Angel

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Cassie no llegó a averiguar qué había pasado esa noche entre sus padres en el granero... o si en verdad había pasado algo. Su madre no quería hablar del asunto. El padre se limitaba a bromear diciendo que habían dejado de actuar como niños fuera eso lo que fuere. Pero entre ellos parecía haber una especie de tregua. Por lo menos se dirigían la palabra. Nunca se decían cosas personales, hasta donde Cassie estaba enterada, pero había una comunicación, aunque cautelosa y vacilante, como si acabaran de conocerse, era decididamente una comunicación.

Catherine llegó a insistir en postergar la partida hasta después de las fiestas. De ese modo, por primera vez en diez años, Cassie pudo pasar la Navidad con ambos padres. Y en la iglesia vio una vez más a Jenny. Ya se había instalado en casa de su esposo al respecto, R. J se salió con la suya y aseguraba que los MacKauley la trataban como a una reina. Como hacía varios años que en esa casa no mandaba una mujer, las cosas prometían ser interesantes por un tiempo.

Naturalmente, R. J y Dorothy eran, por entonces, la comidilla de la ciudad. Mabel Koch pasó para decir a Cassie, por si no estaba enterada, que se los había visto cenando juntos hasta horas tan avanzadas que, esa noche, ninguno de los dos volvió a su casa. Habían ocupado dos cuartos en el hotel, pero Mabel insinuaba que sólo necesitaron uno.

Al oír eso Catherine rió por media hora. Cassie, después de todo lo que había pasado, no se divirtió tanto. Pero sus vecinos, irónicamente, ya no estaban furiosos con ella. R. J llegó a enviarle una breve nota: “Puede usted entrometerse en mi ciudad cuanto quiera.” A Cassie eso tampoco le pareció divertido. En verdad, últimamente eran Pocas las cosas que le hacían gracia.

Echaba de menos a Angel.

Cuando Catherine la sorprendió cavilando tristemente sobre eso, decidió que harían un paseo de compras en el este antes de volver a casa; bien podían llegar esta vez hasta Nueva York.

—Preferiría que fuéramos a San Luis — Sugirió Cassie impulsivamente.

—Como quieras, pequeña. Y allí podríamos consultar con un abogado para presentar la solicitud de divorcio. No tiene sentido enterar a todo Wyoming si no es necesario.

Cassie no dijo nada, pero tenía ganas de preguntar: "Si eres tan partidaria del divorcio, ¿por qué nunca tramitaste el tuyo?”. Pero eso habría sido mala educación; a veces lamentaba ser tan educada. Un poquito de maldad venía bien para tratar con cierta gente autoritaria.

Su madre tenía buenas intenciones, por supuesto, pero estaba acostumbrada desde siempre a sobreproteger a Cassie y decidir por ella. La joven nunca había protestado porque Catherine era feliz cuando lo manejaba todo. Pero había llegado la hora de que ella comenzara a tomar algunas decisiones por su cuenta. Una fue la de ir a San Luis, aunque la hubiera tomado instantáneamente.

Otra decisión fue enviar un telegrama, algo que no se molestó en mencionar a su madre. Pero pensaba tanto en Angel que la idea surgió y se negó a desaparecer. Por eso envió una solicitud para que un detective de Pinkerton se entrevistara con ella en San Luis para ver si era posible localizar a los padres de Angel. Al fin y al cabo, era difícil que él volviera a intentarlo y a su temperamento entrometido le gustaba ese tipo de cosas, como lo de reunir a una familia perdida.

Cassie y Catherine salieron de Caully pocos días después de iniciado el año nuevo. Como todo estaba resultando tan asombrosamente bien entre los vecinos de Charlie, Cassie estaba segura de poder regresar en el otoño siguiente. Lo que no esperaba era el último comentario de su padre, que probablemente viajara al norte para visitarlas más o menos en el espacio de un mes, ni la secreta sonrisa de su madre al oírle decir eso.

Era obvio que algo había ocurrido en ese granero. Y desentrañar el misterio era exactamente lo que Cassie necesitaba para dejar de pensar en Angel. Hasta ese momento no había logrado extraer ninguna información de su madre. Tal vez lo intentaba de un modo erróneo.

Recordó su gran sorpresa al caer en la cuenta de que los hijos de Catlin y de MacKauley ignoraban cómo se había iniciado la guerra en la que estaban tan profundamente involucrados. Pero Cassie estaba tan habituada a no entrometerse en la vida de sus padres que, en ese momento, no se le había ocurrido pensar que ella permanecía en la misma ignorancia sobre lo que provocó la separación de sus padres. Decidió comenzar por allí.

Pero una diligencia atestada no era buen sitio para discutir temas íntimos. Por lo tanto, Cassie esperó a llegar al ferrocarril, que ofrecía mucha más comodidad para viajar y una intimidad relativa. De inició la conversación en el coche comedor en el primer día de viaje mientras se demoraba deliberadamente en el postre y el café, a la espera de que se desocuparan las mesas vecinas.

