Angel

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No daría resultado. En el trayecto hacia la ciudad Cassie había tenido tiempo para analizar las posibles repercusiones, incluida la peor: que los Catlin y los MacKauley supusieran que ella planeaba responder a los desafíos. Por otra parte, ¿qué podía hacer un pistolero, salvo proferir amenazas? Y si se ignoraban las amenazas se iniciarían los disparos. Justo lo que necesitaba encontrar su padre al llegar a su casa: una guerra.

Habría debido mostrarse más firme con ese hombre. Habría debido hacer oídos sordos a sus falsas decisiones y seguir respondiendo: "No, gracias.” Para su tipo de problema no hacía falta un pistolero a sueldo. Bueno, tal vez sí, pero esa no era la solución; por lo menos, no era una solución aceptable para ella. Tendría que decírselo en cuanto volviera al rancho.

No era una perspectiva agradable. Había adivinado que era un pistolero antes de que su nombre se lo confirmara. Pero además lo conocía; mejor dicho: había oído hablar de él desde niña, porque ambos provenían de la misma zona. Angel llevaba once años yendo y viniendo por los alrededores de Cheyenne, pero ella nunca lo había visto hasta, ese día, ni siquiera desde lejos. Como él vivía en Cheyenne entre un trabajo y otro, la gente de la zona se apresuraba a jactarse de que el hombre tenía su hogar allí. Si en verdad tenía su hogar en algún sitio, nadie estaba enterado.

No era como ella lo habría imaginado si se hubiera molestado en inventar un rostro a los muchos relatos que circulaban sobre él. No era tan alto como los MacKauley, que superaban el metro ochenta, pero una sólo se daba cuenta cuando se encontraba de pie a su lado. Siendo Cassie bastante baja, él le llevaba unos quince centímetros.

Desde lejos una veía a un hombre todo vestido de negro, exceptuando el impermeable amarillo que enmarcaba su cuerpo musculoso. Veía el revólver enfundado en su cadera, las espuelas de plata que centelleaban al sol, el sombrero de ala ancha bien encasquetado y su cómoda postura sobre el caballo, que disimulaba una actitud muy alerta, la celeridad de que él era capaz, la pasmosa velocidad que Cassie había visto personalmente.

Pero una vez cerca, lo primero que llamaba la atención eran los ojos. En ellos se percibía algo implacable, la violencia de la que el hombre era capaz. Todo lo que era estaba en esos ojos, negros como la brea, sin alma, sin conciencia, sin miedo. Eran tan hipnóticos que una tardaba un rato en reparar en su cara reciamente masculina: mandíbula cuadrada, bien rasurada, nariz secamente cincelada y pómulos Prominentes. Tardaba aun más en notar que su cara era atractiva dentro de sus rasgos duros. Cassie sólo captó eso cuando iba a medio camino hacia la ciudad.

Pero el detalle no tenía importancia; lo que importaba era qué clase de hombre era: una clase con la que ella no deseaba entablar relaciones, ni para recibir ayuda ni por causa alguna. La simple verdad era que él le daba miedo. No podía olvidarse de que su trabajo consistía en matar gente y que lo hacía muy bien.

Sólo cabía esperar que sus vecinos no se enteraran de que El Angel de la Muerte le había hecho una visita. Existía la posibilidad de que su renombre no hubiera llegado tan al sur, pero eso no importaba; su solo aspecto revelaba qué era, si no quién, y eso era igualmente malo. Ojalá nadie se enterara de que él había pisado el Doble C. Ojalá se fuera antes de la noche.

Con ese fin enviaría otro telegrama a Lewis Pickens mientras estuviera en la ciudad. Le daría las gracias por su interés... y mentiría. Le diría que, como el problema ya estaba resuelto, su Angel de Misericordia no hacía falta allí. Luego explicaría a Angel lo que había hecho, agregando que ya no tenía motivos para quedarse allí. Él se iría... y ella se encontraría exactamente como seis semanas atrás, pero con muy poco tiempo para decidir qué haría.

Cassie salió de la armería donde había dejado su revólver; era su última diligencia antes de encaminarse a la estación de diligencias desde donde enviaría su telegrama. Se había visto obligada a cargar con el rifle que se guardaba en el carruaje para casos de emergencia. Sabía usarlo tan bien como su colt, pero llevarlo consigo era incomodo y pesado. Habría sido preferible buscar el otro revólver igual al que tenía antes de abandonar el rancho, pero en su enojo ni siquiera se le había pasado por la mente.

