Angel

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—¿Podemos hablar ahora del asunto?

Cassie apoyó la cabeza en el lujoso respaldo en tanto el tren abandonaba la estación. Cabía agradecer que el coche pulman particular de su madre hubiera llegado esa mañana a la estación; de lo contrario Catherine habría tenido otro motivo para quejarse en los días siguientes. También había que agradecer que su madre hubiera guardado silencio hasta entonces, después de entrar por la mañana en su cuarto cuando Cassie estaba demasiado fatigada para levantarse, con el camisón todavía en el suelo y botones por todas partes... botones que no eran iguales entre sí.

Ella sólo había podido decir:

—Quiero volver a casa hoy mismo, mamá, pero primero necesito dormir un rato más.

—¿Te gustaría contarme por qué?

Catherine se mostraba muy sarcástica. Esperaba una buena explicación. La respuesta de Cassie la tomó por sorpresa.

—No quiero hablar de eso.

Lo asombroso fue que la madre la dejó seguir durmiendo. Más tarde tampoco dijo nada, salvo:

—Ya he ordenado que nos envíen la ropa nueva a casa cuando esté terminada.

Pero Cassie sabía que no llegaría el fin del día sin satisfacer su curiosidad. Habría que evitar la verdad hasta donde fuera posible.

—¿De qué quieres hablar, mamá?

—Para comenzar, me gustaría saber por qué estamos viajando ahora, si habíamos decidido hacerlo la semana que viene.

—La ropa ya estaba elegida y habíamos terminado con las pruebas. ¿Valía la pena esperar sólo para llevarnos la ropa? Haciendo tanto frío no se puede salir a disfrutar de la ciudad. Tú misma te habrías aburrido antes de mañana.

—Nunca me aburro en la ciudad, con calor o con frío, y tú tampoco. ¿Por qué no haces otro intento? ¿O será mejor no agotar tu provisión de excusas y limitarnos a la verdad?

—¿Por qué piensas que...?

—Porque tengo ojos, pequeña. Vi a tu pistolero en el vestíbulo del hotel.

Cassie también lo había visto. Desde que conocía a Angel el amarillo intenso le llamaba la atención dondequiera que estuviera. Pero supo disimular; ni siquiera lo miró directamente. Sabía por qué estaba allí, para asegurarse de que ella abandonara la ciudad. Eso la enojó otra vez.

—¿Por qué te siguió a San Luis? — preguntó Catherine.

—No me siguió. Vino por motivos que no tenían nada que ver conmigo.

—¿Sabías que vendría?

—No.

—Detesto las coincidencias como esta — dijo Catherine con un suspiro—. No son naturales.

—¿Como la fatalidad?

La madre le clavó una mirada áspera, negándose a admitir que la fatalidad tuviera algo que ver.

—Anoche subió a tu cuarto, ¿no?

—Sí.

—¿Y...?

Adiós las esperanzas de ocultar la verdad.

—Angel tiene dificultades para olvidarse de sus derechos maritales cuando yo estoy cerca. Al parecer, le es imposible.

—¡Pero qué libidinoso...!

—Y a mí me es imposible negarle esos derechos.

—¡Cassie!

—Por lo tanto, me sugirió que volviera a casa.

Eso dejó muda a Catherine por un momento.

—¿Él? ¿De veras? Parece que el hombre tiene sentido común después de todo.

—No le veo la gracia, mamá.

—No lo dije para que te hiciera gracia, pequeña.

—De cualquier modo, se mostró muy autoritario. Cree poder darme órdenes.

—Como todos los maridos. Nunca he comprendido por qué. En Wyoming las mujeres tenemos derecho al voto, podemos ser miembros de jurados y hasta nos jactamos de tener la primera jueza de paz de todo el país, pero nuestros maridos siguen opinando que su palabra es ley.

—Papá nunca fue así

—Tu padre era una excepción. — Catherine se echó a reír. — Los Summers son otra. Ya sabemos quién lleva los pantalones en esa familia. Y le sientan muy bien.

—Eso no es justo, mamá. Ni cierto. Yo diría que los mismos pantalones les sientan bien a ambos. Si tienen diferencias de opinión, discuten hasta ponerse de acuerdo. Nunca hay uno de ellos que diga arbitrariamente al otro: “Haz lo que te digo”, como si ese fuera el fin de la cuestión.

—Chase Summers no es tan estúpido — dijo Catherine muy sonriente—. Reconozco que a veces Jessie anda de puntillas a su alrededor, pero generalmente pisa bien fuerte.

—Sólo porque él se lo permite — insistió Cassie—. Allí está la diferencia.

De pronto Catherine volvió a arrugar el entrecejo. — ¿Cómo nos apartamos tanto del tema?