Por entonces hacía más de una semana que habían partido de Caully y Cassie estaba deseando probar su nueva estrategia. Con aire inocente, preguntó a su madre:

—¿Cómo fue que tú y papá dejaron de amarse?

Catherine estuvo a punto de atragantarse con el último bocado de budín de cerezas.

—¿Qué pregunta es esa?

Cassie se encogió de hombros.

—Una que debería haberte hecho mucho tiempo atrás posiblemente.

—Esa fiestecita en el granero de tu padre te ha vuelto audaz, Cassie. ¿O sería más correcto hablar de impertinencia?

—¿Te parece? La verdad es que me esfuerzo...

—No te hagas la astuta conmigo, jovencita.

—No te hagas tú la evasiva, mamá. La pregunta es sencilla y creo que tengo derecho a formularla.

—Es algo... demasiado personal.

Catherine seguía evadiendo la respuesta. Cassie reconoció los síntomas, pero esa vez no estaba dispuesta a ceder.

—Yo no soy una vecina entrometida. Soy tu hija. El.es mi padre. Deberíais haberme explicado hace mucho tiempo lo que ocurrió, mamá. ¿Por qué dejaste de amarlo?

Catherine contempló por la ventana el aburrido pasaje invernal. Cassie sabía por experiencia que no le arrancaría una palabra más. Así era su madre. Si no podía intimidar a la gente para lograr que no la molestara, se limitaba a ignorarla.

Por eso la sorprendió oírle decir algunos segundos después:

—Nunca dejé de amarlo.

Cassie habría podido imaginar diez o doce respuestas, pero no ésa. En realidad quedó tan incrédula que no se le ocurrió una sola réplica. Catherine seguía mirando por la ventanilla, pero bien podía imaginar la impresión provocada.

—Probablemente no lo parece, ya lo sé — agregó.

—Lo de "probablemente" sobra, mamá. Entre los que te conocen, todos están convencidos de que vosotros os odiabais. No comprendo.

—Ya lo sé. A decir verdad, yo tampoco. — Catherine suspiró. — El enojo puede ser algo muy fuerte. El miedo también. Los dos te llevan a hacer cosas que normalmente no harías. Y los dos me dominaron por mucho tiempo.

Cassie tampoco podía aceptar eso.

—¿Miedo, mamá? Estamos hablando de la mujer que en Cheyenne se irguió en medio de la calle, sin protección alguna, con las balas volando en todos los sentidos y derribó a dos de los cuatro asaltantes de banco, uno de los cuales llevaba el dinero recién robado. No me digas que no eres una de las mujeres más temerarias de cuantas conozco.

Por fin Catherine miró sobre la mesa con los labios curvados en una semisonrisa.

—Yo tenía mucho dinero en ese banco. Si podía impedirlo, no iba a permitir que se lo llevaran fuera de la ciudad. Pero no me refería al miedo a la muerte.

—¿Y a qué le temes?

—Cassie...

Cassie, que conocía ese tono, se apresuró a decir:

—Ahora no puedes callarte, mamá. Si no me entero del resto acabaré por volverme loca.

Catherine le clavó una mirada de exasperación.

—Esa terquedad la has heredado de tu padre.

—La heredé de ti.

La madre volvió a suspirar.

—Está bien, pero primero debes saber que yo me moría por tener hijos. Cuando tu padre y yo nos casamos solía llorar todos los meses cuando... cuando comprobaba que no había quedado embarazada. Y cuando por fin ocurrió fui la mujer más feliz del mundo. Creo que pasé los nueve meses con una sonrisa en la cara.

Eso sí que era difícil de creer considerando que Catherine rara vez sonreía.

—¿En qué se relaciona eso con tu miedo?

—Eso vino después. Yo no sabía cómo era el parto, ¿comprendes? Perdí a mi madre siendo jovencita y ella nunca me explicó esas cosas. Y como tu padre y yo acabábamos de mudarnos a Wyoming no tenía muchas amigas que pudieran ponerme sobre aviso. Nunca había presenciado un parto. Era tan ignorante que, cuando rompí aguas, creí que te perdía. Pero entonces comenzó el dolor. Al verte ahora nadie lo diría, pero después el médico me comentó que pocas veces había visto bebés tan grandes. Tardaste casi dos días en nacer. En ese tiempo hubo diez o doce veces en que creí morir. En realidad, lo deseaba. Hasta el médico me dio por perdida en cierto momento por lo débil que estaba. Pero de algún modo naciste. No recuerdo exactamente cómo. Por entonces estaba enloquecida de dolor. Y posteriormente hubo complicaciones. Estaba casi desgarrada. La hemorragia no cesaba... No pongas esa cara. — Cassie se había puesto pálida. — No fue culpa tuya. Si quieres que te diga la verdad, a no ser por ti no habría luchado por recuperarme.

—Pero, mamá...