Lo que estaba fuera de toda cuestión era salir sin armas. Aunque no hubiera ninguno de los MacKauley ni de los Catlin a la vista, ni tampoco empleados suyos, rara vez iba a la ciudad sin tropezar con uno de ellos al menos. Los que más la preocupaban eran Rafferty Slater y Sam Hadley, por quienes los que no se dejaría sorprender nuevamente desarmada.

Esos dos trabajaban para los Catlin desde hacía poco tiempo, pero su carácter pendenciero ya los había metido en problemas en la ciudad. No eran del tipo que Dorothy Catlin solía contratar, sino vagabundos que nunca pasaban mucho tiempo en un mismo sitio; trabajaban sólo lo necesario para tener dinero con que alborotar la ciudad los sábados por la noche. Tarde o temprano serían despedidos, pero mientras tanto habían tomado partido y Cassie se encontraba en el otro bando.

La ponía nerviosa el solo recuerdo del día en que la habían acorralado en las caballerizas impidiéndole la huida; Sam la empujó y Rafferty, al inmovilizarla, la tocó en sitios a los que no tenía ningún derecho. La expresión de sus ojos decía que, si volvían a encontrarla sola, recibiría más de lo mismo. Sam sólo trataba de asustarla, pero Rafferty había disfrutado con eso.

Hasta entonces no le había ocurrido nada similar, pero no volvería a ocurrir. Si se encontraba en la ciudad con Rafferty Slater y él hacía el menor ademán de acercársela, dispararía primero y luego le preguntaría qué deseaba. Ese hombre no tendría otra oportunidad de ponerle una mano encima.

Después de ese incidente ya no se atrevía a utilizar ninguna de las caballerizas que se alquilaban en la ciudad. Por eso había dejado su carruaje frente al almacén general de Caully desde donde envió la carta a su madre y cumplió con sus otros recados caminando de un sitio a otro. Cuando regresaba por allí para ir a la estación de diligencias, que también servía como oficina de telégrafos, vio que su carruaje estaba aún allí, pero con dos caballos atados a la parte trasera.

Al ver a los animales Cassie se detuvo inmediatamente y comenzó a buscar al pistolero con la mirada. No dudaba ni por un momento de que esos fueran el caballo de Angel y el que ella le había prestado, aunque estaba aún demasiado lejos para verlos bien. Lo halló con bastante facilidad. No era difícil detectar ese impermeable amarillo.

Estaba reclinado contra la pared de la taberna Segunda Oportunidad al otro lado de la calle. Como tenía el sombrero tan calado era imposible saber a quién vigilaba, pero Cassie tuvo la sensación de que era a ella.

Eso la inquietó. No comprendía por qué la había seguido a la ciudad. Y en vez de salir a su encuentro para explicárselo, él mantenía su relajada posición. Ahora todo el mundo sabía que él estaba allí. Después de todo, Caully era una población pequeña y Angel, un forastero. Era natural que la gente reparara en su presencia, aun cuando no hubiese tenido aspecto de pistolero.

Cassie apretó los dientes, frustrada. Adiós a sus intenciones de mantener su visita en secreto. Ahora no podría salir de la ciudad sin dirigirle la palabra, puesto que el hombre había atado su caballo al carruaje. Aun cuando esa mañana nadie lo hubiera visto ir hacia el rancho, esto no podía pasar desapercibido. Antes de que terminara el día todos se estarían preguntando qué hacía la chica Stuart con un pistolero. Pero los vecinos actualmente hostiles no se limitarían a preguntarse eso: antes del anochecer irían al rancho a exigir una explicación. Y a menos que por entonces Angel ya hubiera partido, bien podía estallar el infierno.

Todo era culpa de ella. Había hecho mal en dejarse intimidar por ese hombre, en darle permiso, para quedarse; era como darle permiso para meter la nariz en sus asuntos. Y eso de seguirla a la ciudad para vigilarla desde cerca, como si hubiera tomado el papel de custodio personal, indicaba que haría las cosas a su propio modo, dijera ella lo que dijese.