La joven habría preferido que su madre no se diera cuenta.

—Hablando de los hombres arbitrarios. Y antes de que preguntes, para bochorno de las dos, te lo confirmo, habrá que esperar otra vez para presentar la demanda de divorcio.

Angel llamó a la puerta principal de la enorme casa de piedra. Sabía que hacía mal en presentarse. Se había acicalado. Estaba tan pulcro como era posible sin cortarse el pelo, cosa que no haría hasta la primavera. De cualquier modo hacía mal en presentarse. Sólo que era presentarse o embriagarse como una cuba para quitarse de la mente a su menuda esposa. Y no tenía ganas de embriagarse.

Se abrió la puerta. Apareció un hombre de blanco pelo rizado y patillas vestido con rígida formalidad. Su piel era tan oscura que parecía negra.

—¿En qué puedo servirlo, señor?

—Me gustaría hablar con la señora de la casa — dijo Angel.

—¿Quién es, Jefferson? — preguntó otra voz seguida por la aparición de un caballero maduro, alto, de pelo rubio y ojos verdes.

—No sabría decirle, señor Winston. El caballero pide hablar con la señora Anna.

Los ojos verdes se entornaron para observar a Angel con más atención.

—¿Puedo preguntarle para qué necesita a mi esposa?

—¿Usted es el banquero?

Los ojos se entornaron todavía más.

—Sí.

—Esta mañana descubrí que su esposa es mi madre. Me llamo Angel... O'Rourke.

Era la primera vez que lo decía. Sonaba bien... y provocó un suspiro en el esposo de Anna.

—Comprendo — dijo el hombre en tono resignado—. Usted es el decimoquinto Angel que llama a mi puerta para cobrar la recompensa. — Y agregó, con desprecio en la voz: — Por lo menos los otros eran irlandeses o se esforzaban en parecerlo. ¿Puede usted demostrar que es el hijo desaparecido de mi esposa?

Lo último que Angel esperaba era esa duda. Estuvo a punto de echarse a reír.

—No necesito demostrarlo, señor.

—En ese caso no recibirá un centavo...

—No quiero su dinero — lo interrumpió él—. Sólo he venido para echar un vistazo a mi madre antes de volver al Oeste.

—Bueno, esa es una variante nueva — comentó Winston, aunque su expresión seguía siendo escéptica—. Sólo por curiosidad, ¿qué historia tiene preparada para explicar su desaparición de tantos años?

—Si ella quiere saberlo se lo contaré, — fue cuanto Angel dijo.

Y bastante generoso se mostraba considerando que el hombre comenzaba a irritarlo. El banquero vaciló un momento antes de ceder:

—Por el bien de mi esposa, me veo obligado a concederle el beneficio de la duda. Pero le advierto que ella sabrá a primera vista si usted dice la verdad o no. Si ella no lo reconoce, le agradecería que se fuera sin mencionar sus pretensiones. Mi esposa ya ha sufrido demasiado por este asunto. No quiero que se le revuelvan otra vez los recuerdos sin motivo alguno.

Angel hizo un gesto afirmativo sin poder discutir. No necesitaba hablar con esa mujer. Sólo quería verla para que la imagen que guardaba de ella fuera menos vaga. Y probablemente no lograría otra cosa, pues no podía imaginar cómo haría una mujer, aunque fuera madre, para reconocer al niño de cuatro años en un hombre hecho y derecho.

El sirviente abrió la puerta un poco más para que Angel pasara.

—¿Me permite su abrigo, señor?

En la casa hacía demasiado calor como para no quitárselo. Angel no quería cubrirse de sudor; ellos pensarían que era por nerviosismo. Pero en cuanto hubo entregado el impermeable, los ojos del banquero fueron directamente a su revólver. Por mucho que se hubiera acicalado, Angel no pensaba ocultar su oficio ni su origen. Vestía de negro, como de costumbre; negro era también el pañuelo nuevo atado al cuello.

—¿Usted es policía? — se le preguntó.

Volvió el ceño.

—Preferiría que no se presentara con eso en mi casa.

Angel no hizo ademán alguno de quitárselo.

—Si usted trata bien a mi madre, no tiene nada que temer.

El banquero enrojeció, pero se limitó a decir rígidamente al criado:

—Informe a mi esposa que tenemos visita. Puede reunirse con nosotros en la sala este.

El sirviente salió. Angel siguió a su anfitrión hasta una puerta que abría a la derecha. El cuarto era amplio y de muebles tan elegantes que él se sentó con desconfianza. Estaba nervioso, sí. Mejor dicho, tenía miedo. Nunca en su vida había tenido tanto miedo. No tenía nada que hacer allí. Habría sido mejor embriagarse.

