se menciona. Es una conspiración de personas que esperan eludir la molestia de proporcionar consuelo; yo no pienso participar en ella. Usted hablará todo lo que quiera y yo voy a escucharla.

—Pero si no hay nada que decir...

—Ah, no debe haber reserva entre nosotras. Usted misma ha hecho que parezcamos almas gemelas. Además, inmerecidamente, usted me ha elevado casi hasta su propia esfera. Creo que sabrá de lo que estoy hablando.

Abrió su bolso de cuentas ensartadas y sacó un recorte de periódico.

—Cuando volví de Florencia, encontré una nota de mi tío y este recorte del Norley Advertiser. Al principio lo leí con incredulidad. Me parecía imposible que usted hubiera leído mis humildes versos y los hubiera alabado; que los situase a semejante altura era incomprensible. Cuando pude persuadirme de que era verdad, fue como si las puertas del cielo se hubiesen abierto de par en par.

O sea que mi adulación explica esta visita, pensó Angel. No la muerte de mi madre ni otra cosa, sino el placer de haber sido sobrestimada. Ella había arrojado el sedal y meses más tarde había cobrado su pieza.

Esta reflexión era injusta con Nora, que poseía una gran capacidad para la adoración —especialmente de su propio sexo— y hubiese vuelto a ver a Angel en cualquier circunstancia.

—Estoy en casa de mi tío —dijo—. Mañana vendré a verla otra vez... Estoy segura de que no me negará ese placer... Y me instalaré aquí para serle útil. ¿Qué mejor servicio puedo prestar a la literatura que mantenerla a usted apartada de la esfera doméstica? La mandaré a su despacho y la cerraré con llave, incluso, si se pone intransigente. Después, con la ayuda de Bessie, por no decir de la vieja bruja, encontraré un montón de quehaceres. Sé zurcir guantes, planchar velos, hacer pasteles y compota de grosellas. No mire alrededor, preguntándose dónde hay grosellas en abril... son metafóricas. Incluso podría elevarme a más altas cimas y contratarle una cocinera, un precioso tesoro que será para mí un recordatorio constante.

Angel esbozó una de sus raras sonrisas. Todo seguía un curso inmejorable, pensó. Aguardó el momento oportuno y preguntó por Esmé. ¿Qué era él ahora en su memoria?, se preguntaba a menudo. Poco más que una cara hermosa que le obsesionaba, un recuerdo de elegancia y vivacidad. Pero era un recuerdo obsesivo: había encallado en él.

Nora agachó la cabeza y pareció ofendida. Con la cabeza en esa postura, su bigote oscuro resaltaba sobre el labio. Su expresión era de censura.

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