Continuó caminando por la calle sin mirarlo. Pero apretó el paso, temiendo verse detenida antes de haber podido despachar su telegrama. Y se vio detenida, sí, sólo que no por Angel.

Morgan MacKauley salió de la talabartería de Wilson y se cruzó en su camino. Cassie estuvo a punto de chocar con él. Al ver de quién se trataba, intentó escabullirse antes de llamar la atención. No tuvo suerte.

Morgan se consideraba un gran seductor de mujeres. Fuera esto cierto o no, todo lo que llevara faldas le llamaba la atención. No tardó más de un segundo en ver a Cassie y girar hacia ella para bloquearle el paso. Ella trató de esquivarlo, pero pronto fue evidente que no la dejaría pasar. Por fin la muchacha dio un paso atrás para clavarle una mirada triste que no causó el menor efecto.

Le irritaba que nadie en Texas la tomara en serio. Reían al verla con revólver. La ignoraban cuando se enojaba. Era como una mariquita a la que se aparta fácilmente con un papirotazo... a menos que estuviera con su pantera negra. Hasta los temerarios MacKauley miraban con desconfianza a Marabelle.

Pero Cassie nunca llevaba su pantera a la ciudad. La mirada ceñuda que le clavó Morgan fue mucho más efectiva que la suya. Era simplemente intimidatoria.

De los cuatro hijos de R. J, Morgan era el tercero; tenía veintiún años. Pero los cuatro eran corpulentos y superaban el metro ochenta de estatura. Todos se parecían a su padre en el pelo castaño rojizo y los ojos verde oscuro. Cassie no los creía capaces de hacerle daño, pero eso no borraba el temor que le inspiraba la animosidad de esos hombres. Eran de genio vivo; un hombre de genio vivo, cuando se enfurece, es capaz de hacer estupideces que normalmente no haría.

—No esperaba verla esta semana en la ciudad, señorita Stuart — dijo Morgan, con aplomo.

Apenas dos meses antes la tuteaba y hasta la había invitado al baile de Will Bates, un sábado por la noche, y a una excursión dominical a Willow Ridge una semana después. Sus intenciones eran evidentes: la cortejaba. Ella se había sentido muy halagada porque el muchacho despertaba su interés. Después de todo, los hermanos MacKauley eran excepcionalmente apuestos y, tal como Cassie había descubierto en los últimos años, no resultaba fácil hallar a un hombre dispuesto a casarse con ella y con Marabelle.

Morgan no le tenía mucho afecto a Marabelle, pero eso no le había impedido cortejar a Cassie... hasta el día en que ella se entremetió en la vida de su hermano de un modo que ninguno de ellos olvidaría ni perdonaría jamás. Cuando la muchacha se convirtió en el blanco de todos los enojos, él le hizo saber que sólo le interesaba el rancho de su padre.

Fuera esto cierto o sólo producto de su cólera, Cassie se sintió más dolorida de lo que hubiera pensado. Tratándose de hombres, no se tenía mucha confianza. Lo de Morgan MacKauley se la disminuyó aun más. Y la triste verdad era que él le gustaba. Por algunas semanas se había hecho grandes ilusiones. Ahora... no quedaba nada, ni siquiera el más leve placer de tenerlo tan cerca. Sólo experimentaba pesar... y una buena proporción de fastidio.

Le extrañó ese comentario despreocupado. A juzgar por sus últimas experiencias no debía de ser tan despreocupado.

—¿Por qué? — preguntó con cautela.

—La imaginaba muy ocupada en preparar el equipaje.

Cabía esperarlo: no se podía pasar junto a un MacKauley o a un Catlin sin algún desagradable recordatorio de sus apuros actuales. Eran los MacKauley quienes le habían puesto plazo para abandonar la zona bajo amenaza de recurrir a la destrucción masiva del rancho con antorchas encendidas.

—Pues imaginaba usted mal — respondió con voz tensa.

Una vez más trató de pasar. Una vez más él se movió para impedírselo No sea odioso, Morgan. Déjeme pasar.

—Primero hablaremos de ese forastero que pasó rumbo a su casa esta mañana.

Cassie gruñó para sus adentros. No había tenido tiempo de inventar un motivo aceptable para la visita de Angel. Y necesitaba tiempo, porque tratándose de mentir y de evitar temas, Cassie era completamente inútil. A menos que lo pensara y ensayara bien, los que la conocían un poco detectaban inmediatamente sus mentiras.

