Angel

Angel


Segunda parte

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—Quizá a usted pueda hablarle de él —dijo—. A mi tío ya no puedo; bajo su techo está prohibido mencionar su nombre. Hubo problemas en Italia y a usted no intentaré ocultárselos: tiene tan amplia comprensión de la vida... Esmé siempre fue inestable. Le expulsaron del colegio por hacer apuestas. No tenemos dinero propio, ¿sabe usted?, o en todo caso una suma insignificante, y no tendremos nada más que lo que nos deje nuestro tío. Y, a pesar de saber esto, de saber la austera disciplina que mi tío observa consigo mismo, lo inflexible que es para negarse el placer mundano cuando tiene que cumplir con su deber, mi hermano hace adrede alarde de su descarrío en la misma cara de ese puritanismo. Fue inútil que yo le advirtiera de que estaba poniendo nuestro futuro en peligro e inútil que ahora trate de ocultar sus fechorías: han sido tantas...

Angel guardaba silencio.

Las palabras de Nora caían sobre ella en cascada tan rápida que no podía extraerles el menor significado. Intentó adoptar una expresión de preocupación cortés e impersonal. Nora vio que se humedecía los labios antes de preguntar por fin:

—¿Qué clase de fechorías?

—Sus aventuras con malos amigos, juego, despilfarro. Cuando murieron nuestros padres, yo me hice cargo de la casa. Él organizaba en su estudio fiestas que despertaban al vecindario. Yo estaba en la cama, horrorizada ante la idea de que por la mañana tendría que hacer frente a los criados. Me quedaba en casa para no encontrarme con gente que pudiese quejarse o creer que yo tenía parte en todo aquello, o con comerciantes que podrían emplear palabras ofensivas, como hacían muchas veces en sus cartas... referentes a dinero, por lo general. Mi hermano es atractivo para las mujeres, pero muy despreocupado y olvidadizo. Quizá no se diese cuenta de las esperanzas que alentaba, pero mientras estaba siendo encantador, y con frecuencia se las arregla para ser grosero y encantador al mismo tiempo, yo le observaba con una sensación de desastre. Sabía que iba a acabar pagando los platos rotos cuando la pobre chica de turno se viera rechazada. Era yo la que soportaba las escenas, las lágrimas y las protestas. Venían a pedirme que intercediese o concertase citas; tratándose de él, poquísimas tenían el menor orgullo o pudor. Y nunca me creían cuando les decía que no podía ayudarlas en nada. A menudo me culpaban de la destrucción de sus ilusiones románticas: me veían como a una hermana posesiva que no cedía su puesto en el hogar de Esmé. No se resignaban a descubrir alguna deficiencia en sí mismas, y pensaban que yo les había arrebatado lo que en realidad nunca habían tenido.

—¿Y su hermano conservó su libertad?

—Hasta Italia —dijo Nora.

Sintió una sensación de drama cuando dijo estas dos palabras. Aquí debería haber caído un telón, con un intervalo de conjetura y expectación antes de que empezara el Acto Tercero. En su defecto, marcó la pausa poniéndose de pie y yendo hacia la ventana. Suspiró y pareció llena de impaciencia e inquietud.

—¡Oh, los narcisos! —exclamó—. A montones, como la vía láctea. Deberíamos tener siempre flores blancas alrededor.

A Angel no le hizo mucha gracia este comentario: estaba suspicaz y exasperada por la interrupción. No prestó atención a los narcisos y se preguntó cómo dirigir de nuevo la conversación hacia Esmé. Después de ver el desprecio que Nora mostraba por la falta de orgullo de las «pobres chicas» de su hermano, tuvo buen cuidado de no traicionarse. Las dos esperaron astutamente. Luego Nora cedió y dijo:

—Italia fue el regalo de Navidad que nuestro tío nos hizo a Esmé y a mí. Es muy bueno, ya sabe, y se empeña en ver lo mejor de nosotros. Siempre ha sido muy terco respecto a la pésima pintura de Esmé; a no ser que pensara que era una manera de impedir que hiciera tonterías... y si pensaba eso se equivocó lamentablemente. Así que Esmé tenía que ir a Florencia a ver los cuadros de allí, y yo tenía que acompañarle; esta parte del proyecto no le convenía en absoluto. Era una situación absurda. Yo fui a todos los museos y a todas las iglesias y Esmé no aparecía por ninguna parte. Nunca olvidaré aquellos meses: la soledad, la premonición de desastre, la sensación de maldad y de traición. Volvió a Inglaterra antes que yo: sencillamente desapareció sin decirme una palabra. Tuve que prepararme el viaje por mi cuenta, pero, antes de que pudiera organizarlo, debí encarar la espantosa miseria que había dejado a su paso.

Apostando muy fuerte, pero midiendo sagazmente el riesgo que corría, Angel dijo:

—Estoy segura de que le resulta doloroso hablarme de esto, puede que lamente habérmelo contado. ¿No sería mejor que lo borrara totalmente de su memoria?

Acertó pensando que Nora ya había llevado su vena histriónica demasiado lejos para detenerse, y con cierto cinismo observó cómo ella volvía al sofá y se hundía en el asiento, enteramente entregada al horror de sus recuerdos.

—Él tenía casi todo el dinero y se lo llevó, o tal vez lo dio antes de marcharse. Yo estaba registrando su dormitorio en busca de alguna pista sobre su desaparición, cuando la tormenta me estalló encima. El padrone estaba aporreando la puerta, diciendo que quería decirme un par de cosas. ¡Un par! Miles, más bien. Yo había descubierto la carta que Esmé me había dejado, pero no tuve oportunidad de leerla: las palabras del hombre, en un italiano que no lograba seguir, me abrumaban. Tengo que pagar dinero, empecé a entender; muchísimo dinero, no sólo por el alojamiento, sino también por su hija. La oía gimoteando en algún sitio del pasillo; era una de esas bonitas muchachas italianas que se pondrían gordas en la madurez, como su madre. Durante un tiempo me habían puesto nerviosa sus modales provocativos con Esmé: nos servía las comidas y de alguna manera se las ingeniaba para ser servil y desafiante a un tiempo. Resultaba bastante asqueroso. Yo dije «Sí, sí» una y otra vez, pero aquel hombre horrible siguió declamando, moviendo las manos por encima de la cabeza, juntándolas sobre el corazón, dejando que los ojos se le llenaran de lágrimas... oh, no quiero volver nunca más a la ópera. Al final se marchó, pero sabía que podía volver en cualquier momento. Yo le había prometido el dinero sin tener la más mínima idea de cómo conseguirlo. Entonces abrí la carta de Esmé y me di cuenta de que tendría que hacerlo. Era la nota más débil del mundo, simplemente diciéndome que se había visto obligado a marcharse, que no había podido esperar para avisarme; la chica había formulado contra él acusaciones que eran ciertas; más o menos ciertas, escribía, lo cual es demasiado difícil de entender, y ella había confesado la gravidez de su estado y la responsabilidad de Esmé al respecto, y él no podía desmentirla. Oh, me sentí ensuciada y rebajada; no tuve más remedio que regatear con tenderos al venderles las joyas de mi madre y recibir por ellas mucho menos de lo que jamás hubiera creído. Me tenían prácticamente prisionera; fuera adonde fuese para tratar de reunir el dinero, veía al hermano de la chica siguiéndome a distancia. El honor de la familia estaba tasado a un cierto precio y Esmé no lo había pagado. Cuando al fin pude saldar la deuda, recuperaron su antigua alegría y gorjearon como pájaros mientras yo preparaba el baúl para irme. Tuvieron el descaro de enviar sus mejores saludos a mi hermano.

Angel admiró tamaña insolencia y rió encantada.

—¿Y él? —preguntó—. ¿Esmé?