—Sin peros — la interrumpió Catherine severa—. Ya ves por qué no quería contártelo. Pero no fue culpa tuya, por cierto. Y tienes que creerme, pequeña, ni por un momento pensé que fuera culpa tuya. En cambio culpaba a tu padre. Sé que hice mal. Esas cosas pasan sin culpa de nadie. Pero por entonces mi mente no funcionaba bien.

Catherine se echó a reír bruscamente con un sonido amargo.

—Hasta el día de hoy me pregunto cómo habrían sido las cosas si me hubiera informado un poco antes. Caramba, qué pronto termina la ignorancia, lo quieras o no.

—Es asombroso. Una mujer te ve con un bebé, aunque no te conozca, y comienza a contarte todo lo que te pasó en el parto. Si yo hubiera sabido antes todas esas cosas, tal vez habría estado mejor preparada. Pero me las contaron después, que el primer parto es siempre el más difícil, que el dolor se olvida muy pronto, que las mujeres de caderas estrechas, como yo, suelen tener más dificultades... cosas como esas... y siempre que vale la pena.

—Estoy plenamente de acuerdo con eso último. Nunca lamenté haberte tenido ni por un momento, Cassie. Pero después de lo sufrido decidí no tener más hijos siempre que pudiera evitarlo. Y podía. Dije a tu padre que, si llegaba a meterse otra vez en mi cama, lo mataría de un disparo.

Cassie dilató los ojos.

—No creo que él lo tomara muy bien.

—Creo que no.

—¿Y ese fue el fin?

—Sólo el principio. Mira, no le pedí que me diera tiempo. Le dije, directamente, que nunca más. En un principio él tuvo muchísima paciencia pensando que yo cambiaría de idea. Podría haber sido así, porque el recuerdo de ese dolor se va borrando, en verdad. Pero pasaron ocho meses y por fin él estalló.

—Ahora supongo que no se le puede reprochar, aunque en ese momento pensaba de manera muy distinta. No sé. Por entonces me dije que, si yo podía pasarme sin hacer nunca más el amor, él también podía abstenerse. Comprendo que no era una postura muy realista, pero yo era joven y emotiva; además, como te he dicho, por entonces la mente no me funcionaba bien.

—¿Y entonces fue que él se enojó?

—No. La ruptura se produjo al enterarme de que iba a casa de Gladis.

Cassie sabía qué era la casa de Gladis. Siete años atrás, al quemarse el establecimiento, la mujer se había mudado a otra ciudad. Pero en sus tiempos era uno de los prostíbulos más prósperos de Wyoming. Aún se hablaba de la casa de Gladis... y Cassie no logró imaginarse allí a su padre.

—¿Estás segura? — preguntó.

—Por supuesto. ¿O crees que puse fin a un matrimonio por meras sospechas? En esa época había en Cheyenne un hombre, cuyo apellido ya no recuerdo, que se encaprichó conmigo. Vivía preguntándome cuándo pensaba abandonar a tu padre por él. Me importunaba aun durante los últimos tiempos del embarazo. Y el hombre creyó hacerme un favor al decirme que media ciudad había visto a Charles en ese burdel.

—Bonito favor — comentó Cassie secamente.

—Estoy de acuerdo. Si mal no recuerdo creo que me rompí dos nudillos contra su mandíbula al darle las gracias. Y jamás volví a verlo. De cualquier modo, estaba furiosa. Cuando enfrenté a tu papá y él admitió todo, le dije que se fuera. El no quiso. Entonces le dije que no volviera a dirigirme la palabra.

—Y jamás volvisteis a hablaros.

—No puedo con mi genio, Cassie — dijo Catherine a la defensiva—. No sé perdonar, lo reconozco. Lo que dijo esa tal Dotty es muy cierto, tu padre tuvo suerte de que no lo matara por lo que hizo. Una noche fui a casa de Gladis para averiguar a quién visitaba allí. A ella la habría matado. Pero Gladis protegía muy bien a sus muchachas y no quiso decírmelo.

—Sin embargo, dices que jamás dejaste de amarlo — le recordó Cassie.

—Eso tampoco podía evitarlo. Sé que yo lo impulsé a obrar de ese modo, pero no podía perdonar algo así, el miedo y el enojo hacen una combinación terrible. Cuida de que no se apoderen de ti como lo hicieron conmigo.

Cassie meneó la cabeza extrañada. ¡Que hubiera sido por algo tan simple como los celos! Habría preferido no simpatizar con ambas partes, pero así era. En ese tipo de situaciones nadie ganaba. Pero recordó que ellos habían vuelto a hablarse. De algún modo habían dejado atrás aquel largo ataque de ira.

—¿Qué pasó esa noche en el granero, mamá?

—Eso no es de tu incumbencia.

Después de todo lo revelado, Cassie no pudo sino reír ante esa respuesta. Y retuvo ese buen humor varias horas más. Fue esa noche cuando descubrió que no tenía motivos para negar el divorcio a Angel. No estaba embarazada.

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