Con Morgan aún no había hecho la prueba.

—Nadie importante. Era sólo... sólo un vagabundo que buscaba trabajo.

—En ese caso usted debería haberlo enviado a nuestra casa — replicó él, tranquilamente—. Antes de que termine la semana en la suya no habrá trabajo para nadie.

Cassie se puso rígida ante esa segunda alusión a la fecha límite fijada para su partida. Se había hecho ilusiones de que la amenaza de incendiar el rancho de su padre fuera algo dicho por enojo, sin verdadera base. Se trataba de personas con las que ella había entablado relaciones sociales y amistosas; uno de ellos había llegado a cortejaría. Pero todo eso, antes de haberse entrometido.

Esquivó el tema de Angel aprovechando que Morgan le había proporcionado otro.

—Necesito hablar con su padre, Morgan. Dígale que pasaré mañana.

—No la recibirá, señorita Stuart. Sucede que Clayton lo ha puesto más nervioso que nunca. ¿Y quiere usted saber por qué?

Ella comenzó a sacudir la cabeza mientras el tono del joven se hacía más áspero. En realidad no quería saber por qué; cualquiera fuese el motivo, estaba segura de que se le echaría la culpa, la tuviera o no. Pero Morgan estaba resuelto a decirlo y lo hizo hiriente.

—Ese tonto de mi hermano no está bien de la cabeza desde su viaje a Austin. No levanta una mano para hacer nada. Y ahora habla de no sé qué derechos que tiene sobre su "esposa". Hasta mencionó que quizá fuera a buscar a la chica Catlin porque al fin y al cabo todavía no se han divorciado. Claro que papá le quitó la idea a azotes.

Cassie, aunque incrédula, no pudo dominar su reacción.

—¿Significa eso que desea seguir casado con Jenny?

Morgan se puso rojo ante la pregunta y negó hasta la más remota posibilidad.

—No, qué diablos — respondió, prácticamente gruñendo—. Es que la ha probado una vez, gracias a usted, y ahora quiere degustarla de nuevo. Eso es todo.

Mora fue Cassie quien se ruborizó, porque el tema era escandalosamente inadecuado para sus inocentes oídos. Morgan comprendió que acababa de franquear los límites del decoro, pero no le importó. Estaba furioso con la chica, que con su actitud había puesto fin a sus esperanzas de casarse con ella, y consigo mismo, por no tener el coraje de desafiar a su papá y defenderla siguiendo su impulso. Lo cierto era que aún la deseaba.

Morgan no había reparado mucho en ella durante la primera visita de Cassie. Por entonces la muchacha tenía dieciocho años y no era gran cosa; apenas se la podía considerar bonita, cuando Caully tenía su buena cantidad de mujeres bonitas y hasta hermosas. Además, era demasiado menuda e infantil para los gustos de Morgan. Nada en ella inspiraba pasión. Al menos, esa había sido su primera impresión.

Pero en la señorita Cassandra Stuart había algo muy extraño, algo que la hacía más interesante y atractiva cada vez que uno la veía. Se le iba metiendo a uno, al menos en cuanto a su aspecto. Uno comenzaba a ver que, si bien era de poca estatura, sus formas no tenían nada de infantil. Y cuanto más la veía uno, más bonita parecía.

Antes de que terminara su visita del año anterior, Morgan se descubrió pensando mucho en ella; pasó todo ese verano de un humor muy agresivo por no haberse dado cuenta antes de su partida de que la deseaba. Como en el invierno ella no vino, puso su interés en otra parte, nada serio, pero sirvió para enterrar lo que sentía por Cassie y para que se olvidara de ella... hasta que volvió a aparecer.

Lo extraño fue que, al verla de nuevo, su impresión fue la misma que la primera vez: la chica no tenía nada que llamara la atención de un hombre. Supuso que durante el año anterior había estado un poco chiflado para haber dejado que esa muchacha se le metiera en los pensamientos y hasta en las fantasías sexuales. Pero en esa oportunidad no hicieron falta seis meses para que sus sentimientos dieran un giro completo. A un mes de su llegada la deseaba otra vez, lo bastante en serio como para pedir a su padre permiso para casarse con ella.