—No estaba en casa cuando llegué. La sirvienta me dijo que se había ido a casa del tío. Así que embalé de nuevo y yo también me fui donde mi tío. Esmé no había estado allí. Después de mi relato de Italia, creo que nunca volverá a pisar la casa.

—¿Se lo contó a su tío? —preguntó Angel asombrada.

—Sí. Es el cabeza de nuestra familia, supongo, la única persona responsable a quien puedo acudir.

—Pero, ¿eso no anulará las oportunidades de Esmé con su tío?

—Sin ninguna duda.

Angel la miró de hito en hito.

—Yo no tengo un hermano, pero si lo tuviera nunca podría comportarme con él de esa manera.

—Mi querida señorita Deverell, no todos podemos ser tan santos como usted ni tener ese dichoso sentimiento familiar.

La mirada de Angel se tornó recelosa.

—He perdido mucho defendiendo a Esmé —prosiguió Nora— y no puedo permitirme el lujo de perder más. Y además estoy asqueada y avergonzada. No quiero recuerdos de él en mi vida. Debería contentarme con normalizarla sin Esmé de ahora en adelante.

—Es muy solitario tener una casa para una sola —dijo Angel.

—Tengo que procurar aprovecharlo, y, cuando llegue la soledad que usted dice, le suplicaré que me haga compañía un par de horas.

—Puede venir a verme cuando quiera —dijo Angel, y fue a la puerta del jardín para dejar entrar a Sultan, que estaba ladrando—. Sólo le pido una cosa: que no corte totalmente la relación con su hermano, que quizá algún día la necesite desesperadamente.

—Es él quien la ha cortado.

—Sí, por el momento eso es cierto. ¡Siéntate, Sultan! Me temo que tiene las pezuñas sucias.

Nora pensó que se había estado revolcando en boñiga de vaca, porque apestaba abominablemente.

—¡Bonito! —dijo, dándole palmaditas rápidas en la cabeza.

—Sí, es muy cariñoso. Su hermano, créame, es sólo uno de tantos jóvenes fogosos, un poco malcriados por mujeres a causa de su aspecto romántico.

Estaba segura de haberlo dicho con tono imparcial y analítico, pero no la escuchaba nadie más que Nora, que no tragó el anzuelo.

—Su Lord Chalfont de Las mariposas me recuerda a Esmé —dijo Nora.

—Creo que, aunque soy una mujer, puedo comprender a los hombres así.

Nora intentó expulsar de su rodilla la pezuña embarrada de Sultan, y el perro gruñó y echó hacia atrás las orejas.

—¿Le molestan los perros? —preguntó fríamente Angel—. Ven aquí, Sultan. No te aprecian.

Pareció no darse cuenta de que el animal no le hacía caso.

—No conviene dejar que un perro sepa que se le tiene miedo. Es pedirles que se muestren hostiles. Olfatean el miedo, ¿sabe?

—Es una preciosidad, pero no quiero exagerar los mimos. Algunos perros odian que les manoseen.

—A Sultan le encanta.

Nora decidió que era hora de irse.

—Recordaré lo que me ha dicho de Esmé. Usted es tan juiciosa y yo, en este momento, me siento tan llena de indignación y tan propensa a emitir juicios precipitados... Quizá con el tiempo llegue a su manera de pensar. Y entretanto, ¿puedo venir mañana? Quiero serle útil, aliviarle de algunas cargas, servir a la literatura a mi modesto modo.

—La esperaré con ansia.

Angel pensó que Nora se había expresado muy correctamente. Se besaron y se despidieron.

Nora regresó al día siguiente. Habría de quedarse durante más de treinta años y hacerse útil incansablemente, aliviando a Angel de numerosas cargas. El servicio que prestó a la literatura era más difícil de calibrar. Dejó de escribir su propia poesía para consagrarse en cuerpo y alma a su amiga. El sacrificio contribuyó a alargar la lista de los libros de Angel. Se perdió la poesía y se ganaron novelas, y la posteridad se mostró tan indiferente como pudo con ambas.

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