—No puedo hacer esto — dijo súbitamente—. Creía poder, pero... Dígale... no, no le diga nada. Es mejor que no sepa lo que ha sido de mí.

—Tal como yo pensaba — comentó el esposo de Anna con tanto desprecio que un hombre inferior se habría achicharrado—. Este es el punto en que casi todos se echan atrás.

—No voy a ofenderme por esto, señor, porque usted actúa en bien de ella. Me alegro de que mi madre tenga a alguien que la cuide.

En verdad, Angel se estaba mostrando muy generoso porque tenía ganas de decir algo muy distinto, que por menos provocación había matado a más de un hombre. No era cierto, pero solía decirlo para poner fin a las provocaciones. De cualquier modo, también en este caso les puso fin pues el banquero asintió, ya porque aceptaba el comentario o porque no tenía nada más que decir.

Angel se dirigió hacia la puerta. Ya comenzaba a perder la tensión, pero volvió de inmediato, pues una jovencita le bloqueó súbitamente el paso. Era hermosa, pelo negro flotando alrededor de su cintura y grandes ojos verdes, como los de su padre. No podía tener más de trece años. "Varios medio hermanos", había dicho Kirby, y Angel supo por instinto que tenía ante sí a su hermana.

Se le hizo un nudo en la garganta. No podía moverse ni apartar de ella los ojos.

Ella también lo observaba con curiosidad. No apartó la vista ni siquiera para decir a su padre:

—Dice mamá que baja enseguida y ¿quién es usted?

Lo dijo todo en un mismo aliento.

—Angel — respondió él sin pensar.

—¿De veras? Tengo un hermano que se llama Angel aunque no lo conozco. Tengo muchos hermanos varones, pero mamá dice que nunca son demasiados para que cuiden de una.

Angel no se imaginaba cuidando de una hermana. Acabaría sembrando la calle de cadáveres en cuanto alguien la mirara con malas intenciones. Y difícilmente esa gente de ciudad supiera agradecérselo.

—Me llamo Katey — continuó. Y en la misma pausa: — ¿Eres mi hermano?

La pregunta atravesó a Angel como si fuera de plomo, aguda y dolorosa. No supo qué responder. Con la verdad no saldría de allí muy pronto. Además, era probable que el banquero la refutara. Y así se comprometía. Bastaba una pequeña palabra para que una parte vacía de su vida quedara colmada.

El esposo de Anna no le dio oportunidad de decirla.

—Ya has entregado tu mensaje, Katey; ahora vuelve a tu cuarto.

—Pero...

—Sabes que no debes molestar cuando tenemos visitas.

Su voz no era severa. En todo caso, demasiado tierna; Angel comprendió que se la amaba mucho. Y ella se fue diciendo: "Sí, señor" con sólo un mohín en los labios.

—Gracias por no responder a mi hija — oyó Angel a su espalda—. Es una niña impresionable y le habría creído.

¿Creer la verdad? ¡Nada menos! Pero Angel no lo dijo; no dijo nada. Se encaminó nuevamente hacia la puerta. Si ese condenado cuarto no hubiera sido tan grande, ya habría estado en la calle.

No llegó. Chocaron ante la puerta, pues ambos corrían hacia ella. Él tuvo que sostenerla para que no cayera hacia atrás. La oyó ahogar una exclamación y una risa, pero ella aún no había levantado la vista. En realidad, era menuda; apenas le llegaba al mentón. Pero no necesitaba verle la cara. Reconoció su risa; le era tan familiar como si la hubiera escuchado apenas el día anterior.

Era ella, y los recuerdos volvieron con ella, suaves regaños, abrazos y besos, cuentos a la hora de dormir; lágrimas, cuando tuvo que decirle que su padre había muerto, y amor, mucho amor. No podía respirar, pues el nudo le crecía y crecía en la garganta. Las manos que sostenían los brazos de la mujer se ciñeron con fuerza. Ante eso ella levantó la vista. Angel se alegró de no haberla soltado, pues la vio ponerse tan pálida como si estuviera por desmayarse.

—¿Cawlin? — dijo en un chillido temeroso.

Angel comprendió que creía estar viendo a un fantasma.

No respondió. No podía pronunciar una palabra con ese nudo en la garganta. Ella aún no se había dado cuenta de que estaba ante el hijo y no ante el padre. Era mejor irse antes de que lo comprendiera, pero no podía moverse. Ni siquiera podía soltarla. Habría querido estrujarla entre sus brazos, pero tuvo miedo, miedo de asustarla, de no poder soltarla nunca más.