Es revelador del dominio que R. J MacKauley tenía sobre sus hijos el hecho de que, cuando deseaban algo, sólo consideraran necesaria la aprobación del padre. El hecho de que Charles Stuart aceptara o no el cortejo de su hija era cuestión secundaria. La aceptación de Cassie ni siquiera se tenía en cuenta. Los MacKauley eran increíblemente arrogantes y daban ciertas cosas por aseguradas.

Esa era una de las cosas que ponían a R. J contra Cassie: que se las hubiera compuesto para convencer a su hijo menor de que rompiera con la tradición e hiciera a su antojo, sin permiso de R. J Y el hecho de que Clayton hiciera "su antojo" con un enemigo echaba sal sobre la herida abierta. Pero también la herida de Morgan estaba abierta y ulcerándose, porque aún deseaba a Cassie y ahora sabría que jamás sería suya.

No criticaba a su padre, que era demasiado rígido como para cambiar sus costumbres. No culpaba a la guerra entre familias cuya causa ni siquiera conocía pero que duraba desde que él tenía memoria. Culpaba a Cassie por haber metido la nariz donde no debía. Si hubiera sido su esposa, él ya se habría encargado de quitarle ese hábito. Ahora quizá nunca tuviera la oportunidad.

Pero Cassie no sabría jamás los sentimientos que aún le inspiraba. Ni con los gestos ni con sus hechos se los dejaría entrever. Al terminar la semana ella se habría ido y él continuaría con la tarea de olvidarla otra vez. Mientras la observaba se dijo que, cuanto antes ocurriera eso, mejor.

Cassie no prestaba atención a los ojos verdes de Morgan que recorrían su diminuta silueta. Pese a la bochornosa manera en que fuera dicho, se había arrojado sobre la posibilidad de que Clayton MacKauley pudiera estar arrepentido de haber devuelto a su novia. La idea era tan inesperada, aliviaba tanto sus remordimientos, que se aferró a ella y la apretó contra su seno. Significaba que, al fin y al cabo, su intuición no estaba tan descaminada. Significaba que su plan de unir las dos familias por un matrimonio quizá pudiera resultar... con el correr del tiempo. Claro que ella no estaría allí para ver si ocurría.

—¿Qué haces con eso, Cassie?

Volvió a centrar la mirada en Morgan y notó que fruncía el ceño al ver el rifle en sus manos. La sorpresa lo había hecho volver a tutearla. Claro que se encontraban por primera vez desde que ella había tomado la costumbre de salir armada.

—Tuve ciertos problemas con... en realidad... No importa qué hago con esto — concluyó, en tono de terquedad.

Pero estaba enfadada consigo misma por insistir en poner paz en las dos familias, cuando lo más probable era que Si Morgan se enteraba de lo que le habían hecho los peones de Catlin no se inquietara en absoluto. Posiblemente los aplaudiría por haberle dado semejante susto. Decidió no mencionarlo.

La arruga se acentuó en la frente de Morgan que la miró a los ojos.

—¿Qué problemas?

Ella no respondió. Una vez más, trató de seguir caminando. En esa oportunidad él no se movió para bloquearle el paso. Lo que hizo fue sujetarla por el brazo, lo cual resultó mucho más efectivo.

—Respóndeme — exigió.

Si no hubiera estado bien informada, Cassie habría pensado que el muchacho experimentaba un inesperado interés por su bienestar. Pero como su familia tenía intenciones de incendiar el rancho Doble C al terminar la semana, eso no podía ser. Tal vez lo enfadaba, simplemente, que los Catlin la preocuparan más que los MacKauley.

De cualquier modo no le debía ninguna respuesta, veraz o no.

—No tienes ningún derecho a interrogarme, Morgan MacKauley — dijo con tozudez, retorciendo el brazo para liberarlo—. Y ahora déjame...

La exigencia se le atascó en la garganta, pues al hacer ese movimiento había quedado casi de frente a la calle; por el rabillo del ojo había divisado un destello amarillo intenso. Acabó de girar la cabeza y comprobó que Angel estaba tras ella, tranquilamente recostado contra uno de los postes que sostenían el techo saledizo de la talabartería.