Se ahogaba con las cosas que sentía. De pronto lamentó que Cassie no estuviera allí para entrometerse y arreglarlo todo, indómita como siempre, porque nunca se había sentido tan indefenso y fuera de su ambiente como en ese momento. El que estaba allí era el banquero, que se aproximó para separarlos y llevó a Anna hasta una silla. Angel seguía sin moverse. Tenía que salir volando de allí, pero los pies no le obedecían y no podía apartar los ojos de su madre.

Aunque la imagen que de ella tenía se hubiera esfumado con el correr de veintiún años, ahora volvía con toda su fuerza, pues ella había cambiado muy poco entretanto. ¡Las cosas que recordaba ahora, las pequeñas cosas que había olvidado! Ella no lo había perdido por descuido; en todo caso, lo protegía en exceso, pues no tenía más familia que él... por entonces. Ahora había formado otra familia. Y él no tenía nada que hacer allí.

Por fin el miedo hizo que sus pies se movieran. Miedo al rechazo y al dolor que lo acompañaría. Era lo único que nunca había podido soportar bien y no pensaba intentarlo en ese momento.

Dio varios pasos largos por el vestíbulo antes de reparar en la barricada que se levantaba ante la puerta de la calle con la forma de su hermanita. Katey, con la espalda apoyada contra la madera y los brazos cruzados lo miró meneando la cabeza. No había subido a su cuarto, como se le ordenó. Lo esperaba en una emboscada. Y él sintió exactamente eso, que había caído en una emboscada.

La jovencita le dedicó una gran sonrisa al recordarle:

—Todavía no me has respondido.

—¿Qué preguntaste?

—Si eres mi hermano.

—Y si lo soy, ¿qué?

—Sé que lo eres.

—¿Por qué?

—Porque quiero que lo seas — dijo ella simplemente—. Por eso no puedo dejar que te vayas. Mamá se alteraría.

—Ya está alterada.

—Eso no es nada. Si te vas, derribará la casa a gritos.

—No grita.

Katey volvió a sonreír.

—Sean y Patrick dicen que sí. Son mis hermanos... y hermanos tuyos, también. Ellos tampoco me perdonarían que te dejara ir sin que ellos te vieran.

—¿De veras crees poder detenerme, tesoro?

—Yo, tal vez no, pero ella sí.

Señalaba hacia atrás con la cabeza. Al volverse, Angel vio a su madre ante la puerta de la sala sosteniéndose del marco con una mano y apretándose el corazón con la otra. Aún estaba pálida como un pergamino. El esposo, de pie tras ella, estaba preparado para sujetarla si volvía a desmayarse.

Se la veía muy frágil, pero su voz sonó potente, casi acusadora, al decir:

—Creo en los duendes y en los fantasmas, pero tú no eres el fantasma de Cawlin, ¿verdad?

—No.

Los ojos se le llenaron de lágrimas.

—Oh, Dios... ¿Angel?

El no tuvo tiempo siquiera de respirar. La mujer se acercó sin esperar su respuesta, a paso muy lento, devorándolo con los ojos centímetro a centímetro, a través de las lágrimas que ahora caían sin pausa. Le tocó la cara, los hombros, los brazos, para asegurarse d e que fuera de carne y hueso; por fin le deslizó las manos alrededor de la cintura y las cruzó allí mientras dejaba caer la cabeza contra el pecho de Angel para llorar de verdad.

El quedó tan desconcertado como cuando Cassie había hecho lo mismo, pero esta vez tenía que luchar contra la humedad que se estaba amontonando en sus propios ojos. Vaciló por unos segundos insoportables antes de rodearla con los brazos; quizá lo hizo con demasiada fuerza, pero ella no se quejó.

Angel miró al esposo sobre su cabeza. En ese momento el hombre estaba muy abochornado, pero no por el espectáculo emotivo de su esposa.

—Lo siento — comenzó Winston.

—No se disculpe — dijo Angel—. No me habría gustado, que alguno de los otros ángeles les hubiera persuadido.

—Anna dijo que, como te parecías tanto a tu padre siendo niño, cuando crecieras serías su viva imagen.

—No lo recuerdo — admitió Angel.

Al oír eso Anna lloró aun más. Winston, con una sonrisa, se acercó y le puso las manos en los hombros sugiriendo:

—Suéltalo ya, Anna.

—¡Jamás! — exclamó ella, con fiereza, abrazando a Angel con más fuerza — Y ahora quiero saber por qué tardaste tanto en volver a casa, jovencito.

—La historia es larga.

Ella levantó la vista.

—Bueno, como no saldrás de aquí, tienes tiempo para contarla.

Así era, probablemente, aunque él jamás lo contaría todo. Y ahora que estaba perdiendo la tensión tenía ganas de reír. Un hogar. Por fin tenía un hogar. Y una familia. Cedió al impulso y se echó a reír.

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