No daba la impresión de acompañarla. En realidad, parecía tan sólo un espectador casual de la interesante escena que ella y Morgan estaban representando. Pero quien observara con atención notaría que su postura indiferente era engañosa. Mantenía el pulgar de la mano izquierda enganchada en una presilla del cinturón, el impermeable abierto y echado hacia atrás y la mano derecha apoyada flojamente en la cadera... muy cerca de su colt 45.

Estaba a dos metros y medio de distancia, lo bastante cerca como para oírlo todo... y ayudar. Y Cassie, absolutamente horrorizada, imaginó lo que podía ocurrir en los segundos siguientes.

Apartó bruscamente la vista de él fingiendo no conocerlo con la esperanza de que Morgan no hubiera reparado en su presencia. No tuvo esa suerte. Morgan había seguido la dirección de sus dilatados ojos y estaba mirando directamente al forastero. Su entrecejo no se había aflojado en lo más mínimo.

—¿Busca algo, señor?

Cassie hizo una mueca al percibir el tono agresivo de Morgan. El problema de los MacKauley era que su enorme tamaño les daba la sensación de ser superiores además de invencibles. Pero una bala suele bajar los humos a cualquiera igualando las posibilidades con mucha celeridad. Angel debía de saberlo por experiencia; probablemente por eso no movió un músculo; no parecía impresionado en lo más mínimo por el físico del otro; ni siquiera parecía dispuesto a responder. Y la falta de respuesta sería aún peor. A nadie le gusta ser ignorado sin más; mucho menos a un MacKauley, puesto que a ellos nadie los ignoraba nunca.

Cassie se arrojó al prolongado silencio para distraer a Morgan diciendo lo primero que le vino a la cabeza:

—Dile a tu padre que no me iré hasta que acepte conversar conmigo.

Eso logró que los ojos del muchacho volvieran inmediatamente a ella.

—Ya te dije que no quiere...

—Bien sé lo que me dijiste — interrumpió ella nerviosa—, pero le darás mi mensaje de cualquier modo, o acabará por llegar el día que me habéis fijado, Morgan. ¿Serías tú capaz de prender fuego a la casa conmigo dentro?

—No seas... Pero escúchame... ¡Maldita mujer! — concluyó él, tan aturullado que no pudo pronunciar una palabra más.

Cassie también estaba aturullada además de horrorizada por su propio atrevimiento. No había sido su intención apuntar a lo falso de la amenaza de los MacKauley, si falsa era. De haberlo pensado un poco, nunca habría tenido el coraje de hacerlo. Pero no había pensado.

Sólo quería apartar de Angel la atención hostil de Morgan... cosa que no habría sido necesaria si Angel hubiera mantenido distancia.

Y por desgracia, su treta dio sólo resultados momentáneos. Si Angel hubiera aprovechado la distracción de Morgan para retirarse aún habría valido la pena. Pero seguía allí, observándolos con esos ojos negros como el pecado, provocando con su mera presencia. Y Morgan, abochornado por su tartamudeo y sin saber cómo actuar ante la terquedad femenina, creyó tener una válvula de escape adecuada para su frustración bajo la forma de un forastero entrometido. Aún no la había relacionado a ese hombre con el desconocido por el que había interrogado a Cassie.

—Dígame qué busca aquí o lárguese, señor. Esta es una conversación privada.

Angel aún no había abandonado su descansada postura contra el poste, pero en esa oportunidad contestó:

—Esta es una acera pública... y quiero que la señorita aclare si se la está molestando o no.

Morgan se encocoró indignado por la mera idea.

—Yo no la estoy molestando.

—A mí me parece que sí — replicó Angel con su lenta entonación—. Que lo diga ella.

—¡Nadie me está molestando! — estalló Cassie, echando una mirada de advertencia a Angel para que no se entremetiera. Luego siseó por lo bajo a Morgan—: Ahora pruébalo soltándome. Ya me has demorado lo suficiente.

Morgan tuvo que apartar los ojos de Angel para mirar a Cassie. Exhibió sorpresa al descubrir que aún tenía la mano ceñida a su brazo y la soltó de inmediato.

—Disculpa — musitó.

Cassie se limitó a asentir rígidamente y siguió su camino. Alterada como estaba en ese momento, considerando que acababa de dar un paso sin calcular que podía tener graves consecuencias al terminar la semana, poco le importó dejar solos a los dos hombres: uno, arbitrario; el otro, imprevisible. Por lo que a ella concernía, podían matarse mutuamente.

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